Entrevistas

Entrevista a Ricardo Martínez-Conde

Gloria Díez conversa con un poeta ajeno al bullicio social y atento a las cosas más pequeñas, como el lento desperezarse de una camelia o el hombre que adecenta el cajero donde va a pasar la noche.

/ por Gloria Díez /

Se diría que Ricardo Martínez-Conde es un maestro de lo breve. Ha publicado haikus, aforismos, poesía, microrrelatos, ensayo… y en plena pandemia añade dos títulos a su ya amplia bibliografía: El lector y El nombre de las cosas. Irónico, con una calculada distancia frente al mundo, sensible, lúcido, el Diccionario Espasa de la literatura asegura que Martínez-Conde se mantiene ajeno al bullicio social; en cambio está atento a las cosas más pequeñas, el lento desperezarse de una camelia o el hombre que adecenta el cajero donde va a pasar la noche.

Enamorado de la duda, la duda es lo único de lo que está seguro, ingenioso y un tanto socarrón, acepta contestar a la entrevista.

Ha publicado recientemente dos libros: un poemario titulado El lector en noviembre de 2020 y El nombre de las cosas, una colección de microrrelatos, en 2021. ¿No ha notado la pandemia?

No solo la he notado, sino que he tratado de prevenirme de su mala compañía. He alimentado, entonces, una de mis raíces —creo que tiene su origen en los anacoretas— y, teniendo como telón de fondo el paisaje propio, he ido dudando lentamente y transcribiendo mis descubrimientos en palabras. Digamos que los dos títulos que cita pudieran tener ese origen (no solo ese) y ahora lo que toca es dudar de nuevo, por aquello del dudar de uno mismo, que es un ejercicio occidental que para sí quisieran los abúlicos orientales (¿Ha reparado en que ellos apenas sonríen? Yo sí).

El lector está publicado en la colección Cortalaire de la Fundación Jorge Guillén, que, por cierto, es la depositaria de su obra. ¿Qué le une a la Fundación?

La Fundación está bajo la advocación de uno de los poetas más claros y sensibles de nuestras letras: Jorge Guillén. Por timidez, a los gestores no les he preguntado todavía por qué me han elegido entre los suyos, pero disfruto navegando en sus aguas (Guillén era un poeta marino) y yo soy atlántico y soñador, según mi padre. Sospecho, eso sí, que dado que Antonio Piedra, el director, tiene un fino sentido del humor, tal vez ahí resida una parte del secreto; la otra, que están asesorados por un asturiano sabio y bueno que se hace llamar José Ramón González. Y no quiero olvidarme de la marinería. Con esa tripulación, yo levo anclas hacia donde sea.

Ha escrito y publicado hasta siete volúmenes de reseñas con un título genérico: Al calor de la lectura. Su libro de poemas lleva un sobrio título: El lector. ¿Es casualidad?  

Usted sabe mejor que yo que nada es casual, y menos en la literatura. En efecto, ya van allá siete volúmenes de Al calor de la lectura. Su contenido quiere dar fe de mi voluntad lectora y solidaria; el proyecto equivale a mi oenegé particular. Ahí se recogen las reseñas de aquellos libros que, en mi opinión, encierran un bien de inteligencia y racionalidad como discurso. Y me descansa saber que siempre, siempre, hay un lector al otro lado. Encierra, pues, una invitación a la lectura. Es una de las mejores razones para vivir.

¿Tan importante es para usted la lectura?

Si sus ojos tienen la bondad de no verme «así como escuchimizado, ensombrecido el ánimo» es que sí, es importante, y por una razón: porque la considero el alimento. De entre ellas procuro elegir productos sencillos, naturales, los lavo bien y los uno a mi dieta. Y no me va mal (mi doctora —es cierto que es amiga— me dice que la analítica es de enmarcar. Fíjese).

Su universo literario se basa en el matiz, en la sutileza. ¿Se siente más cercano a Pessoa o a Proust?

De los dos diría lo que Gide del demonio: «Me honro con su amistad». Con todo, mi corazón de nube me lleva más cerca de Pessoa; un capricho de los vientos. Con Proust suelo tomar café —a la hora del té— siempre que hay ocasión

En su caso, ¿qué olor o qué sabor le llevaría a la infancia?

