Giulino di Mezzegra
La izquierda ante el 8-M
/por Pablo Batalla Cueto/
En un momento dado, hace unos años, en Rusia, los opositores a Vladímir Putin comenzaron a publicar una revista llamada Aktsiya («Acción»); y el propio Putin lanzó rápida réplica patrocinando otro llamado Reaktsiya («Reacción»). Pocas veces, casi nunca, se hace tan explícita, casi tan pornográfica, la lógica esencial y última de la contienda política. Pero siempre sucede así: toda acción genera una reacción subsecuente. La sublimación de ello es el fascismo, la reacción por excelencia, que siempre lo es a la acción por antonomasia: un avance notable en el desmontaje de alguna vieja tiranía, frente al cual los asustados señores destronados o en proceso de serlo juegan esa carta que es su carta última; la carta del Zyklon-B. En los años veinte y treinta, ese avance notable era el del movimiento obrero, que, envalentonado por el éxito asombroso de la Revolución soviética de un modo que hoy, inmersos en la madre de todos los descreimientos, nos cuesta concebir, se había lanzado en todos los países de Occidente (en Turín, en Barcelona, entre los escombros de la Alemania derrotada en la Gran Guerra…) a una maravillosa vorágine de revoluciones en miniatura, como esa idea de la que Victor Hugo decía que no hay nada que la detenga cuando le ha llegado su hora. Los trabajadores —escribe Errico Malatesta del bienio rosso italiano— «pensaron que el momento estaba maduro para la toma de posesión de una vez para siempre de los medios de producción. Se armaron para su propia defensa […] y comenzaron a organizar la producción por su propia cuenta […] El derecho de propiedad fue de hecho abolido […] era un nuevo régimen, una nueva forma de vida social que hacía su entrada».
Como suelen explicar los expertos en violencia de género con respecto a los maltratadores, a nadie —a casi nadie— le gusta matar, y nadie mata si no se siente obligado; si no siente que matar es la única manera de evitar que le arrebaten algo que considera suyo. En la primera mitad del siglo XX, el fascismo fue exactamente eso: el desesperado plan B de unas élites que veían peligrar seriamente sus privilegios, y asistían con genuino espanto a la caída en la mendicidad y la prostitución de centenares de aristócratas rusos a los que los bolcheviques habían arrebatado todos sus bienes. Y en la segunda mitad, un nuevo fascismo neoliberal volvería a eclosionar en América Latina montado sobre los mismos exactos corceles: unas oligarquías infames a las que la gesta de los barbudos cubanos había sumido en el pavor tanto como a los desposeídos de todo el continente había llenado de esperanza. De los golpistas chilenos se cuenta —y es seguramente una historia apócrifa, pero se non è vero, è ben trovato— que a las piras de libros que, como todo fascismo, comenzaron a prender inmediatamente después del putsch, entre otros llegaban a arrojar todos los que tuvieran que ver con el cubismo, tendencia artística de la que, detectando en su nombre las malignas letras cub-, sospechaban que pudiera provenir de aquella isla que nada bueno podía inspirar. Tal era la hipersensibilidad que con respecto a Cuba y a lo que significaba seguían teniendo en 1973 los señores del continente.
Volvió a pasar el tiempo y aquellos fascismos meridionales cayeron también. Pero del fascismo podría decirse aquello que del ave fénix explicaba Clemente de Roma: «cuando la carne se descompone, es engendrada cierta larva, que se nutre de la humedad de la criatura muerta y le salen alas». Parafraseando al mucho más prosaico Bertolt Brecht, la perra que parió al fascismo está caliente de nuevo, y hoy la vemos alumbrar un parto múltiple cuyas criaturas pueden ser muy diferentes, lo mismo entre sí que con respecto a sus ancestros, pero a las que es común una misma esencia genética que delata el parentesco. No en vano, el fascista brasileño Jair Bolsonaro ha inaugurado su gobierno anunciando una persecución de comunistas.
