Diario de Tierra santa /2
Viernes, 8 de marzo de 2019
Haifa la Roja
/por Pablo Batalla Cueto/
«Yo no era más que un hombre como los demás, recostado en su lecho, cuando he aquí que los vientos del Todoglorioso flotaron sobre mí y, envolviéndome, me instruyeron en el conocimiento de todo cuanto ha sido. Esto no es algo que proceda de mí, sino de Aquél que es Todopoderoso y Omnisciente. Y Él me pidió que alzara la voz entre la tierra y el cielo, y por esto me sucedió aquello que ha hecho rodar las lágrimas de todo hombre de entendimiento». Husayn-‘Ali, conocido como Bahá’u’lláh, «Gloria de Dios», recordaba así cómo había adquirido conciencia de la magnitud de su misión. Había sucedido durante su encarcelamiento en el Pozo Negro de Teherán. Vástago de un acaudalado ministro del Gobierno persa nacido en la propia Teherán en 1817, educado en una vida principesca (esgrima, equitación, poesía clásica…), Mirzá Husayn-‘Ali había decidido consagrar su vida —y ello lo había conducido a aquella mazmorra pestilente— a expandir los horizontes del movimiento babí, que en años anteriores había barrido Persia como un tornado milenarista. Era su mensaje el de Seyed Alí Mohammad, un comerciante de Shiraz que a mediados de los años cuarenta del siglo XIX se había autoproclamado Bâb, la «Puerta» que para la teología chií permite entrar en contacto con el mítico imán oculto, pero a la que él había otorgado un significado nuevo: el anuncio del advenimiento de un Segundo Mensajero de Dios que, sucediéndole y mejorándole, habría de inaugurar una nueva era de paz y de justicia universales; el predominio del amor y la compasión sobre la fuerza y la coacción. «Ninguna palabra mía puede describirle cumplidamente, ni puede referencia alguna hallada en mi libro, el Bayán, hacer justicia a Su Causa», había escrito el Bab de aquél a quien también se refería como Aquél a Quien Dios Hará Manifiesto; y dieciocho primeros apóstoles, designados Letras del Viviente, se habían encargado de difundir la buena nueva por todo Irán, lo que había levantado las iras del clero chií. En 1850, el Bab había sido fusilado en Tabriz.
En la cárcel, donde pasó cuatro meses, Bahá’u’lláh llegó al convencimiento de ser aquel mesías moderno al que el Bab, suerte de Juan el Bautista de este nuevo Jesús de Nazaret, le había profetizado el advenimiento. «Durante los días que pasé en la prisión de Teherán, a pesar de que el mortificante peso de las cadenas y la atmósfera hedionda me permitían sólo un poco de sueño, aun en aquellos infrecuentes momentos de adormecimiento, sentía como si desde la corona de mi cabeza fluyera algo sobre mi pecho, como un poderoso torrente que se precipitara sobre la tierra desde la cumbre de una gran montaña…», rememoraría también años más tarde. Pero no hizo el anuncio en cuanto salió de prisión. Exiliado en Bagdad, tardó en hacerlo más de diez años que empleó en escribir sus obras más conocidas —las Palabras Ocultas, los Siete Valles y el Libro de la Certeza— y en reunir en torno a sí una buena comitiva de seguidores. Será a finales de 1863, poco antes de salir de Bagdad para Constantinopla, en un jardín a orillas del Tigris al que bautizará Ridván, «Paraíso», cuando se revele ante los más leales como el anhelado Segundo Mensajero.
Más tarde, Bahá’u’lláh pasa cuatro meses en Estambul tras los cuales, apresado de nuevo, esta vez por los también preocupados otomanos, se lo envía a Adrianópolis, desde donde se dedica a escribir una serie de cartas a los dirigentes más esclarecidos de su época: Napoleón III de Francia, la reina Victoria del Reino Unido, el káiser Guillermo, el zar Alejandro II de Rusia, el emperador austríaco Francisco José, el papa Pío IX, el sultán otomano Abdul-Aziz y el sah de Persia, Nasirid-Din. En esas epístolas, Bahá’u’lláh proclama abiertamente su condición y advierte sobre la inminencia de una sucesión de catástrofes sin parangón que sólo terminarán cuando los gobernantes mundiales se conduzcan con justicia y renuncien a la guerra. Su fama va creciendo, y los otomanos, entonces, lo trasladan a la fortaleza-prisión de Acre, donde vivirá ya hasta su muerte, primero encarcelado, luego sometido a una especie de arresto domiciliario en una mísera casa de la ciudad y finalmente, libre ya de instalarse fuera de las murallas del antiguo bastión cruzado, en una mansión abandonada conocida como Bahjí, donde fallecerá y será inhumado en 1892.
Hoy, el Bahjí es el lugar más sagrado de la Tierra para los feligreses de la religión a la que aquellos hechos dieron carta de naturaleza: la fe bahái. Nosotros nos encontramos ahora a la vista del segundo: el mausoleo del Bab, que con su cúpula dorada y engalanado de primorosos jardines escalonados que ascienden por la ladera del monte Carmelo se yergue espléndido ante nosotros, avenida Ben Gurión arriba, en otra ciudad portuaria israelí, la tercera más grande del Estado judío después de Jerusalén y Tel Aviv-Yafo: Haifa.
Nuestro día comenzó en la estación central de autobuses de Tel Aviv: un enorme mamotreto de varios pisos (la estación más grande del mundo, leo en la Wikipedia en español, y aunque no lo sé, Rick, parece falso, gigantesca lo es ciertamente), lleno de toda clase de tiendas y tahonas, situado no muy lejos de nuestro hostal, que encontramos semivacío y con las cabinas de información cerradas. Tardamos, pues, en localizar el andén de los autobuses directos a Haifa. El viaje en los directos dura poco más de una hora; en los no directos, más de tres. Nos lo explicó amablemente, en un torpe pero esforzado inglés, uno de los muchos militares jóvenes que pululaban por la estación con sus uniformes verdes, sus mochilas enormes y sus no pequeños fusiles Tavor. En Israel —lo iremos comprobando a lo largo de nuestro viaje— uno se los encuentra por doquier: chavales y chavalas de toda condición (menos de la árabe…) que cumplen un servicio militar de 32 meses en el caso de los hombres y de 18 en el de las mujeres. Nosotros nos fijamos sobre todo en éstas; y yo vuelvo a pensar en Femen y en su vindicación de una feminidad marcial y antiprincesista. Al margen de a qué causa sirvan, estas muchachas armadas, serias, intimidantes, nos resultan una imagen enormemente fresca y atractiva; un espléndido negativo de la mujer frívola y pasiva que el patriarcado fomenta y apuntala. Admitámoslo (y que quede claro que no estoy dando ideas): nada empodera tanto como un fusil…
A nuestro autobús a Haifa se subieron varias, y yo —homo sum— no pude evitar recrearme en la observación discreta de una de ellas, de subyugante hermosura. Rubia de un rubio oscuro, áurico, llevaba la larga melena recogida en dos gruesas trenzas y el uniforme suavizaba pero no extinguía sus curvas voluptuosas. Era una beldad nórdica, escandinava, vikinga, pero el Sol del Mediterráneo había despalidecido la tez de sus ancestros probables, confiriéndole un saludable moreno. Y el arma y un rictus especialmente serio redondeaban el atractivo. Aunque no se pareciera físicamente a Greta Garbo, aquel gesto ceñudo trajo a mi memoria a la primera Ninotchka de la película de Ernst Lubitsch, la hosca y adusta comisaria soviética a la que el correr del metraje malbatará vilmente haciéndola enamoriscarse estúpidamente del conde D’Algou.
