/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
Parece que el origen de la palabra estuvo en la música. Y no sólo con los rapsodas sino, veinte siglos después, con los trovadores también. La palabra fue musical porque no sabíamos escribirla, y cuando supimos hacerlo, el calor del fuego se prestaba a escucharla mucho antes que a leerla. Tardó mucho en democratizarse la escritura, y aun así, también los monjes escuchaban las lecturas mientras comían en los refectorios en silencio. Porque la palabra contada fue primero la voz de uno y el silencio de muchos.
También la imagen fue, como la música, un acompañante de la palabra antes de sustituirla; lo es en el cine, en el teatro, lo fue en los cantares de ciego, y acaso lo fuera en los frescos de Altamira. Luego las catedrales góticas, llenas de imágenes, sustituyeron a las sagradas escrituras; fue entre la gente llana, que no sabía leer; la palabra fue la voz del cura y, cuando no estaba el cura, la propia iglesia fue un relato silencioso y colorido; los fieles aprendieron a conocer a los personajes a través de sus símbolos.
Pareciera, entonces, que cuando se desarrolló la escritura se eclipsó la oralidad, pero no fue así; los escritores escribían y los lectores les leían, pero siguió habiendo oyentes que escuchaban con atención la palabra hablada; aunque luego, en el silencio de su habitación, la leyeran.
Las mujeres del norte contaban sus historias en las noches de filandón. Siempre se han contado historias al amor del fuego. Cuando se empezó a contar siempre hubo dos hermanos que no se separaron nunca: la voz y la palabra; con la palabra se contaban historias y con la voz se sentían las historias que se contaban; por eso nunca fue lo mismo escuchar que leer y todavía hay voces que se empeñan en hacer respirar a las historias. La palabra pide sus pausas, que le impone la respiración, y late con el ritmo que le impone el corazón de quienes la cuentan. Esos ritmos se rompen cuando lo pide la atención de quien escucha, a través de su propia respiración, que se detiene o se acelera.
La poesía lírica es un intento de comunicar esos jadeos, esos silencios, esos pulsos, ese corazón; la poesía lírica es un intento de transmitir la voz mediante la palabra; es melodía y ritmo y se dice calladamente cuando se lee, en un esfuerzo de meter esa musicalidad en el pecho. Por eso, si la épica ha nacido para contar, la lírica ha nacido para cantar; pero no para cantar lo que se cuenta, que eso también lo hacen los trovadores y rapsodas, sino para cantar lo que se siente, que es lo propio de la poesía lírica (a la que solemos llamar, simplemente, poesía).
Hay un empeño, denodado admirable, por rescatar al libro del naufragio en que lo sumen las imágenes malas y los malos libros. Pero también hay un empeño, no menos real por discreto, por rescatar la oralidad del naufragio en que la están sumiendo la imagen y el ruido. Recorren nuestra geografía, como dignos quijotes, esforzados festivales de narradores orales. El de Segovia ya va por su edición número veintitrés. Lo dirige Ignacio Sanz, que es a la vez escritor y narrador oral y no ceja en su empeño de luchar contra molinos.
Este año se ha empeñado en mantener abiertas las dos vías que hemos mencionado antes: la narrativa y la lírica; todo ello, evidentemente, desde la oralidad. La narrativa se ha desarrollado en la casa de Andrés Laguna, la lírica en la de Antonio Machado, del 4 al 10 de julio de 2022.
La narrativa oral ha delineado claramente tres ejes para este año: la psicología social, los mundos mágicos y la magia del mundo. Simone Negrín representa el primero de los tres: el humor, la ironía fina y la penetración psicológica, con los que caracteriza, con una nostalgia desenfadada, la forma de ser de las distintas regiones de Italia (filtradas a través de escenas de la vida cotidiana). Quico Cadaval nos adentra en el universo mágico de Galicia, donde una aguda penetración psicológica proyecta lo ordinario hacia lo extraordinario y lo cotidiano se vuelve insólito, poblado de personajes excéntricos y de brujas. Elia Tralará, por su parte, hace un recorrido atento por las distintas formas de ver los relatos según las culturas, desde África a Léon, pasando por Siria; el poder evocador de la palabra nos lleva a las residencias de ancianos, donde se muestran con toda su intensidad también sus cualidades curativas (bien ha dicho José Antonio Abella que «la palabra es lo que cura y lo que mata, lo que nos salva y nos condena»). Completan este festival Carolina Rueda, Ana Cristina Herreros, Oswaldo Pai y Raquel López; con Oswaldo Pai la palabra se reencuentra con el gesto y con el movimiento, con lo que tiene algo de medieval y une la técnica de los trovadores con la de los juglares.
La otra cara de este festival la conforma el espacio titulado «La poesía también cuenta». Pero más que contar historias lo que cuenta aquí son sentimientos. Juan Carlos Mestre y Cuco Pérez muestran la poesía sin los poetas; Paula Carbonell nos habla de las poetas (así, en femenino), pero con una menor presencia de la poesía. Es el primer enfoque una inmersión en el líquido amniótico donde la palabra fluye acompañada de la música (el acordeón), con una dicción sobria, una economía de gestos y un domino absoluto de la escena; la poesía es el flujo y el público fluye arrastrado por ella. Paula Carbonell, por el contrario, da un repaso a las biografías de un amplio abanico de mujeres que han escrito poesía, desde Hafsa bint al-Hayy ar-Rakuniyya (poeta andalusí del siglo XII), pasando por Sor Juana Inés de la Cruz, Gertrudis Gómez de Avellaneda y María Zambrano, hasta llegar a Ana María Matute y Rosa Chacel; e insiste, necesariamente, en los olvidos (como Josefina de la Torre, olvidada en la generación del 27 y rescatada posteriormente por Gerardo Diego).
El festival se completa con unos cuentos en los barrios para los más pequeños. Ignacio Sanz, que año tras año se empeña en traer a Segovia a los mejores narradores del momento (ahí está Quico Cadaval), es ya una referencia ineludible en la oralidad narrativa, y este año también en la oralidad lírica. En un mundo en donde la palabra casi ha sido barrida por la imagen, en donde las palabras que quedan son efímeras, anecdóticas e intrascendentes, y donde la música parece empeñada en sustituir la palabra sugestiva por el grito insignificante, bien está recordar que la humanidad nació cuando se completó el lenguaje visual con el auditivo; y que la palabra, abrazándose a la voz, es capaz de restituir las primeras vibraciones de las historias que se han contado desde que el mundo es mundo.

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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