El runrún interior

El runrún interior (98)

Pablo Batalla Cueto registra en su dietario pensamientos propios y notas de libros leídos y cosas vistas en Internet, escribiendo sobre el aniversario de la Segunda República o la lectura de 'Los cristianismos derrotados', de Antonio Piñero.

/ por Pablo Batalla Cueto /

El runrún interior (97)

Martes, 11/4/2023. Leo en Twitter: «Gustavo Bueno, Escohotado, Sánchez Dragó. Nos quedamos sin intelectuales de verdad, con trayectoria vital y espíritu crítico. Hoy se impone el Maestre de Corte, intelectual orgánico. Firma manifiestos de la peor kultura, la que sirve al poder. Salieris. Descanse en paz». Los mundos de Yupi que se monta la gente de derechas en la cabeza para creerse hvalerosos disidentes son alucinantes. Gustavo Bueno, a quien Gabino de Lorenzo regaló un palacete para que montara su Fundación, no sirvió al poder. Sánchez Dragó, que pasó décadas cobrando morteradas de dinero público, no sirvió al poder. Hay que reírse.

Al hilo de lo de Dragó, leo contar esto a Daniel Ramírez García-Mina, que ha escrito un obituario elogioso: «La última vez que lo vi me contó cómo Akela le daba las buenas noches: “Papá, por favor, no te mueras”. Yo también quería que Fernando viviese siempre, pero no me atreví a decírselo. Lo quise con todas sus luces y sombras. Desde una discrepancia que nos divirtió mucho». Una de las últimas cosas que hizo Dragó, al hilo de lo de la Obregón, fue presumir de haber sido padre a los ochenta y tantos. Ahora hay un niño huérfano de menos de diez años que seguramente siempre recuerde cómo le decía a su padre: «Por favor, no te mueras».


Miércoles, 12/4/2023. Leído a César Rendueles, que a su vez se lo ha leído a Roberto Korzeniewicz y Patrick Moran: si los perros de Estados Unidos fueran los habitantes de un país cuya renta per cápita fuera el gasto medio de los hogares estadounidenses en sus mascotas, sus ingresos medios estarían por encima de los de Egipto o Paraguay.

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Vicente Pueyo: «Un humilde recordatorio a todas las partes interesadas: además de la ilusión y la rabia, la fatiga también es un afecto político». Importante, sí.

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Se pregunta Juan Luis Nevado cuál será el próximo enemigo de Podemos: primero fue la casta; luego, la trama; ahora, las cloacas. Es curioso cómo las tres cosas, las tres imágenes, son en realidad la misma, una metáfora de lo mismo —una red, un sistema, un régimen—, pero ubicadas en planos distintos. Una casta es algo que está arriba. Una trama es algo que está a ras de suelo. Y unas cloacas son algo que está debajo. En la época casta, estando a ras de suelo, la pretensión era asaltar los cielos: acabar con el sistema. En la época trama, habiendo renunciado al cielo, conquistar al menos el suelo: mantener el sistema, pero gobernarlo. Ahora ya se trata de permanecer en el suelo; de no ser devorado por monstruos subterráneos.

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Leo en El incendio milenarista, de Yves Delhoysie y Georges Lapierre, que estoy terminando, y cuya tercera parte va sobre los cultos cargo de la Melanesia, este comentario sobre la entrada de aquella región del mundo en el sistema capitalista: «El intercambio mediatizado por el dinero, que reemplazó al reparto consuetudinario y la reciprocidad, ¡invadió incluso a la esfera de las fiestas! Los organizadores adoptaron la costumbre de vender el arroz y la carne que se ofrecían en estas celebraciones tanto a los miembros de su grupo como a los demás, ¡con el objetivo de obtener beneficios!».

Los melanesios habían descubierto las bodas españolas. ¡Beneficios!

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Otro pasaje de El incendio milenarista, que parece escrito por mi querido Moriche: «No cabe duda de que este mundo irá de catástrofe en catástrofe, acarreando la ruina y la desgracia de los pueblos, pero no por eso desaparecerá, como el sapo de la fábula, con un simple toque de varita mágica. Se alimentará de sus excrementos, como los pollos de las granjas mecanizadas, esa creación suya tan premonitoria».


Jueves, 13/4/2023. Borja Sémper, sobre Doñana: «No soy un experto, leí la propuesta en diagonal tras el partido del Real Madrid». Lectores en diagonal tras partidos del Real Madrid, ese tipo humano.

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«Apuñalan a un vigilante de la empresa Desokupa durante un intento de desalojo de un edificio okupado en Majadahonda», leemos hoy. Que llamen a Desapuñala.

