La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista

Pedro Luis Menéndez reseña 'La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista', de Pablo Batalla Cueto, «un libro de historias, de microhistorias y de conversaciones a través de los siglos» cuyas páginas «están llenas de bien, verdad, justicia y belleza», que se presenta el 17 de diciembre a las 20:00 en la Casa del Libro de Gijón, y del que incluimos su introducción.

La virtud en la montaña, de Pablo Batalla Cueto

/una reseña de Pedro Luis Menéndez/

Desde hace tiempo, los libros de autoayuda han alcanzado tanto éxito que hasta poseen secciones especiales en las librerías. Los hay de todo tipo y, entre ellos, los que desde el mundo del deporte intentan transmitir enseñanzas aplicables a cualquier otra faceta de la existencia humana. Tienen su público y algunos de sus autores alcanzan cierto reconocimiento. Aunque no siempre lo parezca, todos ellos, de una manera más o menos explícita, reflejan ideologías concretas y modos de ver o de mirar el mundo también concretos. Su contenido se compone de consignas, lemas y grandes frases que se repiten de unos autores a otros y que pretenden ayudarnos a triunfar, a ser felices, a alcanzar el éxito en los negocios, en el amor, con la pareja, los hijos, las mascotas o los árboles. Pues bien: si tomamos la estructura común de todos esos libros y le damos la vuelta como un guante, aparecería el libro de Pablo Batalla Cueto La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista, que resulta ser justamente lo contrario a un libro de autoayuda: frente a la banalidad, la reflexión; frente a las modas, la búsqueda de lo esencial; y sobre todo, tratándose de un libro, frente a la lectura apresurada de lo insulso, la degustación tranquila de sus páginas.

La virtud en la montaña está dividido en dos grandes bloques: en el primero, el análisis riguroso y detallado de cuáles son los dos tipos de montañismo antagónico que conviven hoy, con la tristeza de que el segundo tipo va ganando terreno; y un claro posicionamiento por parte del autor: «Es contra ese thatcherismo alpinista que se escribe este ensayo y en defensa de un montañismo convencido, cono Montaigne, de que “es el goce, no la posesión, lo que nos hace felices”». La segunda parte, a su vez, reúne semblanzas que convocan, «entre otros, a la Institución Libre de Enseñanza, al sacerdote salesiano Alberto María de Agostini, a John Ruskin, a George Mallory, al Che Guevara y a varias mujeres que en distintas épocas encontraron en la montaña, y siguen encontrando hoy, un espacio de liberación y reivindicación feministas».

El libro parte de la crisis de los clubes de montaña tradicionales frente al éxito desmedido de las competiciones en alta montaña (todo tipo de ultratrails) y nos habla de velocidad y alienación; de un «totalitarismo célere» al que, si «hubiera de diseñársele una bandera de estética nazi, su esvástica no podría ser otra que el reloj» o de una cultura del desecho que incluye ya a seres humanos como Tsewang Paljor, Green Boots, cuyo cadáver «se convirtió en punto de referencia de las expediciones que acometían el Everest por su cara norte». Se cuestiona asimismo en y con profundidad alguno de los eventos de moda también en la Asturias en que ha nacido su autor, como el DesafíOSOmiedo.

En la segunda parte, con el título de Vidas ejemplares, se enterarán ustedes de que Henriette d’Angeville y sus guías, tras hacer cumbre en el Mont Blanc, organizaron un pequeño banquete de champán y tostadas. Conocerán el primer grupo de montaña femenino del mundo o a Annie Smith-Peck, la primera mujer que subió el Cervino en pantalones y una alpinista que ascendió su última cumbre a la edad de 82 años. Pero también les cautivará Casiano de Prado, o por supuesto John Ruskin o John Muir.

Paisaje montañoso con camino, por John Ruskin

Y poesía, mucha poesía, porque el libro está lleno de poemas y de versos como los de Geoffrey Winthrop-Young (en traducción del también asturiano Jaime Priede):

No he perdido la magia de los largos días:
vivo en ellos, todavía sueño con ellos.
Aún soy bajo las estrellas el dueño de los caminos,
el hombre libre de las colinas.
Con mi reloj de cristal hecho añicos, diluida ya la arena,
me resisto en las alturas, me resisto en las alturas que conquisté.

