Narrativa

Vocabulario del escritor (según Luis Landero)

Mariano Martín Isabel hace un minucioso despiece de 'El huerto de Emerson' y sus palabras fetiche.

/ por Mariano Martín Isabel /

INTRODUCCIÓN

El huerto de Emerson no es una novela, pero tampoco un libro de meditaciones; si fuera lo segundo sería una colección de aforismos, como en Nietzsche o Epicteto; si fuera lo primero sería una historia que surge de un conflicto. Aquí hay dos líneas convergentes, una de relatos y otra de pensamiento, pero los relatos son más bien descripciones de las que emanan los pensamientos; son, por así decirlo, pensamientos encarnados en la vida.

El protagonista de todo es la memoria. Una memoria que no se detiene en los acontecimientos, como cuando uno escribe el libro de su vida; tampoco es la historia de un descubrimiento, como en Descartes; ni quiere extraer rasgos esenciales de uno mismo a partir de los episodios de su biografía buscando los aciertos y los errores, como en Agustín de Hipona. No. Aquí lo que se busca es la mente del escritor, con sus superficies y sus profundidades, sus caminos y recovecos. Es como una introspección donde el autor quiere encontrar, a partir de la propia experiencia, la naturaleza de la inspiración, de la memoria, del instinto, del pensamiento, del tiempo, de la fantasía… Por eso lo mejor que podemos hacer es elaborar un diccionario con las definiciones (siempre en clave poética) de los términos que caracterizan la labor del escritor.

El punto de partida es la asociación de la literatura con la vida. Escribir, como vivir, no puede ser un oficio porque en un oficio todo está reglamentado y la literatura, como la vida, «depende de la inspiración del momento» (p. 53). Afirmación con la que uno no puede estar menos de acuerdo, pues el ebanista, como el médico (a los que el autor cita), no realizan su tarea del mismo modo en los días de atonía que en los días inspirados; a decir verdad todas las actividades, hasta el fútbol, tienen una parte de oficio y otra de inspiración; pero Luis Landero se empeña en trazar una línea artificiosa entre los oficios (como el de médico o ebanista), las artes en estado de flujo (como en el escritor) y las ocupaciones que, como en el caso del barrendero, no son lo uno ni lo otro.

El título del libro adquiere sentido a partir de una cita del filósofo norteamericano Ralph W. Emerson.

«Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean» (p. 80).

Pero Luis Landero reconoce poco después que su memoria le ha fallado. «Ahora, volviendo al libro de Emerson después de muchos años», dice, «descubro que allí no se dice nada del huerto ni de las lechugas. Solo dice: “… que aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un grano de trigo por otro conducto que por el del trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte cultivar”» (p. 82). Es un detalle sin importancia. La enseñanza sigue siendo la misma: que saquemos el máximo beneficio del terreno donde nos ha tocado vivir, tanto si es muy fértil como si lo es poco. «El libro viene a ser un exaltado y romántico canto a uno mismo, y leyéndolo, uno entiende por qué Walt Whitman, que tanto aprendió de Emerson, se cantó tan olímpicamente a sí mismo» (p. 79).

Esto vale para el arte, especialmente la literatura, pero también para la vida. El arte, como la vida, «no es creación, sino descubrimiento» (p. 87), y todo en la vida es instinto, y el instinto es «nuestro libro interior» (p. 87); yo no existo porque piense, sino porque experimento las sensaciones del mundo y los impulsos de mi naturaleza; el instinto, y no la inteligencia, tiene la llave de la vida: siento, luego existo; el punto de vista de Luis Landero, más cerca del romanticismo, tiene mucho del empirismo inglés y muy poco del platonismo que, en contadas ocasiones, dice profesar. Y lo peor que le puede pasar a un escritor es vivir la experiencia de la página en blanco, «enfangarse en el lenguaje sin inspiración», «deslumbrar sin alumbrar» (p. 148), cuando «me he puesto a escribir» y «llevo ya dos horas y no consigo escribir nada». El huerto de Emerson. «Mi pequeño huerto es un erial […] escribo y tacho» (p. 145). Ahora bien: en el huerto de Emerson mi trabajo depende de la voluntad, y en el huerto literario depende por el contrario de la inspiración, del instinto, que no se pueden provocar con la inteligencia porque el flujo literario se da gratis; en tales situaciones los mayores esfuerzos de la voluntad desfallecen, impotentes.

Yo, que soy sentimiento y por lo tanto espíritu, me encuentro frente al mundo; en medio están el espacio y el tiempo, que moldean tanto al mundo como a mí.

Yo soy instinto, evidencia, memoria, pensamiento, imaginación, sentimiento, inspiración, libertad.

Del mundo Luis Landero escoge tres experiencias trascendentales: la de ser hombre o mujer, la de la infancia, y la de ser joven o viejo.

Hay cinco temas que atraviesan las ocho facultades del yo, a través del espacio y el tiempo y de las nueve experiencias fundamentales del mundo: son la vida, la sabiduría, el oficio, el arte y la literatura (el no-oficio de escritor).

En total son treinta y un términos que van a configurar el «vocabulario del escritor» que viene a continuación. Esos treinta y un términos, ordenados alfabéticamente, son los siguientes: Amor. Arte. Astucia. Belleza. Carácter. Concentración. Conciencia. Creación. Escritor. Espíritu. Evidencia. Hombres y mujeres. Imágenes. Imaginación. Infancia. Inspiración. Instinto. Juventud y vejez. Leer. Lenguaje. Libertad. Lógica. Memoria. Oficio. Ritmo. Sabio. Sentir. Tiempo. Viajar. Vida. Yo.

VOCABULARIO DEL ESCRITOR

AMOR

Uno puede suponer (Landero no lo dice) que amar es desear el bien del ser amado. Bajo esta definición caben dos suertes de amor:

El amor dividido

Es el amor a la humanidad. Un «sentimiento de fraternidad con mis congéneres antes que con mis compatriotas» (p. 54). El amor no tiene patria, no tiene fronteras, queremos a los demás sin fijarnos de dónde vienen ni qué idioma hablan, de lo contrario no sería amor: sería otra cosa. Y amamos a todas las personas que forman la humanidad sin que ese amor pueda agotarse; hay para todos, el querer a uno no nos impide que queramos a los demás.

El amor total

Amor de pareja. «El amor, cuando es de verdad, no es divisible ni puede graduarse. De haber podido, yo había dividido y repartido mi amor entre la amada, Dios, mi madre, mis hermanas, mis amigos, los indiecitos de los Andes que no tenían para comer, […] y estoy seguro de que el amor hubiera dado para todos» (p. 199). «Pero no podía ser, porque mi amor, mi infinito amor, era solo para la amada, todo para ella»; no es posible un amor dividido; ha de darse un amor total. «Yo odiaba a todos a fuerza de amarla solo a ella» (p. 200). Es un tema que entronca con una paradoja que encontramos en Tomás de Aquino.

El amor creador

Con solo desear el bien de la persona amada, el amor es  belleza. «¡Cuánto me quería ella!», dice el autor. «Con tanto amor, ¿cómo no ser hermoso?» (p. 193). Se cumplen aquí dos de los tres trascendentales de la escolástica: el bien y la belleza. Queda pendiente el tercer trascendental: la verdad.

ARTE

El arte no es creación, sino descubrimiento.

«Yo había llegado, pues, a la conclusión de que no somos en modo alguno libres ante la obra de arte, de que no la hacemos a nuestra guisa, sino que, preexistente en nosotros, tenemos que descubrirla…» (p. 87, citando a Marcel Proust: El tiempo recobrado).

Decir y sentir

Luis Landero cita a Cervantes para expresar que «saber sentir es saber decir», y lo precisa aún más citando a Goethe: «Basta con sentir» (p. 146); en lo cual Goethe parece más atinado que Cervantes, porque saber decir es lo mismo que saber sentir y no al revés (quien dice bien las cosas es quien las está sintiendo al decirlas). Decir con pasión es sentir pasión aunque nos duela, y el dolor de las espinas es el reverso necesario de la belleza de las rosas porque, si falta el dolor, tiene que faltar, necesariamente, la pasión; quien quiera acercarse a esas rosas no tiene más remedio que resignarse a sus pinchazos. Luis Landero cita atinadamente a Antonio Machado: «En el corazón tenía/ la espina de una pasión;/ logré arrancármela un día:/ ya no siento el corazón».

Artesano y artífice

«Conviérteme en el artesano que, en la soledad de su taller, resuelve problemas con maña y con ciencia, pero que a la vez, ya no artesano sino artífice, rehúsa los caminos llanos que le ofrece la lógica y afronta el riesgo de los rumbos quebrados e imprevistos, que acaso lleven a maravillosos parajes insólitos, es cierto, pero acaso también a negros abismos por los que despeñarse» (p. 153).

La palabra latina arte está emparentada con la palabra griega techné; aquí la técnica está al servicio de la inspiración, no al revés; es la diferencia que hay entre un escritor de oficio y un escritor de verdad. El verdadero escritor hará bien en dominar las técnicas propias del manejo de las palabras, en eso actúa como un artesano; pero también sobrevuela por encima de ellas y crea cosas nuevas, con lo que el artífice de rumbos nuevos tiene a su servicio a un artesano que lo guía por los caminos trillados. Lo contrario sería (p. 154) enredarse en las palabras, y no fluir, sin apenas darse cuenta, por el río del lenguaje. «Estado de flujo» lo llamarían los psicólogos. Platón precisaría aún más: es «el flujo de la pasión».

El estilo del escritor ¿sería obra del artesano o del artífice? Parece del artífice, que es el artista inspirado, pero también tiene su estilo el malabarista del lenguaje; como aquellas jóvenes que «aprendieron a mimetizarse con la clase alta, es decir, a tener estilo, que es algo así como el arte de la apariencia ejecutado con naturalidad» (p. 217). El estilo puede ser la esencia de la vida pero también un engaño: puede ser una estrategia para vivir.

Belleza

Suele decirse que si lo propio del artista es la inspiración, lo propio del arte es la belleza. Luis Landero no define aquí lo que es la belleza: la da por supuesta, como si sentirla fuera lo mismo que caracterizarla.

Hay una belleza que nos lleva de la palabra a la sintaxis. «Dame», dice Luis Landero, «fuerza y talento para que, al escribir, el pensamiento y la imaginación vayan un paso delante de la pluma, abriendo brecha, la mente viva y tensa, puesto el instinto de cazador y la certera puntería en las frases venideras, explorando siempre las márgenes y el horizonte del río narrativo y sintáctico por el que navego» (p. 154). Cuando la pluma va por delante de la imaginación escribe el artesano; cuando es la imaginación la que va por delante de la pluma, quien escribe es el artista; y un artista es un artífice inspirado.