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Juanín, un guerrillero cántabro, era un hombre basado, que dirían los chavales ahora. Se lo leo citar a Iker Madrid: «La pasmosa seguridad que les hacía moverse por el monte sin ser advertidos hizo que Juanín llegara a pagar cafés como un desconocido a los guardias que le perseguían y les dejara notas como esta: “Yo, Juanín, tengo el honor de invitar a café al capitán de la Guardia Civil de Potes y que le aproveche, como a los pajaritos los perdigones».

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Hoy me he dado cuenta de que trabajo de siete cosas, cada una de las cuales, por sí sola, sería un empleo único en un mundo sensato, ni siquiera muy utópico. En una de ellas, compartiría el volumen de trabajo con otra persona o dos. Qué tiempos. Y yo soy de los que tampoco puede quejarse…

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Estamos regresando a la forma de hacer política del siglo XIX: santones, pronunciamientos y nombres de movimientos políticos formados a partir de un apellido.

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Me entero de que ha muerto Marta Agudo. Llevaba años muy enferma. Cuando la conocí, me impresionó su fragilidad y, a la vez, su fortaleza. Hablaba del dolor, la muerte, el suicidio, con una naturalidad chocante, también en su poesía, como pocos en España. Ojalá que la tierra le sea leve.

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Tuitea Barbón que «o se cree en Asturias, su gente y su futuro, su capacidad de no rendirse, de salir adelante y avanzar, o no se cree. O se cree en nuestra capacidad de reinventarnos, transformarnos y crecer o no se cree. Los hay que no creen en Asturias». La nada más absoluta. Este es el mismo presidente que, cada 8 de septiembre, va a la misa de Covadonga, a dejarse abroncar por el obispo. Pues vaya con la capacidad de no rendirse.

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Un pasaje interesante de El incendio milenarista:

«Tendemos a contraponer Estado y comercio sin reparar en el pacto secreto que los une, complicidad de fondo que tiene mucha mayor importancia que todo aquello que a primera vista los enfrenta. La voluntad de conquista, centralización y unificación del Estado abre a la actividad mercantil un vasto espacio de sumisión en el seno del cual podrá desplegarse sin trabas. Demos algunos breves ejemplos.

El comercio, muy importante en tiempos del Imperio romano, declinó con la caída del Imperio de occidente. Mahoma organiza un Estado en el que la ley del Islam sustituye a las antiguas costumbres de las tribus árabes, que obstaculizaban la fluidez de los intercambios comerciales y complicaban mucho la existencia de los conductores de caravanas. A la guerra santa (la “yihad”) y la expansión del Islam le siguió una próspera actividad comercial que iba desde Asia a España. A partir del siglo XVIII, en Europa el comercio contribuiría en gran medida a la unificación nacional y a su vez sacaría provecho de ella. En la actualidad esta unificación abarca a toda Europa.

Los conflictos entre la clase burocrática y la burguesía son transitorios y manifiestan más bien la impaciencia de la burguesía ante la lentitud con que la burocracia abre las puertas a su expansión. Estos conflictos son espejismos que disimulan una complicidad y una solidaridad de intereses bien patente. ¡Con qué facilidad se ha volcado la clase burocrática de los países del Este en los negocios! Ya en los tiempos en que el comunismo estaba en su máximo apogeo, los jerarcas comunistas enviaban a sus retoños a los colegios para ricos de los países capitalistas. La tarea esencial del comunismo consistió en deshacer el tejido social de las antiguas solidaridades, deteriorar las relaciones entre las personas, azuzar a unas contra otras y gangrenar las culturas existentes».


Viernes, 14/4/2023. Hungría, leemos hoy, «aprueba una ley que permite a cualquier ciudadano denunciar de manera anónima a las parejas homosexuales que tengan hijos, en línea con los límites promovidos por Viktor Orbán a la comunidad LGTBI». De la ley a la ley, el fascismo va llegando.

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Leído en Twitter: «Estoy en contra de la pena de muerte por convicción moral, jurídica e institucional, pero creo que hay gente que simple y llanamente se tiene que morir».

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14 de abril. Me acuerdo de, y busco, el poema de Álvaro Díaz Huici para un especial de Prúa sobre la República:

Dejadnos buscar lo que nunca encontraremos,
lo que ni siquiera somos capaces de enunciar
sino solo intuir como una necesidad,
como un gesto de desesperada supervivencia
en el fragor implacable de la prosperidad.

[Apenas hace un mes la nieve nos bendecía
y cubría estos campos ya sembrados
y las matas de robles y los claros de las choperas
y los senderos y los lomos de las bestias
y nuestra propia mirada blanca, semanas atrás
la nieve nos guarnecía del pasado y del futuro.]

En el pasado y en el futuro —es decir, nuestra historia—
hemos caído y hemos muerto, abiertos hemos sido
en nombre de la devoción a los dioses y a las banderas,
rotos sobre los campos y las sucias y secas avenidas
de la prosperidad por donde con suave violencia
deambulan dóciles los rebaños hacia los comederos de pienso
y la salvaje risa de los espectáculos.

