Crónica

Tomás Sánchez Santiago, articulista

Álvaro Valverde reseña 'Cerezas en el escondite', una antología de textos periodísticos del escritor zamorano afincado en León, de la que ofrecemos dos textos: «El peso del pensamiento» y «Lo cierto y lo posible».

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Hace unos meses quedé en el bar Español de la Plaza Mayor de Plasencia con Héctor Escobar, entre otras cosas (aquí vino como músico), editor de Eolas y director de la colección «Narraciones de un náufrago». Traía bajo el brazo un precioso tesoro en forma de libro; este, Cerezas en el escondite: textos periodísticos 2011–2020, del que es autor el zamorano residente en León Tomás Sánchez Santiago

Lo primero que llamó mi atención, como es lógico, fue su cubierta: la fotografía «Girasoles para Sonia», de Encarna Mozas, a quien dedica, por cierto, uno de los textos que componen la obra. 

El subtítulo puede dar lugar a equívocos. Para el lector desavisado, lo de periodísticos acaso mengüe la categoría de estos textos que superan con creces los estándares de lo que se publica en los periódicos, más en estos ruidosos y apresurados tiempos. Estamos, sí, ante artefactos literarios y, en consecuencia, ante artículos serenos y reflexivos, escritos con voluntad de estilo. Se suele repetir, y con razón, que a un poeta de fuste se le reconoce por su prosa. La de TSS, novelista y autor de libros de diarios y otras heterodoxias narrativas (en estas mismas páginas publica sus Cuadernos pálidos), es poderosa e inconfundible, propia de alguien que sabe que el lenguaje es la clave. Poco importa si lo que tiene delante es un poema o unas páginas para un periódico. 

En el «Aviso inicial» nos recuerda que desde febrero de 2011 hasta mayo de 2020 colaboró en La Sombra del Ciprés, el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, por expreso deseo de Angélica Tanarro, la jefa de sección de cultura de esa prestigiosa cabecera.

Esos «nueve años algo largos» dieron para mucho. Con «libertad total», remarca, fue sacando adelante estos artículos que ahora reúne en forma de libro, «prueba irrebatible de que al final todas las palabras salen al aire», dice él. 

Relaciona su título (muy hermoso, por cierto) con la alegría, «único pariente de la felicidad que me es creíble». Y con la metáfora del «escondite», una suerte de refugio donde resistir los embates de la intemperie.

«Buscaba yo cobijarme —y cobijar esta escritura— bajo una imagen que evocase algo parecido a la alegría, único pariente de la felicidad que me es creíble. Imaginaba eso: ir guardando cerezas sigilosamente en un escondrijo como quien preserva de las inclemencias del mundo un pequeño botín, infantil y secreto. En realidad, la propia aventura que me supuso escribir cada uno de estos textos fue eso para mí: llevar a un escondite el lujo rojo y frutal de unas cerezas brillantes. ¿Qué otra cosa es querer compartir en voz baja ocurrencias y propuestas con esa tribu invisible de lectores que se atreven a entrar, entre crujidos de ramas apartadas, en el bosque disimulado de un suplemento cultural? O sea, en un escondite».

Lo aclara en la primera entrega: «el gran escondite es el lenguaje». Y matiza: «ciertas maneras de tratar con el lenguaje». Y sigue: «El poeta pide tan solo que le dejan ese escondite para enterrar y desenterrar de cuando en cuando unas cuantas palabras […] Es una conducta solitaria y clandestina. Y sin certeza ninguna».

No solo de la poesía, esencial en su vida y en su obra, habla TSS. También de otro asunto íntimamente relacionado con ella: la lectura, de la que es inseparable. Y ahí, su club de lectura, ese microcosmos formado por seres misteriosos que cada martes conversan sobre un libro. En «La hora del lector» concreta más y allí alude a «la concentración, la reflexión sostenida, la paciencia, el silencio o el lenguaje interior del pensamiento», elementos propios de esa «actividad extravagante, casi una religión» y tan lejanos de lo que es norma en nuestra sociedad tecnológica y sus «estímulos electrónicos» (aunque sea en forma de libro). Evoca, en fin, la apasionante lectura de la adolescencia y los veranos, en el corral de casa. 