Hay otra belleza que nos lleva de la frase al capítulo. «La belleza de una frase o de una página no es nada  comparada con la de una escena o de un capítulo» (p. 155). Cada frase es un todo que contiene dentro de sí mismo su propio dinamismo («hazme ver y sentir el dinamismo y la tensión que hay en cada frase,  su pequeño y secreto argumento, para […] colmar así el ansia que toda frase tiene por llegar al final» (p. 155). Pero frente a ese dinamismo interno hay también un dinamismo que, desde fuera, conecta también unas frases con otras: «revélame la herencia que cada frase o cada párrafo lega a los venideros»: un dinamismo externo que mejora y completa al primero.

Todo queda resumido en la metáfora de la caza. El escritor es como un explorador (imaginación hermanada con el pensamiento) que abre paso, construyendo el río del relato, para el lector, que viene detrás; y abre trocha fijándose en el río narrativo (el dinamismo interno), pero también en los márgenes y, sobre todo, en el horizonte (el dinamismo externo). Esta consideración, que vale para el relato, también vale, por supuesto, para la palabra, para la sintaxis y para el capítulo.

Los límites del arte

Ya hemos visto que el arte mana de un artífice inspirado que pone las técnicas del lenguaje a su servicio. Lo contrario no sería arte sino circo; la esencia de la vida se transformaría en técnica de supervivencia. Esto plantea el difícil problema de los límites del arte. Cita Landero el caso de un hombre que se burla de todos. «Bailaba muy bien […] sabía mover las orejas, pero […] no para deleitar al prójimo, sino para chancearse de él. ¿Cuáles son los límites del arte? ¿Para qué están además el teatro y el circo? No, no se podía  ir por el mundo burlándose de todo» (p. 165). El arte no está para reírse de los demás, sino para hacerlos reír o llorar, y disfrutar cuando lo hace.

También aparece el arte reducido a mera técnica y estrategia cuando trata de engañar para conseguir la propia supervivencia. Como cuando el propio Luis Landero tuvo que aceptar dar clase de literatura francesa sin saber hablar francés.

«Aquella época la recuerdo con un ligero vértigo y un vacío en el estómago que me invita a la náusea, y que me encoge el ánimo, como si aún pudiera ser desenmascarado y acusado públicamente de farsante […] recuerdo las clases de literatura comparada cuando sonaba el teléfono y tenía que atenderlo, porque esa era también mi misión, y cómo a veces, si al otro lado hablaban en francés, raspaba con la uña en el auricular, fingiendo interferencias en la línea, y colgaba». 

Mentiroso. Farsante. El arte no es sólo una mentira que se da como verdadera, sino sobre todo (y esto lo supo ver Vargas Llosa) la verdad de las mentiras: una ficción que puede ser más verdadera que la realidad.

La memoria poética

Las ficciones que crea el arte llegan a crear sus propios referentes, al revés de lo que sucede con la experiencia, donde las referencias existen antes que las palabras que sirven para designarlas.

«En Buenos Aires pasé unos días muy felices porque llovía a mares y eso me permitió hacerme fuerte en un café, el Petit Paris, y viajar desde allí por la ciudad con Borges y Onetti, levantando a veces la vista para ver llover en la plaza de San Martín y regresando luego a los libros para visitar el barrio de Palermo, no el de hoy, sino el de los descampados y el de los malevos, o el Puerto Madero que ya solo existe en la memoria poética de Borges y de sus lectores» (p. 183).

El lenguaje del artista se presenta, pues, como un auténtico creador de realidad.

ASTUCIA

Véase el apartado 5 de la palabra arte. Astucia es poner el arte al servicio de la supervivencia. «Tú no sirves para escribir», me digo. «Pues llevas escribiendo más de cincuenta años», me contesta el hombre, el buen amigo, que siempre va conmigo. «Sí, pero con astucia y tozudez, no con talento, no con inspiración. Robando lechugas en los huertos ajenos» (p. 147). Al revés que la inteligencia, la astucia no consiste en crear, sino en engañar; la astucia es el arte de suplantar la inspiración con el oficio (véase), o sea, con la manipulación (tan ingeniosa como vacía) de las palabras: despojándolas de su vitalidad.

BELLEZA

Ser hermoso es lo mismo que ser fugaz. «Nuestro amor era hermoso porque también era fugaz como las tormentas de verano, como los dientes de león que se deshacen en el viento» (p. 203). Como si las cosas que duran no tuvieran belleza. Se da la paradoja de que muchas veces hemos pensado el arte como una forma de durar, como las estatuas griegas que pueden atravesar los siglos convertidas en piedra. Luis Landero da aquí una definición más bien impresionista de la belleza: la fugacidad es condición indispensable para que una cosa pueda ser considerada bella; y quien dice fugacidad, dice fragilidad; lo bello es lo frágil. Véase la palabra amor.

CARÁCTER

«si cada cual, como dicen los filósofos, se define por esa pequeña trinidad de lo que uno es, lo que uno siente y lo que uno parece, y si esas tres personas distintas nunca acaban de unirse para formar una verdadera sino que siempre andan entre desavenencias y conflictos, en el escudero [de El lazarillo de Tormes]ocurre algo en verdad insólito: aparentar, tener y ser no se contradicen: el hidalgo es lo que aparenta y no aparente más de lo que es» (p. 45). Tenemos aquí una ecuación interesante: Carácter = Tener + Aparentar + Ser.

Cuando uno aparenta lo que no tiene o lo que no es, no se puede decir que tenga carácter; el carácter se da cuando estos tres ingredientes se dan si contradecirse.

«Ese es el paisaje que ofrece nuestra vida en la distancia, unos cuantos episodios desperdigados al albur de los años, y otros muchos que no dejaron apenas huella en la memoria, pero que van con nosotros, y que son los que quizá nos obsesionan, y conforman nuestra sensibilidad y nuestro carácter, y los que inspiran a los poetas, a los pintores o a los músicos» (p. 115).

CONCENTRACIÓN

«Apuntad estas tres palabras: lentitud, soledad, concentración» (p. 74).

«El arte y el hábito de observar y pensar por cuenta propia no son fáciles ni se dan de balde. […] Esta tarea exige lentitud, en un mundo donde todo invita a la velocidad anestesiante y a la fugacidad de las cosas y de las ideas.

»Exige también soledad y recogimiento. […] Y exige además, y esto es acaso lo más difícil de todo, concentración. Concentrarse en imaginar y sentir intensamente algo hasta hacerlo presente. El olor de una manzana, el sabor de una magdalena, el tacto de una hoja de higuera, la expresión de miedo en la cara de un condenado a muerte» (p. 76).

«No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar. No puedes ir por el mundo como si zapearas en la televisión» (p. 25).

CONCIENCIA

Como dice Juan Benet: «La conciencia atesora lo incomprensible» (p. 47). En «prolongar la infancia, juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser, en eso consiste el secreto del arte y de la lucidez» (p. 105). Si conciencia es darse uno cuenta de las cosas, ser lúcido es tener conciencia, arrojar sobre uno mismo una nueva luz; para eso hay que mirar con los ojos de todas las personas que hemos sido desde que nacimos, acordarnos de cómo veíamos las cosas cuando mirábamos con los otros ojos que hemos dejado de tener.

CREACIÓN

La creación no es solo originalidad: también hay que añadirle el esfuerzo; como tener cualidades para el fútbol no hace de nosotros buenos jugadores si no entrenamos, tampoco sólo con ser originales conseguiremos nunca crear nada; la originalidad es como la gasolina, que no hace andar al coche si antes no encendemos el motor (y el motor es el esfuerzo). «En cada uno de nosotros está la semilla de la originalidad, y de nosotros depende que caiga en buena tierra y fructifique en algo, o que se agoste para siempre. La originalidad hay que ganársela, no se da de balde por muy único, por muy distinto que uno sea o parezca ser» (p. 70).

Contra todo pronóstico, lo original no es solamente lo nuevo, sino los nuevos enfoques que les damos a las cosas viejas. «Leo algún párrafo de mis autores favoritos. ¡Qué gusto regresar a tus viejos y queridos autores! Tras una larga ausencia, tienen el doble encanto de descubrir lo ya conocido, de transitar con zapatos nuevos caminitos de ayer» (p. 148). Descubrir lo conocido. Quien pretende descubrir lo que ya se conoce es merecedor de nuestro desprecio: «ha descubierto la pólvora»; que no es lo mismo que ver de pronto lo que siempre hemos tenido ahí pero nunca se nos ha ocurrido mirarlo; en mirar lo que tenemos delante consiste la curiosidad.

«El arte habla en el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición, no en el abstracto y serio de la reflexión». Luis Landero hace suya esta consideración. «Esto lo dice Schopenhauer, y así quisiera escribir yo, con el asombro del niño para el que todo en el mundo está por descubrir y por decir, pero también con la experiencia, las habilidades y la sabiduría que me han dado los años. Quiero que el niño y el sabio, la cigarra y la hormiga, escriban a compás» (p. 19).  Porque la sabiduría es doble: consiste en prestar atención a lo que sabemos y también a lo que hay en el interior de lo que creemos saber.

«En cuanto al libro interior de signos desconocidos [que todos tenemos ya escrito en lo más profundo de nuestro espíritu], para cuya lectura nadie podía ayudarme con regla alguna, esta lectura consistía en un acto de creación en el que nadie puede sustituirnos y ni siquiera colaborar con nosotros. Por eso, ¡cuántos renuncian a escribirlo! ¡Cuántas tareas se asumen para renunciar a él!» (p. 86). Parece que, para Luis Landero, crear no es sino leer, como para Miguel Ángel esculpir no era darle forma a un bloque de mármol sino sacar la forma que ese bloque tenía dentro; Luis Landero piensa (véase la voz arte) que el arte no es creación sino descubrimiento; el artista no crea la obra, sino que la descubre, porque esa obra estuvo siempre allí; y lo hace (p. 89) citando a Marcel Proust.

ESCRITOR

Contar es dejarse llevar

«A la hora de contar una historia, dame oídos para oírla, y que ella me diga cómo quiere ser contada, y hazme mínimo y humilde para dejarme arrebatar por ella y por su ritmo» (p. 154), le dice el escritor al señor de la gramática y de la invención. Cada historia tiene su enfoque y el escritor lo debe descubrir, no calzárselo como un pie demasiado grande en un zapato demasiado pequeño. Y cada historia tiene su ritmo, como decía Nietzsche: el escritor debería ser capaz de subirse al río de cada historia que cuenta y dejarse llevar por la velocidad y el ímpetu de sus aguas. Cuando el escritor impone su enfoque y su ritmo sin tener en cuenta el enfoque y el ritmo que le pide la historia, el relato suena falso; o cuando menos, aburrido y mal contado.

La impresión es el punto de partida

«La impresión es para el escritor» el punto de partida, y la inteligencia viene después (p. 85). Si la historia surge de una idea flotará por encima de los detalles y la historia será un esqueleto sin carne; y «si he de escribir filosofando, que nunca la razón cante más alto que el corazón: a dúo, siempre a dúo» (p. 19). Tampoco la teoría debe acaparar protagonismo frente al relato: «no permitas que se formen grumos teóricos o edificantes, sino que todo sea soluble y no enturbie las corrientes aguas puras, cristalinas, de la narración» (p. 152); cuando la novela quiere defender una idea lo debe hacer desde la historia, y nunca la historia debe ser el instrumento y mucho menos la excusa para la defensa de una idea. 

