Poéticas

‘Prospect park’, de Hilario Barrero

Carlos Alcorta reseña los últimos diarios de Hilario Barrero, correspondientes a los años 2014 y 2015.

Prospect park, de Hilario Barrero

/una reseña de Carlos Alcorta/

Hilario Barrero

Prospect Park es, para los residentes en Brooklyn, lo que Central Park representa para los residentes en la parte alta de Manhattan (ambos espacios fueron, por cierto, diseñados por los mismos paisajistas: Frederick Law Olmsted y Calvert Vaux): un lugar de recreo y esparcimiento con una flora exuberante cuya imitación de la naturaleza consigue trasmitir en cierto modo el encanto de un moderado adanismo. Prospect Park es además, para Hilario Barrero (Toledo, 1946), un lugar cargado de simbolismo en el que, a lo largo de los años (lleva décadas viviendo en esta ciudad) y de los innumerables paseos que ha dado por sus veredas, se han sedimentado muchos de sus más queridos recuerdos. Tanto la cita de Christopher Morley que encabeza esta nueva entrega de sus diarios (antes vieron la luz Las estaciones del día [2003], De amores y temores [2005], Días de Brooklyn [2009], Dirección Brooklyn [2009], Brooklyn en blanco y negro [2011], Nueva York a diario [2013] y Diarios 2012-2013) como la fotografía del autor incluida en dicho volumen no dejan lugar a dudas sobre hacia donde se inclinan sus preferencias; hacia ese lugar donde, en palabras de Morley, «habita la sabiduría de lo modesto».

Prospect Park es un diario en sentido estricto porque Barrero deja constancia en sus páginas del día a día, de los mínimos sucesos que conforman una vida, pero si solo fuera eso, estaríamos hablando más de un dietario que de un diario. En sus libros caben también reflexiones de carácter literario, musical, amoroso, familiar o político, reflexiones, en definitiva, de carácter estético y moral.

El día 1 de enero, día cargado de buenos propósitos, pero también, siendo fiel a sus rutinas, como la de traducir poesía, lo que le da pie a meditar sobre lo que representa traducir: «Traducir es entender, sobre todo, lo que vas a cambiar. Entenderlo para ti mismo, sin traducirlo, adentrarse en el mundo del poeta y del poema. Luego, ya acuartelado el poema, cuadriculado, con las coordenadas rítmicas e irónicas, hay que vestirlo con otra túnica, nunca desnudarlo. Traducir es cubrir con otra piel un cuerpo que, generosamente, alguien te pasa, te da, te regala». Conviene mencionar que Barrero ha traducido al español libros de autores como Jane Kenyon, Ted Kooser, Emily Dickinson o Sara Teasdale, además de varias antologías.

Pero hay también, además de ese registro de los actos cotidianos de una forma metódica y, a veces, notarial, momentos de gran lirismo, como, por ejemplo este fragmento: «La nieve, como un sastre aplicado, ha trazado con el jaboncillo blanco, en las junturas de las aceras, delicados pespuntes que la tijera del sol, en su momento, convertirá en agua», lúcidas ráfagas de un pensamiento alerta sobre la seducción («Una mirada que choca con otras es como una fotografía detallada de lo que está ocurriendo»; «La soledad es un sol envejecido») o el amor, uno de los grandes temas de Hilario Barrero, como se aprecia es estas palabras con ecos quevedianos («Amar es aproximarse a ser la unidad imposible: zarzas, raíces, hiedra, cepas… barro, ceniza, nada»). El amor, como he dicho, suscita unas hermosísimas reflexiones en Barrero, no exentas, eso sí, de temor a perderlo («Lo que nos queda intacto e lo permanente: tu mirada, mi miedo a perderlo, el nivel de azúcar en la sangre, el respirar de tu corazón, mi desasosiego al verte lejano y mi inquietud al oírte contarme historias de tu infancia»), todo lo contrario que el paso del tiempo y la decrepitud tan próxima ya —aunque mucho menos de lo que Barrero, que cuando escribe este diario tiene sesenta y ocho años, percibe— o la temida vejez, de la que se detallan sus efectos sin misericordia: «La vejez es hierro en la mirada, plomo candente en las manos, cadena perpetua en los huesos, dolores en el alma. un viejo está hecho de enlaces, un viejo tiene falta de ortografía en la razón, sangres mezclada, camisas llenas de arrugas y un olor a leche cortada y agria». Para soportar esta especie de castigo divino, queda, por fortuna, la poesía, que siempre ha formado parte de su vida, y es un asunto que suscita además, afilados comentarios: «La poesía es siempre un refugio a veces sin paredes, es un navajazo con la cuchilla oxidada y un hormigueo de cristales en el alma» y, por encima de todo, el amor, el querer y saberse querido: «Y aunque la vejez es una víbora que envenena mis sentidos, que se enrosca en mi cuerpo y ata el movimiento de mi espalda, al llegar a casa y abrazarte, me siento salvado».

