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España, 23-J: de urnas y abismos

Una reflexión de Jónatham F. Moriche ante las elecciones generales españolas del 23 de julio

/ un artículo de Jónatham F. Moriche /

Las del 23 de julio en España no serán unas elecciones normales. Ya casi ningunas, en casi ninguna parte del mundo, lo son. Pero, ¿qué serían exactamente unas elecciones normales? En realidad, nuestro concepto de normalidad política está intensamente condicionado por la experiencia, geográfica y cronológicamente muy restringida y ya bastante lejana en el tiempo, pero aún intensamente performativa en el imaginario colectivo, del casi total consenso neoliberal entre las grandes fuerzas políticas conservadoras y progresistas de los países capitalistas centrales entre aproximadamente 1980 y 2000, esto es, el último tramo de guerra fría entre los polos enfrentados del mundo surgido de la segunda guerra mundial y la primera formulación de una integración capitalista planetaria que se pretendía clausura de una era y fundamento de otra ―el mismísimo fin de la historia, llegó a pregonarse―, pero apenas tardó una década en sucumbir a los descomunales e injustísimos desequilibrios sobre los que se sustentaba.

Podríamos denominar a aquella época los años en que votar no importaba demasiado, porque efectivamente los programas de los partidos políticos con opciones reales de gobernar en casi todos los países capitalistas centrales distaban poquísimo entre sí, y ese consenso político venía respaldado por una rocosa hegemonía cultural y un amplio respaldo social. Así fue como el neoliberalismo pudo desarbolar la resistencia de movimientos sindicales otrora tan poderosos como el italiano, el británico o el español, desmantelar ordenamientos constitucionales adversos como el emanado de la Revolución de los Claveles portuguesa o hacer desdecirse de sus iniciales pretensiones de modesto desvío del modelo a gobiernos como el de François Mitterrand en Francia o, una década después, el de Bill Clinton en Estados Unidos. Ni qué decir tiene que, subyacente a este rocoso consenso político, cultural y social, operaba otro entre actores económicos, crecientemente integrados en forma de cadenas de valor y regímenes de propiedad cada vez más extensos e intrincados, vastas compañías transnacionales mayores que muchas economías nacionales e instituciones y normas de alcance regional o planetario, en cuya cúspide se situarían los omnicomprensivos acuerdos mercantiles de la Organización Mundial del Comercio y la policía global de políticas económicas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Es correcto, pero requiere de algunas puntualizaciones, afirmar que aquel proyecto de mundialización neoliberal sucumbió aplastado por los cascotes de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Aunque extraordinariamente brutales, aquellos ataques terroristas de Al-Qaeda ocasionaron daños infinitesimales a la economía mundial y nulos a su gran estructura geopolítica, y eran muy difícilmente replicables en una escala y frecuencia suficientes como para convertir tales daños en significativos. Hubieran sido igualmente pavorosos, pero sus consecuencias últimas hubieran sido muy otras y menores, de no haberse producido con los gobiernos de los Estados Unidos y algunos de sus aliados en manos de un sector de aquel antiguo gran consenso capitalista, los denominados neoconservadores, deseosos de renegociar en su favor y tan agresivamente como fuera necesario sus términos, y que encontraron en aquellos atentados la excusa perfecta para hacerlo.