[Han brotado los cerezos, los ciruelos ya han florecido,
los sembrados germinan y la tarde declina dulcemente.
También los manzanos han florecido y el aire aún huele
al roble quemado en las cocinas.
Todas las bestias se acomodan a la noche,
en los establos, en las matas, en los bosques,
incluso junto a los hombres.]

No sé, no puedo formular este desconcierto.
Abro un volumen y leo:
«…en la revolución pensábamos: un mar
cuya ira azul tragase tanta fría miseria».

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Leemos hoy que «Sánchez Dragó dejó una caja fuerte antes de morir con semen y pelos por lo que pudiera pasar». Dando grima incluso desde ultratumba, este hombre. No quiero ni entrar en el artículo a comprobar a qué coño se refiere con eso de «lo que pudiera pasar». Me recreo, en cambio, en imaginar, en el año 5234, a unos arqueólogos hallando la casa de Dragó, que asombra luego al mundo proporcionando cuantiosa información sobre la Edad Oscura. Se organiza luego una exposición de la que es la joya la caja fuerte de lefa y pelos de los cojones (porque no me cabe la menor duda de que son pelos de los cojones). Pero pronto los arqueólogos empiezan a morir uno a uno, como condenados por una extraña maldición…


Sábado, 15/4/2023. La brisa mece las dos hileras de pinos esbeltos a cuyo abrigo, en dos mesas alargadas, comemos paella de conejo o verduras en platos de papel, con tenedores de madera fina. Ellos tamizan el sol ya casi inclemente de esta primavera demasiado estival, un abril agosteño, murmullo de catástrofes venideras en las que no pensamos aquí, rodeados de un paisaje, todavía apacible, de campos de labranza, vides alineadas, desperdigados olivos, las peñas enjutas de las sierras del Valle del Vinalopó, y el pequeño caserío de Fondó. Los pinos flanquean La Escoleta, una antigua escuelita convertida en centro de interpretación de lo que aquí sucedió el 6 y el 7 de marzo de 1939, cuando del aeródromo aquí ubicado, en los días agónicos de la Segunda República, despegaron las avionetas en que marcharon hacia el exilio varias de sus más importantes personalidades, entre ellos Negrín, Alberti o Pasionaria. He venido con Ponte, invitados por Esquerra Unida de Monóvar, municipio al que pertenece esta pedanía, para charlar sobre izquierda y tradición, memoria y revolución, el papel del pasado en los combates por el futuro, temas que me interesan, y sobre los que parece que he dicho, en las cosas que escribo aquí y allá, cosas de interés. Todos los años por estas fechas, IU organiza aquí una fiesta republicana a la que invitan a algún ponente de fuera a perorar.

El viento arrecia a ratos y hace tremolar la bandera tricolor amarrada al tronco de uno de los pinos. Viene a la mente el verso de Celaya: «Nosotros somos quien somos». Proclamamos algo nuestro: camisetas muestran el Guernica, una fotografía de Dolores y Fidel Castro, al Che, remedos tricolores de elástica de la Selección de fútbol; sombreros de paja llevan cinta tricolor, veo tricoloreadas pulseras, pendientes tricolores. En el acto, Ponte y yo hemos hablado, y, después, se han recitado poemas. Un chaval joven de IU Monóvar (lo comento con Ponte: son todos, qué maravilla, jovencísimos, algo especialmente meritorio en un pueblo de diez mil habitantes; un grupo grande de afanosos chavales de veintipocos años) ha leído uno de Ernesto Cardenal y otro de Luis García Montero. Después, lo ha sucedido en el uso del micrófono un hombre mayor, menudo de estatura, que quiso recitar —ha explicado, ligeramente cohibido— un poema el otro día, «en el homenaje a los fusilados», pero no tuvo ocasión de hacerlo, y quería resarcirse. Ha aproximado la mano al zurrón que llevaba colgado, pensaba yo que para sacar de él los folios con el poema escrito, y, después, con el zurrón agarrado, se ha arrancado a recitar de memoria: «Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,/ y en traje de cañón, las parameras/ donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,/ y llueve sal y esparce calaveras». Era la «Elegía primera» de Miguel Hernández a Federico García Lorca. La ha recitado completa, con voz grave y solemne, moviendo el brazo izquierdo con el índice extendido, aunque, a mitad de poema, se ha detenido de pronto, no sé si por emocionarse o por olvidársele el verso siguiente, le hemos aplaudido, y, seguidamente, ha vuelto a llevar la mano al zurrón, en lo que me he dado cuenta de que debía de ser un tic de búsqueda de seguridad, de aplomo; y ha continuado, ya hasta el final: «Vestido de esqueleto,/ durmiéndote de plomo,/ de indiferencia armado y de respeto,/ te veo entre tus cejas si me asomo»…