Winthrop-Young, con una pierna perdida en la primera guerra mundial, se fabricó una ortopédica de metal con la que realizó decenas de ascensiones en los Alpes. Conocerá también el lector las ideas pedagógicas de Kurt Hahn, o escuchará el tran, tran, pum, pum, de las mujeres. Sin olvidarnos de los intermezzi y de la coda, textos en los que el Pablo narrador y lírico abre una ventana casi tímida (ni siquiera aparecen en el índice) entre la solidez del Pablo ensayista.

Con todo ello, Pablo Batalla ha escrito un libro reivindicativo, comprometido con una visión del mundo: lenta, ilustrada y anticapitalista, como detalla el subtítulo, frente a la tiranía del reloj, la velocidad y el consumo. Es además un libro contemplativo, en la mejor tradición de los andariegos que buscan el silencio y la reflexión desde la paciencia y el compartir. Un libro para leer lentamente, disfrutando de sus historias. Un libro ilustrado, con múltiples citas y referencias; un libro humanista cuando las humanidades se nos van o ya se han ido. Un libro anticapitalista, con una argumentación muy poderosa para demostrar que es la tiranía del capital quien nos obliga a la prisa, a la velocidad, al consumo desaforado. En definitiva, a correr.

Su autor, Pablo Batalla Cueto, un gijonés del ochenta y siete, es licenciado en historia y ejerce como periodista en distintos medios. Actualmente es director del periódico de la Semana Negra y coordina la revista cultural El Cuaderno. Hace sólo dos años publicó también en Trea su primer libro, que llevaba como título Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, «Churruca».

Subrayo lo de licenciado en historia porque este es un libro de historias, de microhistorias y de conversaciones a través de los siglos, y ojalá lo sea también con el futuro. Sus páginas están llenas de viajes, propios y ajenos; de lugares, propios y ajenos, y de muchas personas, asimismo propias y ajenas. Sí, yo diría que es sobre todo un libro de personas frente al anonimato de lo global, empezando por la propia y sentida dedicatoria («A mi padre, por todos los días azules de mi infancia»), que en el fondo anticipa todo lo que va a venir: eslabones de una cadena estirada hasta el límite en nuestros días, tal vez rota ya para siempre.

Entre las ocho acepciones de la palabra virtud en el diccionario de la RAE, la sexta señala que la virtud es la «disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la verdad, la justicia y la belleza». Y las páginas de este libro están llenas de bien, verdad, justicia y belleza. Un libro para leer despacio, para degustar.

Courmayeur, por John Ruskin

Introducción del libro

Recordaba aquel día Julius Kugy sus escaladas de juventud en lo que entonces eran aún «paisajes intactos» y él había conocido liberadores, sin artificio, sin profanadores «pasos trucados», sin refugios convertidos en hoteles de altitud. La edad de los héroes. Con Andrej Komac y Matija Kravanja, Kugy había sido, en 1880, el primero en ascender el Škrlatica. Con Komac, había recorrido por primera vez, un año después, la arista oeste del Triglav. Y en 1904 había sido el primero en ascender el Montaž. Mucha agua había corrido bajo el puente desde entonces; y ahora, maduro ya, Kugy se entregaba, sumiso, al abrazo apacible de la melancolía; a la añoranza de un montañismo cuyas ascensiones aún eran «largas y rudas», las montañas «más salvajes y más grandes», su escalada «una verdadera expedición» en la que aún se experimentaba «el indecible placer de un viaje de descubrimiento. Muchas cimas retiradas —evocaba Kugy— no tenían nombre en el repertorio popular. Salvo algunas principales, la mayor parte no habían sido aún escaladas». En aquel tiempo que fue efímero y fue glorioso, «un viento de cuento de hadas soplaba en las gargantas oscuras» y aún envolvía las cumbres una «atmósfera de ignorancia y de misterio».