Se insiste a menudo, y por supuesto con toda razón, en cuán crucial ha sido el monumental colapso financiero global de 2007-2008 y la larga depresión económica que le siguió para definir todo el rumbo histórico posterior, pero no lo suficiente en cuanto lo fue también aquella previa algarada neoconservadora, con su espantoso colofón en la invasión y fallida colonización norteamericana de Iraq en 2003, que desbarató por completo la normativa e institucionalidad y también el relato cultural legitimador de los que la globalización neoliberal había logrado dotarse en la década precedente. Es importante analizar cómo se recombinaron las grandes corrientes políticas presentes en la mayoría de las democracias representativas occidentales a partir de ese punto. De un lado, las fuerzas minoritarias pero muy activas de los movimientos sociales antineoliberales, en buena medida herederas de los grandes movimientos sociales de las décadas de 1960 y 1970 (feminismo, ecologismo, pacifismo), se reencontraron primero con los grandes partidos neoliberales progresistas y sindicatos de concertación en las multitudinarias protestas contra la guerra de Iraq y contribuyeron después a la elección de una nueva generación de gobiernos progresistas en países como Estados Unidos, Francia, Italia o España, para muy poco después volver a separar amargamente sus caminos por la respuesta muy insuficiente, cuando no abiertamente cómplice, de estos gobiernos a los destrozos sociales de la crisis económica. Al otro lado del tablero político, el timón de la oposición por derecha al neoliberalismo pasó de los elitistas y cínicos reaccionarios neoconservadores a fuerzas destropopulistas tanto ideológica como estratégicamente aún más disruptivas que ellos.

A lo largo de la última década y media, la estructura política de la casi totalidad de las potencias capitalistas centrales y de un número significativo de las periféricas se ha rearticulado para adaptarse, siempre con infinitos matices locales derivados de su particular historia, cultura, estructura social o posición en el (des)orden mundial, a esta nueva plantilla global de partida a cuatro y su panoplia de posibles conflictos y consensos entre las alas progresista y conservadora del menguante consenso neoliberal y las pujantes fuerzas ubicadas a su izquierda y su derecha. De nuevo en términos muy generales, la primera fase de esta partida a cuatro entre 2011 y 2019 vino marcada por la tenaz resistencia del neoliberalismo progresista a alejarse del centro para buscar acuerdos por su izquierda y la consecuente imposibilidad de reconstituir las alianzas amplias que habían facilitado la derrota neoconservadora en la década anterior, ofreciendo así una valiosa ventaja estratégica a unas derechas que, aunque a menudo traumáticamente y con algunas excepciones significativas, sí consiguieron reagruparse para obtener una sucesión de sonoras victorias en el Reino Unido, Estados Unidos o Brasil.

La concatenación de catástrofes que sacude el planeta desde 2020 y en la que aún estamos plenamente inmersos (por citar solo las tres centrales: la pandemia vírica que ha matado a varias decenas de millones de personas antes de ser parcialmente aplacada por las campañas de vacunación, el agravamiento galopante del cambio climático antropogénico en forma de brutales olas de calor, sequías o incendios y la salvaje guerra de conquista desatada por Rusia contra su vecina Ucrania como abrupto salto de fase en la creciente competencia entre potencias centrales y periféricas) ha redibujado la cartografía e intensificado hasta límites inauditos esta disputa política. Con tantas excepciones que difícilmente podríamos considerarlas la regla, pero sí una tendencia históricamente competitiva, se han producido exitosas reagrupaciones del neoliberalismo progresista y la izquierda antineoliberal capaces de plantar cara a la embestida conservadora y reaccionaria, ya desde algo antes del estallido de la espiral catastrófica de 2020, como en Argentina y España, y también después, como en Estados Unidos y Brasil. Esta sucesión de golpes y contragolpes entre ambos bloques, invariablemente resueltos por la mínima electoral en contextos de desorbitada tensión social ―con la inaudita intentona golpista de enero de 2020 en Estados Unidos como expresión paradigmática―, ha dejado como resultado una geografía en extremo fragmentada y conflictiva, por igual entre Estados y alianzas supraestatales como al interior de cada uno de ellos, entre sus clases sociales, cohortes generacionales, grupos culturales, territorios, sectores económicos o instituciones políticas.