Catalejo, lupa y caleidoscopio.

«Provéeme […] de buenas herramientas para mi trabajo, un catalejo con que otear el sendero narrativo por el que camino, una lupa para explorar los entresijos de la historia, un caleidoscopio con que pueda relacionar y entrelazar unas cosas con otras y crear así figuras nuevas e imprevistas» (p. 153), que en esto consisten los giros caleidoscópicos.

El catalejo, como un gran angular, nos da la panorámica general en la que debe encuadrarse el relato.

La lupa funciona como un teleobjetivo: explora los primeros planos y está atento a los detalles.

El caleidoscopio es como una cuerda que va atando unas cosas con otras, estableciendo relaciones insólitas entre las distintas partes del relato. 

Hay que inventar con el catalejo, con la lupa y con el caleidoscopio, y la sintaxis no constriñe la creatividad sino que, por el contrario, es fuente de donde mana. «Recuérdame», dice el escritor, «a cada paso que la sintaxis es una fuente inagotable de invención; que basta cambiar el sujeto o el verbo o los complementos de una frase para encontrar un nuevo punto de vista y dar un giro de caleidoscopio a la realidad» (p. 155).

Alma de comediante

El escritor también debe ponerse en lugar de los demás, adoptar los puntos de vista de cada uno de sus personajes, eso que antiguamente se llamaba simpatía y ahora preferimos llamar empatía.

«Concédeme vigor mental y alma de comediante para confundirme con el mundo, para transmutarme en ese pordiosero que se rasca los tobillos al sol, para sentir lo mismo que siente un barco en plena tempestad, para verme a mí mismo en mi primera noche de muerto bajo el túmulo de las estrellas, para ser el asesino que afila el cuchillo y espera a su víctima en la oscuridad y ser también la víctima, y el cuchillo, y las chispas del cuchillo brincando en la oscuridad, y que nada en el mundo sea ajeno a la fuerza desatada de la imaginación» (p. 153).

Ahora bien, para ponerse en lugar de otro primero hay que sentir desde los propios puntos de vista. Así lo expresa gráficamente Luis Landero, dirigiéndose mentalmente a sus alumnos: «Solo me queda invitaros a emprender ese viaje extraordinario hacia la tierra ignota de vuestro pasado, de vuestro propio mundo. Luego ya entraremos en los mundos particulares de Lorca o de Poe» (p. 81). Del mismo modo, mal puede cuidar de los demás quien no ha sabido cuidar de sí mismo.

La sabiduría arcaica

«La culebra, la salamandra y la lechuza eran sabias de una sabiduría arcaica e insondable que el hombre no conoce, o que olvidó» (p. 96). Pasa acto seguido a describir los animales que vivían en el campo cuando él era pequeño.

«En el último traspatio vivía una culebra que hipnotizaba a los pájaros con la fijeza de sus ojos amarillos y su lengua negra de dos filos. Y también podía hipnotizar a los niños» (p. 94). ¿Tendría esa vieja sabiduría el poder de hipnotizarnos?

«Una salamanquesa, que por el día buscaba pedazos de sol en las paredes y de noche se venía a dormir a lo más húmedo y oscuro de la bóveda. Todos la respetaban y nadie se atrevía a meterse con ella, porque era un animal muy antiguo y muy sabio, casi sagrado» (p. 96). Desde el sol hay que deslizarse hasta lo más húmedo y oscuro.

«Y luego estaba la lechuza, que también era un poco sagrada, aunque más bien por parte del demonio» (p. 96). El autor no dice por qué, pero quizá sea porque se trata de  un animal nocturno y el escritor tal vez tenga que trabajar mientras los demás están dormidos.

ESPÍRITU

La inteligencia ve superficies en la luz, el espíritu alcanza las profundidades en lo oscuro; el espíritu no es la inteligencia, es otra cosa, «pues las verdades que la inteligencia capta directamente con toda claridad en el mundo de la plena luz tienen algo de menos profundo […] que las que la vida nos ha comunicado sin buscarlo nosotros a través de una impresión, material porque nos ha entrado por los sentidos, pero en la que podemos encontrar el espíritu…» (p. 85). ¿Qué es, entonces, el espíritu? Parece que es un producto de los sentidos, como si la materia fuese la fuente de donde brota la espiritualidad.  

Somos impresionables porque sentimos, y la inteligencia nos deja más bien fríos. «La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y en el del escritor viene después» (p. 85). El sabio piensa en despertar sensaciones en la naturaleza; el escritor, por el contrario, piensa para entender esas sensaciones con que la naturaleza le está impresionando, sorprendiéndolo tal vez. Hay que despertar a los sentidos, atendiendo a experiencias limítrofes como el fuego, el viento o el anochecer, y es la única forma de abandonarse; encontraremos así las profundidades espirituales que nunca encontraríamos si las quisiéramos buscar.

La noche. «El anochecer era un proceso laborioso. Mi abuela Frasca se dormía en su sillita de paja y daba en el abismo cabezadas suicidas. Mi tía Cipriana, madre de Cipri, se aplicaba a la espera, las manos puestas en cuenco en el regazo, las alpargatas juntas y muy bien alineadas, como si esperasen a los Reyes Magos. Lejos se oía acaso el paso tardío y apresurado de una caballería. Con la última luz» (p. 91). 

El viento. «Y otra vez el viento corriendo como un demonio por los zaguanes y poniendo patas arriba todo lo que encontraba. Los muebles gemían, las anillas de las cortinas se ponían a hacer música, la casa entera se llenaba de ruidos y de susurros misteriosos. Y así, poco a poco, íbamos entrando sin querer en la noche» (p. 91).

El fuego. La enigmática fascinación de los sentidos absortos penetrando en la profundidad. (Véase la palabra inspiración).

EVIDENCIA

La evidencia

Es evidente lo que se descubre sin investigar, porque salta a la vista. «Dame fuerzas para escarbar en la evidencia, hasta socavarla, para ver qué cosas, qué maravillas, qué secreto y cómico absurdo se esconde en su interior» (p. 152).

Lo contrario de la evidencia es la sutileza, la visión borrosa. Pues bien, el escritor no tiene por qué contar lo evidente porque si es evidente no hace falta contarlo: por lo tanto, sobra; más bien hay que buscar, detrás de lo evidente, lo que se esconde y no se muestra: «Inspírame […] para decir con ambigüedad lo que es evidente, y con precisión lo que es sutil» (p. 152); a eso lo llamamos escarbar en la evidencia, ir más allá de lo aparente, ver más allá de lo que se ve.

El esfuerzo

Cita a Marcel Proust (El tiempo recobrado) para recordarnos que «lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro» (p. 85). Hasta lo más evidente requiere esfuerzo, so pena de caer en un maniqueísmo de buenos y malos.

La atención

«Por eso, dudoso entre mar y huerto, cuando llego por primera vez a una ciudad, lo que más me gusta es sentarme en la terraza de un café y observar a la gente» (p. 181). La atención es el esfuerzo que ponemos para que las cosas se nos muestren.

La memoria y la imaginación

Lo que no tenemos ahí delante lo tenemos grabado en el recuerdo, y «basta ponerse en marcha e iniciar la aventura para comprobar que la memoria, como la imaginación, es un pozo sin fondo» (p. 14). «La memoria y la imaginación convierten nuestro pasado en un mundo inagotable donde todo está por descubrir. Pero recordad que, para descubrirlo, debéis huir de las vaguedades y de las abstracciones y laborar en lo concreto» (p. 78). 

Lo desconocido

«Cuando el viejo marino regresa a su pequeña aldea adentro tras una larga travesía por los mares del mundo, todos los vecinos se echan a la calle y lo reciben con gritos de júbilo […] Este es un día grande para la pequeña aldea, de esos que perdurarán en la memoria para siempre y que los jóvenes, cuando lleguen a viejos, contarán a otros jóvenes junto al fuego en las noches de espanto del invierno» (p. 171). Es «el ancho mundo misterioso, del que tanta nostalgia hemos sentido siempre» (p. 177); la necesidad de tener un misterio por el que adentrarnos en lo desconocido

La intuición y el asombro

A las evidencias se llega por la intuición; y la intuición nos adentra en el asombro. «Del asombro nace el conocimiento, como nos enseñó Platón», dice Luis Landero (p. 71). Ser niño (pp. 69-89)  es ser capaz de intuir las cosas y de asombrarse por ellas, y el asombro es una combinación de tres palabras: «Yo solo quiero que la escritura os sirva para entrenaros en la lentitud, en la soledad y en la concentración, que es tanto como entrenarse en el asombro» (p. 77).  De modo que podemos sintetizarlo todo mediante dos fórmulas:

Niño = Intuición + Asombro.

Asombro = Lentitud + Soledad + Concentración.

«Ya todo está descubierto y al alcance del mando a distancia, y lo único inexplorado que queda son los detalles, las honduras del alma, y los secretos sueños de cada cual» (p. 185).

La otra mirada

a) Mirar con otros ojos

«Por las calles salía con mi bufanda y con mis libros camino del trabajo. Me gustaba verme reflejado en los escaparates. Ese soy yo, pensaba. Y era en verdad guapo, muy guapo, porque me miraba con los ojos prestados de Marta» (p. 194). 

b) La mirada baciyélmica

«Cuando miraba a Marta, a veces estaba deseando marcharme y quedarme a solas para verla en la memoria con los ojos omnipotentes de la imaginación» (p. 202). Solo don Quijote es capaz de ver, en una bacía, un yelmo, y digo más: es capaz de ver una bacía y al mismo tiempo un yelmo; y no todo el mundo tiene esa capacidad de crear cosas con la imaginación.

c) La mirada platónica.

«Ya casi en la vejez, descubrí que, sin saberlo, siempre he sido platónico. Del amor, de la belleza, del arte, de la literatura…, he percibido solo pálidos vislumbres de algo que yo sé bien que existe, pero que es inalcanzable y que para vivirlo solo cabe soñarlo» (p. 202).

La náusea

La imaginación, el invento, no tienen nada que ver con la mentira, porque esta sirve para falsear las cosas y aquéllas, por el contrario, son las sendas por las que llegamos a la verdad. Además, la mentira nos hace vivir al acecho intentando evitar que nos descubran. «Aquella época la recuerdo con un ligero vértigo y un vacío en el estómago que me invita a la náusea» (pp. 223-224), la náusea del desenmascaramiento.

HOMBRES Y MUJERES

Hombre público, mujer oculta

«Mi prima Antonia pensaba que la idea de escribir libros sería mía, sí, y que acaso yo los tenía inventados en la cabeza, pero que quien los había hecho de verdad era mi mujer, como venía ocurriendo desde siempre» (p. 131). La idea de que los méritos de las mujeres no deben ser reconocidos la encontramos ya entre los griegos, pero viene de mucho antes; forma parte de la mentalidad que no admite que la mujer pueda ser creativa como los hombres.