Muchos otros temas son motivo de comentario. Desde la nieve y el frío, hace mucho frío en los invierno neoyorquinos, un frio que hiela la sangre, si biende forma diferente a como la helaba el frío toledano en su infancia y en su juventud, aunque «Lejos de tu tierra la distancia embellece los recuerdos, difumina los rostros y hace las calles de tu barrio más pequeñas»; un frío que «de tan frío quema», hasta las cuitas que su tarea de profesor, ya en el último año, le causa («Comienzo a perder el entusiasmo de preparar clases, enfrentarme a treinta alumnos y, en ocasiones, sentir que el esfuerzo que haces no sirve de nada. Me cuesta mucho enseñar»). La deseada jubilación se aproxima. En la entrada correspondiente al 27 de agosto de 2015, Barrero escribe, un tanto desorientado: «Vengo como vacío, como si me hubieran quitado un peso de encima, he cerrado una puerta que nunca más volveré a abrir porque se han quedado con las llaves, sin credenciales ni honores porque soy un jubilado, sin identificación porque se han quedado con mi carné profesional, sin correo electrónico porque me han borrado del sistema». Da la impresión de que la sociedad estadounidense considera al ser improductivo una rémora, alguien a quien conviene hacer invisible. Afortunadamente, Hilario Barrero posee otros argumentos en los que sustentar su idea de la felicidad. Para eso están sus amados artistas: El Greco, Guastavino el arquitecto, «este valenciano que hacía milagros con la rasilla por todo Manhattan y gran parte de Brooklyn», Picasso y Juan Gris en el Met; Goya en Boston. La música, ópera principalmente: Mozart, Wagner, pero también Mahler y Bach. Los poetas: Cernuda, Gil de Biedma, Celaya, C. K. Williams, Frank Wright, Marianne Moore, Joan Margarit o Philip Levine. Los libros (de los que comienza a deshacerse dolorosamente); los muchos amigos que se han fraguado al amparo de los años y de los intereses comunes. Con todo ello Hilario Barrero construye un refugio contar el dolor de ver desaparecer a familiares o a amigos, contra esa terrible mano de nieve que tanto le inquieta.

El volumen finaliza con una pregunta a la que el mismo autor da respuesta: «¿Vivirá el diarista obsesionado con su diaria obligación o dejará al escritor que invente esa realidad y escriba más que un diario, una novela? Uno piensa que todo puede ser registrado, que aunque todo es perecedero , de alguna manera puede convertirse en material útil para algunos. Escribir un diario es formular la existencia humana en términos literarios porque la vida es el cuento de nunca acabar». Tan importante es lo que se dice como la manera en que se dice. Hilario Barrero consigue mantener la atención del lector porque sus anotaciones nunca caen en lo morboso o en la falacia patética (la contención, en este sentido, es notable). Da cuenta, sí, de los vaivenes de su vida, pero sabe proteger su intimidad de las miradas inquisitivas. Además, adereza su devenir vital con comentarios que trascienden lo anecdótico: así ocurre cuando habla de la amistad, de los viajes, del amor o de la música. Barrero escribe con una sencillez tal (muy similar, además, a la que practica en sus poemas, gran parte de ellos recogida en la antología Educación nocturna [2017]) que parece que, más que escribir, está narrando de viva voz en una reunión de amigos esos detalles que, por insignificantes que parezcan, son la salsa de la vida y eso solo quien lo ha intentado sabe que es uno de sus mayores méritos.