La paella —que han repartido extrayendo las raciones de la paellera con los propios platos de cartón, a falta de cullerot— está deliciosa. Ponte ya se ha ido, recién terminada la charla, urgido por el horario temprano de su avión, así que solo yo disfruto de esto que, propiamente, como me dicen con gracia, un valenciano rechazaría llamar paella, y exigiría llamar arroz con cosas, pero como en Alicante no soportan a los valencianos, lo llaman como les sale de las narices. Unos vecinos de mesa, una pareja joven con dos hijas pequeñas que juegan con unas Barbies, nos ofrecen también un tupper de humus y crudités de zanahoria y una tortilla precocinada que abren y cortan en cuadraditos. Se charla sobre las inminentes elecciones, sus perspectivas. Ayer se presentó la lista de Monóvar, una coalición de EU e independientes (Podemos y Compromís han declinado participar, y se presentan en solitario), llamada Somos Pueblo. A mi lado se sientan el candidato de Elda —el padre de las niñas— y la candidata de Villena, una mujer afable y desparpajada, que antes se ha acercado a preguntarnos, a Ponte y a mí, si nos apetece ir allí, a Villena, en algún momento de los próximos meses, a dar otra conferencia; y luego, mientras hacíamos cola para visitar un refugio antiaéreo musealizado, ha seguido charlando con nosotros, y nos ha contado con humor que es, en tanto que roja, la rara avis de los Serra, la familia pudiente del pueblo. Ahora comenta que mañana se hacen las fotos para la campaña electoral, y le sorprende que se haya optado por fotos como de carné, puro rostro frontal sobre fondo blanco, una cosa como de hace veinte años: «Yo quería salir con mi gente, con la comunidad».

El refugio me ha impresionado. El guía, que ha hablado en valenciano, pero a quien hemos entendido perfectamente, nos ha contado que la musealización consistió casi simplemente en abrir sus puertas: tan bien conservado estaba, tan a conciencia se construyó. Hemos descendido por unas escaleras de las que me ha asombrado su profundidad y luego hemos recorrido un angosto pasillo, hasta una valla más allá de la cual continúa el dédalo de callejones, pero que está por acondicionar. En un lateral, nos hemos asomado a otro pasillo frustrado, que se topó con roca madre imposible de reventar con la rapidez que la evolución del frente exigía: en ella se aprecian los huecos de los cartuchos de dinamita que fracasaron en el intento. En el corredor, hemos visto también una exposición de paneles con dibujos realizados por niños españoles de aquella época, que se enviaban a Estados Unidos para solicitar ayuda económica, yuxtapuestos a otros hechos ahora por niños ucranianos. Son casi idénticos. Aviones descargando bombas, tanques, personas que gritan, casas destruidas. El pavor atávico de la guerra. He hecho fotos de dos de los españoles. En uno, aparece contrapuesto el mundo de «Los señoritos» y el de «Los camaradas». Los señoritos: una esvástica, una bandera rojigualda, señores y señoras ociosos, fumando y bebiendo (esa cosa del movimiento comunista histórico de cargar contra los vicios burgueses). Los camaradas, en cambio, cultivan la tierra, estudian y practican deporte bajo una enseña tricolor y el emblema de la hoz y el martillo. En cuanto al otro dibujo, es una especie de dinosaurio de tres cabezas. El dinosaurio es el fascismo. Sobre él va montado un hombre: el capitalismo. Las tres cabezas son Franco, Hitler y Mussolini. Se le enfrenta un cañón que dice «UNIDAD». Y debajo se lee: «¡¡ASÍ VENCEREMOS!!».

Escucho hablar de los retos y conflictos de estas comarcas, con los que nos venimos familiarizando desde nuestra llegada: el debate de los eólicos y las placas solares, la crisis de la industria del calzado, el paro galopante. Se habla también de cosas intrascendentes, se bromea; se pican de un lado al otro de la mesa con rivalidades domésticas: «¡Entre Villena y Elche vamos a quemar Elda!», escucho. «¡Sois más siglas que personas, en Elche!», vocean de vuelta. «Escucha, ¡pero son potentes todas! Tenemos cuatro colores, tenemos más colores que la republicana», replica otro, vestido con la camiseta ficticia de la Selección republicana y una gorra con estrella roja, mientras come una manzana. Se sienta en un extremo de la mesa, donde departe con otros dos, hombres mayores como él. La estampa de uno de ellos me sorprende y cautiva. Parece el más anciano del grupo. Debe de tener más de ochenta años. Arrugas profundas surcan todo su rostro. Lleva un aparatoso sonotone. Pero es alto y fornido por lo demás. Su aspecto es saludable. Viste camisa negra, como su boina. Sus facciones son gráciles. Ojos achinados, tez morena, la barba blanca recortada con esmero. Son grandes y recias, como raíces de árbol longevo, las manos que agarran la cabeza de un bastón. Fuma una señorita. Me turba el pensamiento de que tuvo que ser apuesto este hombre de aire anacrónico, que se diría salido de una fotografía de Robert Capa, de una novela de Hemingway, de un reportaje gráfico sobre Espagne de una revista francesa del año treinta y siete. Me lo compongo, tal cual lo veo ahora, alzando la vista al cielo aquel siete de marzo, de pie sobre la tierra que cultivara y de la que combatiera por el reparto, observando la fuga de aquellas avionetas sin plaza para él, desde una de las cuales fue la sierra de Aitana la última España que los ojos de Alberti vieron.