Gravedad masculina, cotidianeidad femenina

«Los hombres se ocupaban de los temas propios de su rango, que eran siempre graves, arduos y trascendentes, y que por eso precisaban de largas reflexiones, de hondas y lentas chupadas de cigarro, de resoplos y de suspiros […] parecían titanes encadenados que se debatían contra los designios de alguna poderosa deidad, en tanto que las mujeres andaban como flotando y resolviendo problemas con su varita mágica, sin necesidad de aquellas interminables y amargas sentadas pensativasK (p. 131). Frente a la ostentación de los hombres, la eficacia discreta y modesta de las mujeres.

Apariencia masculina de agotamiento, resistencia femenina verdadera.

«Se pasaban sentados casi todo el día, fumando y escupiendo, y luego hacían siestas largas y soporíferas, de las que emergían agotados y de mal humor» (p. 132). «Las mujeres en cambio se amodorraban en la silla un ratito después de comer y enseguida estaban ya otra vez en marcha» (p. 133). 

Hombres heroicos, mujeres en bajorrelieve

«Si un escultor los hubiese grabado en un gran mural didáctico, los hombres habrían aparecido agigantados por la misión heroica que el destino les había asignado en este mundo, […] porque ellos eran los hacedores de la historia, y lo suyo eran las guerras, los inventos, las ideas, el arte, los negocios […] en tanto que las mujeres se afanarían en el bajo relieve, sus figuras minúsculas entregadas a tareas cotidianas» y, por supuesto, intrascendentes (p. 134).

Épica masculina, costumbrismo femenino

«La épica era cosa. Si estaban de pie, los hombres se apoyaban en una pierna y, al ratito, en la otra. Ellas no, ellas aguantaban firmes todo el tiempo» (p. 135).

Lamento masculino, acción femenina

«Es más, si las mujeres sacaban tiempo para todo, a los hombres les ocurría que la vida entera les resultaba demasiado breve para llevar a cabo sus proyectos, de tan ambiciosos como eran, y que por lo tanto no merecía la pena intentar siquiera realizarlos, sino que era mejor pasar directamente a los lamentos» (p. 131).

Futuro masculino, presencia femenina

«Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas» (p. 131).

El hombre manda, la mujer obedece

«Para lo que mejor servían era para mandar y disponer, eso sí lo hacían muy bien» (p. 132).

Arte masculino, artesanía femenina

«Las mujeres reparaban las pequeñas averías».

«Los hombres sin embargo eran mucho más lentos, pero ponían tanta maña en la faena y necesitaban de tantos preparativos y herramientas, que el resultado no podía ser otro que una pequeña obra de arte, y como tal quedaba en la memoria familiar» (p. 135).

Impulsividad masculina, paciencia femenina

«Si había que ir a un sitio, había que ponerse en marcha en el instante mismo de la decisión, porque un ratito después ya no merecía la pena ir a ninguna parte. Por el contrario, mi abuela o mi madre sabían disfrutar del tiempo que media entre el deseo y la realización» (p. 140).

Paciencia masculina, prisa femenina

«Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia. Las mujeres de mi familia solían ir deprisa, en tanto que los hombres parecía que, más que ir de viaje, se habían sentado a esperar al borde del camino» (p. 143). 

Renuncia masculina, perseverancia femenina

«Antes de llegar a viejos, ya los hombres habían renunciado a seguir adelante».

«Las mujeres en cambio no paraban de andar hasta el último aliento» (p. 43).

IMÁGENES (RECIBIDAS, CREADAS)

«Contra la pereza, señor, y contra la rutina, líbrame. Ilumíname con imágenes, te lo pido otra vez, con que romper la dura cáscara de los clichés, de la lógica, de la propia razón» (p. 154). La luz está en el detalle. 

«Detalles, vislumbres y caprichos, es lo que las lecturas y relecturas han ido dejando en mi memoria» (p. 53). «Debéis huir de las vaguedades y de las abstracciones y laborar en lo concreto» (p. 78). «Lo concreto, siempre lo concreto» (p. 80).

IMAGINACIÓN. FANTASÍA

La fuente de la fantasía

«Mi emoción y mi fantasía brotan de un escondido manantial que solo yo me sé» (p. 104). Y «la originalidad y la inspiración no es solo potestad de los autores sino también de los lectores. Seamos lectores originales e inspirados» (p. 77). Hay que «amar los detalles […] por una manzana se pierde un paraíso, por un clavo un reino, y no consientas que me pierda en abstracciones sino que aprenda a descubrir el valor de lo pequeño y lo particular» (p. 151). Amor al detalle.

«¿Qué significaban las leyes para nosotros, la gente común de aquel entonces? Habrá que recurrir a imágenes para tratar de entender algo» (p. 205).

Cómo llamar a la imaginación

A sus alumnos, Luis Landero «les hablaba de Buñuel, de cómo se obligaba todos los días a inventarse una historia, al menos durante media hora. Como quien va al gimnasio para ejercitar sus músculos, él ejercitaba así su imaginación. La imaginación, como todo, si no se entrena, se marchita y se atrofia» (p. 71).

Leer para imaginar

«Si algo perseguía en mis lecturas, además del placer y la curiosidad, era ensanchar mi imaginación y mi horizonte de escritor» (p. 38). Así nos llegamos a imaginar al viento encarnado en Eolo. «El viento andaba de acá para allá, entraba y salía de las habitaciones, abriendo y cerrando puertas, revolviéndolo todo, los carrillos hinchados de furia, como lo pintaban en los libros» (p. 90).

Escribir para imaginar

«Que, al escribir, el pensamiento y la imaginación vayan un paso delante de la pluma, abriendo brecha», eso es lo que podemos decir del pensamiento y la palabra (p. 154); porque «la memoria es un páramo, la imaginación aletea mucho, sí, pero no consigue levantar el vuelo. Al revés: vas a escribir, y son las palabras las que echan a volar apenas notan tu presencia» (p. 147).

Mirar para imaginar

«Abrid los ojos y mirad el mundo. Os juro que todo es interesante, todo es nuevo, cuando se mira con intensidad y con paciencia. Así miró Van Gogh los girasoles, y con su mirada los inventó de nuevo. Las cosas que nos rodean están por descubrir» (p. 75).

Dejar de pensar

«Líbrame de pensar y planear demasiado y pueda así abandonarme a la fluidez de la escritura y a los apremios del corazón» (p. 151). «Ayúdame a liberar la palabra del concepto, y a pensar con imágenes, porque solo así podré encontrar vetas nuevas en la realidad y nuevas formas de llamar a las cosas» (p. 153).

Y, por supuesto, que sea un pensamiento intuitivo. «Ayúdame (p. 154) a pensar con un golpe de intuición». 

Imitar para imaginar

«Concédeme vigor mental y alma de comediante para confundirme con el mundo, para transmutarme en todas las personas que pasan a mi alrededor» (p. 153).

El ritmo

«Y no permitas […] que olvide el lenguaje oral que oía de niño […], que allí mejor que en ningún libro está la música de la lengua, sus inagotables melodías, sus múltiples ritmos y registros, su verdadero genio» (p. 156).

El deseo

Y, finalmente, «la emoción de la espera es mejor aún que su llegada, porque casi siempre lo imaginado es más gustoso que su cumplimiento, y el desear más que el alcanzar» (p. 176). 

INFANCIA

La infancia perdida

Luis Landero se lamenta del destino de los hijos de Manuel Pache. «¡Si aprendieran al menos un oficio! Allí estaban los tres vestidos malamente, sin escuela, sin futuro, las manos bastas y curtida la piel, el habla tan tosca y cerrada que parecía más de animal que de humano, y Manuel Pache los miraba con pena» (p. 58).

Eran unos niños naufragados. «Ahora descubría que él en realidad nunca había sido joven, y que tampoco sus hijos conocerían la juventud» (p. 58), y, «por conocer, quizá ni siquiera conocían el inocente mundo de la infancia» (p. 59).

Crecer en terreno baldío

Las semillas necesitan para crecer que haya un terreno fértil. Pero esos niños nunca podrían crecer en aquel lugar. «Aquel lugar estaba como maldito. Allá por donde mirase solo veía el vano del horizonte de otros campos tan solitarios como el suyo, y no se oía nada que no fuese la agitación del viento y de las bestias. La soledad, y el silencio y sus ecos, lo fatigaban y oprimían» (p. 59). 

El paraíso perdido

a) La expulsión del paraíso. Se convirtió en padre cuando supo que tenía que «educar y transmitir a los hijos el mandato inmortal y sagrado del pan y del sudor»… (p. 104). El mandato sagrado. Que el trabajo se convirtiera en una maldición, en una condena. «Ahí, con su espada flamígera, nuestros padres, nuestros maestros, nuestros tutores y allegados, en fin, los viejos y queridos ángeles desplumados que velan por nosotros, nos expulsaron del único paraíso terrenal que hemos llegado a conocer» (p. 104): la infancia.

b) El naufragio de la niñez. «Tal como Robinson Crusoe rescata del barco naufragado todo cuanto le puede ser útil para su futuro solitario en la isla, así yo rescaté cuanto pude del naufragio de mi niñez, y con la ayuda de esos despojos voy sobreviviendo» (p. 105). «Con ellos me he construido una vivienda, una mísera réplica del paraíso que perdí, es cierto, pero de la que ya nunca podrá expulsarme nadie» (p. 105).

De nuevo en el paraíso

¿Cómo reconquistar la infancia, ese Lejano Entonces (p. 197) que no ha de ser nunca el reino de nunca jamás? Gracias a la literatura. Y entonces «pasé de la infancia a la literatura, sin transición». Y pude volver a ser niño.

INSPIRACIÓN

Iluminación

Mostrar lo que se ve no tiene misterio; lo misterioso es mostrar lo que no se ve, intentar ver adonde la vista no alcanza. Hay un «mundo oscuro y tormentoso, y siempre tentadoramente inefable, que todos tenemos muy adentro, y que no conocemos salvo por súbitas iluminaciones» (p. 115); los episodios desperdigados en ese mundo «son los que quizá nos obsesionan, y conforman nuestra sensibilidad y nuestro carácter, y los que inspiran a los poetas, a los pintores y a los músicos» (p. 115). Hay que distinguir dos cosas:

a) Los mundos secretos y oscuros que todos tenemos dentro.

b) Los destellos que iluminan esos mundos para que los podamos ver.

«Son momentos de repentinos y fantásticos extrañamientos, de súbitos resplandores que iluminan violentamente las más hondas tinieblas de nuestro espíritu con algún hallazgo que nos marcará ya para los restos» (p. 106).

Hay un mundo oscuro que no conocemos salvo por súbitas iluminaciones, y en algún momento de nuestra vida todos tenemos una iluminación; pero luego hay que convertirla en arte y aunque todo arte es fruto de una iluminación, no todas las iluminaciones producen arte. 