La cuestión es que hoy no hay movimiento obrero que valga: lo que avanza hoy «con voz de gigante, gritando “¡Adelante!”» no es el obrerismo, sino su muerte; y no la conquista de un mundo donde los nada de hoy todo lo sean, sino nuevos y creativos esclavismos que eclosionan todos los días en todas parte sin que apenas se les plante cara. Como malicia Manu Delgado, lo que nos tenía reservado el futuro no era empleos como criador de robots o guía turístico de viajes espaciales, sino que se nos dijera: «Toma esta mochila cuadrada y vete a repartir en bici por tres euros el pedido».
Una primera explicación de esta paradoja de que el fascismo resurja no ante un movimiento obrero amenazante, sino ante uno cautivo y desarmado, podría ser que lo que impulsa esta vez a la ultraderecha no es el miedo de las élites, sino todo lo contrario: su propio envalentonamiento de resultas de una revolución triunfante, la thatcherita; su propia convicción de que el viento de la historia les sopla tan a favor que les es posible arrebatar sin demasiado esfuerzo a las clases populares incluso las migajas que durante decenios hubieron de concederles a fin de mantenerlas aplacadas. A esto podría replicarse que las élites no tienen o no debieran tener ningún interés en despojar a quienes no dejan de ser sus clientes y los consumidores de sus productos. Pero estos tiempos distópicos están resolviendo esa contradicción de una manera a la que no puede sino admirársele la genialidad: el siglo XXI nos despoja vorazmente de derechos, servicios y libertades —y, he aquí la genialidad, nos hace perderlos voluntariamente—, pero no del poder adquisitivo necesario para que la maquinaria del consumo siga bien engrasada y en funcionamiento, siendo además que cada vez es más barato producir. Somos esclavos con iPhone y smart TV y nuestra esclavitud no es una esclavitud doliente, sino una placentera; no nos arrebata y nos quema los libros, sino que nos hace no querer leerlos; y de ella, Orwell no predijo que las cámaras las compraríamos nosotros.
La excepción feminista
Es el caso, sin embargo, que a esta «absurda derrota sin final» a la que cantaba La Polla Records le resplandece una maravillosa excepción, que ofrece un asidero contra la desesperación absoluta. Esa excepción es el movimiento feminista, inequívoca izquierda más allá de algunos árboles que no deben impedirnos ver el bosque, y que en este tiempo de desarbolamientos y nortes extraviados, convoca virtudes inauditas que al resto de cofradías de la transformación social le son ajenas desde hace lustros. Es fresco donde otros se acartonan; rejuvenece en medio de mil envejecimientos; produce teoría nueva mientras otros desenrollan amarillentos talmudes en busca del versículo mágico que obre el milagro de la propia resurrección; y cumple, también, la condición de posibilidad del triunfo político más difícil de todas: poseer no sólo buenas teóricas (las Luce Irigaray, Eva Illouz, Silvia Federici o Carol Gilligan), sino también buenas agitadoras —en España, las Barbijaputa o Irantzu Varela— capaces de jugar la jenga de abreviar las teorías sesudas sin bastardearlas; de ofrecer de ellas versiones simplificadas (manifiestos, artículos didácticos de prensa, eslóganes, etcétera) que faciliten la necesaria evangelización del mismo modo que a san Patricio le facilitaba la suya explicarles la Santísima Trinidad a los irlandeses mostrándoles un trébol, también él uno y trino.
El feminismo, de hecho, ha conquistado ya el consenso y el sentido común como Gramsci explicaba que había que hacer antes de organizar la revolución; y en general, parece haber discurrido una doble cuadratura del círculo que la izquierda lleva persiguiendo, respectivamente, un siglo y medio y medio siglo: la unidad en la diversidad y la eficacia en la descentralización. Sin comités centrales, ni politburós, ni un Moscú morado, ni una Femintern que dirija y articule, en todo el orbe la mitad femenina de la humanidad ha dicho basta y ha echado a andar, a un telúrico unísono hoy sólo comparable al unísono fascista, lo que ya nos dice algo sobre que quizás, después de todo, este nuevo fascismo sí que sea una reacción miedosa a una amenaza seria: la que cerca y roe milenios de privilegio masculino, pero no sólo.
