/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
«El diario nos presenta el taller del alma del escritor» (Sontag: Contra la interpretación). Pero si deseamos y hasta necesitamos acceder a sus secretos, no es por simple prurito literario. Ahondar en la comprensión de la persona y su obra es solo un objetivo secundario. El motivo real es que son capaces de iluminar regiones de nuestro yo que se mantienen en la penumbra. Leemos sus cuitas y el modo en que las afrontan como libro de texto de una asignatura troncal para nuestra educación sentimental no reglada. El formato Diario permite al autor de fuste ser más él mismo que la novela, el teatro o incluso la poesía. Pues la creación literaria tiene sus propias e insoslayables exigencias. Por muy autobiográfica que se pretenda, la ficción reclama sus derechos y no ceja hasta salirse con la suya. La imaginación, «la loca de la casa» a decir de Teresa de Ávila, se filtra por las paredes, como el fantasma del Comendador.
Un malentendido quiere que las ediciones de fragmentos de conocidos Diarios, en su día expurgados, contienen anotaciones más secretas que los originales. Esto ha sido singularmente significativo en el caso de Anaïs Nin. Salieron inicialmente siete volúmenes que solo constituían una parte de las 35 000 páginas del manuscrito. Abarcando el larguísimo periodo que va desde 1931 a 1974, presentan una extensa colección de héroes culturales. Se incluyen escritores de la talla de Antonin Artaud, Henry Miller, Gore Vidal, James Agee, Edmund Wilson o Lawrence Durrell, pero también figuras de otros campos como los psicoanalistas Allendy y Rank. Asistimos a veladas donde saltan chispas intelectuales y de las otras, a vuelos líricos de notable valor, y seguimos en primera fila el proceso de formación y consolidación de la personalidad de la autora. A finales del siglo pasado se publicó parcialmente el material censurado en su momento. Una relativa apertura de miras y mentes, unida a la desaparición de los aludidos, propició que salieran a la luz pasajes que en otras épocas no se habría soñado ver impresos, muchos de los cuales se referían a lances sentimentales o eróticos. Prueba de ello es que la edición en cinco volúmenes de esos anexos lleva el rótulo de Diarios amorosos. Se suceden las fogosas relaciones de la escritora, entre las que han armado especial revuelo el triángulo equilátero compartido con Henry Miller y su esposa June, así como el escabroso tema del incesto. Otros personajes desfilan por páginas y sábanas: su marido Hugo, Otto Rank o su joven amante latinoamericano. No obstante esos volúmenes, en particular el quinto, titulado apropiadamente Espejismos y que cubre el periodo 1939-1947, conceden amplio espacio al autoanálisis, la reflexión y el trabajo de conciencia. Presenciamos tensos y apasionados debates consigo misma sobre las dificultades y la precariedad de su oficio, sobre el estatuto de la verdad, la belleza y la bondad, o sobre cómo todo, incluso los deseos más incandescentes, acaba en rutina, ruina y ceniza. Es aquí donde reside la gloria de ese discurso interminable, no en los oropeles mundanos ni en las urgencias corporales.
Al llegar a su fin Anaïs Nin tiene cuarenta y cuatro años, y ha alcanzado cierta madurez y relajación emocional. Esto le permite estructurar su vida y sus textos de forma más equilibrada y satisfactoria. En resumidas cuentas, intuimos que las historias de cama no nos enseñan tanto acerca de la intimidad de un ser como sus meditaciones. Aunque en su día Pavese, acuciado por sus problemas físicos, escribió con desesperación «Si el follar no fuera lo más importante del mundo, el Génesis no empezaría por ahí», debemos recordar que el Génesis en realidad no empieza por ahí. El intríngulis de los Diarios, su sustancia nutricia, no está en el morbo de quién se acostaba con quién, en una especie de Sálvame Deluxe cultural. Lo que allí brilla son joyas de la conciencia íntima de la autora.
