/ por Mariano Martín Isabel /
Están quienes menosprecian la vida del campo. Están quienes la magnifican. Y luego están quienes ven en el pueblo sencillez y simpleza. Miguel Delibes condenó la primera de estas tres actitudes (la de humoristas como Arévalo, canciones como La Ramona y caricaturas como las de Alfredo Landa). Horacio estaría entre los segundos, ensalzando a quienes viven lejos del mundanal ruido y creyendo que los gañanes tienen la vida bucólica que tienen ellos (bestias de ciudad que buscan sus descansos en el campo). La tercera actitud está, sin duda, encarnada en Ignacio Sanz; que lo mismo le canta al niño que bebe churrumela y coge lagartijas que se duele de los curas que dan pellizcos y de los maestros que dan sopapos. «Chisqueretas» es un relato magistral; de esos que lo dejan a uno melancólico, clavado en el suelo sin dejar de estar, al mismo tiempo, como ido. «Chisqueretas» es el primer relato de esta obra coral que se llama, precisamente, Voces remotas; un coro de voces solas cuya soledad las mete, irremediablemente, en un conjunto. A ver si nos entendemos.
Voces remotas es una recopilación de relatos cortos que sirven para abrir un abanico de temas con un denominador común: el fracaso; el fracaso de los pueblos por sobrevivir. La pluma de Ignacio Sanz se convierte en bisturí y, como Flaubert diseccionando a Emma, se pone a diseccionar, meticuloso, el cuerpo del campo que ha enfermado de soledad; y de muerte; veamos uno a uno el planteamiento de estos temas.
El cura que perdió la fe («de tanto repetir las cosas […] repetimos […] oraciones huecas»: p. 36). La perdición de los hombres («detrás de una fresa veo siempre una cabellera rubia» —p. 45—, así que «marcando culos y tetas […] poco a poco —p. 44— fueron cayendo los hombres, como las moscas en la miel»). La vida esclava de la mujer («la de horas que habré pasado tirando de los surcos […] Y luego me iba a casa para seguir faenando con la comida, con los niños, con la colada, con la plancha, con la limpieza. Y mientras yo andaba en casa él, en el bar, a fanfarronear»: pp. 41-42). El egoísmo («¡Hurgonera! […] que nadie venga luego a hurgar en las voluntades» cuando se trata de repartir herencias: pp. 49, 51). La soledad («vivo […] solo […] en esta tierra sin mujeres»: p. 68). El abandono («no he venido […] para no ver mi propio fracaso aquí»: p. 568). El despoblamiento («Natacha lo ve. Ve que hay, una tras otra, más de veinte llaves colgadas en una larga fila de alcayatas […] Me he convertido en el llavero del pueblo»: p. 74). La dignidad («me molesta el dramatismo añadido al dolor»: p. 71). La emigración: los que se van («yo le debo mucho a Marciel […] Me sacó de Valdepinos y me cambió la vida»: p. 81); y los que se quedan («¿cómo pudo entrar en un botijo?»: p. 91; quedarse en el pueblo es vivir como sapos metidos en botijos). La sed de hembra que nos hace sentir que la mujer a la que deseamos nos está deseando a nosotros («cuanto más frío es un país, más ardientes son sus mujeres»: p. 103). La vida tosca del campo, tan exenta de delicadeza («una mujer no es una estufa»: p. 106). La ignorancia («Chimeneas había usado a la supuesta Irina» para estafar a sus amigos: p. 115). El rencor (el ignorante estafado se topa con su estafador, años más tarde, en la residencia y se venga de él envenenándolo, atiborrándolo de pastillas). Pero en el mismo despoblamiento hay un atisbo de redención porque, a falta de jóvenes, los hijos de los enemigos se acaban emparejando y es como si revivieran Romeo y Julieta (pp. 126-127); esto nos hace soñar con los pastores: «a lo mejor un día juntan los rebaños y se acaban los ciscos».
De ahí las muletillas que transmiten el acervo popular. La sabiduría de quien no sabe nada o se avergüenza de lo que está diciendo. Unas muletillas que se repiten sin compasión, como anáforas: «¿me entiende?» (p. 45). «Para qué voy a decir otra cosa» (p. 14). «A ver si nos entendemos» (p. 14). «¿Qué pasa? No pasa nada» (p. 45).