En estas ensoñaciones se hallaba sumido cuando una aparición repentina y fastidiosa vino a sobresaltarlo. Lo relatará en uno de sus muchos libros: se trataba de

un hombre a pasos apresurados, transpirando, jadeante. Sin una mirada a las bellezas de la naturaleza, los ojos fijos en el camino y el reloj en la mano. «¡En dos horas, catorce minutos, cuarenta segundos!», exclama con aire de triunfo, pasando de largo […] No trae noticias de una desgracia, es el hombre cronómetro, el hombre récord. Mide su placer y su éxito en la brevedad de tiempo […]. No podremos decirle cuánto sentimos que haya perdido la ocasión de ver más y que haya pasado corriendo junto a bellezas que no ha notado.

No era indignación lo que, a la vista penosa de aquel plusmarquista, sentía quien más ha amado nunca los Alpes Julianos, sino algo más parecido al desconsuelo de quien cediera a otro una posesión muy querida y la viera maltratada por su nuevo propietario. Nada se podía hacer: otro tiempo había venido distinto a aquel con la lógica despiadada con el que el mañana, tirano implacable, se adueña siempre del hoy y masacra sus cosas. De ciegamente correr empezaba a tratarse en vez de caminar dejándose abrumar de sublimidades los admirados sentidos; de ya no deslumbrarse como Leslie Stephen de que en la montaña uno encuentre «la mezcla armoniosa de ciertas vetas de emoción que no se pueden disfrutar juntas en ningún otro entorno». De que, por las mismas fechas, Albert Mummery también escribiera esto:

Encontré un día a las once de la mañana a un hombre que ya había efectuado la ascensión al Charmoz. Parecía muy orgulloso de su empresa y, desde luego, debía haber caminado con extraordinaria celeridad. ¿Por qué —me pregunté— habrá andado tan deprisa? ¿Cómo un individuo dotado de ojos y de alma puede abandonar las agrestes bellezas de la cresta del Charmoz, cambiándolas por la grey de los turistas que llenan y hacen insoportables las tardes de Montenvers?

Corrieron más tarde los decenios; los siglos incluso, y aquel advenimiento indeseable no se detuvo. Por mor de lo que en este libro llamaremos, parafraseando a Polanyi, una «gran transformación», lo desconcertante se volvió corriente; aquellos conatos de estólido montañismo veloz, tropeles omnipresentes de enjutos galgos humanos que se han ido apropiando de los caminos con el fulgor temible de una fe ascética en la mirada. Son los runners. El más esclarecido de ellos, Kilian Jornet, gran estrella mundial de las carreras de montaña y los récords de velocidad en el ascenso y descenso de varios picos emblemáticos de todo el globo, afirma que «en montaña, cuantas menos emociones manejes, mejor», pero a nadie o casi nadie escandaliza al decirlo. Sabemos por qué razón. Jornet no evade las coordenadas mentales de nuestra era al enunciar sus ambiciones abúlicas; no nada a contracorriente del curso actual de la civilización. Habla, en cambio, con la voz de su siglo; y es esa voz la voz de las máquinas, triunfante lo que Lewis Mumford llamara civilización de la máquina y a lo que atribuyera como características definitorias la supeditación a la regularidad temporal, la eficiencia, la desaparición de la distancia, la uniformidad, la estandarización y la supeditación a la máquina y al consumo que ella dicta. Naufragando, y siéndoles dulce, en ese océano, entregándose a esa gran transformación mecáfila, se hallan todos los órdenes de la vida en el momento presente. En nuestro tiempo (son palabras de Alexander von Mitscherlich), «el hombre degrada la expresión y el movimiento de su humana figura a la neutralidad, se esconde en el aparato»; se acurruca en «prótesis totales», y «cuantas más de estas prótesis pone a su servicio, más se debilita la figura humana a la que sirven».

The Dent d’Oche range on the south side of Lac Leman from Vevey, Switzerland, por John Ruskin

