/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /
Yo soy un lector empedernido de memorias, biografías y diarios. No sé si alguna vez escribiré las mías: pienso que tiene poco interés para la gran mayoría de personas. He leído a auténticos maestros del género, desde el sincero diario de Samuel Pepys (1633-1703) hasta la magistral biografía de Samuel Johnson escrita por James Boswell (1740-1795), pasando por los textos autobiográficos de Carlos Barral (1928-1989). Me he tragado los densos volúmenes de Giacomo Casanova (1725-1798), viajero ilustrado y amante libertino, así como los del barón de Maldá (1746-1819), un noble ocioso, tacaño y quizás pederasta; también he degustado los comentarios de François-René de Chateaubriand (1768-1848) en sus geniales y punzantes Memorias de ultratumba. He releído los relatos del conde de Segur (1753-1830), confinado en Santa Helena con Napoleón. Se trata de personas que nos escriben desde el Más Allá, desde el emperador Carlos I (1500-1558) hasta De Gaulle (1890-1970), pasando por Winston Churchill (1874-1965). Ciertamente, muchos personajes relevantes nos han dejado memorias que han pasado por mis manos; pero también he leído las de personas casi desconocidas, desde George Samuel Parsons (1783-1854), un marinero a las órdenes del almirante Nelson, hasta camareros o mujeres anónimas violadas repetidamente por la soldadesca soviética en Berlín, como la joven Marie Vassiltchikov (1917-1978). Hay memorias de funcionarios que acompañaron a artistas, como las de Paul Fréart de Chantelov (1609-1694), que acompañaba al gran escultor y tracista Bernini en el Paris de Luis XIV, o las de leales servidores del estado, como Otto Paul Schmidt (1899-1970), quien fuera intérprete de Hitler y lo acompañara por doquier, dado que el Führer no tenía precisamente el don de lenguas. También los poderosos, una vez caídos en desgracia, así como sus secuaces, a menudo dejan memorias o diarios escritos: es el caso del arquitecto de Hitler, Albert Speer (1905-1981), o de Felix Kersten (1898-1960), el fisioterapeuta de Himmler, para no hablar de Li Zhisui (1913-1995), el sufrido médico de Mao, o la hija de Stalin. En todas ellos y ellas he podido comprobar cómo es de traidora la memoria. Cuando se puede comparar lo que dice uno y lo que explica otro sobre un mismo hecho, el historiador se da cuenta del abismo que existe entre ambos. Es entonces cuando percibimos hasta qué punto las personas vemos y analizamos las mismas cosas bajo perspectivas distintas, en función del cristal a través del cual miramos el mundo. Los autores de memorias, sobre todo, quieren justificarse; y, obviamente, cuando es preciso, mienten. Miente Joseph Fouché (1759-1820), el ministro de Policía de Napoleón, cuando habla de sí mismo y de su emperador; miente el emperador cuando en Santa Helena habla de Fouché con el conde de Segur; miente Hjalmar Schacht (1877-1970), el ministro de Economí dea Hitler, cuando habla del racista Rosenberg (1893-1946) y miente éste cuando habla del Reichsbank. Miente Albert Speer (1905-1981), el arquitecto de Hitler, cuando habla de Goebbels (1897-1945) y éste cuando habla del banquero. E incluso Joachim von Ribbentrop (1893-1945) miente pocas horas antes de morir ahorcado y el constructor de aviones alemán, que tan fiel fue a los nazis, Ernst Heinkel (1888-1958) lo hace después de ser juzgado.