El socialcomunismo o sanchismo, en denominación de sus adversarios, esto es, la alianza entre el Partido Socialista Obrero Español y la coalición Unidas Podemos (ahora ensanchada y rebautizada como Sumar) bajo los respectivos liderazgos de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias y luego Yolanda Díaz, con el respaldo parlamentario de otras fuerzas situadas a su izquierda y su derecha, ha sido la expresión española de esta tendencia global al reagrupamiento de progresistas neoliberales y antineoliberales como respuesta, en nuestro caso electoralmente exitosa y en consecuencia gobernante, al entendimiento de las fuerzas conservadoras y reaccionarias, que aquí encarnó el popularmente conocido como trifachito compartido por el Partido Popular, Vox y Ciudadanos, hoy reducido a bifachito por la extinción de estos últimos. El balance de esta experiencia de gobierno, a la que las urnas del 23 de julio refrendarán y darán continuidad o repudiarán para hacer entrega de la cabina de mando del Estado a la entente de las derechas, resulta agridulce, de un modo si se quiere muy injusto, pero también perfectamente ajustado a las características definitorias del pasaje histórico que nos ha sido dado vivir.

Por supuesto, comparada con sociedades ideales que no participan del comercio de armamentos, no custodian con violencia sus fronteras frente a quienes escapan de la miseria y de la guerra o transitan a gran velocidad hacia formas productivas socialmente igualitarias y medioambientalmente sostenibles, entre otros puntos del programa básico de la izquierda antineoliberal, se ha tratado de una experiencia en extremo frustrante. Pero tales sociedades ideales no existen, ni parecen estar a la vista las fuerzas que nos permitirían en el corto plazo aspirar a convertirnos en una de ellas. Muy al contrario, en el sanchismo, como en su equivalente estadounidense y otros, son de largo hegemónicas, tanto política como socialmente, fuerzas que solo muy tardía y parcialmente, forzadas por la coyuntura catastrófica, han aceptado desviarse de los dogmas neoliberales más extremos. En cambio otras fuerzas más nítidamente transformadoras, siendo claves para el ajustadísimo desempate con la entente de conservadores y reaccionarios, ocupan posiciones subalternas en esos bloques progresistas y deben batallar hasta la extenuación con sus propios socios para convertir una mínima parte de sus demandas en políticas públicas. Pero, tomando como barra de platino iridiado la realidad circundante y no las aspiraciones ideales de estos sectores más transformadores de la izquierda, sumando los modestos avances logrados en la dirección deseada y los abismales retrocesos frustrados en la opuesta, el balance de estos tres años y medio de coalición progresista en España no resulta en absoluto despreciable.

En lo referente a la gestión de la pandemia, y aún a sabiendas de que una intervención estatal mucho más radical sobre los dispositivos y normas de mercado hubiera permitido combatir mejor la enfermedad y salvar más vidas hasta la llegada de las vacunas y también reducir su impacto socioeconómico sobre los sectores más vulnerables, hay que reconocer el volumen ciclópeo de los recursos públicos movilizados para responder a ambas dimensiones de la crisis, el rigor científico con que fue abordada su dimensión sanitaria y la disposición limitada pero sustancial de proteger la cohesión social en detrimento de las reglas de mercado con medidas como los expedientes de regulación temporal de empleo o las sucesivas moratorias de algunos tipos de desahucios. No es preciso acudir como término de comparación a los extremos aterradores de desprecio por la ciencia y por la vida de los Estados Unidos de Donald Trump o el Brasil de Jair Bolsonaro, sino a otros socioculturalmente más cercanos como el Reino Unido o Suecia, para apreciar el acierto global de este gobierno ante la pandemia, solo superado por un puñado de singularidades admirables, en condiciones sociales y geográficas difícilmente comparables a las nuestras, como fueron Corea del Sur o Nueva Zelanda.