Ebriedad

¿En qué consiste esa iluminación? En un estado similar al de la embriaguez; cuando hemos bebido vino entramos en un estado en el que vemos cosas que no veíamos antes, nos sentimos flotar por encima de la realidad, y si el estado de sobriedad nos permite ver las cosas de una forma, el de embriaguez nos las hace ver de un modo diferente; Luis Landero cita a Heródoto, «que en su libro I cuenta que los antiguos persas discutían los asuntos más importantes en estado de embriaguez, y al día siguiente volvían a discutirlos en estado de sobriedad, o al revés. Si en ambos casos estaban de acuerdo, cerraban el trato, y si no, renunciaban a él». Es como si la sobriedad y la embriaguez nos mostraran las dos caras de una misma realidad, y hubiera que mirar desde las dos caras para conocer la realidad entera.

Pues bien, uno tiende a pensar (según el cliché clásico) que la inspiración corresponde a un estado de embriaguez al que accedemos sin emborracharnos; sin embargo, Luis Landero corrige este primer análisis afirmando claramente: «me gustaría escribir a mí en este cuaderno, pero no ebrio unas veces y otras sobrio, sino ambas cosas a la vez» (pp. 19-20). 

El latido

Es como si tuviéramos dentro un ser cuyo corazón late cuando él quiere, no cuando queremos nosotros. Su latido se manifiesta en la forma de escribir, cuando las palabras nos salen prácticamente solas sin tener que buscarlas. Hay quien cree que con tener una buena historia ya tiene un buen relato, pero ninguna historia funciona sin el oleaje oscuro que las transporta desde sus misterios;  el latido del relato brota del éxtasis donde no somos dueños de nosotros mismos, esa especie de embriaguez donde las cosas vienen solas sin llamarlas; hay quien cree que con un buen argumento se puede acceder a esa borrachera del alma a la que llamamos inspiración, pero es precisamente al revés; el argumento es necesario, pero él solo no basta; hacer una buena novela con una buena historia es como pretender hacer una pera sólo con agua y azúcar, por más que en las peras haya agua y azúcar, pero hay también otras cosas. Por eso se dirige Landero al extraño dios de las palabras: «no permitas», dice, «que confíe más en el argumento que en la escritura, pero regálame buenos argumentos, y haz que mis invenciones sean tan vívidas como mis recuerdos» (p. 156).

La falta de inspiración

Una buena forma de saber lo que son las cosas es imaginar qué ocurriría si nos faltaran. Quien siempre ha comido no sabe lo que es comer hasta que pasa hambre. También podríamos decir que no sabemos lo que es la inspiración hasta que nos ha faltado, que es lo que ocurre cuando nos enfrentamos a la página en blanco; «son días en que el alma se apaga y en que la mente, huérfana de palabras, regresa (al) hermetismo» (p. 146).

«Uno sigue sentado a la mesa, escribiendo y tachando dándose de cabezadas contra una frase, esperando a que, como otras veces, vuelva el calor vital a las heladas galerías del alma» (p. 147). «Pero si, aun así, intentas escribir o alargar lo poco que tienes a fuerza de oficio y de tesón, puede ocurrir que te enfangues en el mero lenguaje, o en la magia envolvente de la sintaxis y de las palabras que acaso deslumbran, sí, pero no alumbran ni dan un poco de calor» (p. 148).

Lo propio de la inspiración no es deslumbrar a los demás, sino alumbrarse uno mismo. Podemos deslumbrar adornando las palabras y haciéndolas altisonantes pero eso solo no basta, porque la inspiración adorna las palabras, sí, pero las palabras adornadas no producen inspiración; por eso insiste el escritor: «líbrame del ingenio y de la galanura de la prosa, y recuérdame a cada instante que he de libar en la flor y no en la miel» (p. 151).

Y llega un momento en que, sin saber por qué, vuelve la inspiración a nuestros corazones; después de mucho tiempo de sequía, empeñándonos en llamarla con un trabajo que no da frutos, forzando las palabras y escribiendo sin alma, encadenados a la condena de la terrible página en blanco. «Débilmente, misteriosamente, uno vuelve a sentir la divina espina dorada punzando el corazón, y nota que las frases, el relato entero, comienza otra vez a latir. Uno entonces respira hondo y una vez más descubre que, en efecto, los milagros existen» (p. 157).

La ensoñación

Hemos visto que la inspiración se da gratis; no la podemos forzar. Pero sí podemos atraerla cuando nos dejamos llevar por situaciones en las que se suspenden el entendimiento y la voluntad, y queda el sentimiento flotando sobre las honduras del alma: es lo que ocurre cuando nos quedamos embebidos mirando al fuego. «En los días de invierno de mi infancia bebíamos café negro y ardiente, ardiente café negro del Brasil, sin dejar de mirar a la lumbre, viendo brincar a las chispas, agonizar las ramitas de ceniza durante breves, temblorosos momentos» (p. 230). La mirada absorta es el umbral por el que atraviesa mágicamente el fantasma de la inspiración. Por eso insiste el escritor: «todos habían vuelto a sus pensamientos insondables, los ojos hipnotizados por el chisporroteo de la lumbre. Solo la vieja a la que nadie conoce y por la que nadie pregunta tiene en el rostro la sombra dorada de una sonrisa imperceptible» (p. 234). Vieja se dice edda en islandés; por eso el gran poema de los pueblos nórdicos se llama precisamente la Edda, que quiere decir «los relatos de la vieja».

Resumiendo, que la inspiración es un conjunto de tres cosas: una zona misteriosa que todos tenemos dentro, una iluminación que dé destellos para ver retazos de esos misterios, y un ensimismamiento con el que nos abandonamos a esos destellos para que vengan a nosotros de manera inesperada.

INSTINTO

El poder ciego del instinto

Luis Landero no se cansa de repetirnos que la literatura no empieza en el pensamiento, sino en la sensación. Pero hay sensaciones anteriores a toda experiencia, sensaciones que traemos con nosotros antes de nacer: son los instintos; por el instinto sentimos cosas que todavía no hemos tenido tiempo de experimentar. Cita El villorrio, de Faulkner, y habla de esa «sensación» que tuvo cuando se encontró «con Eula, la hembra devoradora de machos temerarios, la encarnación sombría de Venus y del poder ciego del instinto» (p. 118). «Tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra”».

También habla de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. El cuerpo de Rosario, rebosante de sensualidad, es un lienzo brotado de los pinceles primitivos del instinto. «Ellas se llaman Rosario y Mouche», dice. «En Rosario se entrecruzan varias razas. “Es india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de cadera”» (p. 49). De ahí brota el amor de la furia sensual. «Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes, que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán […] Entonces hacen el amor, furiosamente, sin ternura, en una posesión mutua que parece una lucha» (p. 51).

De la naturaleza sube el crescendo erótico. Luis Landero lo plasma a partir del Ulises, de Joyce. «Entonces», cita, «subió un cohete, y al explotar en lo más alto se desborda en “torrente de cabellos de oro en lluvia”, y el ascenso y la explosión del cohete es también la erección y explosión de placer en la velada intimidad del señor Bloom» (p. 124).

De ahí, del instinto, estallando en miles de cohetes de sensaciones, quiere Landero sacar, estrellando los colores en las paredes, los libros más salvajes que tiene la naturaleza. «Hace ya muchos años tengo el proyecto de escribir un libro que se titule Polvos de papel, y que cuente los 100 mejores polvos de la literatura universal, el más triste, el más elíptico, el más violento, el más transgresor, el más cómico… Tengo escritos ya varios» (p. 48). La sensación es el ropaje con que se viste el instinto en el desnudo primitivo y puro de la naturaleza.

El instinto de la especie

Un instinto es una tendencia que viene grabada en nuestros orígenes (nuestra genética) y prefigura ya nuestro destino: «es probable que allí», dice Luis Landero, «algo que viene no ya de nuestro instinto sino del más primitivo instinto de la especie, nos revele con una vaga pero inequívoca advertencia cuál es nuestra misión en este mundo» (p. 116).

Y en Faulkner «el maestro, Labove, que es un joven que conserva una fe noble y antigua en la educación, en el prestigio del humanismo, al verla por primera vez comprende que, a partir de ese instante, habrá de entablar consigo mismo una lucha titánica para no sucumbir a la violencia de aquella fuerza atávica» (p. 120); el humanismo, la educación, la cultura, son fuerzas pálidas al lado de la verdadera fuerza irresistible: la naturaleza. La naturaleza pugna por deshacerse de los trajes que le ha confeccionado la cultura cuando la cultura se ha construido levantándose contra la naturaleza; ya lo decía Ortega y Gasset: don Juan se ha levantado contra la moral porque antes la moral se había levantado contra la vida (¿qué sentido tienen, si no, los votos de castidad?). Nietzsche fue el primero que se dio cuenta de esta anomalía. El erotismo, por tanto, en su pura desnudez tiene que ser transgresor, y así lo ve Luis Landero comentando lo que dice Stendhal en El rojo y el negro: «el erotismo de la escena está enriquecido por la presencia del marido, y tiene lugar bajo un eucalipto tan agitado por el viento como las almas de estos amantes primerizos y deliciosamente transgresores» (p. 125).

Pero luego habla de «ese libro esencial, el único libro verdadero», que «existe ya en cada uno de nosotros, y no tiene más que traducirlo» (p. 87). ¿Se trata solamente del libro de los instintos, o es la historia que construimos con los instintos que nos guían desde el timón de nuestro barco? 

El instinto y la razón

Aparece entonces «esa contienda, nunca dirimida y siempre trágica, entre la fuerza de los instintos y la voluntad de oponerse a ellos con las armas de la razón, el estudio, la soledad y la virtud» (p. 120). Que en el escritor se traduce en el imperativo de «no pensar demasiado sino dejarse llevar por el fluir de la escritura» (p. 14).

Hay, sin embargo, un episodio que nos deja en la boca una pregunta apenas sin formular, y es de «cuando venía con mi madre a visitar la tumba de mi padre […] Una vez mandó cementar los bordes de la base, corroídos y hasta ahuecados por la intemperie y por el tiempo. “Por esos agujeros se meten las culebras”, dijo» (p. 27). La necesidad de proteger las tumbas de las culebras ¿es un imperativo moral? ¿O es un instinto atávico?

El instinto y la moral

Nietzsche insistía en que la vida estaba por encima de la moral, o, como a él le gustaba decir, «más allá del bien y del mal». Hay cosas que hacemos sin pensar si son buenas o malas, la naturaleza no hace esas distinciones cuando se trata de vivir; la araña no hace ni bien ni mal cuando se come a la mosca, simplemente se alimenta. Gráficamente lo retrata Luis Landero.

«Aquí todo el mundo se come a todo el mundo, aquí no existe el bien ni el mal, ni la piedad ni el odio, aquí las mariposas, con su mágica levedad y sus inverosímiles colores, son atrapadas en las no menos maravillosas telas de las arañas y devoradas sin ira ni remordimiento, solo con eficacia, porque ese es el mandato que todas las criaturas, también el hombre, han recibido de la naturaleza. Matar y comer, matar y comer, sobrevivir» (p. 189).