Más tarde, en el autobús, a mitad ya de trayecto hacia Haifa, se me presentó otra imagen que conecté rápidamente con la de aquella recluta: en una marquesina, sentado, esperando un autobús que no era el nuestro, me fijé en un joven judío —llevaba una kipá, el casquete que cubre la cabeza de los judíos conservadores— que, fuerte, muy moreno lo mismo de cabello que de piel, y con ojos también negros y profundos, llevaba una camiseta blanca ajustada que ceñía sus bíceps trabajados. Lo relacioné con la soldado de mi autobús porque ambos se me antojaron una impugnación radiante del viejo tópico antisemita del judío bajito y encorvado; cobarde a fuer de enclenque y enfermizo; taimado y torvo. Nada más alejado de aquella caricatura —pensé— que estos dos magníficos ejemplares de la especie humana, respectivas sublimaciones de la feminidad y la masculinidad. Yo, desde luego, deseo a la soldado y envidio al tipo. Pero entonces advierto que estoy validando de algún modo, creyendo invalidarlos, aquellos estereotipos; que con señalar que hay judíos ungidos por la belleza canónica, no impugno en realidad, sino que participo de una suerte de eugenesia banal, la ignominia del desprecio hacia quienes no la poseen; a los judíos enclenques, bajitos, encorvados, etcétera, que también existen, y no tienen por qué no existir. Lo pérfido de los tópicos —concluyo— no es que mientan, que a veces no lo hacen, sino que simplifican, esencializan y, sobre todo, demonizan y justifican barbaries.
Arribamos a Haifa por el sur después de un viaje cómodo que también nos permitió apreciar una buena paleta de lo que es Israel: chumberas, grandes invernaderos, varios resorts turísticos, un bistrot kosher… Pienso en el probable entusiasmo que hubieran sentido los padres intelectuales del Estado de Israel, los Herzl, Jabotinsky, etcétera, a la vista de este paisaje anodino: por esa anodinia suspiraban; por un país en el que los judíos no vivieran instalados en un permanente estado de excepción. Querían un país normal, y lo que nosotros vemos en esta parte tranquila del país, lejos de las escabechinas gazatíes y cisjordanas, es justamente eso: un país normal. Por cierto que David Ben Gurión, el pater patriae israelí, dijo una vez que Israel sería un país normal cuando tuviera sus propias prostitutas y criminales. Y sí, también de eso hay.
El autobús nos dejó en la estación de autobuses Hof HaCarmel, de la que pasamos a la de tren, contigua y homónima, para tomar uno a la Merkaz-HaShmona, en pleno centro de Haifa y que da en estar al lado mismo del hostal que tenemos reservado, sito en la Colonia Alemana. En ese breve trayecto de dos paradas, pasamos al lado de un museo que no tenemos pensado visitar, porque las apreturas del turismo proletario obligan a seleccionar, y nosotros solemos rehuir los museos, entendiendo que podemos informarnos por otras vías sobre aquello que exponen, mientras que no hay reemplazo posible para la experiencia de callejear por una ciudad. El nombre de éste es, con todo, ciertamente llamativo: Museo Naval y de la Inmigración Clandestina. Nuestra guía, que lo marca con la estrella azul que reserva para los hitos más interesantes, informa así acerca de él:
En este museo, mucho más evocador y dramático de lo que cabría esperar, se muestran los esfuerzos del Movimiento Sionista para infiltrar a refugiados judíos llegados de Europa en la Palestina bloqueada por los británicos entre 1934 y 1938. La atracción principal es el navío de desembarco de la II Guerra Mundial, rebautizado como Af-Al-Pi-Chen («A pesar de todo» en hebreo), que llevó a 434 refugiados a Palestina en 1947. El barco fue interceptado por los británicos y sus pasajeros enviados a campos de internamiento en Chipre. El museo corre a cargo del Ministerio de Defensa, y se necesita el pasaporte para entrar.
Otras exposiciones tratan sobre el famoso Éxodo, un barco enorme y sobrecargado que en 1947 transportó a más de 4500 supervivientes del Holocausto a Palestina, pero al que los británicos obligaron a regresar a Alemania.
Nunca llegué a ver la famosa película de Otto Preminger protagonizada por Paul Newman, ni a leer el libro de Leon Uris, aunque anda por casa de mis padres. Lo haré —decido— a mi regreso.
Nuestro paseo por Haifa comienza ya frisando el mediodía, lo que, lamentablemente, nos impide visitar el mausoleo del Bab, abierto sólo de nueve a doce de la mañana y al que nos impiden también abrirle un hueco las apreturas del plan de mañana: Acre por la mañana, volver a Haifa y salir para Nazaret, donde quisiéramos guardar el mandamiento, autoimpuesto en viajes anteriores a raíz de alguna mala experiencia, de llegar a la ciudad de día, tanto más cuanto que nuestro hostal se ubica en una de las callejuelas del casco antiguo y que en los cascos antiguos, de noche, todos los gatos suelen ser más pardos. Sea como sea, sí podemos visitar los jardines, que abren todo el día, y es a ellos que —una vez dejadas las maletas en nuestro hostal para esta noche— nos dirigimos en primer lugar, con la idea de dejar para la tarde el monasterio carmelita de Stella Maris y, quizá, un chapuzón (lo que mi amigo Javier Cayado llamaría, en lengua asturiana, un calonín) en alguna de las renombradas playas que festonean el litoral sur de la ciudad.
Es, sí, a los jardines bahái que nos dirigimos. Subimos por la avenida Ben Gurión y después enfilamos la calle HaGefen, lo que nos hace pasar al lado del Centro Cultural Árabe-Judío Beit HaGefen, consagrado a promover actividades sociales y culturales destinadas a estrechar los lazos entre árabes y judíos, y cuyo edificio alberga —dice nuestra guía— varias exposiciones sobre la coexistencia intercultural. Haifa lleva a gala ser la capital israelí del dificultoso entendimiento judeoárabe. La capital de lo contrario vendría a ser Hebrón, en Palestina, donde el enfrentamiento entre las dos comunidades se torna más virulento que en ningún otro sitio debido a la ubicación allá de las Tumbas de los Patriarcas, veneradas lo mismo por el judaísmo que por el islam. Pero en Haifa no hay ninguno de tales lugares sensibles, y eso hace que aquí sucedan cosas inimaginables en casi todo el resto de Israel, tales como la existencia de negocios propiedad conjunta de socios judíos y árabes. A ello contribuye el hecho de haberse convertido Haifa para los árabes de Israel en algo así como lo que para los judíos es Tel Aviv con respecto a la cada vez más conservadora Jerusalén: un oasis de liberalismo moral. La mayoría de las comunidades árabes del país tiende también a conservadora y a la persistencia opresiva de tabúes sobre el sexo prematrimonial o la homosexualidad, pero no es así en Haifa, y no lo es hasta el punto de que la ciudad acogió hace unos años el Kooz Queer, primer festival de cine gay palestino. En general, Haifa se enorgullece de una larga tradición cosmopolita que tiene mucho que ver con su condición portuaria: durante el mandato británico, fue el puerto principal de Palestina. La comunidad judía haifí también es —siéndolo cada vez menos las de otras ciudades de Israel— eminentemente secular. Y políticamente, merced también al puerto y a sus inquietos trabajadores, la ciudad siempre ha sido un bastión de la izquierda y del sindicalismo israelí. Se la ha solido apodar Haifa la Roja: en ella Mapai y luego Avodá, nombres sucesivos del partido laborista israelí, gozaron durante décadas de una hegemonía incontestada, y los líderes del Partido Comunista Israelí, fundamentalmente árabe, solían proceder de aquí. Sin embargo, en los últimos años el centro de gravedad sociológico ha ido virando hacia la derecha, y hoy se malicia que a la ciudad debiera dársele el nuevo apodo de Haifa la rosa. El alcalde actual, Yona Yahav, lo es desde 2003 y hasta 2006 lo fue por Avodá, pero aquel año migró hacia Kadima, el partido de centro fundado en 2005 por Ariel Sharon a su salida del derechista Likud debido a sus desencuentros con la facción más reaccionaria de la formación (que es la que gobierna actualmente el país).