Las alturas de la película ya no están para buscar el Sujeto Revolucionario Único que en otro tiempo fue angustiosa preocupación académica encontrar a fin de reemplazar en el trono lamaísta de la revolución al fracasado proletariado. Pero si el predicado de la revolución no pudiera enunciarse en plural y con un sujeto elíptico, y aún necesitásemos prenderlo de una concreción mesiánica, ese liderazgo sólo podría corresponder hoy a la mujer feminista, cuya galerna liberatriz arrasa la iniquidad patriarcal atacando otras al mismo tiempo y tal vez sin proponérselo. En todas y cada una de las grandes vindicaciones del feminismo contemporáneo palpita la exigencia de más y mejor Estado. Cuando se exigen, por ejemplo, leyes que garanticen o favorezcan la paridad en los consejos de administración de las empresas o que amengüen la brecha salarial, no deja de exigirse una intervención del Estado en las por lo demás sacrosantas e intocables corporaciones. Cuando se demandan otras que castiguen y prevengan eficazmente la violencia de género, no deja de demandarse un Estado que cuide, proteja y asista a los vulnerables. Y hasta cuando se hacen campañas contra el manspreading en el metro y el autobús, que a tan estúpida risa suelen mover, no dejan de ser campañas por un uso responsable de los servicios públicos. Se pide, en suma, libertad, igualdad y fraternidad; y todas estas demandas son semillas posibles del triunfo de lo público, de la polis, del procomún, del interés general sobre los intereses avaros de los plutócratas. «El mundo entero tendrá que cambiar para que yo encaje en él», decía Clarice Lispector.
Esta exigencia múltiple de revigorizar el Estado movilizó en España, el año pasado, a millones de mujeres y también de hombres. Todo el mundo estaba, había que estar y el que no estaba tenía que proveerse de alguna excusa para justificarlo, como no sucedía en España desde la Transición y sus concentraciones en demanda de libertad, amnistía y estatutos de autonomía. Y las comparaciones son odiosas, pero cuesta resistir la tentación de hacerlas entre esta alfaguara de seres humanos de todas las edades y condiciones y la comitiva fúnebre en que se ha convertido la manifestación del Primero de Mayo. Frente a la senescente rutina del lema musitado ya más que clamado y el puño en alto devenido en mano apática que ase la barra del autobús, el 8-M ofrece, lo ofreció el año pasado, todos los alicientes de lo azaroso y de lo bullente, de la esperanza y de la sorpresa, de la unidad y la infinitud, de la ausencia de un basileus que —como Juan Damasceno denunciaba que sucedía en Bizancio— le hurte a la multitud el sacerdocio entendido como poder de invención social.
A una acción semejante tenía que sucederle, ya se ha dicho, una reacción equivalente, y esa reacción es Vox. La metástasis de este cáncer suele atribuirse al asunto catalán, y es evidente que algo ha contribuido el procés independentista a avivar a esta fuerza nueva que promete una España amurallada contra sí misma y su propia diversidad. Pero una mirada atenta sólo puede constatar que aunque Cataluña ha sido la chispa, sí, de ese incendio vasto que amenaza con carbonizarnos a todos, lo que primero había ido convirtiendo el campo en yesca es, sobre todo, el avance feminista, que nos interpela a todos como sociedad y a cada uno como individuo. Del affaire catalán puede uno desentenderse en tanto sienta que no le afecta directamente; pero no sucede lo mismo con la eclosión feminista, que en todas las puertas fija sus tesis de Wittenberg y también en las íntimas. Su revolución, como la surrealista, armoniza y fusiona las de Marx y Rimbaud: quiere transformar el mundo y también cambiar la vida. Y a diferencia de ella, está haciendo ambas cosas. El mundo ya es distinto y también lo es la vida, y ahora suceden cosas como esta conversación entre dos octogenarios llamados Rosario y Prudencia en el reality show de citas —por lo demás infame— First dates, emitido en la cadena Cuatro y presentado por el —también infame— Carlos Sobera:
—¿No has hecho nunca nada? ¿Ni barrer siquiera? ¿No sabes coger la fregona?
