/ una reseña de Alonso Guerrero Pérez /
El libro del que hoy hablamos es un libro con planteamientos completamente nuevos, uno de esos que inauguran una sensibilidad a la que ya están añadiendo puntales las redes sociales, el movimiento LGTBI y una forma de mirar el mundo instantánea y fragmentaria. Recuerden: es el signo de los tiempos que se nos echan encima, sobre el que todavía no se ha reflexionado. El autor, Ángel Borreguero, es un escritor que lleva años madurando, pero que ha tenido que esperar a que su primer libro, Putitos, se publique. La editorial que lo hace es El Sastre de Apollinaire, y el libro está curiosamente inscrito en la sección de poesía.
He de mencionar lo que me parece extraño en la obra. Yo soy un lector tradicional: los libros que he leído indagan en grandes problemas y proponen, no soluciones, sino grandes decepciones. Sobre todo, decepciones. Las obras que me han acompañado durante los últimos cincuenta años han descifrado al hombre, lo han definido y han visto que dar con esas claves no sirve absolutamente para nada. El hombre, la sociedad son lo que son, y la literatura jamás aportará —ni siquiera en forma de conocimiento— un antídoto a lo que no nos gusta de ambos. A lo único que ha aspirado la literatura que yo he leído ha sido a la verdad, y la verdad —decía Benjamin, replicando a Gramsci— es lo menos revolucionario que existe.
Frente a ese tipo de suficiencias, la escritura de Ángel Borreguero, a la que aún no hemos puesto una etiqueta, renuncia a las generalidades. El punto de vista de Putitos es más que personal, más que individual, aunque a veces parezca confeccionada solo de manías. La temática queda recluida a mirar por una cerradura, a un sketch cinematográfico, a una visión voluntariamente inconclusa. Es uno de los rasgos que más extraños resultan en el libro. Borreguero se acerca a la realidad como si la realidad no importase, y su acercamiento solo es fiel a medias. El autor comparte con el lector su punto de vista, comparte la mentira de ese fragmentarismo como si fuera algo, o todo lo que ambos tienen. Creo que, como aspiración, se trata de algo mucho más veraz que lo que hemos visto en la novela del siglo XX. Más veraz, porque vivimos ya en un mundo donde nada tiene importancia.
El libro está precedido por un prólogo de Luis Antonio de Villena donde dice que Ángel Borreguero es ahora mismo un gran lector, un autor culto, un letraherido. Algo que es «desdichadamente extraño en estos días sombríos». Cierto, Borreguero no sólo es filólogo, sino un filólogo enamorado de lo que conoce, de lo que se aprende de una forma mimética y profunda en las facultades, pero también un Nemo absolutamente consciente de que con cada palabra que escribe renuncia a aquello que constituye su formación. Coincido con él en que el pensamiento complejo, la estética deliberada que expresaron Proust, o Faulkner, no están más cerca del conocimiento, de la verdad, que la cinta de colores que cualquier chapero se pone en la frente cuando cruza —buscando clientes— la plaza de Chueca. ¿Son los tiempos que corren? Creo que Borreguero es un pionero en este tipo de hallazgos, es dueño de sus fijaciones (las pecas, la suavidad, la dulzura, los sentidos o las sensiblerías), igual que Proust lo era de su madalena.
Los epílogos del libro (firmados por Mario Martín Gijón y Elvira Navarro) remarcan la tremenda dependencia que la obra tiene de los sentidos. ¿Dependencia? Quizá sería más preciso llamarlo adicción. Y, a ese respecto, se trata de un conjunto de textos, casi microrrelatos, o pequeños poemas en prosa que expresan, o esconden, un abigarrado mosaico de primeras impresiones. Piensen ustedes en el futuro que ya está llegando. En eso, Ángel Borreguero ha dado en el clavo: un mundo que evaluará por pálpitos, y que aportará como resultado una calcomanía, un troquelado infantil o un icono en una pantalla. Los grandes instrumentos de que el intelectual dispone son la autoayuda y los grandes medios de comunicación (o seducción) de masas, en los que está inmerso. Creo que el texto de Borreguero es una tremenda conclusión, una afirmación que va más allá de lo que podamos decir de cómo sentimos: un esquema, un epitafio puesto en la tumba del cómo pensábamos, cómo deseábamos y cómo creíamos que la vida podía explicarse y justificarse. ¿Cuál es, por tanto, la solución, el camino que emprende nuestro autor? Podría haber sido un libro pornográfico, pero la pornografía está vacía, y es inútil. El autor solo la observa desde lejos, para darnos a entender que se trata de un camino repetitivo y, por ello, inabarcable. La impresión que tengo, después de leerlo, es que se trata de un libro donde el sexo es esencial, pero intranscendente, igual que los sentimientos o cualquier tipo de metafísica. Hay una acumulación de enumeraciones que nos recuerdan a la nouveau roman francesa, pero no son objetuales. Los objetos que aparecen tienen otra función: la de explorar lo menos importante. Repito, se trata de un libro donde lo que más se hace notar son las omisiones. El propio chapero, el gordino, el osito, el muchacho blanco, o japonizado, son figuras que resumen un mundo para que se note que hemos perdido otro más esencial. Pecas, manchas, granos, verrugas, ronchas, un cúmulo de elementos que parecen arrancados por la mirada, pero en realidad son la propia mirada. El pulso del libro es la descripción. Sin embargo, nada de esto exime al lector de confesiones de amor, de lo que pesa sobre nuestra conciencia porque el pasado, la cultura, nos lo impone. Cada aportación se convierte en una omisión para alguien enamorado de las letras, que empieza a mirarlas como un fetichista. Cada personaje parece, como dijo Riccardo Cocciante, un bello sin alma. Quizá sea esa la desilusión que nos espera: sobre las personas y la literatura, sobre el amor y sobre el sexo.
Podríamos ampliar el acercamiento al libro mediante un ejercicio estilístico, pero creo que el concepto es más importante, el resultado. Por supuesto, Ángel Borreguero espera un reconocimiento como escritor, y yo también espero que lo tenga. Lo merece. Esa extrañeza ante lo asumido que plantean estos pequeños y extraños poemas ya viven hace mucho tiempo en nosotros. Espero que la lectura de esta obra les ponga al borde de un precipicio, el de lo que piensan. Les aseguro que empieza a ser resbaladizo.

Ángel Borreguero
El Sastre de Apollinaire, 2023
88 páginas
13 €

Alonso Guerrero Pérez (Mérida, 1962) es profesor de lengua y literatura y escritor, autor de una quincena de libros que van de la novela corta Tricotomía (1982), con la que ganó el Premio Felipe Trigo de Villanueva de la Serena de narraciones cortas, a Las mujeres felices son una quimera (2022), ganadora del I Premio Internacional de Novela Jurídica del Colegio de Abogados de Granada, pasando por Los ladrones de libros (1991), El hombre abreviado (1998) o El amor de Penny Robinson (2018). Además, hace crítica literaria y periodismo de opinión.
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