En cualquier caso, la convivencia judeoárabe haifí sigue siendo ejemplar. Pero también hay que decir alguna cosa sobre el reverso tenebroso de esta estampa arcádica, y concretamente que la Nakba, nombre que los palestinos dan a la deportación de centenares de miles de árabes durante y después de la guerra de Independencia israelí, fue aquí especialmente dramática. Seguros de que la declaración de independencia del nuevo Estado judío provocaría una declaración de guerra de los países árabes, las milicias hebreas libraban su guerra contra el mandato británico preocupándose al tiempo de perpetrar una limpieza étnica que dejara el territorio libre de árabes, potenciales quintacolumnistas en esa guerra futura. «Hay un cuarenta por ciento de no judíos en las áreas asignadas al Estado judío. Esta composición no es una base sólida para un Estado judío. […] Un equilibrio demográfico semejante cuestiona nuestra capacidad para mantener una soberanía judía. […] Únicamente un Estado con al menos un ochenta por ciento de población judía puede ser viable y estable», decía en 1947 David Ben Gurión, que antes ya había defendido que «podemos arrestarlos o expulsarlos; pero lo mejor es expulsarlos».
A los árabes de Haifa en concreto, primero se les cortó drásticamente el suministro de alimentos, y especialmente de productos de primera necesidad como el pan o la harina, y después comenzó a bombardeárselos y a arrojárseles regueros de combustible ardiendo desde las zonas altas de la ciudad. Las tropas británicas, que a esas alturas ya no oponían demasiada resistencia al esfuerzo de guerra judío, dejaban hacer, y el plan de partición de la ONU de noviembre de 1947 tampoco estableció mecanismos para proteger a la población palestina. Ya en 1948, los israelíes pusieron en marcha el Plan Dalet, una campaña militar de seis semanas de duración que intensificó los ataques sobre Haifa; y cuando los rumores de la espantosa masacre de Deir Yassin, una aldea cercana a Jerusalén en la que el Irgún asesinó a más de un centenar de personas, llegaron a la ciudad, entre sus habitantes árabes cundió el pánico. Mordejái Maklef, oficial de operaciones de la brigada Carmeli —una de las unidades de la Haganá, la organización paramilitar vinculada al sionismo laborista— y posteriormente jefe del Estado Mayor del Ejército israelí, había ordenado lo siguiente: «Matad a cualquier árabe que os encontréis […] prended fuego a todos los objetos inflamables […] y forzad la apertura de las puertas con explosivos». Cuando estas disposiciones comenzaron a llevarse a la práctica, los palestinos haifíes abandonaron en masa sus hogares y corrieron al puerto, donde había soldados y autoridades británicos. Entonces, los mandos de la brigada Carmeli dispusieron colocar obuses para bombardear a la multitud aterrorizada. Los palestinos intentaron entonces escapar hacia el mar, donde había algunos botes anclados que se abarrotaron rápidamente y que en muchos casos acabaron volcando, hundiendo y ahogando a todas las personas que llevaban. La conquista de Haifa terminó con muchos de sus antiguos habitantes árabes muertos y cincuenta mil supervivientes siendo expulsados del nuevo Estado y convirtiéndose en refugiados en los países árabes del entorno. Haifa, donde en 1947 había 70.910 árabes y 74.230 judíos, se había convertido en una población eminentemente judía: para octubre de 1948, sólo quedaban allí entre cinco y seis mil árabes. Hoy son el diez por ciento de la población y sobre todo cristianos.
Seguimos subiendo por la ladera del monte Carmelo y llegamos al bulevar HaZiyonut, que atraviesa y divide los jardines bahái. Visitaremos más tarde su parte superior, accesible por la calle YefeNot. La inferior, en la que nos encontramos ahora, es la que acoge el santuario del Bab. La entrada es gratuita, y del lugar, como de todos los lugares bahái en general, se ocupan voluntarios llegados de todo el mundo. A nosotros nos recibe en la entrada una chica joven y morena que, al sabernos españoles, nos proporciona las explicaciones pertinentes en perfecto castellano con acento argentino, aunque el nombre que muestra en un cartelito prendido del pecho parece persa. Nos indica que nos hallamos en un lugar sagrado en el que debemos guardar silencio y está rigurosamente prohibido fumar… y justo en ese momento, una de esas motocicletas infames que hacen más ruido que la segunda guerra mundial pasa al lado nuestro a toda velocidad, ahogando la voz de la voluntaria. Hace tiempo que vengo reivindicando que la Carta Universal de los Derechos Humanos y las distintas legislaciones nacionales sean reformadas para amparar que se torture a estos tipos con cascos que les hagan estallar los tímpanos con una grabación hiperdecibélica del estrépito incívico de sus motos de las narices.
La chica nos proporciona un folleto en español que vamos leyendo. «Les damos la bienvenida deseando que disfruten de la atmósfera tranquila y contemplativa de los Santuarios, las Terrazas y los jardines bahá’is. La entrada es gratuita, y no hay objetos a la venta». En él se relata sumariamente la historia de la fe bahái y se compendian también sus principios fundamentales:
- El abandono de todas las formas de prejuicio.
- La plena igualdad entre los hombres y las mujeres.
- El reconocimiento de la fuente común y la unidad esencial de las grandes religiones del mundo.
- La eliminación de los extremos de pobreza y riqueza.
- La educación universal obligatoria.
- El derecho y la responsabilidad de toda persona a la búsqueda independiente de la verdad.
- El establecimiento de un sistema federal mundial.
- El reconocimiento de que la religión debe ser congruente con la razón y que la ciencia y la religión deben estar en armonía.
Explica seguidamente el folleto que la fe bahái carece de clero y que sus asuntos se gobiernan mediante un sistema de consejos electos de carácter local, nacional e internacional, que actualmente existen más de ciento ochenta de tales consejos nacionales y más de doce mil de los locales y que el cuerpo internacional de gobierno, conocido como la Casa Universal de Justicia, tiene su sede aquí, en Haifa, y funciona mediante aportaciones voluntarias de los baháis de todo el mundo, no aceptándose donaciones de ninguna otra fuente. No está mal. Es una especie de religión progre o de progresía divinizada.
