Poéticas

Un libro, una vida

Eduardo Moga reseña el último Premio Nacional de Poesía: 'Cómo guardar ceniza en el pecho', de la poeta vasca en euskera Miren Agur Meabe; una autobiografía lírica.

/ una reseña de Eduardo Moga /

Cómo guardar ceniza en el pecho, Premio Nacional de Poesía de 2021 —el primero que se otorga nunca a un libro de poesía en eusquera— es una autobiografía lírica. Pero no una autobiografía diacrónica, que recoja, alinee y sistematice las vicisitudes de una vida, sino una autobiografía parcial, tumultuosa, celebratoria, pero también doliente; una autobiografía que no está muy segura de serlo, que contempla lo vivido no como algo que radica necesariamente en el pasado, sino que bulle todavía en el presente, poliédrico, resbaladizo, como todos los presentes, y que, aparte de la muerte, no se sabe a dónde conducirá; una autobiografía que está más cerca de la autoficción que de la autobiografía, pero que acopia grandes dosis de verdad. Miren Agur Meabe (Lekeitio, 1962) dedica cada una de las seis secciones en que se divide el libro —más un poema prologal, «El método»— a un apartado relevante de su vida, o digno de su consideración como poeta, ciudadana y persona. «Entre mi vida y mi obra hay una unidad total», afirmó en el reportaje que se publicó, sobre este libro y sobre su figura, en el Babelia del pasado 6 de noviembre. Unidad, sí, pero no uniformidad: el diálogo entre alguien llamada Miren Agur Meabe y el libro escrito por Miren Agur Meabe está repleto de quebraduras, recovecos y altibajos; y de dudas: las dudas de quien se sabe sobreviviendo al naufragio, que la ha de acompañar hasta la muerte.

El orbe que se articula en Cómo guardar ceniza en el pecho se construye con innumerables opuestos, o mejor quizá con numerosas, y no siempre armoniosas, facetas de una unidad subyacente, que es Miren Agur Meabe. La poeta reúne realidades alejadas y, a veces, hasta contradictorias: a John Wayne y el papa Francisco, por ejemplo (en «Flotación»). Pero su mirada recae siempre en lo próximo: en lo cotidiano. El significado que arranca de esa cotidianidad, sin embargo, llega lejos. Esas cosas cercanas no son solo los objetos que la rodean en la casa, sino también la draga o el astillero de su pueblo: cuanto configura el paisaje existencial. Lo que aparece pegado al cuerpo, tanto por fuera como por dentro de la piel, cobra en Cómo guardar ceniza en el pecho una elevación insólita: la de quien sabe descubrir cuánto contribuye cada experiencia, por pequeña que sea, a la configuración de una psique. Miren Agur Meabe se cincela, líquidamente, con cada roce de las cosas. Incorpora cada fragmento de tiempo, sustanciado en encaje, o fotografía, o gato, o flor, o cadáver, a su propio tiempo. Labra, con los sucesos más menudos, con los recuerdos más amarillecidos, una personalidad voraz, consciente del fin al que está condenada, pero, por eso mismo, arquitecto incansable de un yo admirador de todo, experimentador con todo. Meabe quiere, como han querido siempre los artistas verdaderos, unir lo separado o, como dice en «La razón», uno de los últimos poemas del libro, «concordar un ácaro y una dama de noche», esto es, sortear los dualismos enfrentados. Pero no lo hace sin ironía, y esta es otra prueba, acaso la mejor, de que acepta la incertidumbre que nos constituye, de que reconoce el desequilibrio que padece aun aquello que creemos más sólido e invencible. En «Mi phoenix canariensis» incluye una nota a pie de página en la que se lee: «Especie de palmera. Aparece en otras obras de la autora con diversos enfoques. Se trata de un rasgo de intertextualidad reconocible en las obras de Agur Meabe». Pero la ironía, autorreferencial, se entenebrece en ocasiones y llega al autodesprecio: «Me he tragado las piedras de arrastre de mi mediocridad / con la garganta en llamas», escribe en «El método». Y en «Madre en píxeles»: «La dedicación de mi madre al cuidado de los suyos no tuvo tacha. Yo no he estado a su altura en absoluto».

