/ por Fermín Herrero /
Con su primera incursión en la narrativa, Antonio Manilla ha obtenido el Premio Encina de Plata, sin lugar a dudas uno de los más prestigiosos del género, sobre todo por el jurado que habitualmente lo concede, en su caso con cuatro de los nombres mayores de la novela española contemporánea: Gonzalo Hidalgo Bayal, Luis Landero, José María Merino y Luis Mateo Díez, ahí es nada. Por tanto, la calidad de Todos hablan está más que garantizada. Y era un debut arriesgado, por cuanto ha optado por la media distancia, la novela breve, lo que los franceses llaman nouvelle.
Los mimbres de la novela policíaca, administrados como es de rigor, para traslucir sin transparentar el misterio, se diseminan a lo largo de las páginas. Al asesinato inicial se van uniendo otros, en apariencia ejecutados por la misma mano; a los policías locales las altas instancias políticas les obligan a investigar con refuerzos marisabidillos y sospechosos venidos de la corte, no se sabe si para ayudarles o para confundirlos; aparece un curtido periodista tipo sabueso, que se busca la compañía hambrienta de trepamiento de una joven dispuesta a comerse lo que le echen y tragar los sapos que hagan falta… La mímesis es de tal calibre que sin duda nos encontramos ante una parodia en toda regla, para solaz y esparcimiento del lector avisado. De tal manera que al presunto asesino en serie a descubrir se le califica de Jack el Destripador de vía estrecha, que el subcomisario Grandoso se asemeja a Watson mientras investiga al lado de su jefe Mellanzos, tan pagado de su perspicacia y olfato instructor que se tapa la boca al comentar la jugada con su subordinado cual futbolista de élite en uno de sus trascendentales intercambios de pareceres.
Este contrafacto articula la trama y se proyecta, a modo de plantilla, sobre un fresco realista de una ciudad de provincias actual, Entrerríos, entre los tutelares Bernesga y Torío, su Vetusta particular, con la misma asfixia de los sitios pequeños a merced de rumores y maledicencias, trasladada un poco más tierra adentro, municipal y espesa, inmovilizada en sus hábitos y rutinas: «en una ciudad pequeña hay cosas que nunca cambian, aunque lo hagan los tiempos». El vulgo errante que deambula por las calles, antros, tugurios, baretos y lupanares, muchos, a buen seguro, trasunto de personajes reales, en función del sarcástico aviso previo del propio autor: «Esto es una obra de ficción. Cualquier discrepancia con la realidad es mera coincidencia», es otro de los atractivos, y no menor, del libro; desde el gobernador civil, ahora delegado gubernamental, esperpéntico golfante con ínfulas de poetastro, al celestino Dimas, alias el Vividor, compinche de francachelas y «concejal por la lista de un partido de ultracentro»; desde los próceres del sanedrín, fuerzas vivas venidas a menos, hasta una comunidad trapera de furtivos amantes de la literatura. No conviene olvidar en este sentido que León quizá sea la única ciudad española que conserva una atmósfera libresca incluso de bajos fondos, no ya bohemia o underground, pero sí con voluntad marginal, casi secreta.
En consecuencia, el verdadero protagonista de esta novela corta es el espacio: Entrerríos, «urbe levítica y putañera, ciudad raposa», porque «las orejas de la ciudad lo escuchan todo». Con frecuencia da la impresión de que el narrador adopta el punto de vista de la conciencia colectiva del pueblo, digamos, y como quien no quiere la cosa, al modo de los maestros del género Raymond Chandler y Dashiell Hammett, pone el dedo en algunas llagas y lacras socioeconómicas del presente. Ahora bien, Manilla se cura en salud del localismo aparente con la cita inicial del poeta polaco Czesław Milosz: «Si algo existe en un lugar, existirá en todos». De hecho, los temas que se desprenden de la acción (las corruptelas políticas y su derivación en los cenagales del sexo o de la droga como base y sustento del sistema, los abusos del poder, logrado mediante autopromoción sin barrera ética alguna, el peso inusitado de cualquier idea turística por descabellada que sea, la censura férrea en los tiempos del exceso de información, la dependencia absoluta de la prensa de los designios de sus dueños, lo poco que cuesta comprar el silencio de quien puede destapar chanchullos…) valdrían para cualquier rincón de Occidente y aun del mundo con la globalización: «Así se hacen muchas cosas en provincias. Y en las capitales. Ni en la corte ni en la aldea existe exclusividad en materia de brumas, oscurantismo y presiones en una época turbia como un charco e impune como ninguna otra».
No me resisto a mentar los jugosos meandros paralelos a la urdimbre policial o las gratas digresiones en torno a las estaciones ferroviarias, el gótico del lugar o la cannaba latina, por donde asoma el amor a la historia de Roma del autor. Entre ellas, cabría destacar el conciso capítulo dedicado a la elipsis, que vale por sí mismo un potosí y por estar este recurso retórico tan olvidado en nuestros tiempos de papilla deglutida argumental y prosa desnutrida de diversificación para el lector al que se toma por imbécil redomado (especialmente, por cierto en los superventas de género negro que no voy a nombrar), siendo la madre del cordero de toda expresión artística que guarde el debido respeto hacia el destinatario del intento.