Dos montañismos coexisten hoy. El uno, «olvidando lo útil, no pensando nada más que en lo bello» (Taine), sigue buscando, como Julius Kugy, el desmayo maravilloso de los síndromes de Stendhal; en la montaña encontrando un espacio de transformación y amejoramiento humanistas; en ella ejercitando valores como el desprendimiento, la cooperación, la falta de ambición, la sencillez, el epicureísmo, la reflexión filosófica, la sensibilidad estética, las convicciones ecologistas; desde ella disintiendo de la troika infame del reloj, la velocidad y el consumo y proclamando con Federico García Lorca que es imprudente vivir sin la locura de la poesía. El otro, muy en cambio, Kilian Jornet lo encarna y es funcional a aquella: un montañismo anhedónico de espantosos hombres útiles, eficientes, competitivos, militarizados, súbditos sumisos del reino de la cantidad que —hoy que, como escribe Tomás Sánchez Santiago, «se tiene miedo a las palabras, a los jugos luminosos y crudos de las palabras. Y se emplea el lenguaje metálico y sin alma de las cifras»—, ya no escriben crónicas sobre el fulgor trémulo del sol derritiendo la última nieve o «los extraños hilos de la asociación del rojo y el azul en un ocaso glorioso», sino que compilan registros desoladores de calorías gastadas, pulsaciones por minuto, longitudes de zancada, segundos en movimiento y otros parámetros de la nada, empeñados en contradecir a Reinhold Messner cuando afirma que «una experiencia o una aventura no son mensurables. Puedes medir lo rápido que alguien asciende paredes de cincuenta metros, pero eso no es alpinismo».

Lo que es peor, el segundo de esos montañismos antagónicos va ganando terreno al primero. Cautivo y desarmado el ejército ateniense, van alcanzando las tropas espartanas sus últimos objetivos militares; también los montañosos. Decae el uno al tiempo que el otro insurge y ocurre, por ejemplo, que los clubes de montaña menguan en afiliación, ven incrementarse la media de edad de sus miembros y desesperan por atraer savia joven que garantice su supervivencia mientras esos mismos jóvenes abarrotan maratones que, con frecuencia, reciben varios miles de solicitudes para apenas unas decenas o cientos de plazas. De competir se trata estos días; de no dejar de hacerlo en ningún momento; de incluso el ocio convertir en negocio.

Es contra ese thatcherismo alpinista que se escribe este ensayo y en defensa de un montañismo convencido, como Montaigne, de que «es el goce, no la posesión, lo que nos hace felices». Creemos elocuente y compendioso su subtítulo: Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista. Lento, porque en la estela del manifiesto Slow mountain de Juanjo Garbizu, hacemos nuestra la convicción de que nada bueno se ha conseguido jamás deprisa y corriendo; de que solo en el campo semántico de la paciencia se alcanza la excelsitud humanística y de que la velocidad arruina e idiotiza. Ilustrado, porque no lo es este alpinismo presuroso que buscando el apagamiento de los sentidos renuncia al aprendizaje que a través de ellos se obtiene; que no busca conocer, sino que lo conozcan; que no se atreve a saber, porque no se atreve a detenerse ni a renunciar a los laureles equívocos del éxito deportivo. Y anticapitalista también, porque solo tal puede ser el ejercicio total, sincero, de estos principios que colisionan inconcesivamente con los que animan y sostienen la tiranía del capital.

Nuestra pretensión es adentrarnos en esa «gran transformación» montañera y sus manifestaciones presentándola como inserta en lógicas generales de nuestra época que también intentaremos cartografiar, convencidos de que no se entiende la hoja sin comprender el árbol que la segrega y acoge. El lector irá encontrando así excursos sucesivos sobre, entre otras cuestiones, el matrimonio exitosísimo que anuda en una antigua simbiosis al capitalismo con el deporte, haciendo a este servir a los intereses de aquel y funcionar como correa de transmisión de sus inicuos valores; la aceleración generalizada de la vida contemporánea, convertida en un fascismo velocitario que, como todo totalitarismo, ejerce presión sobre las voluntades y acciones de los sujetos, es ineludible, es omnipresente y ha conseguido que sea casi imposible criticarlo y combatirlo; el reemplazo generalizado, en esto que William Morris llamara la era del sucedáneo, del compromiso por el altruismo, modelos de trabazón comunitaria cuya diferencia crucial —adelantemos que la misma que hay entre lo sólido y lo líquido— procurará ser explicada con remisión a los escritos de César Rendueles sobre el particular; la historia de la estafa insidiosa conocida como obsolescencia programada; las innúmeras formas del sexismo sutil del siglo XXI en Occidente; lo que con Joan Santacana llamaremos «la gran poda de las humanidades»; lo que con Almudena Hernando llamaremos «la fantasía de la individualidad» o el triunfo pavoroso que, décadas después de muertos sus acuñadores, cosechan en estos días las filosofías de Max Stirner, Filippo Tommaso Marinetti o Ayn Rand. Esperamos que ese enfoque no resulte tedioso a un lector que, prefiriendo un ataque directo a cima, se encuentre un itinerario agotadoramente meándrico. Creemos de cualquier modo, como Stevenson, que «un sendero que atraviesa una pradera con obstinación e irresponsabilidad humanas, con toda la grata protervitas de su dirección cambiante, siempre será algo más parecido a nosotros que una vía de ferrocarril trazada por un ingeniero a través de un terreno complicado».