Para abordar esta introspección y su proyección en el mundo, Meabe utiliza un lenguaje asimismo cotidiano, aunque engastado con un amplio abanico de registros singulares, en que encontramos cultismos y arcaísmos, jergas técnicas y profesionales, y alusiones literarias, históricas y religiosas. Este lenguaje nunca se vuelve difícil, pero tampoco circula nunca por los somníferos raíles de lo previsible, por el páramo de lo acomodado o convencional, nunca suena ortodoxamente poético, sino que llega a la poesía gracias a un acercarse juguetón, irreverente, analógico, a los fenómenos, las personas y las cosas. Miren Agur Meabe es una escritora fuertemente lingüística: está instalada en el lenguaje. Y esto no es una obviedad: muchos escritores no solo no se instalan en el lenguaje, sino que ni siquiera lo ven, como decía Roland Barthes que le pasaba. Ella hace mucho más que verlo: lo mastica, lo amasa, y se construye con él.

La primera parte del libro, «Un álbum», agavilla recuerdos de la infancia y la juventud, de la tierra —del paisaje: de los paisajes vascos— y de la familia. Todo ello constituye el primer pilar de su estar en el mundo. En estos poemas, Meabe se muestra melancólica, pero con una melancolía que no excluye la alegría, sino que la promueve. Y la alegría, obediente al impulso de la autora, hilvana todo el libro y me atrevería a decir que toda la obra de Miren Agur Meabe. Siempre hay alegría en Cómo guardar ceniza en el pecho, incluso en la rabia y la culpa, en lo aflictivo y lo oscuro. En «Perspectiva naíf» relata, en poemas cortos y secos, el proceso que, de niña, acabó en la pérdida de un ojo, a causa de un glaucoma. En el titulado «De», dice: «La cosa no fue del todo mal.// No tuve que fingir, casi no tenía complejo». La alegría, en Meabe, es raigal: proviene del placer que la poeta extrae del lenguaje, ese organismo que le salta en las manos como un pez vivo, y de la conjunción de la desnudez con que se expone en los poemas (quizás demasiado, según revela que le dice mucha gente en el artículo de El País) y el paradójico pudor —la conciencia de la levedad de todo, de la fragilidad de los sentimientos y las palabras, de la intrascendencia de ser— con que se nos entrega desnuda. Los poemas de «Un álbum» son muy líricos, pero de un lirismo natural, que es el que persigue la autora: desprovisto de solemnidades, sin artificios superfluos, fluido como una conversación inteligente, lleno de imaginación y ecos. Son también muy narrativos, con una narratividad que hace que se parezcan mucho a un relato, y que a menudo se desarrollan en prosa. Miren Agur Meabe es una poeta que escribe cuento y novela, y una novelista que escribe poesía. En no pocos de estos poemas, Meabe pretende la recuperación de la inocencia, ese irrecuperable manto de pureza que nos envolvía cuando aún no habíamos descubierto la catadura del mundo. Para ilustrar su propósito, el mito infantil de Peter Pan y sus amigos voladores comparece en «Oración» y «Wendy salta de un puente el 3 de junio de 2018». Pero ni este sentimiento ni ningún otro de los muchos que reconocemos en Cómo guardar ceniza en el pecho abandonan nunca esa condición: Meabe vierte sentimientos —los crea con los versos—, no cultiva el sentimentalismo. Sus recuerdos y sus reflexiones no se rebozan en ningún barro emocional, sino que esculpen con esmero los afectos, enfriados por el lenguaje, que al mismo tiempo los dota de un calor interior, pero a una distancia más que suficiente del puñetazo elemental, de la pasión inarticulada.