Existía el temor de que este giro intervencionista del ala progresista del neoliberalismo, en España como en otros lugares en que gobierna, se desvaneciese tan pronto lo peor de la crisis sanitaria quedase atrás, para volver de inmediato al business as usual de las décadas precedentes. No ha sido así, ni a uno ni al otro lado del Atlántico, y tanto los demócratas norteamericanos como el bloque del centro hacia la izquierda que hoy conduce la Unión Europea coinciden en políticas de rearme fiscal del Estado, masiva inversión pública, inclusión social y transición energética e industrial verde, con los límites que señala su entente con sectores significativos del poder económico que, a diferencia de otros de mirada más estrecha, sí perciben e interpretan correctamente los riesgos descomunales que comportan también para sus propios intereses la crisis ecológica, la desintegración social y la desdemocratización política. El gobierno socialcomunista de España ha sido un protagonista fundamental en todo este proceso, por su actuación individual y como parte de la entente mediterránea que, junto a Italia y Portugal, logró imponer al bloque septentrional de la Unión Europea la adopción de unos planes públicos de recuperación pospandémica de enorme volumen, enmienda a la totalidad a la doctrina austeritaria que guió catastróficamente la década anterior, y cuyo despliegue, a menudo imperfecto pero en líneas generales bien orientado, está permitiendo en España un período de moderado crecimiento económico, no enteramente exento pero sí mucho más desanclado de prácticas especulativas que cualquier otro de nuestra historia reciente y que, aún sin abordarlos con la profundidad que merecerían, sí introduce algunos elementos correctivos a parte de los muchos y severos desequilibrios estructurales entre sectores y territorios de la economía española.

La redistribución social de este crecimiento ha sido sin duda insuficiente, pero no insignificante. Los incrementos de salarios y pensiones, el ingreso mínimo vital, la excepción ibérica a los precios de la electricidad, la extensión de las becas educativas, la eliminación de los copagos sanitarios, las limitaciones al encarecimiento de los alquileres, las subvenciones a los combustibles, la gratuidad de parte de la red ferroviaria y otras decisiones del gobierno han servido en conjunto como un limitado pero sustantivo parapeto para las economías domésticas, primero frente a los estragos de la pandemia y después a los de la guerra imperialista rusa contra Ucrania. Puede con toda justicia argumentarse que este escudo social público, nutrido del muy modesto diezmo arrancado a los beneficios privados del crecimiento, apenas ha incidido en la estructura dramáticamente desigual de la sociedad española. Con idéntica justicia puede también constatarse que es la primera vez en nuestra historia reciente que un momento económico depresivo no se salda con el agravamiento de la desigualdad presente y su recuperación no se fogonea con prácticas que abonan la desigualdad futura. En un parecido equilibrio, cabe criticar de este gobierno su intervención, mucho más lenta y superficial de lo debido, ante la crisis ecológica, sin por ello denostar su muy imperfecto y desordenado pero al cabo eficaz estímulo a las energías renovables y su defensa de modelos mínimamente prudentes de explotación del suelo, el agua o los recursos minerales y fósiles. Cabría alegar que, en ambos capítulos social y medioambiental, el gobierno progresista podría haber consumado mayores avances de haber prestado menor cuidado a los intereses económicos privados que se lucran de ellos; también que si esos intereses económicos, en represalia a una intervención pública más agresiva, hubieran pasado del concurso o la neutralidad a la abierta beligerancia política, es muy posible que hace ya tiempo que no hubiese gobierno progresista para consumar avance alguno.

Aún en una coyuntura de acusado retroceso planetario de la democracia política y social, y por añadidura en las muy concretas y complejas circunstancias políticas atravesadas por España en la última década y media, con el severo endurecimiento represivo que acompañó tanto a las protestas contra la austeridad en todo el país como al proceso independentista en Cataluña, también con las maniobras explícitas o encubiertas lanzadas desde distintos aparatos de Estado contra las fuerzas sociales y políticas a la izquierda del consenso neoliberal y luego contra el mismo gobierno de coalición, este ha sido capaz de acometer una serie de decisiones, muy heterogéneas entre sí, como las leyes sobre violencia machista, derechos transexuales y memoria democrática o los indultos a los líderes del movimiento independentista y la reanudación del diálogo político en Cataluña, que han ampliado derechos civiles y mejorado la institucionalidad y la cultura democráticas del país. Siguen intactos problemas estructurales dramáticos, empezando por el trato a la población migrante residente o en tránsito ―cuestión doblemente aherrojada por la profunda fractura al respecto al interior de la misma sociedad española y por las implacables condicionantes de la política exterior―, pero en balance, los del socialcomunismo no han sido para España tiempos de retroceso democrático, en un momento en que el retroceso democrático se hizo norma planetaria.