Sin duda el olor del mar, que es indefinible, como sabe. El sabor, el de la faneca, pescada por mí. Hacia el atardecer, algunas le llevé a mi madre, para compartir en casa. Me gustaría saber que me recuerda también por esto; seguro que me manda un beso, y eso me encanta.

Para muchos, la duda es generadora de inquietud, pero usted disfruta la duda. «Una duda. Rocío en la flor./ Disfrutemos», dice.

Si me permite la debilidad, es que yo no sabría qué hacer sin la duda. Es de lo poco en que tengo fe, de lo único que estoy seguro: de mis dudas.

¿En usted el poeta equilibra al filósofo o es al revés?

Siempre he tenido un cierto recelo hacia la verdad dictada por las balanzas, así que, allá ellos, que jueguen; están creciendo todavía, y eso es bueno para estimular los músculos (exteriores e interiores). No me parece mal propiciar esa máxima de la didáctica: que se equivoquen solos.

Pero usted elogia el equilibrio. «El equilibrio es lo que nos hace bien», dice.

Entendiendo equilibrio como sentido de armonía. Equilibrio como proporción, como simetría, como anverso-reverso

En su poesía es difícil encontrar metáforas. ¿Le gusta así: «tierna, desnuda, acogedora, muda»?

Esos calificativos aluden al lenguaje, y a la palabra dentro de él. En ello quiero aludir a la virtud de los productos naturales.

Pues yo voy a destacar una de sus metáforas: «La gaviota da forma al aire». ¿Es usted un poeta marítimo?

Aunque tiendo a marearme (espero que me guarde el secreto), el mar es un referente al que tiendo a citar. Como destino es un reclamo lleno de fuerza: es el horizonte que va más allá, una paradoja perfecta.

¿Ama las olas porque se repiten sin ser nunca iguales?

Quizás en ellas esté la música del origen. Y para mí la música es una mano a la que siempre trataré de asirme, de aceptar.

Siempre he querido preguntarle esto a un escritor gallego: ¿qué diferencia hay entre la nostalgia y la morriña?

Yo también me lo he preguntado: creo que es el folio en blanco leído por el otro lado.

¿Diría que tiene usted un temperamento melancólico?

También me lo he preguntado en alguna ocasión. Creo, sencillamente, que mi pretensión última es la procura de un interlocutor —un amante de la lentitud—, lo que conlleva una cierta definición de melancolía, ¿no le parece?

En el fondo de su obra siempre hay un observador solitario. ¿El observador debe estar solo para poder serlo?

La soledad es el origen, pero creo que la pretensión de estar solo es batalla perdida: siempre está el Otro (¿real?, ¿literario?), ya sabe.

¿Hay en su obra un elogio de la espera?

Ese es el protagonismo que nos cabe. Y el viaje: de la nada a la Nada

¿Temblor, rubor, turbación, incertidumbre? ¿Qué emoción elige?

Son nombres de una misma cosa: la emoción es quien me elige a mí, a pesar de ser muy crítico con ella. Pero negarla sería como negar mi condición animal, biológica. Y llegados a este punto, usted, que es especialmente sensible, ¿no ha reparado en la cantidad de deudas con las que nacemos? Y la emoción no es la menor. Es más, hoy creo que se le concede un protagonismo excesivo; eso es que se ignora el valor de la tragedia.

¿Y cuál es ese valor?

El valor está en el desenlace, y cada una tiene el suyo propio. Didáctica pura para el humano consciente.

Casa usted deseo con olvido y con secreto. ¡Esos son tres!

Yo diría que el casamiento de los dos primeros da lugar al nacimiento del tercero. Es el condimento necesario, implícito incluso. De no ser así la vida resultaría muy sosa.

¿Qué diría usted que es lo propio de la poesía?

La pretensión del conocimiento de uno mismo y, por extensión, del otro. Como procuro ser obediente, la pongo en relación con la sugerencia que me hizo un amigo griego: conócete a ti mismo. Y en ello estamos.

Vayamos a las narraciones, a El nombre de las cosas, publicada en Zadar editores. En el proemio, Alfredo Ovilo habla de un ejercicio de precisión quirúrgica. ¿Se siente usted así, como un cirujano de la prosa?

El señor Ovilo es un magnífico cirujano literario —tiene pulso, conocimiento y cordura—, pero admito que siento una cierta alergia a la visión de la sangre, así que en la operación expresiva procuro que el texto tenga un cierto sentido de armonía; al modo de un mosaico, que las teselas (sencillas, bien limpias) se distingan entre sí, y que el conjunto nos dé la figura equilibrada.