Todos los relatos son magníficos. El primero, además, es estremecedor. Hay en él algo de la prosa concisa y mesurada de Delibes, pero lo primero que nos viene a la mente es Camilo José Cela: el dramatismo contenido, pero tremendo, de un Pascual Duarte empezando su relato; el protagonista que nos ocupa (Chisqueretas) achaca su desgracia a la fatalidad, que no es una fatalidad social, como en Cela (unos nacen entre flores y otros entre cardos), sino biológica, en la medida en que el aspecto y el carácter también se heredan («si hubiera sido un tipo achaparrado quizá la vida me habría ido mejor. Pero no, nací alto y derecho, con un gancho especial para camelar a las mujeres. Un don Juan. Me he perdido por ellas y ellas se han perdido conmigo»: pp. 20-21); lo que constituye la mala suerte (social) de la buena suerte del nacimiento; habría sido preferible nacer feo y torpe para que a uno le hubiera ido bien en la vida. El patetismo de esta herencia es estremecedor; uno se atreve a afirmar que estamos ante un gran relato de la literatura contemporánea en lengua española.
En la estela de Blasco Ibáñez o Pardo Bazán, al determinismo biológico también se le une un determinismo social: la churrumela; «todo empezó por la churrumela» (p. 27): la churrumela es el mosto, el zumo de uva, «me gusta mucho la churrumela, decíamos de niños en las bodegas cuando llegaban los días de vendimias y se pisaba la uva en los lagares. Churrumela turbia y dulce». Las costumbres sociales funcionan como una predisposición que lo arroja a uno pendiente abajo. «Uno empieza bebiendo churrumela en los días de vendimia y le coge el gustillo al vino para siempre. Y, tras el vino, a sus derivados: el coñac, el ron, el güiski y la ginebra» (p. 17). «Entre las mujeres y la bebida me fueron empujando hacia el barranco» (p. 24). El barranco. Los orígenes. La caída. Hay un eco de tragedia con resonancias bíblicas; «me he convertido (p. 20) en una ruina con el hígado destrozado, una ruina que vive gracias al amparo social y a la caridad de mis hermanas».
Chisqueretas es un relato de unas veinte páginas que no tiene ni un solo punto y aparte. Eso no molesta. Uno casi no se da cuenta por la absorción casi magnética en que nos mantiene su lectura. Además, en Chisqueretas están contenidos casi todos los temas que aparecen en el libro. Del envejecimiento de los pueblos (p. 13: «los pueblos se estancan como una charca de agua podrida; tienes que marcharte, en la ciudad está el progreso»). El envejecimiento de los pueblos provocado por el envejecimiento de la gente («siempre la misma cantilena» —p. 22—: «gente que se marcha, viejos que estiran la pata, casas que se cierran»). Y emigrar no es la solución (puesto que «mi padre […] se equivocó […] cuando me dijo que en la ciudad llovían las oportunidades»: p. 28).
Recapitulando: la desgracia de los fracasados les viene de su naturaleza, pero también de su incultura; porque no es lo mismo hablar que tener «labia de altura» (p. 23) y la labia de altura no se adquiere soltando «por la clase doce o catorce lagartijas» (p. 12). Cuando la naturaleza (el deseo, la pereza, la falta de voluntad, el saber camelar a la gente) produce incultura (la labia a ras del suelo) todo se mueve en un mundo hostil donde crece lo malo. Y tropezamos «con esas piedras que pone el diablo a nuestro paso» (p. 11). El instinto corre más que la inteligencia y bien lo dice Ignacio Sanz: «la inteligencia nos persigue, pero nosotros somos más rápidos» (p. 11). Bien claro lo ha dejado en el relato que lleva por título Mariposas: «cazar mariposas fatiga como todo lo que requiere concentración» (p. 159); hemos visto que cansarse antes del esfuerzo es pereza y la pereza, hija de la distracción, es madre de la abulia.
Cuando nos falta inteligencia, cultura y voluntad, solo quedan dos salidas: ser carnero (embestir) o cabestro (los mansos que intentan «encontrar una salida sin escornarse»: p. 11). «No soy el único carnero que ha regresado al pueblo […] aquí nos hemos vuelto a juntar […] los alumnos predilectos de don Aníbal: Ramón, Rufo y Lucas, el desecho de la tinta, tan descarriados y solos como yo […] Son el espejo donde me miro, los amigos que me quedan» (p. 15).