La Casa Universal de Justicia está en la parte superior de los jardines. Ésta en la que nos encontramos es la que acoge el santuario del Bab. Sobre su historia y características también informa el folleto. Los restos del Bab fueron recogidos y ocultados durante más de sesenta años después de su martirio público en 1850 y en 1909 recibieron sepultura en el mausoleo, cuya construcción se completó en 1953. «Su diseño —explica el folleto—, obra del arquitecto canadiense William Sutherland Maxwell, combina las proporciones y estilos de oriente y occidente. La superestructura del Santuario es de piedra labrada de Chiampo (Italia); las columnas monolíticas son de granito rosado de Baveno (también en Italia); en tanto que las 12.000 losetas a modo de escamas que luce la cúpula se confeccionaron especialmente en Holanda mediante un proceso de vitrificación al fuego sobre pan de oro». En él —leemos— no se celebran ceremonias ni oficios religiosos y su ornamentación no reviste significado especial religioso, sino que sólo cumple fines estéticos. Los bahái que visitan el santuario acostumbran a recitar una oración especial conocida como la «tabla de visitación», que aparece colgada sobre el muro interior en su idioma original, el árabe, junto con su traducción al inglés. Se trata de una larga perorata que comienza así en español:
La alabanza que ha amanecido en tu muy augusto Ser y la gloria que ha brillado en tu muy resplandeciente belleza descansen sobre Ti, ¡oh Tú que eres la Manifestación de Grandeza, el Rey de la Eternidad, el Señor de todos los que están en el cielo y en la tierra! Atestiguo que por Ti fueron reveladas la soberanía de Dios y su dominio, la majestad de Dios y su grandeza; y los Soles de antiguo esplendor han derramado su brillo en el cielo de tu decreto irrevocable; y la belleza del Invisible ha resplandecido sobre el horizonte de la creación. Atestiguo, además, que con un solo trazo de tu pluma se ha hecho cumplir tu mandato: «sé Tú»; ha sido divulgado el secreto oculto de Dios; han sido traídas a la existencia todas las cosas creadas y han sido enviadas todas las Revelaciones.
Los jardines —de los que leemos que empezaron a construirse en 1987, diseñados por el arquitecto canadiense Fariborz Sahba— son bonitos: caminos de terracota triturada y aplastada y grava que discurren entre árboles frondosos, flores primorosas, cuidadísimos setos y pequeñas esculturas y fuentes. Pero algo hay en ellos que me deja muy frío; que no vence mi indiferencia. Todo es demasiado nuevo, todo está demasiado bruñido, todo es también demasiado simple. A mí, siendo ateo, los grandes santuarios religiosos me han fascinado siempre, pero por todo lo contrario a lo que éste me ofrece: la inmemorialidad, la permanencia, las piedras desgastadas a fuerza de pisarlas o besarlas, la abstrusa complejidad de las iconografías y los rituales, el polvo de diez o veinte centurias de peregrinaciones cubriéndolo todo, los rastros negros del humo de varias docenas de generaciones de cirios velando los frescos. El misterio. De los cristianos, mis templos preferidos son con mucha diferencia los ortodoxos; los menos, los protestantes. Lo que aquí me encuentro es una religión del sota, caballo y rey alumbrada el otro día y con no más sofisticación teológica que un anuncio de Benetton. Me asalta la misma sensación que experimenté en 2015 en Tây Ninh, una ciudad vietnamita cercana a Saigón y centro de la religión caodaísta, fundada en 1926 con no muy distintos mimbres que la bahái: una refusión de elementos de las religiones semíticas, la hindú, la budista, la taoísta y la confuciana a partir de la convicción de que un Dios Padre único fue revelando a lo largo de los milenios la misma verdad a través de la boca de diferentes profetas, entre los cuales también cuentan los caodaístas a Juana de Arco, Louis Pasteur, William Shakespeare, Lenin o Victor Hugo. Tampoco aquel credo tenía más construcción teológica que una vaga aspiración a la paz universal. Y a mí lo que me atrae y me interesa es lo contrario de estas fes desnatadas: esas religiones contradictorias a fuer de antiguas en las que los mismos mitemas y escrituras permiten justificar la no violencia y la guerra santa; la ortodoxia más monolítica y la más blasfema herejía; el Opus Dei y la teología de la liberación; al muyahidin y al sufí; al eremita, al místico y al telepredicador.
Visitada la parte inferior de los jardines, subimos a la superior, a la cual se entra por un balcón-mirador que ofrece una panorámica espléndida de Haifa, su bahía punteada de barcos y su entorno. Los jardines caen hacia abajo, vemos la cúpula dorada del santuario del Bab como a vista de pájaro y más abajo la Colonia Alemana y el puerto; al este, las poblaciones que forman el área metropolitana de Haifa; y al fondo, desleído entre brumas azules, Acre, adonde iremos mañana. En las cercanías del mirador se amontonan los autobuses de diez o doce tours organizados; y esta parte de los jardines está más llena de visitantes. Vemos un cartel que prohíbe el uso de drones en los jardines, interdicción que ha ido volviéndose habitual en esta clase de lugares: los drones pueden caerse y hacerlo sobre la cabeza de alguien o, en parques naturales, molestar y espantar a los animales —o a los visitantes que van allá buscando tranquilidad— o estamparse contra el nido de algún ave protegida. Yo, francamente, pecaré de liberticida, pero prohibiría en general, y no sólo en un puñado de lugares concretos, el uso recreativo de estos aparatitos que me hacen acordarme de Daniel Bernabé y sus muy razonables invectivas contra la infantilización creciente de la sociedad; contra cómo el consumismo nos convierte en chiquillos caprichosos deslumbrados por juguetes sofisticados, pero juguetes al fin y al cabo. En este mundo desnortado y contradictorio, los niños abandonan la niñez cada vez más temprano y, al tiempo, los adultos maduran cada vez más tarde o no maduran jamás.
Concluida la visita de los jardines bahái, descendemos de nuevo hacia la Colonia Alemana: un conjunto de casas del siglo XIX con tejados rojizos y citas de la Biblia en alemán grabadas en los dinteles que flanquean la avenida Ben Gurión, y en una de las cuales se ubica nuestro hotel. Su origen se sitúa en el año 1868 y está vinculado a la secta protestante pietista de los templarios, fundada en torno a la creencia de su líder, Christoph Hoffman, de que instalarse en Tierra Santa aceleraría el segundo advenimiento de Cristo. Lo hicieron cerca de Yafo, en Galilea y Jerusalén y también en Haifa.
Voy fijándome en las inscripciones y trato de adivinar su sentido echando mano de mi deficiente alemán (estudié tres cursos y medio de los seis de la Escuela de Idiomas). Leo por ejemplo en una: «Wohl denen, die das Gebot halten und tun immerdar recht». Sé que wohl significa «bien»; halten, «aguantar», «mantener», «detenerse»; tun, «hacer»; y recht, «correctamente». Diría que wohl denen significa «bien a aquéllos» y deduzco que se trata de una bienaventuranza: «bienaventurados aquéllos». Pero se me escapa el Gebot. Conozco la palabra y sé que alguna vez supe su significado, pero no lo recuerdo. Tampoco sé qué significa immerdar, aunque sí que immer significa «siempre». Así que deduzco que la cosa puede ser algo así como bienaventurados los que nosequé mantienen y hacen siempre lo correcto. Google me informará más tarde de que se trata del salmo 106,3: «Dichosos los que practican la justicia y hacen siempre lo que es justo».