Es usted capaz de desarrollar una narración en torno al hecho de arrancar una hoja de papel de su espiral metálica. Voy a plagiarle: ¿Es orgullo o humildad a ultranza?

Tendrá de todo, seguramente. Escribir tiene relación con el orgullo, creo, pues no deja de haber ahí un desafío; y lo de la humildad para mí, lo sé, supone en lo íntimo una tendencia casi atávica. Otra cosa es que lo consiga. A mí el lector (ese ser solitario que entrega al texto su inteligencia, su silencio y su tiempo) me merece un respeto ancestral.

Lo primero que se advierte al pasar de su poesía a la prosa es que se ha añadido un elemento nuevo, la ironía. Pero hombre… usted tan serio, tan daltónico, si me permite. ¿O no es tan serio?

Creo que soy irónicamente serio. Y daltónico, es cierto. La ironía y el daltonismo me ayudan a practicar ese deporte que me es afín: la duda.

En su relato titulado «Advertencia» podría percibirse algo como una declaración de intenciones. ¿Huye de las palabras tópicas, manidas, reiteradas, y busca un lenguaje más preciso e inteligente?

Busco una forma de aproximación a autores que en mi condición de lector me propiciaron la mejor compañía (los que tengo entre mis autores subrayados), a saber: Musil, Kafka, Walser (Robert) o Claudio Rodríguez, Jabès… Ellos supieron decir bien.

Pero a base de quitarle grasa al caldo literario, ¿no puede quedar un poco insípido?

¿Conoce lo que el afinado escritor Joan Perucho dijo un día de Borges? «No le leo, es tan perfecto que me da frío». Eso sí que es duro. Sin embargo, no se puede decir de Borges que fuese un mal escritor. Lo de la grasa —lo de los gustos personales— es algo tan subjetivo… Y aquí no debemos olvidar la íntima relación, casi secreta, que se establece entre el lector y el autor.

A ver si reconoce esta fórmula: «Un texto con un algo de ironía, algo de sugerencia, algo de invención, y su aditamento de mentira, ingrediente fundamental en toda buena literatura». ¿Ese sería su objetivo?

Se aproximaría mucho. Pero, fíjese, a veces estoy por decir que me gustaría añadir a algunos textos algo de descuido para que no olvidasen su condición humana. Digamos aligerarles de conceptismo, lo que puede resultar un tanto deshumano, por impositivo.

¿Me puede hablar de la mentira como aditamento? ¿Cuándo y cómo debe utilizarse?

Considero que es una especia que ha de estar siempre a mano en la cocina del escritor. Algunos la llaman ficción (perdone, ¿tal vez es cierto que usted empieza a sospechar de mis respuestas?).

No, por Dios. ¿Debería?  Dice usted que libre «es aquel que sabe esperar, el que siente alegría por mirar, el que se aleja a solas…». No parece fácil ser un hombre libre.

Un buen escritor como Carlos Fuentes decía que «la libertad no existe, es algo a lo que se tiende». Es una frase perfectamente humana, por lo tanto, ha de tener cabida en la literatura, y siempre, creo, en la actitud personal.

¿Y usted lo es?

No estoy seguro, pero sé que tiendo a ello…


Gloria Díez es periodista y escritora. Ha trabajado durante más de veinte años en prensa y televisión, donde ha realizado trabajos de reportera y columnista. Ha entrevistado a personajes como Jorge Luis Borges, Doris Lessing, Adolfo Suárez o Mick Jagger. En televisión, como guionista, ha colaborado, entre otros, con Adolfo Marsillach. Su último trabajo en prensa ha sido como redactora jefe de la revista A Vivir. Su primer libro de poemas, Mujer de aire, mujer de agua, se publicó en la colección Adonáis. En 2012 apareció Dominio de la noche, su segundo poemario. Y en 2018 el tercero, Inocente ceniza. En este momento acaba de terminar el cuarto. Su poesía se ha recogido en antologías como Litoral femenino: literatura escrita por mujeres en la España contemporánea, en el libro Poesía española, 1982-1983 del crítico José Luis García Martín y en la cuarta antología de la colección Adonáis. Es autora de la biografía Serafín Madrid: hortelano de sueños. Desde hace tres años coordina la tertulia El Escribidor, que se reúne en la Biblioteca Mario Vargas Llosa de Madrid.

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