Una de las protagonistas de «Un álbum» es la madre, la ama de Miren Agur Meabe, que inspira y a la que está dedicado el largo «Madre en píxeles». «Dio a luz a su primogénito acostada sobre la mesa de la sala en un parto que duró tres días. La asistió una comadrona las primeras horas», leemos en uno de sus fragmentos. El recuerdo de la figura materna constituye un fresco vital, pero también social (o sociológico), en el que la poesía surge de una subjetividad radical transformada en objetividad plausible gracias a la elipsis feroz, al dato desollado y luminoso, y al silencio entre los fragmentos, en el que crecen y se multiplican las connotaciones de lo dicho. Esta objetividad atañe asimismo a la muerte, otra realidad corriente en Cómo guardar ceniza en el pecho, que se presenta en el libro con todo su horror, pero también con toda su cercanía, con toda su normalidad, si es que no resulta ofensivo utilizar una palabra como normalidad cuando hablamos de poesía, y de una poesía tan sobresaliente como esta. En «Una forma de morir», la muerte ha llegado a seres próximos pero anónimos, como un gato callejero, cuyo pellejo reseco y vacío descubre en el sótano, o una gaviota, que anidaba en el tejado y obstruía con sus plumas y excrementos el canalón, y de la que no ha quedado más que el plumaje. Pero Meabe no se limita a constatar esas muerte como un ingrediente más de la realidad, y mucho menos como una demostración de la fugacidad de la vida o de cualquier otro tópico al uso, sino que proyecta esas muertes anodinas en sí: extrae significado —si es que la muerte significa algo— de algo que les ha sucedido a unos seres que no significan nada, y lo engrandece haciéndolo suyo, humanizándolo y, por lo tanto, universalizándolo: «No quiero sillas a mi alrededor en mi agonía, dedos palpándome el pulso como si toquetearan un pistilo quebradizo. ¿Ya? C’est fini? ¿Y ese parpadeo? // Ojalá acabe como una bestezuela en el epicentro de la soledad. Para después descomponerme sin mancillar con mi imagen la retina de los que amo», concluye, con la acostumbrada ironía, y juntando muebles y flores, francés y castellano, parpadeos y animales, terremotos y ojos, el poema.

La figura de la madre, añorada y alabada, entronca con la segunda parte del poemario, «Fósforos», dedicado a la mujer. En esta sección, Miren Agur Meabe se inspira, acude o recuerda a personajes femeninos de la literatura, el arte o la historia, a veces, mediante un procedimiento ya conocido, reuniendo personajes muy distantes o antitéticos. En «La luna después de Génova», Marguerite Yourcenar convive con Grease, la película de Randal Kleiser y Patricia Birch, de una de cuyas canciones Meabe transcribe varias veces la frase tell me more, tell me more. También acuden a los poemas la teniente Ripley —la protagonista de la inmortal Alien: el cine es una referencia frecuente en Cómo guardar ceniza en el pecho—; la hemoalcohólica Lucy Westenra, personaje de Drácula, de Bram Stoker; Sherezade y la pintora prerrafaelita Sophie Gengembre; Forugh Farrokhzad, la poeta y cineasta iraní cuya poesía ha traducido Meabe; las hermanas Brontë; Mary Shelley y su piano transparente; Emily Dickinson; María de Francia, al autora de los bellísimos lais; Bizenta Mogel, la primera escritora vasca conocida hasta la fecha, autora, a principios del siglo XIX, de una traducción de Esopo; Marija de Jáuregui, curandera y comadrona expulsada de Navarra en 1580; y, también junto a todas estas mujeres, más o menos difundidas, protagonizan poemas Rawan, una niña yemení de ocho años, muerta en 2016 a causa de las lesiones que le había causado su marido en la noche de bodas, y la propia Miren Agur Meabe, que consigna sus recuerdos de las vides y el vino en «Encomienda de Nuestra Señora de las Uvas»: «Hombres pisando uva junto a la era. Entre ellos está el de los pies que añoro. Baja del lagar, desnudo el torso, y noto en su resuello mezcolanza de romero y cereales, frutos rojos, lavanda, trapos de talleres. ¡Cómo aturde la sal! “Tú, la del pelo naranja”, llama a gritos. “Ven, que tengo apetito”». Meabe no solo homenajea a muchas de las grandes creadoras de la historia, sino que escudriña en la historia para que afloren esas otras mujeres acalladas, desterradas, olvidadas, que el patriarcado ha sumido en la nada. Y entre esas mujeres que aspira a que resurjan del silencio, a que afirmen su virtud y su ser, a que desafíen, con su presencia y su trabajo, los límites de lo establecido, a que existan plenamente, en suma, se encuentra también ella, no solo en esta sección combativa, sino en todo Cómo guardar ceniza en el pecho, que es una nostálgica pero también lacerante busca de la identidad, ese desentrañamiento —o establecimiento— del yo, del yo mujer, que algunos hombres llaman narcisismo, como ha recordado la poeta (aunque ella ha dicho «que los hombres llaman narcisismo»: yo particularizo esa generalización, en aras de la justicia). Miren Agur Meabe se busca: y lo hace en el lenguaje que habla (y que la habla) y en el cuerpo; pero el lenguaje es también una manifestación corporal, fruto de sus mecanismos y sus neumas. El crítico Jon Kortazar ha escrito que Cómo guardar ceniza en el pecho es una «somatización de los sentimientos». Y la propia poeta se ufana de haber sido la primera escritora en usar en vasco la palabra clítoris. «Escribo sobre mi cuerpo para reivindicar mi libertad, una libertad que a las mujeres nos ha estado vedada durante siglos», ha dicho. Pero el cuerpo nunca es más cuerpo que cuando se abraza a otro: cuando la otredad lo perfila y enciende. Por eso el deseo recorre el libro, vinculado al amor y al desamor, pero también a sí mismo: a su propia explosión individual, a su solo hervor, que subraya la autonomía del cuerpo y de la voluntad de quien lo experimenta. En «Los encajes de Lucy», Lucy Westenra, esa vampira que lleva más de dos años y medio sin beber, describe así un encuentro sexual: «Un hombre me había besado en el hombro desnudo al alba. Era un hombre corriente, con una cabeza (…), pelo en el pecho y lunares en la espalda, y los pies grandes y ásperos. Pero, ¡oh!, su pene brillaba en la oscuridad. Mis crines se encendieron igual que una antorcha. Alcé los brazos suplicándole que inspeccionara mis axilas. Mis tetas temblaron como encajes mecidos por un ventarrón. Le ofrecí mis venas: beber de sus labios mi propia sangre —un cosquilleante vino sherry— fue toda una orgía. Me empalé en aquel cuerpo como en una estaca, lo confieso».