En los momentos inmediatamente siguientes a la liberación de Francia en 1944, proliferaron las mutas de machos dedicados a castigar a las francesas culpables del eufemísticamente llamado colaboracionismo horizontal. Muchos de aquellos justicieros vocacionales habían descubierto que el nazismo y petainismo eran malas cosas justo después de que los aliados desembarcaran en Normandía. Algunos, de hecho, no supieron de su calidad de resistentes de toda la vida hasta que la Nueve (en español en el original) entró en París. No se ultrajó solo a mujeres anónimas del pueblo llano. La gran actriz Arletty sufrió acoso por su relación con un alemán, y sobre ella llovieron las acusaciones de escasez de patriotismo. Su declaración fue tajante: «Mi corazón es francés, pero mi culo es internacional». Y es que, en efecto, la distancia entre el imperio de los sentidos y la intimidad profunda es similar a la que media entre la corteza terrestre, pródiga en metales ligeros como silicio y aluminio, y su núcleo interno, denso condensado de níquel y hierro. Lo que hace extraordinarias las notas de Anaïs Nin es que son testigo del duro trabajo de vivir degustando la existencia, y no limitándose a soportarla. «En lugar de escribir una novela me tiendo con una pluma y este cuaderno, sueño, me dejo llevar por los reflejos rotos. […] El sueño es mi verdadera vida. Veo a los ecos que me devuelven las únicas transfiguraciones que conservaron lo maravilloso en toda su pureza. Fuera, toda la magia se pierde» (Diario II). Esas páginas, las más pegadas al sentimiento íntimo, redimen lo cotidiano metamorfoseándolo en material de construcción de sí mismo. «Andar el camino y encontrar maravillas, he aquí el gran motivo» (Pavese: El oficio de vivir).
Otro tema a revisar es la potestad que se otorgan los albaceas de cercenar por acá y por allá. La labor de no pocos se reduce a adaptar los textos al lecho de Procusto de la corrección política, social y familiar. Ahí tenemos el caso de Kafka, en el cual no solo diarios y cartas, sino muchas ficciones no salieron indemnes de las manos de su heredero Max Brod. Amputaciones, fusiones, fisiones y exclusiones con frecuencia arbitrarias distorsionaron a veces gravemente las intenciones del autor. Aunque se le considere universalmente el salvador de unos escritos que Kafka quería destinar al fuego, su papel de arreglista fue poco afortunado. Ha habido que esperar décadas para gozar de ediciones fiables de algunos de los mejores relatos del maestro de Praga. Lo menos que se puede pedir al que ejecuta el testamento literario de un genio es respeto a su persona y obra.
Lo ocurrido con los diarios de Virginia Woolf es altamente revelador. La edición francesa de Stock que lleva por título Journal intégral 1915-1941 contiene 1558 páginas de una letra apretadísima. Pero lo primero que se conoció de esta muestra de la inteligencia de una mujer excepcional fue A writer’s diary, una selección realizada por su marido Leonard en la que figuran anotaciones sobre su trabajo, métodos y gustos literarios. Si bien se acompañan de una serie de observaciones de suma agudeza acerca de la vida cotidiana, se echa en falta el fuego interior de la autora. La edición Lumen de esa versión consta de apenas 484 páginas con unos caracteres que un viejo topo podría leer sin gafas dentro de su sombría madriguera. En el prólogo, fechado en 1953, doce años después de la muerte de Virginia, Leonard afirma
«que cuanto se manifiesta en este volumen es solo una parte muy pequeña del Diario, y que estos fragmentos se encuentran inmersos en una gran masa de materia que ninguna relación guarda con la literatura. Si no se tiene en cuenta lo anterior esta obra dará una imagen muy deformada de la vida y personalidad de Virginia Woolf».
Nos adherimos a esta declaración, en particular tras leer el imponente monumento intelectual que supone el verdadero Diario. Pero esto implica que nos preguntemos qué razones llevan a publicar un texto mutilado y separado de todo contexto que permita hacerse una idea de conjunto de su magnificencia. La labor de abstractor de quintaesencias no es lícita ni moral cuando se ejerce sobre un tesoro de este calibre. La intimidad no es troceable, no hay pedazos que puedan enseñarse y otros que deban ser sepultados por imperativos sociales y conveniencias mundanas. Esos escritos se explican solos, son soberanos y no precisan niñeras. Son testimonio de la conciencia de su creador y guardianes de su espíritu.
Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
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