Más cosas llaman nuestra atención en la avenida Ben Gurión. En una de las casas de su parte superior se ubica, según reza un cartel, nada menos que el Seven Laws for Seventy Nations World Center. Una estrella de David corona la puerta, a cuyos lados se disponen otro dos carteles. En uno aparece un hombre de larga barba blanca ataviado con un sombrero negro al que un rótulo presenta como «King Moshiach»; el otro contiene lo que parece una lista de servicios: Bible coaching, tours, media, kabbalah, conferences, Torah café y judaica. Se anuncia también una página web: <http://www.7for70.com>. Al entrar en ella desde mi smartphone, nos encontramos la buena nueva de las Seven Noahide Laws; mandamientos básicos de los que se asegura que contienen los valores fundamentales para asegurar una vida saludable y moral. Son los siguientes: creer en un único creador del Universo; reverenciarlo y respetarlo; respetar la vida («Quien manta un alma asesina al mundo entero y daña al Creador a cuya imagen fue creado»); respetar la propiedad humana; respetar el matrimonio («Di-s creó originalmente al hombre y a la mujer como una unidad y después los dividió en dos entidades separadas que se necesitan la una a la otra a fin de conseguir la completitud»); respetar a los animales («Di-s creó a las criaturas vivientes del mundo y debemos respetar su existencia. Al contrario que la flora, que se renueva continuamente, el daño a los animales es irreversible») y la necesidad de los tribunales de justicia. En la parte superior de la web se hace la siguiente exclamación: «Long live our master, teacher and Rebbe, King Moshiach, forever!», pero apenas se ofrece información sobre el tipo, del que debemos hacer una búsqueda más amplia en Internet para descubrir que se trata de Menájem Mendel Schneerson, nacido en Ucrania en 1902 y fallecido en Nueva York en 1994 y que fue el séptimo líder del movimiento ultraortodoxo Jabad-Lubavitch, con origen en Rusia en el siglo XVIII pero que ha vivido una expansión vertiginosa en los últimos años. Jabad es un acróstico de jojma («sabiduría»), binah («comprensión») y daat («conocimiento») y Lubavitch el nombre de la ciudad bielorrusa en la que el movimiento tuvo su sede durante más de cien años. Una web argentina del movimiento resume así su cometido:
¿A qué se dedica Jabad Lubavitch?
A ayudar a cada hombre y en especial al pueblo judío a cumplir con su misión en la vida de la manera más plena. Esto, a través de hacer conocer a los judíos la riqueza espiritual de la Torá heredada, y a todos los hombres del mundo los 7 preceptos universales (las 7 Mitzvot de los hijos de Noé), principios pilares de toda la civilización.
Sobre Jabad Lubavitch encuentro también información en HemeroSectas, una interesantísima web personal del psicólogo catalán Miguel Perlado, especializado justamente en sectas, que ofrece una amplia hemeroteca de artículos publicados en los últimos cuarenta años. Sobre los Lubavitch, la página enlaza uno de Ioram Melcer que fue publicado en El País Cultural de Uruguay en 2011. Melcer vincula el surgimiento del fenómeno al clima mesiánico de la Lituania, Ucrania y Polonia de los siglos XVII y XVIII, donde en el seno de una numerosa población judía comenzaron a prender distintos movimientos mesiánicos. Fue allí donde surgió el jasidismo, término paraguas que abarca a toda una serie de grupos de seguidores de sabios carismáticos; gurúes rabínicos autoproclamados portadores de la chispa divina que después fundaban dinastías. Jasid significa «adepto» en hebreo y Jabad-Lubavitch fue uno de esos grupos.
Melcer diserta más tarde sobre el corte abrupto que supuso el Holocausto nazi. Muchos grupos jasídicos —explica— fueron exterminados, pero el sexto rabino Lubavitch consiguió escapar a Estados Unidos, y fue allí que el séptimo, Schneerson, revitalizó y expandió el movimiento transformándolo —dice Melcer— «en una multinacional promotora de un judaísmo fast food, de fácil consumo». Lubavitch funciona «como un gigante del marketing moderno. Al consumidor judío no religioso se le ofrece acercarse, participar en rezos, cumplir un par de mitzvot (reglas de la ley judía) para que su vida sea un poco más judía. Son el único movimiento proselitista dentro del judaísmo». Su propuesta —explica Melcer seguidamente— «es un instrumento de doble faz: quiere afirmar la identidad de quien está un poco alejado del judaísmo y por otro juntar chispas de divinidad con una clara finalidad: ayudar a traer al mesías». La cuestión es que Schneerson, antes de fallecer, no nombró heredero, e incapaces de nombrar un octavo rabino, sus adeptos se dividieron en dos grupos: los que hablan de Schneerson en pasado y los que lo hacen en presente, confiados en el retorno del rabino como Rey Mesías.
Habla también Melcer de un libro del periodista Alejandro Soifer sobre el fenómeno y las razones de su éxito en Argentina, país en cuya numerosa comunidad judía ha prendido con mucha fuerza: Los Lubavitch en Argentina. Y es interesante la explicación que hace y que Melcer resume así:
El enorme crecimiento de los Lubavitch en Argentina se debe a la marcada debilidad, por no decir derrumbe, de las instituciones comunitarias. La decadencia de las escuelas, de las organizaciones, de la economía y de la conciencia judía en Argentina creó un vacío. Los Lubavitch se especializaron en llenar tales vacíos, mandando mensajeros, invirtiendo dinerales y organizando comunidades. Mucho de lo que hacen evita la asimilación de parte de la juventud judía. En ciertos casos —Argentina es un ejemplo típico y conmovedor— simplemente salvan vidas ofreciendo dinero, comida y servicios sociales en momentos de gran necesidad. Y ante el mundo no judío, los Lubavitch se van adueñando de las marcas judaísmo y el pueblo judío.
La religión como pegamento de lo despiezado por la apoteosis neoliberal. Hemos visto ese drama representado otras veces. A mí, esto de los Lubavitch me recuerda a lo que en el seno del cristianismo está suponiendo el protestantismo evangélico, que en los últimos años ha ido creciendo con rapidez en, justamente, América Latina. Sobre ello, yo mismo tengo escrita alguna cosa, así que voy a citarme:
¿Qué ofrece el cristianismo evangélico que despierte tamaño interés en antiguos fieles católicos y lo haga suponer semejante amenaza para una institución tan todopoderosa en América Latina como la Iglesia católica? Una primera respuesta a esa pregunta es una religiosidad activa, sensitiva, fervorosa, implicadora, desplegada en grupos de oración cuyas reuniones acostumbran a ser un éxtasis de cantos y griterío que proporciona una sensación intensa de comunidad y calor humano, lo que contrasta con la cierta frialdad propia de las ritualizadas celebraciones del catolicismo. El énfasis imprimido al trabajo apostólico por parte de los fieles suministra además un sentido de misión que puede resultar muy seductor en estos tiempos que con mucha frecuencia nos condenan a desempeñar trabajos maquinales sin sentido por sí mismos y, además, nos han hecho descreídos de las grandes ideologías políticas que antaño satisfacían esa necesidad de un horizonte que perseguir. Por otro lado —y no contradictoriamente, aunque pueda parecerlo—, el protestantismo evangélico se acomoda bien al Zeitgeist individualista del siglo XXI: al propugnar una lectura literal de la Biblia hace innecesarios a los intermediarios de la fe. Cada evangélico es su propio sacerdote y su propio exégeta en tanto la comprensión de las Escrituras ya no exige más que saber leer. El evangelismo es una especie de Ikea de la fe; un do it yourself del misticismo que, al serlo, provee asimismo al feligrés cierta sensación de empoderamiento: la misma que cuando montamos una estantería de Ikea y nos sentimos experimentados bricoleurs sin serlo en absoluto. Y también es un credo rápido en estos tiempos en que a todo se le exige que lo sea: frente a la infinitud marañosa de posibilidades de la exégesis católica, desenvuelta en un inagotable barruntamiento de alegorías, hermenéuticas, conjeturas, interpretaciones e hipótesis, que lo mismo pueden inspirar al Opus Dei que a los curas guerrilleros del sandinismo, el cristianismo evangélico ofrece un credo simplificado y diáfano; casi nada más que un compendio de cuentos y mandamientos sencillos.