Ese cuerpo y ese yo que llevan dibujándose en Cómo guardar ceniza en el pecho desde el primer poema emprenden un viaje a la soledad y el dolor en la tercera parte del libro, «Viaje de invierno». «La distancia es mi lugar», dice el primer verso de «La distancia». La solidez de los afectos y el espesor de la materia luchan contra la fractura a que induce la vida, o que es la vida: el desamor, la enfermedad, el olvido, la muerte. La ceniza del título —esa realidad que acredita lo que ha ardido, pero ha dejado ya de existir— es el fruto de lo ido: el paisaje desolado que se abre tras respirar, el baldío de la pérdida. «Amiga:», leemos en «Segunda carta», reminiscente de aquellas jarchas en que una doncella apesadumbrada le confiaba sus penas de amor —ahora existenciales— a una amiga o a la madre, «metí a ciegas las manos/ en las fauces de una loba nerviosa./ Se llamaba soledad.// […] ¿Quieres saber lo que hay abajo?/ Mi sombra cubriendo un despoblado como hace la ceniza en los eriales». En «Canción de cuna para un ojo incandescente en veintisiete haikus, more or less» se concitan, en la exigua horma del poema japonés, y con esa pincelada de ironía —de distanciamiento: de restar importancia— que supone la indicación en inglés, todos esos sufrimientos que lo escinden a uno de la realidad y le hacen volver la mirada al interior, donde campean la devastación y el abandono: el insomnio, la cama vacía, el cuerpo que reclama su ración de placer, pero al que nadie visita, el silencio hostil, el vacío, la lluvia y el viento, el rumbo absurdo que toman las cosas, la ruina, la podredumbre, las puertas cerradas, las heridas. Y todo ello, captado por un ojo cuya soledad acendra la percepción, y que no deja de registrar, despiadado, el enloquecido girar de las agujas del reloj y los ejes del mundo. La soledad —y el horror— se proyectan, como casi todo en Cómo guardar ceniza en el pecho, en lo más cercano, en lo más común, como la muerte de una gata, Colette, que inspira una emocionada elegía, pero también un zarpazo de humor —«Ya murió el felino. Requiescat the cat»— y un contundente epifonema: «La caja del micho está vacía, bajo la mesa, oculta. La vida será hermosa, sí, pero bien puta». El humor no falta nunca en Miren Agur Meabe: un humor que aligera el peso de los males y mitiga la inquina de la soledad. Como tampoco falta la esperanza, pese a la gravedad de su lamento. Quizá por eso abunden tanto las alas en el poemario, símbolo del vuelo, metáfora de la liberación.  