El instinto no debe ser sacrificado en el altar de ninguna construcción moral que se erija en contra de la vida. Y dos son los mandatos fundamentales de la naturaleza: uno tiene que ver con la supervivencia del individuo (el hambre) y otro con la supervivencia de la especie (el erotismo); instintos, respectivamente, de conservación y perpetuación. Unamuno se haría eco de ello en El sentimiento trágico de la vida (pp. 46-47). 

El instinto de esperar

Luis Landero no lo aclara, pero a uno le llega la duda de si hay algún otro instinto fundamental aparte del erotismo y el hambre. Para escribir hay que saber esperar a que el relato fluya solo, porque si lo forzamos no conseguiremos que fluya; se trata de encontrar sin buscar, no de buscar para no encontrar nada, que ésa es la diferencia que hay entre el instinto y la inteligencia; y para encontrar el latido haría falta algo así como una paciencia contemplativa. Bien lo dice, citando a Machado, Luis Landero: «Sabe esperar, aguarda a que la marea fluya […] Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya […] Y si la vida es corta […] siempre espera,/ que el arte es largo y, además, no importa»

Estos versos de Antonio Machado aparecen citados en la página 29. No otra cosa diría también María Zambrano (aunque a Zambrano nuestro autor no lo menciona). Se trata de esperar, no de buscar. Las cosas tienen su ritmo y no hay que buscar nunca si para buscar hay que forzarlo; lo veremos mejor en las páginas siguientes (véase la palabra ritmo).

JUVENTUD Y VEJEZ

La juventud es libertad; envejecer es entonces cargarse de cadenas. Gráficamente lo ilustra el modo como jóvenes y viejas conservan su pelo.

«De muchachas habían llevado acaso los cabellos sueltos, libres, […] y cuando pasaba también la edad de la belleza, que venía a coincidir más o menos con la edad fértil, se hacían un moño, y ese moño iba siendo cada vez más pequeño hasta que, al llegar a las puertas de la vejez, era ya duro, apretado, del tamaño de una pelota de tenis, y a veces todavía más pequeño» (p. 143).

Y siendo el pelo largo y diminuto el moño, el autor se pregunta «cómo todo aquel pelo podía caber en un moño tan pequeño» (p. 144). Una vieja no es más que una joven metida en una cárcel.

«Y así, con sus espléndidas cabelleras escondidas en moños duros como terrones, seguían adelante, siempre adelante, incansables, fanáticas, obstinadas, […] como las desdichadas criaturas de Kafka» (p. 144).

LEER

Leer es descubrir en el texto lo que el texto tiene, aunque no lo haya puesto el autor; poner en las palabras lo que nosotros sentimos que hay en ellas; porque leer no es conservar lo que hay escrito, sino interpretarlo, cambiarlo, añadir lo que el escritor quiso poner y no supo. «Desconcertado al principio, enseguida entendí. Había dado por buenos mis añadidos de lector» (p. 126).

LENGUAJE

«Qué inmenso poder tiene el lenguaje, creador de realidades que, cuando fraguan, resultan más fuertes y perdurables que la propia realidad objetiva» (p. 16). 

Pero por encima del lenguaje hay realidades que no se dicen: es lo inefable; bien porque no se pueden decir o porque no encontramos palabras para decirlo. Así lo expresa Luis Landero cuando nos cuenta lo que es para un niño «el descubrimiento de algo que es muy difícil de nombrar [la vulva] (…) lo innominado, lo intrincado, lo ignoto, lo primigenio, lo indecible, lo esotérico, lo inexcrutable, lo omitido, lo dificultoso, lo inconcebible, lo escondido, lo inextricable, lo emboscado, lo problemático, lo ímprobo y finalmente lo imposible» (p. 116).

LIBERTAD

«Si tuviésemos acceso a nuestra biografía más o menos secreta, compuesta de esas mínimas experiencias casi indetectables, leeríamos en ella que hubo quizá una indecisión, una caricia, una mirada sostenida, unas palabras a destiempo, un gesto inconcluso, un silencio cómplice…, nimios asuntos traspapelados que nos comprometieron y encauzaron nuestras vidas hacia un destino que parece que no fue elegido del todo por nuestra libre voluntad» (p. 114). Hay un mar de fondo en que somos libres y tenemos la ilusión de serlo; pero en ese mar hay fenómenos ajenos (oleajes, tempestades, rayos, tifones y otros barcos que están a punto de naufragar), y ellos eligen por nosotros antes de que nosotros apretemos la palanca de los movimientos que al final estamos decididos elegir. Dos son, pues, los elementos de nuestra libertad:

a) La conciencia de lo que podemos y queremos hacer.

b) Los fenómenos inconscientes que se convierten en obstáculos; ellos tienen, en última instancia, la clave de lo que vamos a decidir.

LÓGICA

Entre la lógica y el absurdo

La vida no es conciencia y razón, como quería Descartes, ni tampoco absurda como lamenta Camus; «entre el sentido común y el absurdo, concédeme un buen lugar donde vivir y laborar», exclama Luis Landero (p. 152). Si bien es cierto que en la lógica no podemos encontrar el principio de la literatura, tampoco lo podemos encontrar en el absurdo. Bien lo decía María Zambrano cuando defendía lo que era la razón poética: que es poética, desde luego, pero no olvidemos que también es razón.

El ensimismamiento

«Todos los españoles de todos los tiempos se han pasado gran parte de su vida mirando fijamente al fuego. Si no nos hemos matado más entre nosotros, ha sido por el fuego. Hay mucho que mirar ahí. Mirar el fuego purifica, nihiliza, amansa, llena el alma de filosofía, de una filosofía que no tiene conceptos ni palabras, que es solo un querer pensar, el gruñido y la bulla del pensamiento ante el misterio y el terror de vivir». (p. 230). Filosofía sin conceptos. Pero lo que el autor llama filosofía es justamente lo contrario de la filosofía: es el instinto que brota dentro de nosotros y nos arroja en los brazos del pensamiento. A diferencia de las bestias (lo decía Zambrano siguiendo a Ortega y Gasset), lo propio del ser humano es olvidarse del mundo que le rodea y poderse meter en sí mismo; esto es, ensimismarse.

La vida puede más que la inteligencia

La lógica por sí sola no crea literatura, «pues las verdades que la inteligencia capta directamente con toda claridad en el mundo de la luz plena tienen algo de menos profundo, de menos necesario que las que la vida nos ha comunicado sin buscarlo nosotros a través de una impresión, material porque nos ha entrado por los sentidos, pero en la que podemos encontrar el espíritu…» (p. 81). La literatura surge de la imaginación, ahora bien, «solo se puede imaginar lo que está ausente»; la inteligencia, como mínimo, está al servicio de la imaginación. Y la imaginación al servicio del instinto.

Instinto e inteligencia. «Talento, es decir, instinto. Pues el instinto dicta el deber y la inteligencia proporciona los pretextos para eludirlo» (p. 86). Hay una lucha entre el instinto y la inteligencia, y de ese conflicto originario brota la literatura.

La vida paradójica

Hay «personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria» (p. 13). Qué paradoja. ¿Cómo puede salir algo de donde no está? ¿Cómo pueden salir las historias de la memoria que no las contiene? Cuando la memoria se transforma en invención. La memoria, como el mecánico que desmonta un coche y luego no sabe montarlo, pega trozos de recuerdos de modo distinto a como estaban en el original.

La vida es paradójica. La invención permite sacar de la memoria cosas que no hay en ella, pero también vivimos paradójicamente «hablando de lo indecible», es decir diciendo cosas que no se pueden decir (p. 120); y convirtiendo en urgencia la lentitud, porque, «aunque lentos, los hombres vivían a la vez en un continuo estado de urgencia» (p. 140). Las contradicciones, las antítesis, las paradojas, son los zarpazos que le da la vida a la inteligencia; por eso nos vemos obligados a vivir entre la inteligencia y el absurdo, entre la lógica y el aparente sinsentido, entre el concepto y la necesitad de contradecirnos para decir lo que de otra forma no se puede decir.

Instinto e intención

«En el arte no cuentan las intenciones: el artista tiene que escuchar en todo momento a su instinto… [y atender a] ese libro esencial, el único libro verdadero, que […] existe ya en cada uno de nosotros»; en él nuestro instinto no siempre coincide con nuestra intención.

MEMORIA

Qué es la memoria

Luis Landero no habla de la memoria de los hechos recientes, sino de la que conserva esas cosas lejanas que parece que un día cayeron en olvido. «Estas cosas se habían contado durante siglos alrededor del fuego, y en verano al fresco de la calle» (p. 96), por eso permanecen en el recuerdo; «porque el viaje al pasado tiene mucho de mágico, y en sus remotos y azarosos parajes habitan sin duda las sirenas, la tierra de Jauja, El Dorado, la posibilidad cierta del unicornio, y todas las maravillas que existen en lo más hondo de nuestro corazón, pero que se quedaron sin vivir» (p. 13).

Clases de memoria

a) Memoria de la emoción y memoria del recuerdo. Existe «todo un tesoro de misteriosos significados y raras intuiciones, de los que no conservamos el recuerdo, pero sí la emoción» (p.115.4). Los enfermos de Alzheimer no reconocen a quienes les hablan, pero si sienten que les quieren.

b) Memoria instintiva y memoria racional. Luis Landero habla de las escenas que ha leído en los libros: «si recuerdo con tanta exactitud esta escena», dice, «es porque viví la lectura como una experiencia sensorial, y la memoria instintiva de los sentidos es más aguda y duradera que la memoria racional» (p. 53).

c) Memoria irracional. «Nosotros acaso no lo sabemos, o hemos preferido olvidarlos, pero nuestra memoria irracional los recuerda muy bien, y a veces salen a la superficie desde sus aguas abisales» (p. 114).

Estratos de la memoria

a) La memoria cotidiana y la memoria del pasado próximo: Luis Landero no habla de ellas; no le interesan.

b) La memoria callada y remota. «Rincones oscuros donde perduraban los ecos, ya muy débiles, de ruidos antiguos, de voces y risas y rumores y llantos de muertos muy antiguos también» (p. 90). Son los ecos de ruidos antiguos.

c) La memoria inefable. Luis Landero habla abiertamente de «los suburbios de la memoria» (p. 114), y se refiere, no tanto a recuerdos que a uno no le gusta evocar, sino a los estratos más profundos del inframundo, que es el significado que inicialmente tenía la palabra infierno (sub-urbio, literalmente: «lo que hay debajo de la ciudad»). 

Cómo llenar la memoria

«Ya no observamos solo con la mirada de nuestros ojos sino también con los ojos no menos verdaderos de la fantasía» (p. 78). Hay que completar la memoria con la imaginación.

El olvido

Hay unas «alforjas sin fondo de la memoria, que todo lo guarda y todo le conviene, y donde el olvido va luego seleccionando, depurando, quitando y poniendo, cocinándolo a su gusto según una alquimia que solo ellos, el olvido y la memoria, conocen» (p. 13)

El despertar de la memoria

a) Cómo llamar al recuerdo

«Mirad bien en vuestra memoria, concentraos en ella, convocad a los cinco sentidos y rescatad aquel pasillo donde una vez tuvisteis mucho miedo, donde conocisteis la soledad o el erotismo, el pasillo del hospital donde sufría un ser querido, el corredor de la muerte de una película que os emocionó, y al calor de esos recuerdos acudirán otros, y rescataréis olores, sabores, voces, sensaciones que creíais olvidadas» (p. 78.1). Se trataría de buscar, en la memoria, los sentidos.