La novela rezuma por el contrario literatura seria por todos sus poros. Ya el título —que se extrae de una apreciación del único poeta publicado del grupo de los encubiertos: «Todos estos crímenes hablan, pero nadie escucha», título a su vez de una recopilación de artículos de su paisano Julio Llamazares— nos trae a la cabeza aquel Todos mienten de Soledad Puértolas, pero es que luego muchos de los epígrafes de los capitulillos que la componen remiten a diferentes escritores; así, por poner algunos, «Deixis en fantasma» a Ángel González, «Los nombres de la tierra» a Eugénio de Andrade, «La fiel infantería» a Rafael García Serrano, «Amapolas en las cunetas» a Alejandro Céspedes, «La noche oscura» a san Juan de la Cruz, «Vientos del pueblo» a Miguel Hernández, «Una ciudad en llamas» a Juan Rulfo, «La certeza de Áyax» a Sófocles u «Ofelia sigue muriendo» a Shakespeare. Y no acaba ahí el dialogismo con la tradición: se saca a colación a William Blake, al conde de Lautréamont a partir de su imagen por excelencia del surrealismo o a Thomas de Quincey a cuenta de Del asesinato considerado como una de las bellas artes; e incluso, creo, a Álvaro Cunqueiro, al que por mor de lo políticamente correcto —que siempre se pone en solfa en la novela, pues Manilla no es precisamente de los que comulgan con ruedas de molino— se le quita el nombre de una callejuela residual de las afueras —metáfora de la consideración de la literatura en nuestra sociedad— para asignárselo a una de las meretrices sacrificadas, marroquí por más señas.
Ya el capítulo sexto, «Senderos bifurcados», alude a Borges, referencia que va más allá de la mera mención, pues el conjunto de la novela, su desarrollo, corroborado lógicamente por el desenlace, se me antoja, en cuanto a la disposición de la trama y al remedo policiaco, uno de esos artefactos que haría las delicias de Borges y Bioy Casares cuando se confabulaban a dos manos. En ese orden de cosas se inscribe el carácter circular de Todos hablan, pues la resolución enlaza con el preámbulo de hechuras poéticas, de título además tan juanramoniano: «Una sombra sonora». Incluso antes, como frontispicio del texto, se advierte, como broma imitativa a su vez del archiconocido cuadro de la pipa de Magritte: «Ce n’est pas un roman noir».
El tono paródico se sustenta naturalmente en el humor, a veces esquinado, en ocasiones franco, con frecuencia irónico, que en algún episodio, cuando se pone más grueso, atribuye a la raíz popular, con pie machadiano: «el pueblo que hace burla de cuanto ignora en realidad se mofa de todo»; si bien normalmente, entre bromas y veras, se mantiene en una causticidad de media sonrisa sólo para lectores cómplices, aquellos que bien pudieran pertenecer, por la debilidad afectiva que el narrador siente hacia ellos, al grupo clandestino de «bucaneros cofrades» autodenominado «Los traperos del tiempo», «club bibliófilo y sibarita», «esotérica sociedad literaria», «contubernio artístico», tal vez, según la pareja de policías, «logia masónica», verdadero protagonista en la sombra de la historia, aunque se esboce un panorama completo de la vida literaria de la ciudad, desde las recalcitrantes plumas antiguallas hasta los modernos enganchados al nefasto micrófono abierto que se pirran por las performances.
Por una parte, el novelista ha puesto al día —desde las espichas o macrobotellones a las nuevas formas de tejemanejes y componendas— el chispeante costumbrismo de su paisano Luis Mateo Díez, el de Las estaciones provinciales o La fuente de la edad sobre todo, pero por otra se ha alejado completamente de ese modelo paradigmático mediante un estilo personal que limita, por sus extremos, en algunos pasajes sobre los desaguaderos y las cloacas de la vida provinciana con la prosa brillante y esdrújula de Valle Inclán y en otros, de modulaciones líricas, con las filigranas finas de Azorín. La gracia de su prosa radica justamente en esa amalgama resuelta en precisión expresiva, con un manejo deslumbrante del adjetivo («forense creativo», «escote bávaro») y en la sutilidad de fondo, con su dosis calibrada de ingenio, sobradamente acreditado en su labor periodística.
Así que en este estreno en las lides narrativas, un salto que suele ser mortal de necesidad y sin recuperación posible para muchos poetas, Manilla demuestra que es un escritor en el amplio sentido del término, pues domina por igual todos los palos literarios salvo, que sepamos, el dramático. En cuanto al argumento, la sucesión de brevísimos capítulos determina un ritmo trepidante de lectura, en ascuas, sin respiro, con descansos o hitos reflexivos, remansos entre líricos y filosóficos, paréntesis en la trama líneal incrustados como excursos propios de un corifeo de la tragedia griega, en general en primera persona, cada nueve capítulos y remarcados en negrita en el índice. En la vertiente formal, es verdad que la solvencia y solidez de su prosa, antes abordada, está fuera de toda duda, como hemos señalado para quien conozca su trayectoria como articulista, pero en Todos hablan evidencia a mayores su capacidad para concebir una intriga muy bien trabada para revelar, a través de un pastiche literaturizado, desde esa extrañeza, los aspectos de la realidad que normalmente pasan desapercibidos en los tochazos betselleristas de los profesionales de la novela negra o de misterio, de cuya trillada simpleza escapa en todo momento.

Antonio Manilla
Premium, 2020
220 páginas
14,35€

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.
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