Pero el dolor por lo que se ha tenido, ya no se tiene y se desea volver a tener se coagula, con singular intensidad, en la quinta parte del libro, «Esa puerta», donde se cuenta un amor, sus encrespamientos y éxtasis, pero también su declive y, por fin, su desaparición, trágica no solo porque se acabe, sino también por el modo en que se acaba: el suicido del amado. El motor de la soledad es, pues, la extinción de un sentimiento y la extinción de quien lo inspiraba: la radical caída en la incomunicación, en el desvalimiento de ser solo uno. Otra vez el insomnio estructura un poema, esta vez literalmente, «Delirio»: los versos, que se suceden en brevísimas secciones, cada una de las cuales lleva por título una hora de la noche, dicen la lentitud insoportable del tiempo, poblado por siniestras naderías —ruidos en el depósito del agua, hojarasca en un montacargas—, por una oscuridad feroz, por un silencio en el que resuenan unas palabras, amables o desabridas, que ya no volverán a pronunciarse. Las flores se herrumbran y el cuerpo se maquiniza. Todo, en esa noche infinita, cobra una dimensión mineral; todo se llena de polvo. Y la locura amenaza. El delirio del desvelo, con la epidermis biliosa y fíbulas en las arterias, la sugiere. La poeta descubre que «en el reverso del tiempo/ no hay más que tiempo,/ la noche que se cimenta en su vaciedad,/ el mutismo que me transforma en sombra». El amante muerto renace en los poemas, aunque ya no tenga cuerpo, ni quede indicio de su aroma. «Descendimiento» proyecta en él connotaciones crísticas, como si, cantándole, se lo bajara de la cruz. Estas referencias litúrgicas o religiosas no son infrecuentes en Cómo guardar ceniza en el pecho. No en vano Miren Agur Meabe es nieta de un sacristán, y con seis años leía en vasco en misa todos los domingos, lo cual, según ella misma ha observado, le ha dejado «un poso, un tono de oración laica». En «Crónica», una elocuente anáfora estructura el poema: «No estás». Pero los versos reproducen esa dualidad de ligereza y gravedad, de ironía y ausencia, tan característica del libro: «Sigo haciendo el amor y la muerte con tu sombra», leemos en uno de los dísticos. Pero antes hemos leído: «En la etiqueta de los langostinos/ leo Covid-2, en vez de cocidos». Quizá por esta acostumbrada convivencia de lo burlón y lo desgarrado comprendemos sin desconcierto la antítesis que Meabe formula al final del poema: «Todo dolor es absoluto. Todo dolor es relativo». Los poemas de «Esa puerta» son un planto, una despedida y un réquiem. El amante se llora, se despide y, ya desvanecido, se canta. Pero el amor permanece, coagulado, y ese coágulo no se diluye, como asegura Miren Agur Meabe en la última pieza de la sección, «Cierra esa puerta, por favor». Aunque sí se clausura la historia: «Esa puerta» supone también un conjuro, un punto final, que se estampa en la página para preservar el equilibrio —y el futuro— de quien lo escribe.

La sexta y última parte del libro, «El estigma accidental», habla de la literatura y de cómo la concibe —y la ejerce— la poeta. Un breve tratado metaliterario, pues; una poética, cuyo objeto completa el perfil existencial que dibuja Cómo guardar ceniza en el pecho: la familia, la tierra, la lengua, el amado, la palabra. Las ideas que expresa aquí Miren Agur Meabe no son nunca abstracciones, sino enunciados que, manteniendo su hondura intelectual, encarnan en imágenes, en frescos visuales, cuyos personajes son siempre entidades próximas, realidades consuetudinarias, recodos de los días. Y así lo afirma Meabe, emboscada, con su habitual sorna, en «El eslogan»: «Clamó Marie Bracquemond:/ “Yo no quiero pintar flores”.// Todo un credo poético serigrafiable en una camiseta». Un homenaje a Margarte Atwood, una de las principales influencias de Meabe, le da pie para plantear una poética interrogativa: «¿Sobre qué escribir?/ […] ¿Sobre el carácter que esboza la memoria fragmentada?/ […] ¿Sobre los signos que el ojo extrae de donde se posa?/ ¿Sobre el desamor y el duelo y sobre la muerte y el duelo/ y sobre el pesar y el duelo y sobre el duelo el duelo el duelo?/ […] ¿Sobre el enigma de la poesía, su norte, su catadura?». En el poema siguiente, «Currículum de un poema», expone su proceso de creación, que progresa, desde el aguardo inicial —desde la espera activa, como la del cazador, que preconizaba José Ángel Valente— hasta la consumación: hasta ese artefacto, hecho de lenguaje, que es, a la vez, árbol y charco, y que nace por vocación erótica o imperio sexual: «Tu boca dictando al pliego de mis pechos./ Tu vello reseñando las glosas de mi pelo./ Tus jugos cotejando los pigmentos de mi sexo./ Tus dedos subrayando el índice de mi seno». Para desbaratar la compostura de lo afirmado, acaso peligrosamente cerca de la solemnidad, Meabe concluye la composición con un juego de palabras: «En el metapoema meto mis metas, mis temas y mis mitemas».