No siendo el objeto principal de estas líneas, es imposible no hacer al menos mención sucinta a la descomunal resistencia presentada, en cada uno de estos capítulos, por las cada vez más indiscernibles oposiciones conservadora y reaccionaria, que no han dudado en emplearse a fondo en esa forma exacerbada y sistemática de mentira política característica de la nueva reacción global, capaz de cortocircuitar por saturación de estímulos de odio y pánico la conversación pública democrática, y de instrumentalizar, unas veces dentro de la legalidad, otras sorteándola y no pocas infringiéndola flagrantemente, aparatos de Estado para la disputa política. El gobierno de coalición, capaz de timonear el país con modesta solvencia de excepción en excepción, perdió en cambio muy pronto la iniciativa cultural y comunicativa frente a la captura reaccionaria de los malestares colectivos, y también respondió con lentitud y tibieza a los sucesivos desafíos que se le fueron planteando desde diferentes aparatos del Estado.

Pero es de justicia señalar en este punto que, al contrario que sus opositores, el gobierno enfrentó esta implacable estrategia de cerco en un momento de fuerte desmovilización de sus bases políticas, sociales y culturales, y con buena parte de las que restaban activas entrampadas en interminables conflictos ideológicos y de intereses, previos o no pero casi siempre avivados por la situación inédita del gobierno de coalición, sus horizontes, posibilidades y límites, en un contexto de excepcionalidades solapadas que a cada paso comportaron ingentes desafíos culturales y morales. Los mismos aparatos de los partidos de la coalición de gobierno y también de parte de sus socios parlamentarios sufrieron tensiones y desgarros para sostener su endiablada geometría compartida, los movimientos sociales experimentaron distintas posiciones de cooperación o conflicto con las instituciones y se vieron más o menos reconocidos o postergados en los avances legislativos, los intelectuales individuales y colectivos confrontaron realidades novedosas de enorme complejidad en un entorno tecnológico cuya incesante efervescencia algorítmica rara vez se orienta a facilitar el debate público racional. Es fácil enumerar las ocasiones en que comportamientos más inteligentes, responsables o generosos de la cúspide a la base de todas las partes componentes del campo progresista hubieran aclarado la ruta y aligerado la carga del gobierno de coalición, pero también es impensable que graciosamente se nos hubieran presentado clara la una y ligera la otra, como si nadásemos a favor de la corriente de la historia. Tal cosa no sucedió nunca antes, ni cabe tampoco esperarlo de tiempos como estos o los que están por venir. Sí podemos, y sin duda debemos, tomar lección de estos errores cometidos, y tratar de no repetirlos.

Puede resultar muy angustioso certificar que el mejor premio al que pueda aspirar la tarea agotadora, traumática y moderadamente exitosa de estos tres años y medio de gobierno progresista sea una ajustadísima victoria sobre una reacción desenfrenada, cruel y delirante, victoria que habrá otra vez de desplegarse desde una posición precaria, asediada, plagada de contradicciones y sometida a incontables compromisos vergonzantes. Pero esas y no otras son las hechuras políticas fundamentales de nuestro tiempo, aquí y en todas partes, y miremos hacia donde miremos es fácil comprobar que las alternativas son unánimemente peores, y que ni remotamente anida en ellas atajo alguno hacia otras victorias mejores. Hubo un tiempo en que, efectivamente, votar no importó demasiado, pero luego el mundo cambió y las urnas se ensancharon para contener, muy asimétricamente, unos cuantos pequeños alivios y una infinidad de abismos insondables, en los que muchas sociedades cayeron para no volver y de las que solo unas pocas lograron escapar, muchísimo sufrimiento humano, devastación medioambiental y degradación institucional después, mediante fórmulas políticas al cabo muy parecidas o aún más frágiles y alicortas que la nuestra. No caben medias tintas ni recatos en esto: en tiempos en que el mal mayor campa por sus respetos y empuja al mundo a bofetadas hacia la hecatombe, la defensa del mal menor es de suyo la más alta de las causas del presente, y también el único punto de partida razonable para cualquier bien algo mayor que al futuro pudiéramos arrancarle.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño, ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