Habla también de los escritores, ya que los mencionamos, como el triste Sábato, los delicados José Antonio Abella (editor de Isla del Náufrago) y Gaspar Moisés Gómez (apenas una sombra), su amigo del alma Ángel Campos Pámpano (qué precioso y emocionante análisis de su poesía hace en «Cercano a lo que importa»), el feroz Luis Cernuda, el esquinado Cristóbal Serra, el añorado Luis Javier Moreno, el deambulante Aníbal Núñez, el sombrío Verne, el rescatado Aldecoa o el músico-poeta Leonard Cohen y su «voz de brea». 

Y de los grafitis; de las «ciudades interiores»: su natal Zamora, la de la calle Feria (la suya, la de Joaquín Lorenzo) y sus pequeñas tiendas de barrio, o León; de la fotografía y el «mucho mirar»; del lenguaje «estreñido» de los emoticonos, que uno se ha esforzado en no usar; de la pintura de Antonio López, Zacarías González o José María Mezquita; de la voz, que define nuestra personalidad como pocos atributos; del enfoque moral de estirpe camusiana (así, en “La vida pública”), el de “Para ser, es preciso hacer”; de la madre temerosa perdida entre las nieblas de la ancianidad; del robo de libros, un divertido relato cuyo protagonista es «Doce Dedos»;  de la mesa de trabajo y el estilo (páginas 141 y 142); de las antologías, que aparecen en «Perdulario» y son retratadas con ironía en «Necesidad de subir al origen»; de la teoría del bostezo, donde el humor, tan presente en la prosa de TSS, brilla con candor, como en el hilarante «Lo cierto y lo posible»; del «yo fermentado» y el abuso de los retratos; de las solapas y sus patéticos engaños, «porque el territorio de cualquier libro es la intemperie»; de la sequía; de los oficios, como el de jardinero («El jardinero de los hombres es el escritor»); del mercado de abastos; de Cosme, el de las afueras; de la «palabra del año» y el peso del pensamiento; de las cosas («Las cosas, las cosas…»), esa obsesión que analiza en «Objetos al acecho»; etcétera.

Y todo queda dicho, y bien dicho, desde «el claro nombrar». Deja «a los nombres cerca de las cosas», sin miedo, porque «el poeta verdadero trata de dar un significado a la experiencia». Porque «la poesía busca el verdadero estar del hombre en la tierra —escribió Sophia de Mello— y por eso “donde la poesía no esté nada real puede ser fundado”».

En una entrada reciente del diario antes citado leemos:

«Cuidado con la arrogancia de los adjetivos. A veces, su estatura tapa todo lo que viene detrás, como cuando en el cine te tocaba justo delante un hombre demasiado alto o una mujer de peinado estrepitoso de chimenea y te impedían ver en toda su amplitud la película. También hay que procurar la discreción en las palabras. Recuerdo haber leído al gran Antonio Pereira (ese autor que cultivaba en sus relatos “un erotismo diocesano”, al decir de Gamoneda) que entre dos palabras había que elegir siempre la más clara; y en caso de duda u ofuscación, la menos prestigiosa. Debería aplicármelo».

Creo que ya lo hace. Informa del tono de su escritura.

El suyo es, sin duda, un «oficio de paciencia», como dijo Eugénio de Andrade, al que cita en varias ocasiones, como a Juan Ramón, otro de sus referentes. Seres que parecen tener las palabras adecuadas para cada situación. Léase «Batido de voces». 

Cierra el volumen un artículo que lo abrocha perfectamente. «Lo que habrían dicho ellos» se titula. Se pregunta TSS lo que algunos amigos muy queridos  habrían decidido ante tal o cual situación sobrevenida. Me refiero a Rafael Chirbes, Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano, José Manuel Diego, Luis Javier Moreno y Tomás Salvador González. Arden las pérdidas, como diría otro de sus maestros. 

Ha sido una estupenda idea la de agrupar estos textos periodísticos en un libro. Se ve a las claras que cuanto escribe Tomás Sánchez Santiago, poco importa el formato, está dotado de la gracia de la literatura. Por eso ha de salir de su escondite.