La encargada de cobrar las raciones de paella (nosotros, en tanto que invitados, no pagamos), otra integrante de la lista de Monóvar, me ha preguntado antes si nos han enseñado el pino en el que se cuenta que se sentó a descansar la Pasionaria, a la espera de los aviones. Me lo ha preguntado con un deje de humor irónico; de toma de distancia hacia esas expresiones de religiosidad laica, veneración de las huellas —reales o supuestas: también esta fe se inventa sus reliquias— por los pies, las manos, las posaderas, de lo que no dejan de ser santos, aunque quemaran iglesias. Yo he hablado, en mi intervención, de la necesidad de repensar las formas de nuestra memoria histórica, justamente para evitar que se conviertan en simple devoción de una historia sagrada. Honrar a nuestros mártires —he dicho—, rescatar sus huesos, es importante, pero no podemos quedarnos solo en eso, y a veces nos quedamos solo en eso. Debemos seguir luchando por lo que ellos lucharon; el homenaje mejor —el que ellos quisieran— no es otro que ese. Pero luchar, no como ellos lo hicieron, sino como lo hubieran hecho en nuestro lugar. He citado el inicio del 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Marx, lo de la tragedia y la farsa, donde él apuntaba cómo toda revolución, en contra lo que dicta el sentido común, es menos un momento de anhelo de futuro que de avidez de pasado: cuando los hombres «aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal». He dicho que toda revolución precisa el espesor del pasado para ser capaz de tumbar en el presente, como un ariete, las puertas del porvenir; que toda transformación social hace esa convocatoria de espectros del pasado; que la transformación republicana a la que nosotros aspiramos necesita también la suya, pero los muertos deben ayudar, impulsar, a los vivos, no los vivos a los muertos. Y que caemos en eso, en esas nigromancias ineficaces en que no cae la extrema derecha, que inicia campañas electorales en Covadonga, y allá convoca a sus propios espectros, pero no se pone a sus órdenes, sino que los pone a ellos a las suyas. He citado también, la cito siempre, la frase de Jaurès: tradición no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. Hay —he razonado— también una paradójica tradición revolucionaria. He recordado a los campesinos alemanes que, cuando volvían a casa de librar sus revueltas, iban cantando «nos hemos batido mejor que nuestros abuelos, nuestros hijos se batirán mejor que nosotros». La idea de que siempre nos estaremos batiendo, de la revolución como herencia, como un hilo transhistórico que nunca se acabará, porque no puede terminarse. Preservar la llama, mantenerla encendida, la revolución permanente, la necesidad, también, de revoluciones dentro de la revolución, de no caer jamás en la autocomplacencia. De eso ha hablado más bien Ponte; de ser capaces de hacernos cargo de todas las opresiones, sin subordinar la importancia de unas a las de otras, sin pretender esperar a que llegue el socialismo para librar, por ejemplo, las batallas del feminismo, batallas, en parte, contra nosotros mismos, en la calle el Che, en casa Pinochet, como cantan las feministas chilenas. Eso es republicanismo, ha explicado Ponte: que nadie sea más que nadie, la conjugación de libertad e igualdad, que todos seamos igualmente libres, implementar mecanismos que garanticen las condiciones materiales y legislativas para que todo el mundo lo sea, porque la libertad no basta, como piensa el liberalismo, con declararla, sino que hay que distribuirla, y eso pasa por regularla, pero hay que hacerlo también en nuestro propio seno, al interior de la izquierda, nadie debe ser más que nadie tampoco dentro de nuestros movimientos. Son republicanismo el feminismo, el ecologismo, el antirracismo, el anticapacitismo; y combatir por todo eso, mantener encendida la llama, pero nosotros, con demasiada frecuencia, preservamos, no la llama, sino las cenizas. Nos ahogamos en la melancolía de lo que fuimos y no podremos ya ser. Ponte, que siendo de de donde es conoce ese discurso mejor que nadie, también ha hablado de eso. De la necesidad de no ser melancólicos. Yo no he dicho, por no herir los sentimientos de mi público, que cada vez reniego más del folclore republicano; de esta bisutería de requilorios franjimorados, que no de la República, tan necesaria como siempre, tan urgente, tan irrenunciable. Ponte sí ha dicho algo que tenemos muy hablado, porque lo hemos visto mucho en Asturias: suele ser la gente más moderada en nuestra izquierda, la más pactista, la más acomodaticia, la que gusta de envolverse en folclore republicano y cubano, dos grandes mecanismos de compensación: subsanar la revolución que no se hace aquí y ahora siendo sans-culottes de las insurrecciones de otra etapa del tiempo y otro lugar del espacio.