Lubavitch y su éxito parecen tener mucho que ver con todo esto. Y es para preocuparse. No corren buenos tiempos para la diosa Razón.
De varias cosas que llaman nuestra atención en la avenida Ben Gurión hablaba. No lejos del world center de las Siete Leyes nos topamos la otra: un pequeño puesto callejero que emite una música estridente. Nos acercamos: se trata de una mesa con folletos de la que cuelga un cartel electoral. Reconozco el rostro: se trata de Avigdor Lieberman. Este año hay elecciones en Israel; ya en nuestro camino desde Tel Aviv hemos visto algunos carteles. Lieberman es el fundador y el candidato de Israel Beitenu, una formación de extrema derecha. Nacido en Moldavia, Lieberman emigró a Israel en los años setenta y pronto se convirtió en una suerte de caudillo de los judíos de origen ruso, que emigraron en grandísimo número al país en los últimos años de existencia de la Unión Soviética y los noventa y provocaron un vuelco sociológico que, puesto que eran conservadores en su mayoría, contribuye a explicar el fin de la hegemonía laborista en Israel y la creciente derechización del país, en el que la izquierda no levanta cabeza desde hace lustros. Lieberman comenzó su militancia política en el Kach, un partido al que no es ninguna exageración calificar de fascista y que de hecho fue ilegalizado en 1988. Su líder, Meir Kahane (que acabaría siendo asesinado en Nueva York), abogaba por la expulsión e incluso el exterminio de la población árabe e impulsaba iniciativas parlamentarias como la de ilegalizar el contacto sexual entre judíos y no judíos, y antes de su ilegalización, las encuestas llegaron a predecirle un 9% de los votos. Y sí, fue ilegalizado bajo la acusación de racista, pero hoy existe un partido heredero del Kach llamado Poder Judío que no sólo no ha sido ilegalizado, sino que ha recibido parabienes de Benjamin Netanyahu, quien asustado por la posibilidad de ser desalojado del poder por una coalición de partidos de centro e izquierda en las elecciones que se celebrarán el próximo abril, acaba de cerrar un acuerdo de coalición con ellos…
Lieberman, después de aquel paso por el Kach, pasó al Likud, y en 1999 siguió el camino inverso a Sharon: fundó Israel Beitenu descontento con la, a su juicio, moderación del partido. Lieberman dice cosas como que los árabes que sean «desleales» a Israel debieran ser decapitados con un hacha. Vive en uno de los ignominiosos asentamientos colonos de Cisjordania, y en 2002 defendía que había que asesinar a Yasir Arafat y aplastar Palestina hasta «no dejar piedra sobre piedra». Y entre 2009 y 2012 fue ministro de Defensa, y entre 2013 y 2015 de Relaciones Exteriores, merced a un gobierno de coalición con Netanyahu, en quien los pactos fáusticos con las fuerzas más siniestras de la escena política israelí no son en absoluto nuevos.
Es ya mediodía, y teníamos pensado comer en un restaurante etíope del barrio de Hadar, recomendado por la guía, pero no tenemos nada de hambre, debido al calor, y decidimos renunciar al almuerzo y compensarlo más tarde con una buena cena. Dirigimos nuestros pasos, en cambio, hacia el monasterio carmelita de Stella Maris, situado en uno de los promontorios del monte Carmelo en la parte meridional de la ciudad, y al que lo más habitual y cómodo es acceder en un teleférico cuya cabina se ubica al lado de las playas. Está a unos cuarenta minutos caminando desde donde nos encontramos, pero, amantes como somos del callejeo casual por las zonas no turísticas de las ciudades, donde a veces uno se encuentra pese a todo cosas interesantes, decidimos no tomar el autobús. Recorremos, en cambio, andando la calle Jaffa y la avenida HaHaganah, lo que nos hace atravesar el distrito de Bat Galim, el más bajo y pobre de la ciudad: en Haifa, más alto en la ladera del Carmelo significa más opulento y los barrios más pijos son los que se asientan en la cima del monte.
En ese recorrido, vamos viendo más carteles electorales, y dos llaman especialmente mi atención. En uno, de tonos azules, el retrato en color del candidato, a quien no reconozco, aparece al lado del rostro en blanco y negro de alguien a quien sí reconozco: Menájem Beguin. Una búsqueda en Internet me revela que se trata de Kulanu, una nueva escisión centrista del Likud, y que incluir en los carteles el retrato de Beguin, fundador del propio Likud, trata de transmitir la aspiración de, frente a la radicalización creciente del gran partido de la derecha israelí, recuperar y representar los principios liberales, socialconservadores y moderados con que el partido fue fundado en 1973. Kulanu («Todos nosotros») lo fue, según leo, en 2014 y por Moshe Kahlon, un judío de origen libio y humilde distinguido en el seno de la derecha israelí por su apoyo a las políticas igualitarias, que es quien aparece en el cartel al lado de Beguin.
Beguin es un personaje interesante, porque es un personaje complejo, escurridizo, difícil de encasillar. Yo lo conozco algo porque hace un par de años me leí sus memorias, tituladas La rebelión y publicadas en España por Inédita Editores. Beguin fue el gran discípulo de Ze’ev Jabotinsky. Nacido en Polonia, se involucró durante su adolescencia en el movimiento juvenil Beitar, creado por el propio Jabotinsky, y más tarde en el Irgún, organización paramilitar que, frente a la alternancia de vías violentas y pacíficas por la que abogaba la Haganá, vinculada a los laboristas, abogaba en cambio por una guerra sin cuartel contra la ocupación británica de Palestina y circunstancialmente también contra los árabes que se opusieran a la creación de un Estado judío. Su símbolo era un mapa esquemático del Gran Israel que aspiraban a construir, abarcador del Israel y la Palestina actuales pero también de Jordania. Y Beguin se convirtió en su líder en 1943. Fue, pues, bajo su mando que en 1946 el Irgún perpetró uno de los atentados más sanguinarios de la historia del terrorismo mundial: la masacre del Hotel Rey David de Jerusalén, que segó la vida de 91 personas, soldados británicos alojados en el hotel pero también trabajadores del mismo y transeúntes. Y fue también liderado por Beguin que el Irgún cometió dos años después la matanza de Deir Yassin, una aldea árabe situada a cinco kilómetros de Jerusalén en la que perecieron entre 107 y 120 aldeanos.