—No, no. No lo he hecho. Bueno, ni lo hago.
—Entonces, ¿qué coño quieres? ¿Qué quieres tener? ¿Una mujer para qué? ¿Para servirte? Mira, como que no, hijo. Eso ya se terminó.
«Eso ya se terminó»: en esas cuatro palabras desparpajadamente pronunciadas por una mujer nacida en los años treinta reside el quid del asunto y también el aldabonazo para que la carcundia y el fascio movilicen a sus cruzados a fin de reconquistar ese eso perdido. Vox, frente a esta vasta y robusta interpelación feminista, agarra a los hombres nostálgicos del machismo y les devuelve el orgullo de serlo; de decir que son quienes son. Le ofrece un indoors más que un outdoors, y el éxito de cualquier propaganda, desde que en los años cincuenta se dieron cuenta de ello los publicistas más avispados de Nueva York, estriba precisamente en eso; en invocar, no la razón del comprador, sino su sentimiento; en ofertarle no un producto, sino una disposición de ánimo. Se trata de conjugar el verbo ser y no el tener: comprando este coche, serás este hombre; comprando este perfume, serás esta mujer; comprando Vox recobrarás, no Cataluña —que también—, sino la honra y la voz cantante.
Non abbiate paura
Detrás de otros motivos del auge de la ultraderecha, sí; pero en este caso, no hay una izquierda culpable de algún desatendimiento o desentendimiento que haya hecho a sus feligreses históricos buscar el cobijo de otras confesiones. Muy por el contrario, nos hallamos en este caso ante un éxito notabilísimo y que hay que defender con uñas y dientes como el tesoro civilizatorio que es, peleando cada palmo de tierra que la Reaktsiya trate de arrebatarnos. Pero una lección que sí encierra todo esto para la izquierda es que su comunicación política no debiera pecar de demasiado cerebral: también debe ser capaz de armar una comunidad de sentimiento y apelar a emociones, pero a emociones solemnes, no a cursilerías de vuelo gallináceo como aquella «sonrisa de la gente», hoy trocada en mueca de espanto, que Podemos prometía inspirar en 2015.
Debe la izquierda hacer algo muy saludable, y que a veces le impide cierto escrúpulo idiota: aprender de sus enemigos, y aun de los más irreconciliables, cuando éstos demuestran brillantez táctica y estratégica. Por ejemplo, de Karol Wojtyła, un predecesor temprano, lo mismo en el discurso que en la habilidad comunicativa y mediática y la curiosa combinación de ultramontanismo ideológico e iconoclastia formal, de esta nueva ola ultraderechista, que inauguró su papado con uno de los discursos más memorables del siglo XX, del que este ateo y apóstata que escribe debe reconocer que le pone los pelos como escarpias. Ante una abarrotada plaza de San Pedro, el ya Juan Pablo II vertebró su alocución en torno al siguiente imperativo, pronunciado tal cual hasta once veces: «Non abbiate paura», «No tengáis miedo»; no lo tengáis de abrir las puertas a Cristo, de proclamar en cualquier circunstancia el Evangelio de la Cruz, de andar a contracorriente, de aspirar a la santidad. Y el resto de su largo reinado, el pontífice polaco lo consagró en cuerpo y alma a no dejar caer en saco roto aquellas palabras; a agarrar a una cristiandad languideciente y asediada por la ciencia y el laicismo y galvanizarla de nuevo instándola a algo así como lo que Gabriel Celaya decía a la juventud española en un famoso poema de 1955: «¡A la calle!, que ya es hora/ de pasearnos a cuerpo/ y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo». El mensaje político de Wojtyła no era nuevo, sino viejísimo; pero sí era nueva, o nueva resultaba, la manera de anunciarlo y practicarlo que proponía: a voces, cada día, por tierra, mar y aire, con celo y ahogo de converso más que con calma de cristiano viejo; y vocearlo no sólo a los demás, sino a uno mismo. «No tengáis miedo» también era una manera de decir «no dudéis». Y el pensamiento necesita la duda, pero la acción política no; no si aspira al triunfo. Una masa dispuesta para el combate no puede dudar.