«Asturiano, ¿es más rico esto o la fabada?», me pregunta un hombre. «Esto, esto», le respondo con una sonrisa. Lo pienso de verdad. Más tarde, terminada la paella, nos ofrecen mandarinas de postre, que sacan de una bolsa de plástico verde; unas mandarinas intensamente naranja, jugosas como hacía tiempo que yo no las comía. Mis vecinos de mesa sacan también una tonya, una cosa de aquí, de la que me explican que es «como ensaimada, pero sin manteca». La cortan en trozos y me invitan a coger uno: está muy bueno. Antes, me ha sobrevenido el pensamiento de qué pensarían Negrín, Dolores, de las placas fotovoltaicas, de los tuppers de humus, de la palabra capacitismo; pero ahora me adviene el de que no dejarían de comprender estas mandarinas, la paella, la tonya, los pinos, este sol. Pienso, seguidamente, en aquellas avionetas, en el horror del que escaparon y que les sucedió, pero también en cómo el telar inagotable de la vida siguió tejiendo. Antes, una mujer me ha contado que vivió en El Entrego, adonde sus padres habían emigrado siendo ella recién nacida, y donde vivió hasta la adolescencia. Le he preguntado si su padre trabajó en la mina y me ha dicho que no, que era panadero, pero que sí que recuerda bien la Güelgona del sesenta y dos. Crecieron pastos verdes después del incendio, de la calcinación. Se siguió viviendo, se siguió luchando. El candidato de Elda lleva una camiseta que dice: «Porque fueron somos, porque somos serán». Lo del hilo.

Mis vecinos hablan ahora de los militantes mayores; de cómo Monóvar es una excepción a las generalizadas dificultades para el relevo generacional en sus partidos y asociaciones. «Martín es de los que más se mueve», escucho, y aprendo que Martín es un militante del PCE de setenta y seis años con una vida dura, que incluye un hijo adicto, pero siempre dispuesto a prestar cualquier ayuda que el Partido demande. Se habla de Benito, se dice «Toni es nuestro Benito». Y Benito es un hombre de gafas y rostro bondadoso que se sienta no lejos de mí, y a quien conocí ayer. Otro militante anciano, de Monóvar. Él tiene ochenta años y lo sé porque ayer mismo —14 de abril— fue su cumpleaños, y en la cena que siguió a la presentación de la lista de Monóvar, le cantaron el Cumpleaños feliz mientras le traían una tarta decorada con banderitas republicanas, de la que luego sopló las velas mientras sonaba el Himno de Riego en un teléfono móvil. Un hombre entrañable. Hoy trae una camiseta negra en la que aparece el dibujo de una mujer levantando el puño y pone: «Paca la Comunista». Pregunto a mis vecinos si Paca la Comunista es alguna figura histórica del Partido de acá, algún icono antifranquista local, y me dicen que no, que es la mujer del propio Benito, lo que me hace sentir aún más ternura por este hombre al que veo, como ayer, contar sus historias a los jóvenes de Monóvar que se sientan a su lado y que lo escuchan, no exactamente con interés, porque Benito —me han dicho— siempre cuenta las mismas historias, y ya se las saben, pero sí con respeto, con afecto. Benito necesita contar sus historias, aunque ya las haya contado muchas veces. «El día que nos falten, me da un parraque», escucho decir a la candidata de Villena, refiriéndose a estos militantes provectos. Antes, Juan y yo hemos hablado con otro, octogenario también, de aspecto frágil, pero de esa fragilidad que se ve fácil que se debe tan solo a la vejez, y en la que un cierto brillo de ojos, un cierto resto de contundencia, revela la robustez que se tuvo. Hemos hablado con él de la situación del Partido, de la izquierda, del guirigay con Podemos, «a mí Pablo Iglesias nunca me gustó», nos ha dicho, y le hemos escuchado algo que yo he oído muchas veces en Asturias; esa suerte de recitación ritual, como de alineación histórica de equipo de fútbol, de los méritos del PCE: «Nosotros somos el partido del Frente Popular, la Reconciliación Nacional, la Alianza de las Fuerzas del Trabajo y la Cultura, la Plataforma Democrática… Somos un partido que une, que amalgama». Un relato de generosidad para compensar, para excusar y excusarse, todas las derrotas.