La cuestión es que, cuando llegó al gobierno en 1977, terminando con treinta años de incontestada hegemonía laborista, Beguin se reveló como un gobernante sorprendentemente pragmático. El halcón se convirtió en paloma. Fue él quien firmó con Anwar el-Sadat, presidente de Egipto, los Acuerdos de Camp David, por los cuales el país egipcio se convertía en el primero árabe en reconocer al Estado de Israel a cambio de la devolución de la península del Sinaí, que había sido conquistada por Israel en 1956. Por ello, tanto Sadat como este antiguo líder terrorista fueron honrados con el Premio Nobel de la Paz de 1978. Israel y su historia están llenas de contradicciones, y aquí emerge una de las más curiosas. El sionismo revisionista, henchido de los delirios de la sangre y la raza propios de los nacionalismos esencialistas, se reveló muchas veces a lo largo del siglo XX como más pragmático que el laborista, que convencido de que la legitimación de Israel como Estado no era la vinculación sagrada entre el pueblo judío y su tierra inmemorial, sino su autoproclamada capacidad de llevar a aquellas tierras y pueblos atrasados la civilización y el progreso («haremos florecer el desierto», decían), solía ser mucho más renuente a ceder un solo palmo de tierra. Los revisionistas, en cambio, puesto que su única y exclusiva preocupación era el bienestar del pueblo judío, y aun sin renunciar jamás al programa máximo del Gran Israel, podían permitirse a sí mismos cesiones y componendas tácticos que fueran en beneficio de tal bienestar.
Por lo demás, Beguin era, igual que Kahlon, un conservador con agenda social: eliminó las tasas de la educación secundaria, extendió la obligatoria, amplió la sanidad pública y los subsidios e impulsó la rehabilitación de barrios miserables habitados principalmente por judíos sefardíes y mizrajíes (los procedentes de países árabes), a los que el laborismo también había tratado con lamentable desprecio. Ben Gurión decía de los mizrajíes que no tenían «rastro de educación judía o humana» y declaraba su temor de que su «espíritu árabe» corrompiera la avanzadilla occidental contra la barbarie que a su juicio constituía Israel; y el segundo primer ministro, Moshé Sharet, afirmaba que sólo los judíos civilizados podían representar verdaderamente al país: sostenía que «no era una cuestión de cantidad de gente, sino de su calidad» y que Israel «no podía depender de los judíos de Marruecos para construir un Estado, porque no están cualificados para ello», estándolo sólo los judíos de Europa del Este, verdadera «sal de la Tierra». Golda Meir, por su parte, cuestionaba la responsabilidad, y siquiera la posibilidad, de que el Estado judío «elevara» a los bárbaros mizrajíes a «un nivel aceptable de civilización». Y muy comprensiblemente a tenor de todo esto, los mizrajíes pasaron a votar en masa al Likud de Beguin, que aun siendo también un partido eminentemente ashkenazí, mostraba hacia ellos un cariño mucho mayor. Lo explica bien Heinrich Geiselberger, y es muy ilustrativo sobre la hipocresía de cierta sedicente izquierda:
El hecho de que hasta los últimos setenta ningún líder político ashkenazí se hubiera dirigido a las aspiraciones sociales o culturales de los mizrajíes (y mucho menos fuera consciente de su asombrosa exclusión) evidencia la extraordinaria ceguera de aquel liderazgo, ceguera que tiene su origen en un simple hecho sociológico: la izquierda era al mismo tiempo defensora de los valores progresistas y la clase dominante en todos los aspectos de la vida social. Como tal, estaba imbuida de un sentido firme de superioridad cultural y económica. Explotó desdeñosamente a los mizrajíes utilizándolos como fuerza de trabajo para acondicionar la tierra y levantar industrias. En Israel, muchos de los mizrajíes sufrieron una severa pérdida de estatus en comparación con el que habían tenido en sus países árabes nativos (esto es ciertamente verdadero para los judíos marroquíes), y su destino guarda una semejanza familiar con la manera con que los colonialistas occidentales trataban a los nativos en África, India o Medio Oriente y después a los trabajadores inmigrantes que vinieron a reconstruir Europa Occidental en la posguerra mundial. Extraña poco entonces que los mizrajíes […] desarrollaran una desconfianza profunda hacia cualquier cosa de izquierda, secular o liberal y especialmente a la pía retórica ashkenazí del universalismo, que los mizrajíes veían como nada más que una cáscara vacía que cubría los asombrosos privilegios económicos, culturales y políticos que los ashkenazíes habían amasado.
El otro partido del que me llama la atención el cartel en nuestra ruta desde el centro de Haifa hasta el monasterio de Stella Maris tiene también mucho que ver con todo esto. Se trata de un póster de colores negro, blanco y amarillo y del que lo llamativo es que, no siendo de Likud, cuyos colores corporativos son otros, en él aparece el retrato de Benjamin Netanyahu al lado del de su candidato. El partido en cuestión es el Shas, conservador y religioso y fundado en 1984 por el carismático rabino sefardí Ovadia Yosef con el propósito de luchar contra la discriminación de los sefardíes y los mizrajíes, comunidades a las que sigue perteneciendo la inmensa mayoría de su base electoral. Su candidato es Aryeh Deri, y uno de sus lemas de campaña para estas elecciones es «Reforzar a Bibi, proteger el judaísmo». Bibi es el muy popular apodo de Netanyahu. Es decir, Shas hace algo así como que, en España, Podemos incluyera en sus carteles, al lado del de Pablo Iglesias, el retrato de Pedro Sánchez y su campaña se basara en prometer ser un aliado fiel del PSOE (aunque, bueno, cualquier día…).
Llegamos por fin a Stella Maris montados en un teleférico con forma de bola. Esto dice nuestra entusiástica guía, que marca el lugar con la estrella azul:
La orden carmelita, hoy presente por todo el mundo, se fundó a finales del siglo XII, cuando los peregrinos cruzados, inspirados por el profeta Elías, optaron por llevar una vida ermitaña en las faldas del monte Carmelo. El monasterio «Estrella del Mar», cuyo edificio actual data de 1836, regala unas vistas espectaculares del Mediterráneo. Al visitarlo, hay que taparse las rodillas y los hombros y, los hombres, quitarse el sombrero.
Entre las hermosas pinturas del techo y la cúpula de la iglesia están retratados Elías y el carro de fuego en el que se dice que subió a los cielos, el rey David con su arpa, los santos de la orden, los profetas Isaías, Ezequiel y David y la Sagrada Familia con los cuatro evangelistas.
De camino a la entrada de la iglesia, la pirámide con una cruz de hierro forjado en la punta es un monumento conmemorativo a los 200 soldados franceses enfermos y heridos, hospitalizados aquí, que fueron masacrados por los otomanos cuando Napoleón volvió a París en 1799.
La Stella Maris es la Virgen María; una guía —escribía Pascasio Radberto en el siglo IX— a seguir en el camino hacia Cristo «para no zozobrar en medio de la tormenta que alza olas en el mar». San Bernardo de Claraval escribía a su vez en el siglo XII que «si surgen los vientos de la tentación, si te arrojan contra las rocas de la tribulación, mira a la estrella, llama a María. Si te golpean las olas del orgullo, de la ambición, de la envidia, de la rivalidad, mira a la estrella, llama a María. En caso de que la ira, o la avaricia, o el deseo carnal asalten con violencia la frágil embarcación de tu alma, mira la estrella, llama a María».