Tomás Sánchez Santiago

Dos artículos de Tomás Sánchez Santiago

Lo cierto y lo posible

Querido (es un decir), anónimo amigo: Cuando usted levantó a media asta el brazo desde las penúltimas filas de la sala y extendió morosamente por el aire su pregunta —en realidad un reproche envasado en celofanes retóricos, nada inocuos—, yo ya estaba esperándole. No a usted, entiéndame. A usted no tengo el gusto de conocerlo. Pero esa predisposición supernumeraria suya acerca de la inconveniencia de mezclar lo real y lo fabulado, lo cierto y lo posible me persigue fatídicamente desde el día en que se me ocurrió juguetear con los agujeros que los berbiquís del olvido van haciendo por su cuenta en el continente elástico de la memoria y rellenarlos con la pasta ingobernable de la imaginación. Usted, con voz tronante y un vocabulario de galería (eso tengo que reconocerlo) vino a decirme lo que siempre espero en la traca final y polifónica que sigue siempre a uno de estos actos. En esos coloquios suele haber tres tipos de intervenciones: las de los que pretenden que el autor sepa más de lo que debe, las de los que pretenden saber más que el autor y las de los que pretenden que se sepa en la sala que el autor no sabe tanto como a primera vista parece. Usted, creo, pertenece a esta última y deseaba que yo hablase como un perito en lunas de todo aquello. De la naturaleza de la memoria, de la génesis de la imaginación y, sobre todo, de la necesidad de estabular ambas facultades en habitaciones distintas e incontaminadas. «Usted no hace eso; usted lo falsea todo haciéndonos creer que la verdad es mentira y viceversa; usted no merece el calificativo de escritor, usted es un buhonero de las palabras». Eso escuché desde lo alto del patíbulo, escoltado por dos frailes teatinos. Vaya, me dije a mí mismo, he topado con un verdadero inquisidor. Eso pensé de usted, señor, qué quiere que le diga. Luego le oí exigirme que aclarase de qué parte estaba, si de la verdad o de la mentira; de la historia o de la fábula.

Confieso que me desarmó. Me pedía usted cuentas trascendentes y yo solo había llegado hasta allí con unos cuantos argumentos endebles e instintivos sobre mi experiencia a la hora de escribir. Desgrané entonces algunos testimonios con los que voy siempre pertrechado. Hermann Hesse y su sentencia lapidaria («En la literatura, la verdad y la mentira dependen de lo que esté dispuesto a creerse el lector»), Martin Amis («En una novela todo es verdad porque todo es mentira») y también aquel consejo recalentado de segunda mano que una vez me puso ante los ojos el narrador Ignacio Sanz («Nunca dejes que la verdad te arruine una historia hermosa»). Subido a los hombros de estos narradores, me abrí paso como pude pero usted, ya de pie, negaba lentamente con el dedo como si quisiera borrar al instante las palabras que yo iba soltando y ahora volvió a la carga con lo de Agamenón y su porquero hasta que, tras unos cuantos denuestos impredecibles, proclamó por fin su tesis: la fabulación podía llevarse a la vida —y eso era lo que hacían los grandes narradores— pero nunca podía suceder lo contrario: la vida nunca podía corregirse fabulándola porque había que tener, usted lo dijo así, al menos respeto a lo inamovible. Entramos entonces en un desdichado ping-pong en el que yo me limitaba a bracear y coger aire a duras penas para mantenerme a flote. Usted reivindicaba, bien separada de la crónica, la pura fabulación pero yo empezaba a creer más bien en una confabulación contra los que no sabemos separar la vida de los circuitos de la imaginación.