Recordar es arrancar los recuerdos de la tierra donde se han sembrado, como cuando recogemos la uva.

«Casi toda mi vida está vendimiada. Vendimié mi infancia y mi adolescencia, vendimié mi estancia en París, a mi padre lo he vendimiado qué sé yo la de veces, y a las bellas muchachas de mi pueblo y mi barrio, y mi vida de profesor y de escritor y de lector, y muchas cosas más, porque a veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca.

En esa vendimia han entrado también, cómo no, los libros que he leído y he incorporado al torrente de mi sangre, y que, ya leídos, son libros vividos, y que por tanto forman parte de mis experiencias personales e intransferibles. Lo que miro, lo que me cuentan, lo que siento, lo que leo y lo que escucho, todo eso y más va a parar a las alforjas sin fondo de la memoria» (p. 12). 

b) El suspiro del ayer. «Diríase que algo quedó en nosotros del suspiro de ayer, que su levísimo soplo ha originado en este instante un temblor apenas perceptible en el aire, algo que acaso mañana sea brisa y finalmente vendaval» (p. 114).

OFICIO

El oficio

Un oficio es una actividad que se apoya en una técnica y en unas herramientas que le permiten producir obras bien hechas. «Mi abuelo Luis tenía una caja de herramientas», dice Luis Landero, «que es lo que yo más admiraba y codiciaba de todo lo suyo» (p. 32).

Lo que hay más allá del oficio

«¿Y escribir y contar historias?, ¿no es eso un oficio? Yo creo que no. Hacer novelas carece del repertorio técnico necesario propio de una profesión o de un oficio, por más que, debida a esa misma pretensión, quiera enseñarse bajo el reclamo de talleres o laboratorios de narrativa e incluso de poesía» (p. 53). Luis Landero no lo dice, pero se podría argumentar que el sacerdote es al oficio lo que el profeta a la inspiración; normalmente los sacerdotes no están inspirados; se limitan a aplicar las técnicas que han aprendido en el seminario.

El oficio de escritor

«¿Y qué quiere decir de la gente que sabe contar muy bien y carece por completo de estudios? ¿Y de esos jóvenes de veintipocos años, como Fernando de Rojas o Scott Fitzgerald, que por arte infusa componen de pronto libros portentosos?» (p. 54). La técnica que manejan los escritores no se aprende en las academias; por una parte, hay autores que han aprendido a escribir sin que les enseñara nadie; y por otros, autores que han aprendido multitud de recursos que no saben utilizar. Hace falta algo más que herramientas para crear historias; se necesita algo así como un talento natural.

El escritor

Y no es que el escritor no tenga oficio sino que lo que hace va más allá de la técnica del escritor; la técnica, si bien es necesaria, no basta por sí sola. Bien lo reconoce Luis Landero: «aunque sé que hay escritores profesionales, y además buenos escritores, que poseen una técnica, unas destrezas, […] y esta es mi experiencia, creo que escribir, contar, es algo demasiado difuso e inestable para llamarlo oficio o profesión» (p. 54). Véase la palabra inspiración.

RITMO

«Acuérdate de Nietzsche. Todo tiene su ritmo, también los ríos, el Ganges va a su ritmo, el Danubio al suyo, y lo mismo la música, acuérdate de cuando tocabas la guitarra. Hay que vivir a compás» (p. 26). Cada cosa tiene su tiempo y su tempo y es preciso no violentarlo, como cuando pretendemos cosechar en una semana la siembra que tarda varios meses en crecer. Hay que respetar los ritmos de la naturaleza, unos son rápidos, otros son lentos, el ritmo del guepardo no es el del perezoso y el del verano no es el de los animales que hibernan; no hay que imponer nuestro ritmo a las cosas sino aceptar que cada cosa viva según el suyo. 

Lo mismo vale para la literatura. «El ritmo, el ritmo, siempre el ritmo, porque en él está todo» (p. 154). Es como si el sentido de un texto estuviera más en el ritmo que en el significado. El contenido vale menos que la expresión, mostrar es más importante que decir y todo el secreto está en el ritmo.

SABIO

En el vocablo oficio se expone lo que hace falta saber para dominar un oficio. «A mi me pasa como a un barrendero al que un día le pregunté qué tal le iba en su oficio. “¿Oficio?”, dijo él, con asombrada y amarga cara de desprecio. “Esto no es un oficio. Aquí no hay nada que aprender. Aquí no se mejora. Aquí a los pocos días cualquiera barre igual que uno que lleva barriendo veinte años. Oficio bonito, el de albañil o el de mecánico. Pero ¿este? ¡Bah! Para esto solo sirve el que no vale para nada”» (p. 31). Se trata de un saber sin intensidad, sin sustancia, a diferencia el saber completo que tienen los verdaderos oficios. Pero hay un tercer tipo de saber, el saber difuso, pero vivo, de la literatura. La literatura no sirve para nada en concreto, como sirven los conocimientos propios de cada oficio; pero tampoco es inútil del todo, como le pasa al barrendero; es un tipo de saber que no sirve para construir cosas bien hechas (poiesis), sino para mejorarnos nosotros mismos como personas (praxis); el saber que nos dan nuestras lecturas tiene muchos elementos en común con la ética; «sin Adorno yo no sería el que soy ahora. […] y sé que sus libros y la fuerza de sus pensamientos están dentro de mí, de un modo difuso pero también vivo y esencial» (p. 36); no de modo práctico, pero sí contemplativo, y por supuesto esencial.

La esencia de lo que soy tiene mucho que ver con la literatura; «apenas», dice Landero, «ha sobrevivido nada de lo que llegué a saber, pero entiendo que el empeño no fue en vano, y que, misteriosamente, todo lo que ahora sé, el grueso de mis experiencias, se lo debo al poso que ha ido dejando en mi memoria, en mi espíritu y en mi carácter todo ese cúmulo de pálidas lecturas, de idilios intelectuales casi desvanecidos» (p. 37).

El poso de la cultura. Las pálidas lecturas. Eso es lo que nos hace sabios: no los conocimientos útiles ni la erudición.

SENTIR

Para escribir hace falta sentir

La lógica conoce el sencillo principio de contraposición: «¿qué puede uno escribir cuando ya no se siente?» (p. 146). El latido de la literatura viene del corazón. 

El dolor

Uno sufre por las cosas que le pasan, pero también por las que les pasan a los demás, especialmente a los personajes de las novelas que lee; pero «cuando el dolor de los libros se hacía insufrible, salía de casa para distraerme y consolarme con los pequeños placeres de la vida» (p. 201). El placer es un antídoto contra el dolor.

El placer de sufrir

Hay, sin embargo, sufrimientos que producen placer, y son los que proceden del amor; uno no sabe por qué, ese sufrimiento es un misterio; «aquellos amores, como no eran correspondidos, me hacían además sufrir mucho y en soledad, pero ¡cómo disfrutaba yo con aquel sufrimiento!» (p. 200). Ese sufrimiento gozoso no parece guardar relación con la calidad del escritor; el joven Landero disfruta con los sufrimientos de los libros buenos y los malos, «leía a Bécquer, a Rabindranath Tagore, a Juan Ramón, a Mika Waltari, a Marcial Lafuente Estefanía, y también allí había mucho dolor del que disfrutar» (p. 200).

Apatía

Pero lo único que duele de verdad es la falta de sentimientos, lo mismo si se trata de placer como de dolor. «Lejos quedaron las emociones, la alegría, el asombro, nada nos interesa y todo nos enoja. ¿Hay algo peor que la apatía del corazón?» (p. 146). Luis Landero hablará de Antonio Machado para expresar este sentimiento del vacío de sentir.

TIEMPO

Las caras del tiempo

El tiempo aparente tiene dentro de sí, como sustancia, un tiempo ilusorio que parece irreal; y muy por dentro, o muy por debajo, hay un tiempo subyacente que no se sabe si corresponde a las cosas que están sumergidas en el agua de la historia o está dentro de las mismas cosas que evolucionan ante nuestros ojos. La repetición continua de los mismos tiempos, superficiales y profundos, establece lo que podríamos llamar el tiempo inmóvil. Vamos a ver uno por uno todos estos elementos.

El tiempo ilusorio. «Pensé en lo ilusorio del tiempo, ese tejido inconsútil que te abriga con el mismo hilado con que tejen las parcas, en el pasado, en lo raro y absurdo que es este oficio de vivir» (p. 22).

El tiempo aparente. «De pronto, del tiempo ilusorio del porvenir y del pasado, el escudero ha caído cómicamente, dramáticamente, en el mero presente, donde no hay más ley que la necesidad» (p. 45).

El tiempo inmóvil. «Así era, así había sido desde la antigüedad y así sería ya para siempre» (p. 59).

La velocidad

La prisa. «Y es que vamos por la vida demasiado aprisa, sin fijar la mirada en las cosas, sin pararnos a descubrirlas y a pensarlas» (p. 73). Pero podemos escapar a las prisas gracias al arte: y disfrutamos el placer contemplativo de la lentitud.

La lentitud. «Esa tarea [el arte y el hábito de observar y pensar] exige lentitud, en un mundo donde todo invita a la velocidad anestesiante y a la fugacidad de las cosas y de las ideas. Exige también soledad y recogimiento» (p. 76).

El tiempo distorsionado

El tiempo narrativo de la moral. «En muchas películas he visto cómo el malvado camina despacio, ajeno a toda prisa, mientras la víctima corre atropellada, poniendo tierra por medio con su perseguidor. Y sin embargo sabemos que […] el malvado terminará dándole alcance» (p. 141). El bueno y el malo. Hay un tiempo de caída en donde el bueno acabará siendo atrapado por el malo, y un tiempo de subida en el que todo acabará sucediendo exactamente al revés (los hindúes distinguen entre épocas Kitra y épocas Kali). Son dos tiempos subjetivos; tiempos narrativos en donde el triunfo del villano debe preceder necesariamente al de la justicia poética; no puede triunfar el bien si antes no ha triunfado el mal, y el placer de ver triunfar a los buenos es directamente proporcional al disgusto que nos ha proporcionado antes contemplar la apoteosis del mal.

El tiempo de Kafka. «Quien acaso lleva al extremo la distorsión del espacio y del tiempo (que es más o menos la misma que conocemos por los sueños y que por eso nos resulta absurda y a la vez de lo más verosímil y hasta familiar) es Kafka» (p. 141). «En sus relatos hay personajes que nunca acaban de llegar a los sitios, por cortos y hasta ridículamente cortos que sean los trayectos».

