/ por Avelino Fierro /
MADRID (Uno). 21 de septiembre. El tren sale puntual. El sol de media tarde acolcha el interior con una luz desvaída y monótona, de sobremesa. Estamos en uno de los extremos del vagón número 9. Frente a nosotros, con un ordenador sobre la mesa y cascos en la cabeza, viaja un adolescente. Creo que es chico. Tiene el pelo enmarañado, teñido en gran parte de color rosa. Lleva —como todos los viajeros— mascarilla. Vaqueros agujereados y zapatillas sin duda a la moda, aunque no consigo saber de qué marca son. De vez en cuando mira o utiliza un teléfono móvil. Un joven hiperconectado. Al sentarnos le he saludado, «hola, buenas tardes», pero no respondió. No digo que sea maleducado. Puede que con tantas conexiones con el cosmos —en la mochila entreabierta asoma otro portátil—, este mundo de al lado, tan próximo, no le dice, no le susurra nada. Las conexiones reemplazan a las relaciones. Tiene las piernas largas. A ver si cuando le dé por estirarse puedo darle un pisotón.
Llevo el libro de Josef Wittlin, Mi Lvov. Me lo regaló César Iglesias hace unos días, cuando nos vimos en Gijón. Me gusta esto que leo ahora en la contraportada: «Mi Lvov es un texto polifacético. Todo él es una lección de baile sobre una cuerda. Mantiene un equilibrio inestable entre la ternura y la broma, entre el afecto y el chiste, incluso entre la autocompasión y la ironía hacia uno mismo». No conozco a Wittlin, pero sí la ciudad. Porque de ella ya me hablaron Zagajewski, en alguno de sus libros, y Zbigniew Herbert en sus poemas.
Pero no sé si pasaré de la primera página. Estoy cansado. Ayer, la noche se alargó. Después de tomar unos vinos y picar algo —embutidos y un par de truchas pequeñitas en escabeche— en El Oriente con Óscar y Marta, nos fuimos con Segis hasta la Céltica. Y no sé cómo nos dio por esas tonterías de los bebedores de cerveza: empezar con una rubia suave y turbia de trigo y seguir y seguir hacia otras varias del mismo estilo de más graduación. Hablamos del amor y los desengaños. De lugares y plazas y ciudades a los que habíamos viajado. De la vendimia. Él acababa de recoger las uvas en sus viñas cerca de Astorga y está expectante y emocionado, pensando en cómo fermentarán y le vendrán dados esta temporada sus caldos.
No sé si leeré. No sé si dormiré. Detrás viajan dos cotorras, dos jovencitas que parlotean sin cesar de masajes, bótox, ungüentos, mascarillas. Desconozco si son azafatas, viciosas o esclavas del culto al cuerpo que van a la capital a pulirse. A pasarse algún buril o rayo por sus pellejos hasta dejarlos desbastados, brillantes, sin granitos, rojeces ni verrugas.
Grajal, Paredes de Nava, Grijota, Palencia… Sigo despierto. Anteayer, Carlos Otero (siempre fue periodista en la capital del Reino) me recordaba el poema de Machado cuando le dije que viajaríamos hoy en el tren. «¡Este placer de alejarse!/ Londres, Madrid, Ponferrada,/ tan lindos… para marcharse». Ignorante de mí, le negaba que esos versos fueran del poema del que yo recordaba únicamente su final: «El tren camina y camina, y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella!». Creo que estas notas machadianas hicieron que me despertase en la estación que lleva el nombre de aquella musa del poeta, Guiomar.
Llegamos a Madrid antes que Cecilia. Venía de vuelta de Ibiza. La esperamos en la taquería que han abierto al lado de su casa, con terraza hacia la plaza. Todos los días uno descubre una tontería más: había que pedir la comanda en caja, pagar y dar un nombre. Yo me nombré como Juan, por eso de evitar la geolocalización. Minutos después una camarera gritaba por todas las mesas. Yo había olvidado mi otro yo. Hasta que se plantó desesperada delante de nosotros y reconocí que aquellas cervezas y el guacamole era lo que estábamos esperando. Al rato llegó Cecilia y también Julito, desde la biblioteca. Pedí algunas cosas más a nombre de Juan Segundo.