Y entonces se hizo visible aquel hombre pelirrojo y repentino, que pidió la palabra y empezó a hablar. Me conocía de antiguo. Un viejo amigo de la mili. La hicimos juntos en Orense. Tú ya no me recordarás —me dijo— pero tal vez se te venga arriba la memoria cuando cuente ahora algo que nos pasó. Y lo contó. El episodio de una clase de formación de tiro que nos dieron en Artillería. Un teniente sudoroso y de voz cazallera —así lo describió— me puso de pie ante los demás soldados y me preguntó si yo tenía alguna idea de por qué las balas perdían velocidad y acababan cayendo a tierra. El hombre pelirrojo contaba todo muy bien y el público escuchaba arrebatado por aquella voz ondulante que no trataba de imponer convicciones sino de hacer entrar el cálido golfo del recuerdo en cuantos estábamos escuchando. Impetuoso, sonó un timbre que avisaba de que el edificio debía cerrar sus puertas ya y el acto tenía que concluir. Una voz, la del conserje que atendía la sala, dijo que siguiese hablando, que no se preocupase. Y el hombre pelirrojo siguió. Contó el final de aquel episodio medio pedagógico, medio militar. Contó, sí, lo que yo respondí aquella tarde de cuartel al oficial incandescente. «Las balas caen a tierra por dos razones bien distintas, mi teniente: por la ley de la gravedad y por su propio peso». Aquello bastó para reafirmarme ante el oficial —a quien parecía poco que Newton lo hubiera dejado todo claro— y ese mismo día me procuró un puesto de asistente a su lado para el resto de las clases. La carcajada general y los aplausos me salvaron como la campana al boxeador exangüe. Te pareció poca una sola verdad y la plastificaste —así lo expresó el hombre pelirrojo— con palabras que la mejoraban.

Cuando se acercó a que le firmase su ejemplar, nos saludamos vivamente con un palmoteo intercostal. Alrededor, la gente sonreía ante aquel reencuentro. Entonces, a media voz, me dio tiempo a decirle eso. «Gracias, pero yo no lo conozco a usted, creo que se ha equivocado conmigo». «¿Por qué?», me respondió jovial. «Porque yo no hice la mili». «Ahora sí», me replicó. Y sin más se alejó con el libro trizado bajo el sobaco.

Y ya solo queda, querido y anónimo inquisidor, suponer que usted y yo aprendimos la lección de que las palabras están por encima de los hechos. Y suponer también que nadie me va a preguntar nunca si fue cierto o fue posible, si me puse de parte de la historia o de la imaginación o he plantado un pie en cada uno de esos terrenos a la hora de escribir este texto.

El peso del pensamiento

La obsesión por poner a competir cualquier emanación que salga del ser humano llega hasta donde nadie diría. Hay ejemplos de estas ocurrencias en cualquier ámbito adonde dirijamos nuestras fuerzas inspectoras. Desde hace unos cuantos años, como si fuera la canción del verano o uno de esos certámenes anuales para decidir cuál es la mejor película o el mejor restaurante del mundo, se ha instaurado entre nosotros la bobalicona costumbre de elegir la palabra del año, aquella que se supone que ha concitado más interés o más vibración social —he podido oír esta razón en algún sitio— entre nosotros. Ignoro quiénes toman esa decisión, embozados bajo ese título pomposo e inane de Fundación del Español Urgente, que me ha recordado otros contubernios de componendas gaseosas como aquel Secretariado Internacional de la Lana o ese consorcio que ha creado el Día Internacional del Color Naranja, por ejemplo. Esta vez, la palabra del año ha sido emoji, y más allá de su resonancia fonética oriental o de su significado investido de modernidad tecnológica, veo yo en esa decisión toda una intención, aviesa y nada inocente, por denostar la justeza de la expresión verbal escrita, o sea, el peso del pensamiento y su traslación a la carnosidad de la escritura.

José Ángel Valente escribió un texto delicado y profundo titulado así, «Elogio del calígrafo», en el que recuerda cómo su padre se esmeraba en conseguir en su letra manuscrita el equilibrio y la precisión que necesitaba el asunto para el que estaba destinado el texto. Energía e intención se aliaban en aquel hombre que tenía, al decir de Valente, «una clara relación corporal con la escritura». Así define el poeta gallego el compromiso total de su padre mientras escribe con cuerpo y espíritu a un tiempo, único modo de concebir el hálito singular, intransferible, que implica la escritura a mano, ese prodigio que va macerando el pensamiento a medida que lo convierte a la vez en trazos y en melodía contenida que ya aguarda a la voz que ponga en pie lo expresado.