«Hay un jefe de oficina que sale espantado de la casa de uno de sus empleados, que acaba de convertirse en un enorme insecto, y tanto es su espanto que retrocede mirando por sobre el hombro, incapaz de apartar la vista del monstruo, […] y algo tiene también de monstruosa la lentitud con que se aleja, porque seis páginas después, cuando ya creíamos que se había marchado, descubrimos que aún sigue allí, con la barbilla apoyada en la baranda de las escaleras, en una actitud medio cómica, y más cómica aún cuando de pronto da un salto y sale corriendo escaleras abajo con una precipitación semejante a la estampida de los personajes en algunos finales de las historietas del tebeo.

En El castillo, los ancianos padres de Barnabás, el mensajero, parten del fondo de la única habitación de la casa para venir a saludar a K., pero avanzan con tanta lentitud, o bien el espacio que han de recorrer es tan desmesurado, que siempre están lejos y nunca acaban de llegar, […] porque ese es el destino de las criaturas de Kafka, esforzarse obstinadamente tras un objetivo que siempre estará un poco más allá, siempre más allá» (p. 142).

El tiempo subyacente

El agua de la historia. «En algún lugar de la conciencia, se oye por un momento el agua loca de la historia» (p. 229). La corriente que arrastra a los acontecimientos con el impulso inexorable que no puede parar.

Las distancias neblinosas. La corriente de la historia arrastra grandes masas de soldados que corren por las llanuras donde los pastores son realidades tan inmóviles como las piedras, las montañas y los valles. «El pastor, con el perrillo medroso entre los pies, los ve pasar, y sigue mirando hasta que se pierden en las distancias neblinosas. ¡Qué grande es el imperio y qué grande la soledad de estos campos helados! Padre, padre, yo quisiera. Y el padre come y calla. Muerde como muerde el arado en la tierra» (p. 229).

El tiempo subterráneo. «Concédeme la perspicacia de ver los procesos que discurren bajo las cosas, los ríos de tiempo por los que también ellas navegan» (p. 155). Porque debajo de las corrientes aparentes hay otras corrientes, naturalmente ocultas, que las arrastran como el mar arrastra a los barcos; que son arrastrados, a su vez, por los motores, los remos y las velas, corrientes visibles que surcan por las corrientes subterráneas.

El escritor no debe estar atento solamente a los procesos aparentes. Debe fijarse también, y sobre todo, en los «procesos que discurren bajo las cosas». Pues lo de arriba difícilmente se explicarse sin lo de abajo.

VIAJAR

El viaje

«En algún lugar de este cuaderno hablo de los viajes, de lo poco que me gustan y de lo mucho que los añoro» (p. 124). ¿Cómo podemos añorar lo que no nos gusta? Nos desagrada la incomodidad del viaje, pero nos encanta convertir el viaje en recuerdos donde el sol no quema, donde la sal del mar no se pega al cuerpo, donde la nieve y el hielo no están fríos, y donde  sólo hay recuerdos que ya sólo nos pueden deleitar.

Clases de viajes

«Pero, como en todos los viajes que he hecho, si dulces son de por sí los viajes, más dulces y hermosos son aún los imaginados o los recordados» (p. 127). Y «de todos mis viajes, los que he vivido con más emoción e intensidad, los buenos, los inolvidables, los esenciales, los he hecho con Julio Verne, con Defoe, con Homero, con Stevenson, con Humboldt, con Darwin, con Kapuscinski, con Shackleton y con tantos otros» (p. 180). La literatura es una excelente herramienta para viajar.

El regreso

«Algunos preferirán que el viejo marino no regresara nunca, para vivir todos los días y a todas horas con la ilusión de un regreso inminente» (p. 176); aunque cuando el regreso esperado se nos antoja imposible sobreviene el desencanto y es entonces la desesperación: «ese es el destino de las criaturas de Kafka, esforzarse obstinadamente tras un objetivo que siempre estará un poco más allá, siempre más allá» (p. 142). Kafka dejaría de sufrir si comprendiese que no es posible esperar dentro de este mundo cosas que están fuera de él. «Quizá el problema no ha sido Marta, Pepita o Filomena, sino Platón, solo Platón. Pero a veces se produce el milagro y uno está a punto de alcanzar el sueño, de tocarlo» (p. 202), y entonces de nuevo vuelve a nosotros la ilusión. 

El desencanto

El desencanto se produce cuando le pedimos a la realidad mucho más de lo que nos puede dar; sufrimos el encantamiento de esperar que se realicen nuestras ficciones y luego chocan con la realidad, y se produce el desencanto. «Lo que tan larga y ansiosamente se imagina y se espera, cuando al fin se cumple deja en el alma el incierto sabor del desencanto, del espejismo inalcanzable» (p. 127).

Soñar el viaje

«Después de viajar, me gusta, necesito soñar el viaje» (p. 183). Lo mismo que cuando hemos comido necesitamos digerir, también necesitamos asimilar las cosas extrañas que hemos conocido, convertirlas en parte de nuestra alma, hacerlas nuestras, incorporarlas a nuestro sentir.

VIDA

Vivir es viajar

«La vida no es un remanso sino un camino» (p. 103). Y si caminamos es para no ir a ningún sitio, porque «vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia» (p. 143); el viaje, no el destino; el camino, no la meta; homo viator: vivir es ir siempre hacia alguna parte sin saber nunca adónde, ni por qué; «no me gusta viajar, pero me encantan los viajes», dice Luis Landero (p. 181).

Vivir es soñar

«Yo había resuelto ya que prefería soñar a Marta el resto de mi vida que vivir con ella los años que hubiese durado nuestro amor» (p. 203). Soñar: permanecer en un estado de ensimismamiento. Vivir: permanecer en el camino sin saber para qué. Hay momentos en que la vida contemplativa es preferible a la vida de un caminante que no sabe adónde va.

Vivir es imaginar

«Yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar, me lo invento casi todo. Y solo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario» (p. 184). Recordar es inventar desde un recuerdo originario; o sea que vivir, como quien hace una novela, es inventarnos la realidad.

Vivir es crear

De modo que «lo que se dice para el artista sirve para todos los que quieran cultivar el arte de vivir. Así que ya sabéis: trabajad en lo concreto, en vuestro huertecito» (p. 81), vivir es viajar apegado al detalle, huir de la vaguedad, y el detalle nos conecta con la sensibilidad.

Vivir es compartir

«¿Qué sentido tenía la vida, el universo, y el constante batallar de unos y otros?» (p. 57). Parece que la vida no tiene sentido, hasta que Luis Landero viene a dar con la solución: «en eso estaba la gracia de vivir», dice, «en saborear los días con los demás, en alternar las voces y juntar lo diverso, en hacer cercanos y gustosos los saberes exóticos» (p. 64). Por un lado se trata de compartir solidaridades con nuestros semejantes, como gustaba de decir Albert Camus; y por otro, evadirnos a esos mundos lejanos en los que logramos vivir como si los hubiéramos convertido en nuestra realidad.

YO

Yo

¿Quién soy yo? Es posible que la inteligencia sea un instrumento en mis manos, pero yo soy, antes que inteligencia, corazón; así lo deja entrever Luis Landero:    «No sé si sabré contarlo como yo quisiera, es decir, como quisiera el corazón» (p. 193).  Yo soy un corazón que siente antes que una cabeza que piensa.

El yo intermedio

El creador está a medio camino entre la inspiración y la lógica, entre el abandono y el control. Dice Luis Landero: «Ayúdame a abandonarme descuidadamente a la inspiración, y a escapar de las garras de una excesiva responsabilidad y del miedo al fracaso, pero a la vez no me conviertas en un irresponsable que escribe a lo que sale, juguete de las musas, porque eso sería también una desgracia, haz de mí algo intermedio, concédeme el don de escribir a la vez como un sabio y un niño, o como ambas cosas a la vez, payaso y erudito, loco y cartesiano, dómine y funámbulo, hormiga y cigarra, enamorado, astrónomo, insomne, soñador».

El ideal

Pero yo no soy solamente un corazón que guía, como un cochero, al caballo de la inteligencia (invirtiendo así los términos del mito de Platón); soy también un destino, un hogar del que salí un día y al que nuevamente quiero regresar: un ideal. Ese ideal es Ítaca. «Cada cual es Ulises en busca de sí mismo. Solo que Ítaca no está lejos. No, ya estamos en Ítaca: solo nos queda conquistar ese reino que se extiende a nuestro alrededor» (p. 75).

CONCLUSIÓN

Todo se resume en la experiencia de vivir. Si vivir es caminar y el camino es el mundo y yo soy quien camina, el autor tiene claras dos cosas: primero, que yo soy un instinto matizado por la inteligencia, y el regreso al instinto, saltando sobre la inteligencia, lo consigue la inspiración; y segundo, que el mundo por el que camino es el de la infancia, y cuando nos hemos olvidado de ella la recuperamos gracias a la literatura; el mundo de la infancia lo constituyen dos antítesis cruciales: la división entre hombres y mujeres y la oposición entre la juventud y la vejez.

Y si antes que inteligencia yo soy sentimiento, el mundo de Luis Landero es de un romanticismo sin estridencias; no el romanticismo altisonante de Espronceda, sino ese otro de corte intimista que encontramos en Bécquer y en algún sentido soneto de Lope de Vega. De ahí que, frente al menosprecio que hace la gente corriente de quienes buscan en la evidencia, no se trata de descubrir la pólvora, que ya está descubierta, sino de descubrir lo ya conocido, que no es otra cosa que «transitar con zapatos nuevos caminitos de ayer». Ahí, y no en otra parte, está la nostalgia de los caminos no andados (porque si nos producen nostalgia, será que los anduvimos alguna vez). Ahí, y no en otra parte, está la nostalgia de lo misterioso. Ahí está la visión contemplativa de la literatura consistente en esperar, no en buscar; lo cual no significa que la paciencia haya de confundirse con resignación, sino con escucha activa.

Yo destacaría dos capítulos centrales en este libro: el quinto y el noveno. En el quinto se retrata la sabiduría como originalidad de la infancia y de las personas baciyélmicas: el huerto de Emerson y los girasoles de Van Gogh son sus metáforas centrales. En el noveno se retrata la literatura como rescate del naufragio de la niñez, cuya médula espinal es la inspiración y los nervios adyacentes son el amor al detalle, al misterio que esconden las evidencias, al ritmo, a la oralidad, al artífice que se sirve del artesano, a la belleza de las palabras y las frases, a la empatía cósmica del comediante y a la necesidad de no olvidarse de la escritura por la carcasa fácil de los buenos argumentos.

Si admitimos que el romanticismo tiene una vertiente exaltada y otra intimista, como distinguía Nietzsche entre lo apolíneo y lo dionisiaco; y si admitimos que El huerto de Emerson es la versión expandida de un manifiesto literario: entonces tendremos que admitir que Luis Landero ha enmascarado, bajo la forma de un libro de recuerdos, el manifiesto de una forma de romanticismo: el romanticismo de la intimidad; bienvenidos sean Rosalía, Bécquer, Lamartine, Lope y Heine; para Espronceda, Zorrilla y algunos excesos de Meyerbeer, no hay espacio aquí.


El huerto de Emerson
Luis Landero
Tusquets, 2021
240 páginas
19 €

LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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