La poesía de Miren Agur Meabe es febrilmente visual —«la palabra, mi ojo móvil», dice en «Naturaleza muerta»—: la mirada, prensil, atrapa la vida; la mirada se escribe. Y cuanto ve integra un cosmos poliédrico, en el que las imágenes se suceden y se engarzan, promiscuas, siempre brincantes, pero nunca incoherentes. Cómo guardar ceniza en el pecho es un caos orgánico, un desorden que goza de arquitectura: sensorial, plástico, hecho de saliva y piel, tangible como un cuerpo, pero insumiso como un cuerpo. La inclinación metafórica de Meabe encuentra en la semántica corporal un campo adecuado para arraigar y florecer. Su transformación lingüística de la realidad pasa siempre por la materialidad de los sentidos, que le suministran los instrumentos para establecer la asociación, para desplegar la analogía, que razona a la vez que renueva el mundo. La écfrasis que lleva a cabo en «Naturaleza muerta» es vorazmente sensual: una totalidad de carnes, olores, frutos, colores y cuerpos tejen una alegoría de la muerte intensamente espiritual: tanto más espiritual cuanto mayor es la presencia de lo perecedero. Igualmente, la soledad que se describe en «Charco en el muelle» se compone de multitud de estímulos sensoriales, y el abandono que expresa la poeta nace de una acendrada inmersión en la realidad física de las cosas: el velo arcoirisado que cubre el charco, el olor a algas en el pelo y a salitre en la falda, la pupila de un delfín moribundo, «adoquines salpicados de pintura, […] delantales de mahón en los balcones, lentejuelas de escamas. Bolardos oxidados, inmóviles carrozas»: el paisaje de un puerto, correlato objetivo del paisaje de un alma. Y todo ello, como se ha dicho ya, acogido a una gran multiplicidad formal, siempre de inspiración contemporánea: verso libre, poema en prosa, versos sin signos de puntuación. Meabe, apropiacionista y voraz, hace suyas numerosas tradiciones culturales y literarias, partiendo de la Biblia —cuyas bienaventuranzas inspiran el letánico «El manantial», ahora transformadas en malaventuranzas— y llegando hasta las literaturas orientales, y practica también la poliglosia, lo que acredita un cosmopolitismo, que no se opone, sino que entronca con su localismo: como decía Josep Pla, para ser universal, hay que ser intensamente local. Siempre en busca de interlocutores, en «El efecto flou» se desdobla y dialoga consigo misma. Como guardar ceniza en el pecho es un libro total: asentado en una sensibilidad extrema, pero acorazado de inteligencia, cultiva el humor y refleja la devastación; es triste y alegre; reivindica a la mujer, pero ansía al hombre; reflexiona sobre la literatura y la ejerce con pasión; se duele del mundo y se ríe de sí misma; es consciente de la historia, pero no renuncia a la utopía; ama la tierra, pero no desiste del vuelo ni de la huida. Y todo eso lo hace Miren Agur Meabe como si susurrase una tonada familiar en la soledad de su habitación, o como si cantase un aria bajo una tormenta, junto al mar.


Cómo guardar ceniza en el pecho
Miren Agur Meabe
Bartleby, 2021
16 €
212 páginas

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. Ha traducido a Frank O’Hara, Yoel Hoffmann, Évariste Parny, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Richard Aldington, Billy Collins, Tess Gallagher, Ramon Llull, Arthur Rimbaud, William Faulkner y Walt Whitman. Ha publicado más de veinte libros de poesía, cuatro antologías y otros tantos libros de viaje, así como recopilaciones de crítica literaria. De sus poemarios, La luz oída mereció el Premio Adonáis de Poesía en 1995, y con Insumisión recibió en Estados Unidos el International Latino Book Award en 2014. El último es Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2018).

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