He venido leyendo, en el tren, un libro precioso: Los cristianismos derrotados, de Antonio Piñero, un repaso erudito a las vertientes heterodoxas y disidentes del cristianismo oficial, desde los mismos inicios de la era cristiana hasta la Baja Edad Media. Y leyendo sobre los montanistas, los gnósticos, los priscilianistas, los arrianos, los ebionitas y tantos otros credos alternativos, que en algún caso duraron siglos, viéndolos resumidas en un puñado de párrafos, he pensado algo en lo que vuelvo a pensar ahora: cuántas reuniones, ágapes, éxtasis, trances, jornadas de obsesivo estudio, disputas hasta el alba, rellenan el interletraje y el interlineado de esos escuetos párrafos que desde el otro confin del tiempo compendian aquellos esfuerzos hercúleos, aquella enloquecida fuerza del desaliento del «este año sí», este año vendrá Cristo, y cómo en el mantenimiento de esa esperanza se iba envejeciendo, la vida sucedía mientras otros planes se hacían. Nosotros somos gnósticos del siglo XXI, cansados e incansables perseguidores de una esquirla de luz, de un huidizo rabo de nube, imposibles agarradores de la estela aquellas avionetas que se llevaron, en las que se esfumó, la mejor España, para traerla de vuelta, obligarla a aterrizar de nuevo. En la fiesta de cumpleaños de Benito, yo he gritado «¡viva la República!», y mientras el resto de la concurrencia gritaba, a su vez, «¡viva la República!», he mirado de reojo a otra mesa del restaurante, en la que antes me habían dicho que había un grupo de gente del PP de Monóvar. Para esto hemos quedado: para sobresaltar un segundo, como adolescentes traviesos, o ni siquiera sobresaltarla, la cena de unos tipos, nosotros que una vez desterramos y despojamos —como dice Fernando Hernández Sánchez en un estupendo artículo reciente sobre la Segunda República— a los dueños del calendario y los medios de producción, y aquí seguimos en cambio, y a mí me da pereza ese seguir, me causa rechazo el imaginario de ese seguir, me lo causa infinito esa concejala de Podemos en Córdoba que, hace unos días, se ha presentado a un besamanos con la reina Letizia con un vestido tricolor, como si eso sirviera de algo, como si eso nos acercara siquiera un milímetro a la Tercera República, como si Letizia no se partiera de risa, pero soy parte de esto, aquí están los míos, a esta colección de derrotados honestos e incorregibles pertenezco, y no quiero, no puedo en realidad, dejar de pertenecer. Cuando voy a una sede, a un mitin, a una reunión cualquiera de gente del PSOE, y alguna vez lo he hecho, por trabajo o por amistad, no me siento entre gente enemiga, puedo ver y escuchar cosas con las que me identifique, no siento que me halle en territorio comanche, pero no me siento entre los míos; no me reconozco en los aromas del éxito, el desenfado de la renuncia, el optimismo de los ganadores, la evidencia del dinero; me siento como visitando a unos primos lejanos ricos, a alguien a quien me una un parentesco: pero no entre los míos.

El sol, que hasta ahora me molestaba, porque impactaba de lleno sobre mi rincón de la mesa, blanca además, y del que temo que me haya quemado un poco (no he tenido la precaución de traer gorra), cae, ahora sí, detrás de los pinos, que como un cedazo vegetal retienen los grumos duros de luz para espolvorear sobre nosotros solo la harina fina de un fulgor de luciérnagas, coloreando la mesa de una delicada iridiscencia puntillista, de puntos de luz y sombra. Trinan los pájaros, es muy agradable estar aquí. Viene a mi mente aquel poema de Álvaro sobre la República, para la Prúa de Fernando Menéndez, que me gustó y me impresionó tanto cuando lo leí, con su alternancia de versos sobre el sueño improbable y trágico de la justicia social y el mar cuya ira azul trague la fría miseria con otros sobre el paisaje rural que rodea al poeta, los rebaños de ovejas, la flor de los cerezos y los ciruelos, la leña que arde en las chimeneas. La vida que no puede ser y por la que luchamos con desesperación y la vida que de hecho es mientras otros planes hacemos, su pese a todo hermosura, la posibilidad de un consuelo en esa existencia que sigue, que hace que la hierba crezca a los lados de la vía de tren de Auschwitz, que las aves aniden en los robles de Auschwitz, que turistas idiotas se hagan selfis imbéciles en la vía de tren de Auschwitz, y eso sea lamentable, pero sea bueno a la vez, porque indica eso, la vida que sigue, el olvido implacable que hace que la historia siga repitiéndose, pero también que no se termine, there is always more show para lo malo y para lo bueno, los olivos siguen creciendo a las orillas del Vinalopó, sigue habiendo paellas, bromas y mandarinas.