Según la tradición carmelita, el 16 de julio de 1251 la Virgen se apareció a san Simon Stock en el lugar en que ahora nos encontramos. Era Stock el superior general de una orden que aquí tenía su asiento, originada en un grupo de ermitaños que como explica nuestra guía, inspirados en el profeta Elías, se habían retirado a vivir en el monte Carmelo. Veneraban a la madre de Cristo, y ésta les agradeció de algún modo presentándose ante Stock y entregándole sus hábitos y el escapulario, que se convertiría en el signo principal del culto mariano carmelita. La Virgen prometió además liberar del Purgatorio a todas las almas que hubieran vestido el escapulario durante su vida el sábado siguiente a la muerte de la persona y llevarlas al cielo. Y aquella aparición pasó a convertirse en la Virgen del Carmen, una de las más reverenciadas del panteón mariano y especialmente en la muy mariana España, donde los pescadores y los marineros hicieron de ella su patrona. Yo me acuerdo de mi abuelo Germán en este templo que la homenajea, porque el himno preferido de mi abuelo, la principal de cuyas aficiones era la música de bandas, era la Salve marinera: «Salve, Estrella de los Mares,/ de los Mares, iris de eterna ventura./ Salve, oh fénix de hermosura,/ Madre del divino amor./ De tu pueblo a los pesares/ tu clemencia de consuelo/ fervoroso llegue al cielo/ hasta ti, hasta ti nuestro clamor…». Y pienso también en mi otra rama familiar, la paterna, de la que mis investigaciones me han permitido comprobar que ya en el siglo XVI estaba asentada en el pueblo pesquero —ballenero en tiempos— en el que nació mi padre, Tazones: aquél en el que un Carlos V adolescente pisó tierra española por primera vez a su venida de Flandes para hacerse cargo de la herencia ibérica de sus abuelos. Todos mis ancestros por esa parte menos mi padre, que quebró esa tradición trabajando en una mina de la cuenca del Nalón (aunque hizo la mili por Marina, y hace unos espléndidos cuadros de nudos marineros), fueron pescadores y marineros. Mi otro abuelo, Benigno, era oficial de la Marina Mercante.
Yo, en cambio, no sé nada del mar. Habré montado en barco dos o tres veces en toda mi vida (aunque una de ellas fue en un barco de pesca, a cuya tripulación acompañé durante toda una jornada de faena a fin de escribir un reportaje); y el mar me es tan ajeno como el campo que fue sustento de mi familia materna, oriunda a su vez de distintas aldeas interiores del concejo de Villaviciosa. Pienso en ello también mientras, sentado en uno de los bancos de la iglesia, contemplo los bonitos frescos que decoran su cúpula; en qué distinto es mi mundo con respecto al de todas las generaciones que me precedieron. Y entonces, el fluir de ese pensamiento desagua en una pregunta que me sorprende y, de algún modo, me sobrecoge: mi mundo es otro, pero ese mundo, ¿es un mundo en realidad? Intentaré explicarme: para mis ancestros —creo—, pescador o labriego no eran meras profesiones, sino toda una arquitectura mental y social; no algo de lo que vivían, sino en lo que vivían. Nacían prácticamente agarrando una nansa o una fesoria y a ellas aferrados morían. Vivían una vida dura y que yo no envidio en absoluto, pero anclada a un conjunto de certidumbres existenciales. Su barca, su tierra, su Virgen, sus fiestas de guardar. Yo soy periodista y corrector de estilo por una carambola de la vida y sin que, en este siglo que ha logrado la cuadratura del círculo de hacer estructural la precariedad, nada me asegure que vaya a seguir siéndolo mucho tiempo. Y yo tengo suerte. El currículum de algunos de mis amigos es ya una lista de más de cuarenta sucesivos empleos. Javi Cayado, por ejemplo, hoy es profesor de secundaria de asturiano y ha alcanzado por fin una cierta estabilidad, aunque, interino como es, va saltando de centro en centro; pero antes fue siendo entre otras cosas repartidor de periódicos gratuitos, camarero de pulpería y de McDonald’s, vendedor de tijeras de podar, guardia de seguridad, talador de eucaliptos, montador de carpas, limpiador de bandejas en el restaurante de Ikea y profesor de español para extranjeros en la Universidad Popular. Y ése no es en absoluto un cursus honorum excepcional en estos tiempos que corren. Mi generación sí tiene un mundo, pero son las «rocas de la tribulación» de las que hablaba Bernardo de Claraval. Y ya no tenemos una Stella Maris que seguir.
El Sol declina ya cuando salimos de la iglesia. Pero yo no quiero renunciar al proyectado calonín en alguna de las playas haifíes. Descendemos, pues, hacia ellas. No lo hacemos, empero, en el teleférico, sino andando. Descendemos el barrio residencial de Ein Hayam hasta la autopista que corre paralela a la costa, que atravesamos por un paso subterráneo; y llegamos así no en realidad a una playa, sino a la playa única que es en realidad, aunque cada uno de sus tramos reciba un nombre distinto, la costa meridional de Haifa. Nosotros no llegamos a uno de los tramos famosos, sino a uno más anodino, pero es bonito igualmente, y la luz dorada del atardecer realza su sencillo atractivo. Hay gente haciendo footing, parejas provectas paseando calmosamente del brazo y dueños que pasean a sus perros. Vemos también a un padre que enseña a su hijo a pescar. No hay nadie bañándose y, de hecho, casi todo el mundo va bien abrigado: no hace exactamente frío, pero está fresco; no dejamos de estar en invierno. Raquel no tiene la menor intención de bañarse, pero yo, inasequible al desaliento, me desvisto pese a todo hasta quedar en bañador y me meto resueltamente en el agua, que encuentro sorprendentemente agradable: fría, pero de un frío tolerable y al que el cuerpo, inicialmente reticente, se acostumbra rápido, como el del Cantábrico en verano.
Orientada perfectamente hacia el oeste, ésta es una de esas costas especiales en las que el Sol se pone por detrás del horizonte marino, sin nada que le estorbe ese cósmico chapuzón. Y este sol en concreto prorrumpe en un estallido de colores naranja que me hace recordar algo que me dijo Roberto Blatt cuando lo entrevisté en Madrid para El Cuaderno: «La realidad puede permitirse cosas que ni el arte ni la literatura pueden. Los artistas saben muy bien que no pueden poner los colores de algunos amaneceres o atardeceres en un cuadro, porque quedaría cursi. Sólo la naturaleza se puede permitir determinados espectáculos».
De vuelta ya en el centro de Haifa, nuestra jornada termina con una espléndida cena en Ein ElWadi, un libanés cercano a nuestro hostal, cena que pagamos en parte con el dinero encontrado en un monedero tirado en la calle y sin ninguna documentación. Pedimos tacos de queso árabe frito —una delicia—, unas bolas de falafel y sendos untables: una crema de berenjenas llamada mutabal y otra de pimientos con nueces de nombre muhammara. Y al terminar, nos ofrecen un té que da en ser un muy reconfortante colofón a nuestro día, que ha sido largo e intenso. El de mañana va a serlo también, por lo que decidimos no ir finalmente, como teníamos pensado, a tomar algo a Li Bira, una cervecería cercana también a nuestro hostal cuyo dueño, Leonid Lipkin, elabora sus propias cervezas artesanales. Habrá más días —concluimos— para el epicureísmo cervecero, del que seguro que Jerusalén, donde estaremos seis días, también tiene sus mecas.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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