Pero todo lo que implica morosidad, sacralidad, complejidad, incertidumbre, ambigüedad simbólica o renuncia al vértigo engañoso de la facilidad ha caído en desgracia. Y ya no solo la caligrafía es arrastrada ahora al territorio del menosprecio o de la indiferencia sino que a ella le sigue la profundidad del pensamiento. He oído más de una vez a padres jóvenes enviar a sus criaturas «al rincón de pensar» cuando han hecho algo supuestamente inconveniente. Los castigan a pensar. Pensar es detenerse. Poner en cuestión algo. Un acto de inconformidad. Lo mismo que escribir. Emilio Lledó (¿por qué no se le otorga ese Premio Cervantes a este sabio al que deberíamos leer todos obligatoriamente?) dice que si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Y, sin embargo, se nos escamotea una y otra vez esa posibilidad. La última versión de ello es la elección de ese término —emoji— como palabra estrella del año. Podrían haber sido otras pero los clérigos de esa Fundación del Español Urgente auspiciada por una entidad bancaria, para terminar de hacerlo todo más sospechoso, ha decidido que sea esa, precisamente. Es decir, ha decidido fiarlo todo a la urgencia, la simplicidad y la universalidad que comporta el lenguaje de las imágenes en aras de la democratización de la expresión. Me recuerda esa osadía de hacer adaptaciones de obras literarias convertidas en novelas gráficas. Pero Kafka, Saint Exupéry o Poe no resisten su conversión en imágenes, una conversión que alguien, sin duda con pericia profesional, hace para todos. ¿No es eso perder el carácter de individualidad que tiene la escritura? Mi Madame Bovary es solo mía igual que lo son mi capitán Ahab, mi cónsul Firmin o el Pijoaparte. Nadie me lo tiene que delinear a su manera. Conozco el timbre de sus voces dentro de mí, puedo reproducir con la mente sus gestos, sé qué hábitos y manías los persiguen. No me hace falta tutoría icónica ninguna. Leer las obras donde aparecen lo es ya todo. Y, sin embargo, ay, desde distintos púlpitos comerciales se nos anima a aliviar nuestra digestión lectora. ¿Para qué tanta digresión descriptiva? ¿No podríamos sortear episodios complementarios y centrarnos solo en lo que pueda impactarnos visualmente? Esa misma actitud de ponderar lo visual ha propiciado que emoji sea la palabra del año 2019. Pero ni es una palabra con alma ni representa otra cosa que no sea una desdichada reducción de lo verbal a lo icónico, tal como si el mundo verbal tendiese a ser ya un aeropuerto lleno de avisos esquemáticos para comprender gregariamente adónde debemos ir. Pero la realidad tiene necesariamente cuerpo de palabra, como defiende el profesor Alfredo Saldaña en su esclarecedor libro «Hay alguien ahí»; y toma ejemplos de la lengua común para mostrarlo: «te doy mi palabra de honor», «tienes mi palabra». «te tomo la palabra»… Fórmulas inapelables todavía que cuentan con el peso cierto de las palabras, con su fidelidad a la voluntad, al pensamiento de quien se está expresando. Deberíamos mantener esa vigencia primordial de las palabras para todo y reservar para usos residuales esas otras fórmulas extraverbales, que suplantan aquellas otras protocolarias y vacías de verdad («suyo afectísimo», «su seguro servidor», «póngame a los pies de su señora»…), empalagosas en su alcance pero al menos con la suculencia retrospectiva de los lenguajes codificados por el convencionalismo de los modos burgueses.

Dejemos, pues, los emojis y sus nuevos familiares (memojis, bitmojis, animojis) en el lugar inofensivo de las formulaciones insustanciales. Pero, por favor, no los elevemos a la categoría de palabras. Y mucho menos les demos preeminencia sobre otras que han golpeado nuestro corazón con contundencia y obstinación durante los últimos tiempos. Despoblación, por ejemplo. Pero con esa no se atreven los que hablan de ese español urgente (¿pero qué más urgente que eso?) porque esa palabra es espesa y difícil de masticar; tras sus sílabas hay víctimas y culpables. Todo demasiado fuerte como para celebrar con sonrisas y brindis su visibilidad. Mejor quizás apostar por eso otro: estimular la agrafía, fiar nuestras emociones a la estupidez de las teclas, llevarnos del ronzal a todos hasta los territorios rupestres de la sumisión expresiva, allá donde no hay ni rastro de la personalidad del descontento y todo lo preside la explosión pirotécnica del divertimento. Pasolini ya decía hace cincuenta años que algún día los críticos se contentarían con inventar eslóganes. Y en ello, en ello andamos…


Cerezas en el escondite: textos periodísticos, 2011-2020
Tomás Sánchez Santiago
Eolas, 2021
272 páginas
18 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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