/ una reseña de Carlos Alcorta /
Entre A puerta cerrada (2017) y el libro que hoy nos ocupa, Luis García Montero (Granada, 1958) ha publicado un libro en prosa en el que reflexiona sobre el lenguaje y la sociedad, Las palabras rotas (2019), libro que guarda, a mi modo de ver, una intensa relación con No puedes ser así, no solo por el uso habitual de las mismas palabras en uno y otro género, ni siquiera por la impronta pedagógica que alienta ambos libros, sino porque asistimos a un paso más en la profunda inquietud por el futuro que recorre sus páginas. En Las palabras rotas, pese a la tergiversación que sufren las palabras y, por ende, los conceptos que estas expresan, se podía detectar aún una gran dosis de esperanza en la poesía y su poder transformador de las conciencias: «El ejercicio de conocimiento que supone la poesía es inseparable de un ejercicio de autoconciencia, de un detenido interrogatorio sobre el yo, o sobre la mismidad, o sobre los procesos que nos constituyen como individuos». En No puedes ser así, sin embargo, esa esperanza aparece ya muy mermada, pese que el primer apartado del libro, «Sin vocación de triste», intente aferrarse a ese propósito tan largamente evocado, como vemos en los primeros versos del poema inicial: «Este libro me estaba esperando igual que una sombra,/ dispuesto a saltar sobre mí desde cualquier esquina./ Y no hay remedio». Ello se certifica en los versos centrales del poema, que podemos leer, más que como justificación, como la necesidad que puso en marcha el conjunto entero de poemas: «Este libro se me pegó a los zapatos./ Cambiaba de tamaño y de lugar según la hora./ Yo lo recibo sin vocación de triste,/ sin voluntad de dar cuenta de mí,/ solo de mí,/ aunque tampoco sobro en estos versos». En estos últimos versos se encierra toda una poética.
Aunque la poesía de Luis García Montero posee un alto componente biográfico, su intención parece más testimonial que confesional. El poema busca la complicidad del lector, pero lo que el poeta comparte con él no es su intimidad («sin voluntad de dar cuenta de mí», escribe), sino, por decirlo así, su sociabilidad, y esta se traduce en que en la experiencia vital descrita siempre tenga un alto protagonismo el nosotros. El compromiso de carácter social y político de García Montero ha estado muy presente en toda su obra desde sus inicios y veremos cómo se ha acentuado en este libro en el que, por otra parte, no faltan los poemas amorosos y los homenajes literarios, como es habitual en nuestro autor.
Aunque de manera solapada, en muchos de estos poemas subyace una vocación didáctica, una llamada de atención, una toma de conciencia que nos obligue a despertar y a ser consecuentes con los cambios tan drásticos que está promoviendo una sociedad cada vez más tecnológica e injusta. Resulta innecesario decir que no estamos ante poemas panfletarios. García Montero sabe sortear las trampas que a veces envuelven los buenos sentimientos. Sus intereses poéticos van en otra dirección: la de considerar al ser humano como un ser libre, solidario, leal, político en definitiva, eso sí, sin descuidar el efecto estético del poema, pero, además, en ellos sabe establecer una distinción crucial entre el yo y el personaje lírico: «Una vez descubiertas las distancias entre el yo y el personaje —escribe en Las palabras rotas—, mi tarea como poeta fue inclinándose hacia el deseo de que mi personaje se acercase cada vez más a las preocupaciones y las realidades de mi vida».
Esas realidades tienen mucho que ver con la implicación política (véase el poema «Democracia tres», por ejemplo) y con el compromiso ético de un individuo que se siente miembro de una comunidad y cumple con sus deberes de ciudadano: «Acudo a mi trabajo./ Vuelvo a decirlo aquí para decirlo/ una vez más, sabiendo/ que el ser es la conciencia de la historia./ No sé nada de dioses, no sé nada/ del Todo y de la Nada a la orilla del mar/ o en la Puerta del Sol/ en donde se regula el cambio de estaciones». Nadie más alejado del poeta encerrado en la torre de marfil que Luis García Montero, poeta de la calle y de los días laborables. De hecho, la segunda sección del libro se titula «El quinto cuarteto», y el quinto elemento no es otro que «gente»: «Entre el fuego y el aire, entre el agua y la tierra,/ vuelve a cruzar la gente. Su sombras es la poesía», escribe en el poema final de la sección, que finaliza con un guiño a uno de sus poetas más queridos, Ángel González, y con esta declaración que sitúa el compromiso ético por encima del compromiso artístico: «No cerraré los ojos al mirar la crueldad./ No ocultaré el dolor con el estilo», pero solo aparentemente, porque ambos se pueden conciliar en los versos, como, por lo demás, demuestran sus propios poemas. No nos confundamos, no analizo la poesía como si fuera un tratado de sociología, pero las preocupaciones de un poeta que no se inhibe de cuanto le rodea, que participa del entramado colectivo no pueden sustraerse a la hora de escribir un poema.