3 comments on “España, 23-J: de urnas y abismos

  1. Muy bien artículo. Tengo la esperanza de que vamos a resistir. El sorpresón como dice Zapatero.

  2. Muchas gracias por su detallado artículo. Coincido plenamente con su descripción de las estrategias reaccionarias y la crítica a Trump y Bolsonaro. En lo que no puedo coincidir es en la definición del sanchismo como socialcomunismo. Me temo que el problema para los que tenemos una mentalidad de progreso social no es el incremento del salario mínimo ni la revalorización de las pensiones ni el reconocimiento del derecho de los trabajadores eventuales a ser re-contratados.El sanchismo no es en ningún caso una filosofía de avance de los derechos de todos y la actitud de Sánchez, en mi opinión enfermo de poder, se manifiesta en el indulto a los golpistas, el nombramiento de una muchedumbre de altos cargos, además basada en su fidelidad y no en sus competencias, el uso de la figura de los trabajadores fijos discontínuos como pantalla con la que maquillar su temporalidad, la falta de oferta de vivienda social y su sustitución por promesas de último momento para embaucar a los electores, la repetición de promesas que nunca se concretan,el empleo de bonos electoralistas a los colectivos en lugar de reducciones en sus impuestos, la agresividad frente a los que no piensan como él y falta de coordinación en política exterior …… No creo que haya nada de comunismo en esas medidas que reducen las penas por corrupción o ceden a los independentistas en su intención de marginar a quienes no piensan como ellos. Lo que lamentablemente describe al gobierno de Sánchez, sin por ello reconocer las medidas sociales acertadas que han evitado la destrucción de empleo durante la pandemia y frenado en cierta medida la degradación salarial en España, es la mentira, el oportunismo y la incompetencia de sus agentes con ministros que elaboran leyes contraproducentes cargadas de ideología en lugar de hacerlo de argumentos. Por so me temo que a partir de mañana nos tocará reconstruir a la izquierda, empezando por la destitución del Sr. Sánchez al frente del PSOE.

  3. José Manuel Ferrández

    De la Guardia hace un examen lúcido de la situación. Es un hombre razonable y sensato. No se requiere más para gobernar un país, siempre que ese país no sea España.
    Aquí la sensatez se entiende como debilidad y además aburre a la mayoría que sólo desea exaltarse como sea y está esperando lo más mínimo para golpear. Necesitamos enemigos como el comer. Pocas cosas en el mundo dan tanta vida como un enemigo fiel.
    Somos, según Cioran, como los rusos, apasionados y leales hasta a las locuras más idiotas

    Creo que PP y PSOE no están tan alejados en los asuntos prácticos, que son los que importan

    Si no son capaces de llegar a ninguna clase de acuerdo es porque tienen miedo de que sus partidarios no lo entiendan y eso les hiciera perder elecciones

    Pero considerando el tándem de ambos es difícil imaginar que entre los dos pudieran no llegar a gobernar en todas las ocasiones, dejando a un lado toda la retahíla de sandeces radicales y regionalistas

    Pero ya he dicho que la enemistad es bastante más divertida sobre todo entre multitudes, pues pocos individuos aislados son capaces de sobrellevarla con alegría durante mucho tiempo

    Sólo es cuestión de que se produzca un milagro, así de fácil.

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