Subimos a cenar. Leo había dejado preparadas tortillas de dos clases y verduras. Mar y yo dimos un paseo para estrenar la ciudad: Santa Engracia, Ponzano, José Abascal, Álvarez de Castro, Olavide. Noche con temperatura exquisita y gentío joven en las terrazas de los bares y cafés. González Ruano sabía distinguir en el mundo madrileño terracista, entre Cibeles y Colón, que era distinto al de El Prado y Castellana y más parecido al de Embassy; los recoletistas no eran los mismos que los serranistas. Nosotros solo podíamos decir que este público, en su mayoría, es muy joven. Todos son iguales. Sobre todo, ellos. Generalmente guapos, mismo pelo, mucho pantalón blanco, sin miedo al futuro, pequeños cachorros burgueses —esta es una zona cogollito y bien—, esa media sonrisilla de academia o máster nada baratos; la especie y su selección natural.
La noche no huele a nada. Bien saben las acacias que hoy comienza el otoño y bastante han hecho llegando hasta aquí, esbeltas, un poco exhaustas. Tampoco hay perfumes tan evidentes como aquellos de hace años, LouLou, Farala o Loewe. Los que ahora destacan son dulzones o amaderados o de almendras amargas. Y a mí no me dicen nada.
Jueves. Mercado de Chamberí. Antes, en el desayuno, el afamado bizcocho de naranja del obrador de Marta Martínez, que hemos transportado desde León con mimo: en una zona reservada para cajas de caudales y valijas diplomáticas, con temperatura estable. Recién horneado de ayer, no se podía acercar a nada ni a nadie, no contaminarse. Tierno, aromático, volumen sedoso y esponjoso en boca y retrogusto largo de cítricos. Lo hemos compartido con Julito, que está medrando y estudiando y bien le vendrá.
Charlé con él. Está redactando el trabajo de grado de una de sus titulaciones. Versa sobre artículos de Michel Foucault. Me ha hecho recordar que hace más de cuarenta años también lo leía yo por eso de estar à la page. Yo pensaba que esas teorías no sobrevivirían mucho tiempo. Pero aquí está sobre la mesa ¿Qué es la crítica?, conferencia en La Sorbona en 1978. Y un poco más allá, El orden del discurso, en una edición distinta a aquella de Lumen que yo subrayé y subrayé. Hace poco he vuelto a ver citado a Foucault en un librito de Agamben, con una frase bonita, más o menos así: la escritura otorga a la existencia una especie de absolución que es indispensable para la felicidad. Se parece ahí a M. Blanchot. Esas cosas, a los franceses se les dan muy bien.
Vamos a ver la exposición de Frida Kahlo. Es una delicia pasear: Glorieta de Quevedo, Fuencarral, vuelta hacia Alberto Aguilera. Al lado de la gasolinera de Casto Fernández-Shaw, obra ejemplar de la arquitectura del racionalismo, está la Casa de México. De Frida, salvo esos dos o tres autorretratos con bigote, poco más conocíamos. Su imagen es hoy una referencia para las mujeres de ideología de izquierdas, y para muchas más. Una imagen de marca que sirve para todo. Algo así como hace años sucedió con Ernesto Guevara. Días atrás leía yo un párrafo cabreado en los diarios –que no están nada mal, porque retratan muy bien el país y la literatura de los setenta– de José María Souvirón:
«El otro día, de visita en una casa burguesa, vi en el cuarto del señorito (que tiene un Mercedes propio) el retrato del Che Guevara sobre la cabecera de la cama. Es posible que en esta idolatría haya algo del mariconismo inconsciente: veneración del hombrazo (indudablemente lo era el Che) por parte del señorito. Pero no bastaría esta explicación para entender esa consagración adoradora de un personaje, acaso atrayente, quizás con cierta grandeza, pero en última instancia un bandido… Claro está que decir esto en alta voz es atraerse el clamor de medio mundo de hoy: un cuarto de rebeldes y otro cuarto de snobs».
Impresiona un poquito esa vida de Frida traspasada por los accidentes y la enfermedad. Y por ese otro accidente —ella misma lo dice—, su relación con Diego Rivera. Mar no se explica cómo se volvió a casar con semejante fantoche que se la estaba pegando con su hermana.