La segunda de las dos partes en que hemos dividido este libro consiste en una serie de semblanzas de alpinistas e instituciones que en los últimos dos siglos y medio hicieron de la montaña parte o envoltorio o columna vertebral de una pasión humanista más general y encontraron en ella una sinfonía de intersecciones; un escenario más de entre los que ofrecen la posibilidad de un desenvolvimiento promiscuo de todas las expresiones de la alta cultura, y también la adquisición y puesta en práctica de una conciencia política progresista. Convocaremos allá, entre otros, a la Institución Libre de Enseñanza, al sacerdote salesiano Alberto María de Agostini, a John Ruskin, a George Mallory, al Che Guevara o a varias mujeres que en distintas épocas encontraron en la montaña, y siguen encontrando hoy, un espacio de liberación y reivindicación feministas. Y convocaremos también, a modo de contraejemplo, al corredor Josef Ajram, paradigma de la putrescencia moral e intelectual del mundo contemporáneo. Por otro lado, a lo largo del libro, el lector irá descubriendo también, acomodados aquí y allá entre dos capítulos, cuatro pequeños y así llamados intermezzi de pretensión —esperamos que no fallida, aunque abrigamos algún temor al respecto— más literaria y lírica que ensayística, sustentados en algunas experiencias personales del autor.

Ha quedado introducido lo fundamental, y hora es ya de iniciar esta modesta expedición ensayística que fuimos aquilatando, en diálogo fecundo y caminado con compañeros de excursión y de la vida a los que rendimos tributo de gratitud en los «Agradecimientos» enumerados al final del libro, en expediciones reales a Collado Jermoso por Asotín y por Fuente Dé, a peña Castil, al Jultayu, al Precornión, a la torre de la Párdida y a la de los Traviesos, a la sierra de Peñamayor, a la de Híjar, a las Ubiñas, al dios Tiatordos, al cercano, mil veces ascendido y nunca descreído Pienzu. Otro temor nos asalta debido a ello: que hayamos incurrido en el nacionalismo metodológico de sobrerrepresentar la tierra de la que provenimos en los ejemplos de que aquí echaremos mano para ilustrar nuestras afirmaciones, comprometiendo el interés que este libro pueda concitar fuera de ella. Sea como sea, secundamos a Xuan Bello cuando dice que Dante Alighieri o William Shakespeare no hicieron nada distinto: colocaron el lugar del que provenían en el centro del Universo; de él hablaron en vez de hacerlo de una globalidad sin raíces.


La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista
Pablo Batalla Cueto
Trea, 2019
344 páginas
24€


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

2 comments on “La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista

  1. Noé Valdés

    Lo mejor de este ensayo es que te hace pensar y reflexionar sobre la forma en que vivimos. A través del montañismo, como hilo conductor, disertar el autor sobre la diferencia de cómo pasar por la vida, disfrutando, o que la vida pase por nosotros a toda velocidad. La importancia de realizar actividades, trabajos y proyectos en grupo o de forma individual. ¿Que está pasando con la globalización, ya dejó de ser la panacea que solucionaría los problemas del mundo? Al parecer lo local no es tan malo y parece ser más sostenible. ¿Es necesario comer melones en invierno y naranjas en verano? ¿A dónde nos ha traído el consumismo y el capitalismo? Al agotamiento y deterioro del planeta, quizá. Es un libro que da para pensar y en la segunda parte para conocer algunas de las grandes conquistas realizadas por montañeras y montañeras. Enhorabuena.

  2. Pingback: Libros técnicos y literatura de montaña - Anaïs Libros

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