Los diarios son cosa distinta de las memorias: se escriben con otra intención, a menudo para recordar lo que hicimos o escribir posteriormente unas memorias. El diario es a menudo un material en bruto, muchas veces sin pulir —excepto cuando se publica muchos años después, cuando ya ha sido afeitado—. A veces los diarios no fueron escritos para ser publicados, pero alguien los publicó: en este caso, su valor es muy diferente, dado que ha pasado otro filtro: el del familiar que lo dio a la imprenta. Este fue el caso de Bernal Díaz del Castillo (1495-1584), conquistador español que acompañó a Hernán Cortés en la conquista de México y que con su pluma dio cumplida respuesta a otro cronista, Francisco López de Gómara. Bernal quería explicar a sus nietos su «verdadera historia» y con ello desenmascaró algunas de las patrañas de Gómara. Todos ellos quisieron escribir historia.
¿Los libros de memorias son lo que llaman hoy algunos memoria histórica? No lo sé; lo que sé es que no son la Historia. Está claro que, si los humanos mentimos cuando intentamos justificarnos por escrito, mentimos todavía más cuando nos justificamos de palabra. La memoria oral es la más traidora: a menudo relatada muchos años después de los hechos, cuando el memorialista ha tenido ocasión de conocer los acontecimientos posteriores a sus relatos, es reinterpretada de forma conveniente por el autor, que destruye de esta forma el relato original. He podido comprobar esta aseveración en innumerables ocasiones, tanto en relatos de testigos próximos (abuelos, bisabuelos o padres) como en los relatos de los supuestos testigos neutrales de los hechos. En una ocasión tuve la posibilidad de conocer a abuelos y abuelas que vivieron bajo el nazismo y el comunismo posterior. Sus relatos parecían verídicos, llenos de ternura y emociones, hasta que pude ver imágenes, fotografías de su pasado: ¡las imágenes desmentían los relatos orales! En mi propia familia se contaba una historia muy interesante de un bisabuelo, muy católico, propietario rural, al que en cierta ocasión, a mitad del siglo XIX, cazando, se le reventó el cañón de la escopeta. La herida se gangrenó y el cirujano tuvo que amputarle un brazo, operación que —según el piadoso relato familiar— resistió frente a una imagen de la Virgen, sin mediar queja ni palabra alguna. Aquel hombre era un santo para mi familia. Recuerdo que en mi casa incluso había colgado en la pared un cuadro de la Virgen milagrosa y las fotos sobre cartón en blanco y negro del bisabuelo, que lo mostraban elegante y serio. La historia se mantuvo hasta que rebusqué en archivos municipales: el abuelo en cuestión había formado parte de la junta revolucionaria que tomó el poder en mi pueblo en la Revolución Gloriosa; había sido un voluntario de la libertad y había ocupado la iglesia local con su milicia, contribuyendo a la expulsión del cura. Transcurrido el tiempo, una familia católica revisó este pasado y lo convirtió en un hombre piadoso.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque he visto cómo en los programas de oposiciones a profesores de ciencias sociales de una comunidad autónoma la memoria histórica se postula como uno de los troncos centrales del examen práctico. Los opositores que opten a una plaza de profesorado deberán conocer esta temática. Al parecer la metodología de la historia tiene su paradigma más importante en este tipo de ejercicios; se trata de hablar con abuelos y abuelas que explican sus experiencias del pasado. Ya soy ya abuelo y nada que objetar, pero mi relato no es la historia: es tan sólo mi memoria, filtrada, manipulada por el paso del tiempo y seguramente mutilada de forma consciente o inconsciente. ¿Dónde está el análisis crítico? ¿En qué lugar contrastaremos la memoria con las fuentes escritas? ¿Vamos a creer el relato de una parte o lo vamos a contrastarlo con el de otras partes? ¿Aprenderán nuestros adolescentes a discernir lo verdadero de lo falso? ¿O les suministraremos la nueva mitología sobre el pasado? Y es que la historia, como cualquier otra ciencia social, tiene su propia metodología. Cuando se olvida esto, se deja de crear una ciudadanía critica, libre y consciente de su lugar en la sociedad.
[EN PORTADA: La desintegración de la persistencia de la memoria, por Salvador Dalí (1954)]

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
Ah, el análisis crítico!. Cuanta falta nos hace en todas las disciplinas!