Su pintura es entretenida, anecdótica, de andar por casa, infantil y poco más. Pero entendemos todos esos favores que le dispensa el mujerío actual. Y no queda nada mal el título que a la muestra le han dado los organizadores, «Alas para volar».
De nuevo en camino, hacia la Glorieta de Bilbao, Alonso Martínez y la calle Argensola. Se nos viene a los ojos un frufrú de emoción, pues muchos son los recuerdos de parada y fonda en este número ocho, tercero exterior. Con Julio, Emiliano y Rosa. Y tantos y tantos años atrás. Esta vida tan fugaz.
Mientras escribo —momentos antes de ir al teatro—, Cecilia me sirve un té inglés. Y yo continúo anotando nuestro paseo de la mañana hasta las salas de CaixaForum. No nos interesa mucho lo que allí nos van a mostrar, pero no han inaugurado en Mapfre todavía la de Ilse Bing. Son momias procedentes del British. Uno se siente como un colegial en estas exposiciones tan didácticas.
Al salir, Mar desfallece. Hay que visitar una tasca en el Madrid de las Letras, El Diario. Allí reviso mis notas telegráficas y veo que he olvidado registrar la visita a la iglesia en la que reposan los restos de Calderón de la Barca, desaparecidos «en el incendio y saqueo del año 1936», así como el encuentro con Óscar en su peluquería de la calle Orellana. Ni nada he dicho de las llamadas al Negro, con quien nos veremos mañana, ni al pintor Félix de la Concha, ésta en calidad de representantes —así se lo hago saber— de los Rosemberg, matrimonio de coleccionistas americanos que nos han encargado visitar su exposición en la Fundación Lázaro Galdeano.
Desde la tasca salimos a toda prisa hacia Castellana a pillar taxi dirección norte. Nos esperaban a comer en casa: tomates «p.ave», verduras al vapor con salsa peruana cuyo nombre no puedo recordar, salmón con arroz y soja, mató del Pirineo con miel de las colmenas de Juan.
Pasamos al salón a ver Orfeo. Jean Cocteau, director, 1949, restaurada. El París de los años cincuenta. Me quedé dormido al poco. Hacía esfuerzos mirando a mis compañeras de sofá. Cecilia a la izquierda, a la derecha Mar. No cerraban los ojos. A Frida le hubiera gustado estar con nosotros y comprobar esta muestra de femenina superioridad.

Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).
Este “Diario” es el exacto contrario de los que en este mismo sitio publican Pablo Batalla Cueto o Tomás Sánchez Santiago. El de PBC es un diario lleno de ideas, citas, reflexiones, reacciones, con párrafos a veces de alto valor literario. El de TSS un diario de poeta, de místico de lo cotidiano, profundo, contemplativo – y muy bien escrito.
Éste, un “Diario” de hechos personales que tendrían interés si el que los escribiera fuera Kafka o Pessoa (en el caso de que ambos fueran capaces de escribir cosas como: “Desde la tasca salimos a toda prisa hacia Castellana a pillar taxi dirección norte. Nos esperaban a comer en casa: tomates «p.ave», verduras al vapor con salsa peruana cuyo nombre no puedo recordar, salmón con arroz y soja, mató del Pirineo con miel de las colmenas de Juan”).
Los diarios de PBC y TSS son textos literarios que podrán leerse dentro de 100 o 200 años con el mismo interés que hoy. Éste es un diario periodístico, según la definición de Gide: “J’appelle journalisme tout ce qui aura moins de valeur demain qu’aujourd’hui.”
Yo que soy desde hace mucho tiempo un gran lector de Diarios, raramente, por no decir nunca, he leído uno tan trivial, que me haga preguntarme en cada párrafo cómo es posible que su autor crea que lo que cuenta y el estilo con el que lo cuenta son lo suficientemente interesantes como para merecer una publicación. En su “Journal” (que estoy releyendo estos días), Stendhal cuenta también trivialides, pero lo hace con un estilo, una libertad, un humor, y sembrándolo de pequeñas observaciones y reflexiones extraordinariamente lúcidas, que hace que tenga “un charme fou”.
Se me dirá : pues no lo leas. El problema es que la lectura es un vicio (Valéry Larbaud: “Ce vice impuni, la lecture…”).