El feminismo también ha conseguido armar, y ser, una comunidad de sentimiento además de una de razón; y ni siquiera de un sentimiento viejo que se hubiera reciclado, desasbestándolo de masculinismos y enjalbegándolo de morado, para hacerlo servir a las necesidades de la liberación femenina del siglo XXI, sino de un sentimiento nuevo, creado ex profeso y a medida, libre de toda carga histórica: la sororidad, impecablemente concentrada en uno de esos eslóganes que hacen época, el «yo sí te creo» que hoy corean, tuitean, serigrafían y grafitean por todas partes las activistas de la mujer, y al que la extrema derecha, versión Upside Down de esta hermosa legión de rebeldes femeninas, replica de algún modo con el «yo no te creo» de la insidia abyecta de las denuncias falsas. Aktsiya-Reaktsiya: si el feminismo más macarra acuña la humorada del «machete al machote», la regresía corre a formular también en este caso el clamor inverso, «machote al machete», machote a las armas, machotes «todos juntos en unión/ defendiendo la bandera/ de la Santa Tradición». Y si el feminismo internacional convoca el #MeToo, espléndida espoleta de una toma de conciencia al mismo tiempo individual y colectiva y de una doble unión en la creencia y en la experiencia, una alt-right también globalizada lanza el #NotAllMen para que los ultrajaditos del mundo voceen una gigantesca excusatio non petita, accusatio manifesta.
Acreditado así el mérito de desquiciar a los malos como ningún otro progresismo, y exhibidos otros que en el concurso de sujetos revolucionarios posibles nadie se muestra capaz de igualar, el feminismo está ungido y capacitado para ejercer el liderazgo del conjunto de la izquierda, y el 8-M se convierte así en un nuevo Primero de Mayo que debe reunir cada año, y muy en especial éste, a todos los luditas de la máquina neoliberal en una muchedumbre histórica que, en este momento que nos acerca a una batalla de época de unos nuevos Aliados contra un nuevo Eje —no por (todavía) no bélica ni sangrienta menos crucial ni desesperada—, restituya a la izquierda la confianza y la conciencia de lo que la unidad consigue. El 8-M debe ser no tanto una manifestación contra la extrema derecha y sus planes arteros como contra el derrotismo y la falta de autoestima propios; un electroshock que devuelva el latido al corazón bradicárdico de la izquierda anulando (y citamos al Adolfo Sánchez Vázquez de los años ochenta) el «pesimismo desenfrenado que, con la piqueta de la desesperanza, entierra todo proyecto racional y paraliza todo intento de realizarlo».
Habría un algo de justicia histórica en este liderazgo femenino de la emancipación de todos; en esta mujer para sí y la humanidad; ni más, ni menos, en todo caso, que en que los hombres movilizados lideraran o creyeran liderar la liberación del género humano en su conjunto en el siglo XIX y aun en el XX, cuando todavía la mítica El pueblo unido jamás será vencido, cantada por la banda chilena Quilapayún en los años setenta, decía, entre otras cosas, la siguiente: «Mujer, con fuego y con valor, ya estás aquí, junto al trabajador». Hoy somos los hombres, y esta vez lo somos de verdad, los que debemos reunir el valor de allegarnos al lado de las mujeres revolucionarias.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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