Las alusiones a otras obras literarias son inexistentes, y cuando aparecen (solamente en dos ocasiones), una se refiere a Samaniego (en la página 44 habla de las moscas y la miel) y otra (página 71) a Paul McCartney (no para referirse a su obra, sino a un episodio de su vida). Al final del relato número 9 («Los Tejorras») lo que tenemos es una versión actualizada de Romeo y Julieta, con sus capuletos y sus montescos (los Tejorras y la familia de Venancio: pp. 127-128). En el episodio del cura ateo (p. 36), ¿cómo no pensar en Unamuno? Y en Moisés Sánchez Barrado, cura ateo que vivió en Segovia y sirvió de modelo a Unamuno para escribir su San Manuel Bueno. Otras referencias son más dudosas. Boris Vian, por ejemplo, cuyo libro Escupiré sobre vuestras tumbas se parece curiosamente a la frase que encontramos en la p. 49: «la Candela quiere que vaya al cementerio […] ¿A qué? A escupir encima de la tumba». Hay (p. 21) una expresión que recuerda sarcásticamente a Bécquer («cuando yo estire la pata, ¿quién va a venir a cerrarme los ojos?»). Mark Twain ya es más dudoso, aunque esta cita podría hacer pensar en Tom Sawyer: «a Rufo le recuerdo siempre en el pueblo, con doce o trece años, pescando ranas con una caña tosca, en realidad una vara y un sedal rematado con una cinta roja»: p. 16). Ya, por rizar el rizo, podríamos forzar una presencia de Lo que el viento se llevó (en la p. 22: «solo quedan tierras y tractores. No hay otra cosa a la que agarrarse»). Aunque no parece disparatado advertir la presencia de Héctor Abad (cuando, en la página 30, se habla de «una médica vocacional» que «no solo desea luchar contra las enfermedades, también quiere combatir sus causas que tienen mucho que ver con la injusticia»). Tantas coincidencias ocasionales nos hacen pensar en un inconsciente colectivo que guarda episodios que salen a flote, sin darnos cuenta, y alumbran universos construidos con la savia de otros universos.
El autor sabe variar las perspectivas metiéndose meticulosamente en la piel de sus personajes, y es sucesivamente un camarero frustrado, un cura ateo, una mujer burlada, el habitante triste de un pueblo sin mujeres, una médica que combate el tabaquismo y hasta un empresario que explota a sus trabajadores. Podríamos decir que Ignacio Sanz, hablando por boca de sus personajes, se convierte en ellos. O tal vez habría que decirlo al revés: que, como un profeta bíblico, los personajes hablan por boca de él y así consigue dar, generosamente, voz a quien no la tiene.
Solo nos queda concluir. Recordando aquella película (Los chicos del coro) donde la rabia acumulada buscaba desesperadamente un sitio por donde salir, podíamos ver enfrentados dos tipos antagónicos de educación: una de sesgo humanitario (la del director del coro) y otra (la del director del colegio) que responde a un modelo skinneriano: acción-reacción (que, en una atmósfera sin amor, se convierte en el viejo tópico bíblico del Talión: el que la hace la paga). En este libro tenemos también dos modelos educativos que siguen la misma pauta: el del maestro y el cura, que pregonan labia de altura pero en el fondo sólo representan el instinto del carnero; y el del padre del protagonista, que no sabe pensar ni hablar con «labia de altura», pero es un ejemplo de voluntad, trabajo, tesón, y todo lo transmite con amor y algún pescozón de vez en cuando.
Por eso El Chisqueretas habla con rencor. «A veces, en esas noches en las que no puedo dormir, cuando me ofusca el sueño y los fantasmas del pasado corren por mi cabeza (…) me dan ganas de salir de casa, de echarme al monte» (p. 28), «para prender fuego al pinar por los cuatro costados […] ahora que está todo medio perdido» (p. 29); como el niño del coro que le prende fuego al colegio. «Sería como para hacer una chisquereta gloriosa y que ardiera todo» (p. 29). De ahí su apodo. El cura y el maestro, que son como los curas y barberos del Quijote, han forjado el odio inoculando en sus alumnos el sentimiento del fracaso y la desesperación. Pero hay algo que salva al Chisqueretas y es la figura buena, dulce y esforzada, aunque ignorante, del padre; la única luz que ilumina sin quemar, cuando él no tuvo arrestos de irlo a enterrar, tan hundido estaba en las aguas turbias de su fracaso: en aquellos días de tormenta.

Ignacio Sanz
Valnera, 2020
176 páginas
18 €

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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