«Somos un sueño/ que sobrevive oculto/ en la hojarasca», dice, recuerdo, un haiku de José Manuel Santos mientras miro los pinos que se mecen, suaves, perennes, indiferentes..


Domingo, 16/4/2023. Ezequiel Gatto: «Decían que las tecnologías convertirían a todos en robots insensibles, pero la gente está más susceptible que nunca».

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Conocemos estos días el portugués Boaventura dos Santos, referencia mundial de la intelectualidad de izquierda, ha sido acusado de abuso sexual por varias antiguas estudiantes. Barrunto a más de un capitoste de la izquierda más estresado que cagando en baño público sin pestillo ante la posibilidad de que se monte un #MeToo universitario a raíz de esto. Se me ocurren diez o doce que pruebas no, pero dudas tampoco. El día que se meta mano de veras en las cosas que pasan en la Universidad, descubriremos más mierda que en los establos de Augías. He ahí una casta de la que está pendiente el cuestionamiento.

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Descubro a través de Simón Perera, que habitúa a compartirlas en Twitter cuando las encuentra en el diccionario, una palabra maravillosa: eseyente. «Que es».


Lunes, 17/4/2023. Una cosa buena de venir de una familia de izquierdas, pero no militante, sino simplemente simpatizante y votante, es que se calibra bien la psique de esa vasta porción de la sociedad que tiene algún interés en la política, pero no la respira y la exuda 24/7, ni es la prioridad de su pensamiento. La izquierda, sus dirigentes, que sí suelen venir de un linaje de militancias intensas, familiares y propias, no siempre sabe hacerlo. Viven en una burbuja de movilización vigorosa en la que piensan que todo el mundo está atento, como lo están ellos, a los detalles y vericuetos de sus pendencias, cuando lo que sucede en realidad es que todo eso llega a la gente, pero llega amortiguadísimo después de atravesar la gruesa membrana de lo que no es exactamente indiferencia —porque, al fin y al cabo, no hablamos de abstencionistas—, pero sí desinterés. Ponía yo el ejemplo, el otro día, de estas heladerías modernas en las que uno tiene que escoger base, topping 1 y 2, sirope, aditamentos personalizados entre una oferta de quince, y uno piensa: «quiero un helado de chocolate y ya está, joder, ¿también esto tiene que ser complicado?».

La gente movilizada ha sido, siempre y en todo lugar, una minoría. Estrictamente desmovilizada también hay poca. Lo que está en el medio son millones de ciudadanos que desean que se les simplifiquen las cosas, que se les ofrezcan masticaditas, que se les resuelvan sus problemas, no tener que resolvérselos él a quienes se le presentan pidiéndole que su implicación, su voto, deshaga el nudo gordiano. En una vida repleta de responsabilidades y preocupaciones, laborales y familiares —el fontanero al que hay que llamar, la niña que no come, el plazo de entrega que vence—, uno acaba desenganchándose de lo que no se le presente en una forma inmediatamente inteligible, fácil de resolver. Al que viene de una familia de militantes, aunque tenga todas esas preocupaciones también, le resulta fácil consagrar energías físicas y/o mentales a la política pese a todo, porque fue educado así, porque creció respirando eso. Si no, uno se desentiende con mucha facilidad. Yo lo noto en mí mismo. No vi ayer la entrevista de Jordi Évole a Yolanda Díaz, a quien voy a votar, y sin ser yo precisamente la persona menos interesada en la movida Podemos/Sumar; y no la vi porque me daba una pereza inmensa. No quería dedicar una hora de mi vida, últimamente muy fatigosa, a eso. Como leía el otro día a no recuerdo quién, la ilusión o la esperanza son, sí, afectos políticos, pero también lo es la fatiga, también lo puede ser la pereza. Votar, dentro de las opciones de tu espectro de simpatía, a quien te la dé menos. Tenemos que armar espacios que, acogiendo e incentivando el entusiasmo de la gente movilizada, sean inteligibles también para esa mayoría de quienes van a leer lo que se les cuente en diagonal, o en F (primer párrafo, scroll hacia abajo, un poco del tercer párrafo, scroll).

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Leo en Los cristianismos derrotados que, entre los grupos heterodoxos y disidentes del cristianismo temprano, un debate recurrente era si un sacerdote moralmente reprobable podía administrar sacramentos limpios, o los contaminaba. Es curioso cómo se parece a nuestros debates sobre la separación autor/obra.

El runrún interior (99)


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Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).

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