La tercera sección, de igual título que el volumen completo, se inicia asumiendo la dualidad que habita en todo ser humano. El tú al que se refiere el poema reconoce que «Estás aquí, has recibido el fuego./ Quizá todo consiste en mantener/ la llama sin quemar y sin quemarte.// No puedes ser así./ Tampoco puedes ser de otra manera». Esa dualidad se manifiesta en numerosos momentos. La bondad y la crueldad conviven sin aparente contradicción, es bien sabido. En medio de una guerra terrible hay espacio para el amor, en las perores condiciones imaginables surge el arte. Así de compleja es la existencia, y el poema debe reflejarla: «Extraña disyuntiva/ en este mundo que lo mezcla todo,/ los buenos sentimientos y las ejecuciones,/ la música y la muerte». Lo vemos de manera explícita en poemas como «El empecinado», «Mary W. Shelley» o «Canción Pasolini», que comienza con estos versos: «Entra la soledad en mi conciencia/ como la multitud en una plaza.// Bajo el ruidoso frío de la gente/ me conmueve el clamor de mi silencio», estos últimos, junto con alusiones más o menos veladas a Machado, Neruda, Lorca, Miguel Hernández, María Teresa León, Alberti, Vallejo o Gil de Biedma forman parte de los homenajes a los que hacía alusión al principio de este comentario y que se pueden resumir en el magnífico poema «Los poetas», que contiene alguna reflexión de carácter metapoético, siempre abundando en el uso cívico de la palabra poética: «Me habéis visto hacer noche/ en una esquina de cualquier palabra,/ amanecer sin ánimo de lucro/ en un deseo compartido/ con dioses y demonios,/ cruzar la calle, publicar/ amores competentes…».
Luis García Montero ha escrito algunos de los poemas de amor más intensos de las últimas décadas y tampoco faltan en este libro: «Es verdad que son muchos los poemas/ de amor que suelo dedicarte./ Pero en estas palabras/ la cicatriz devuelve su retórica/ y se deja de versos. El amor hace sombras en mi vida,/ descarnado egoísmo,/ todo lo que soy/ cada día mezclado con mi nombre.// Hablo solo de mí, de lo que nunca/ puede tener sentido si me faltas».
No quiero acabar este comentario sin hacer mención a dos poemas. Contra quienes dudan de la sinceridad de sus convicciones y cuestionan que la poesía deba inmiscuirse en el territorio de la cotidianidad, de lo doméstico, García Montero escribe el poema «Te veo venir», un perfecto alegato con claves internas que, con la intención de tapar las bocas críticas, derrocha buena poesía, como vemos en estas estrofas: «Si estás allí,/ a ti que no te gusta mi poesía/ y que dudas también/ de la sinceridad de mis ideas,/ te dolerán las exageraciones […]/ No te enfades conmigo,/ no merece la pena./ Ya que estás muerto en vida,/ descansa en paz como descanso yo./ No hace falta que esperes a tu día de gloria/ para saber lo que te enseñas/ esos retos de plumas/ en la boca del gato». Otro poema, este sin duda más lírico y, probablemente, el más íntimo de todo el libro, es «Pasa la vida». El poeta, por muy enfrascado que esté en combatir las desigualdades y la injusticia, no permanece inmune a los agravios de la edad. Aunque la nostalgia y el sentimiento de pérdida son duelos personales que rara vez se mezclan con lo colectivo, García Montero logra hacerlo con exquisita solvencia: «Cumplida cierta edad, y me permito/ hablar del mudo y de mis años,/ el corazón parece un bar de carretera […]/ En una mesa, al fondo,/ estás entada y sola la memoria/ de un tiempo que no fue del todo mío […]/ Cuando el bar se despuebla,/ la memoria camina hasta la barra,/ dice mi nombre, pone/ dos copas y salimos a la calle/ para mirar la carretera».
Por otra parte, aunque haya optado por lo que él llama «palabras de la calle» («La poesía es un buen sitio para buscar palabras de la calle, palabras que hace tiempo viven entre mendigos, palabras que hemos echado al cubo de basura» escribió), hay una fecunda veta surrealista en muchos de los mejores versos de este libro, acaso porque la realidad se escapa de la lógica de las palabras y busca su propia forma de decirse. La breve historia del mundo que narra No puedes ser así es también la historia de muchos de los que lo habitamos. Quizá una de las mayores virtudes de la poesía de Luis García Montero resida en la complicidad, en la habilidad que tiene para dar voz a aquellos lectores que carecen de ella. Para quien ha escrito que «La emoción, el equilibrio sentimental entre el mundo exterior e interior, surge cuando siento como verdad —como mi verdad— lo que escribo o lo que leo en un tiempo que no es de usar y tirar, sino que es parte de mí, de ese presente que solo existe como negociación entre una experiencia del pasado y una imaginación del futuro que lleva mi nombre. Se trata de una forma libre de vivir en común», probablemente, se me antoja, no haya mejor recompensa.

Luis García Montero
Visor, 2021
148 páginas
22 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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