Selección de fragmentos

Jueves, 17.- Pueri Hebreorum tollentes ramos olivarum obviaverunt Domino clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis… No sé si mi latín se va haciendo rancio y sobra o falta algún acusativo, pero esta estrofa que cantábamos en la procesión cada Domingo de Ramos (y cuyo significado llegué a comprender más tarde, cuando ya los ramos estaban secos), me trae todas las letras del abecedario, todo el sol de primavera, toda la liturgia ya desaparecida, el agua del hisopo bendiciendo los ramos, la camisa del incienso subiendo mojada de olor hacia el rosetón, el aroma a campo y a olivo, la cara de Jesús en el burro, la voz de mi padre cantando en la procesión alrededor del barrio, la magia de la mañana de ese domingo glorioso en el cual a quien no estrenaba algo se le caían las manos. Recuerdo el griterío en la iglesia para coger las palmas y la cara congestionada del párroco, revestido con capa pluvial, a punto de sufrir una apoplejía. Yo me veo con un traje nuevo de pantalón corto, chaqueta sin cuello, que un sastre de la plaza de Zocodover me hizo para mi Domingo de Ramos, el único que se ha quedado grabado en mi memoria.

Miércoles, 31.- Berceo seguirá tumbado en el prado y contando milagros, Don Rodrigo quedará mirando a la niña de nueve años y pensando en sus hijas, pasará Doña Endrina por la plaza, «¡qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza!». Don Illán, el deán de Santiago, jugará una partida de ajedrez con el arzobispo y nuestras vidas, como ahora la mía, irán derechas al mar. «Yo no nací sino para quererte…» será el tatuaje que algunos de vosotros llevaréis en tinta enamorada. Unos descubristeis la fuerza de la poesía de la mano de Lope de Vega, otros el sentido del polvo enamorado con Quevedo. En cámara lenta Don Quijote atacará a los gigantes y Sancho repetirá a su amo una vez más: I told you so. Bécquer emocionó a las alumnas de mirada encendida y por un momento ellas fueron poesía, otras recordando a Campoamor prefirieron las fresas a las rosas. Don Pío dejó sin respiración, con sus interminables párrafos, al que mejor leía en clase, pero seguirá con sus atardeceres en un camino de perfección. Machado, que os obligó a preguntarme qué era un chopo y un olmo, seguirá dándoos sombra y cobijo y al alumno que se sentaba en la última fila, callado, triste, que se emocionó al descubrir a Cernuda, le deseo suerte y larga vida.

Usaré el futuro y me olvidaré del subjuntivo y espero que vosotros uséis indicativo. Dejaré el lápiz rojo que se seque y que ardan tantas notas como ha escrito. Le daré a la A, B, C, D y F otros sonidos y significados, aparte de ser las calificaciones finales. Tendré que cerrar libros y apuntes, dejar la tiza que se ablande con la humedad del olvido, borrar la pizarra y que venga la noche sobre ella. Deshacerme de exámenes brillantes, de cartas laudatorias, de poemas sin ritmo y con faltas de ortografía. Guardaré confesiones, lágrimas y alegrías. Repartiré entre los alumnos, como quien reparte las vestiduras, las numerosas ediciones de los clásicos. Y cerraré por última vez la puerta de una parte de mi vida.

El río, que me acompañó, seguirá pasando. Me traerá envuelto en papel de plata el paisaje que, entrando por la ventana, iluminaba la mesa de trabajo. Olvidaré las zancadillas y las interminables reuniones, los comités y los congresos a los que para subir en el escalafón iba a leer conferencias que nadie escuchaba. Cerraré en un sobre de aire mi identificación y guardaré en lo más hondo del armario las barrocas vestimentas académicas. No echaré de menos las sombras de mis compañeros que yo confundía en los pasillos. Ellos respirarán felices y yo los olvidaré al salir a la calle. Me llevaré los rostros y los triunfos de los alumnos que empezando dudosos y agobiados llegaron a ser algo y cambiaron su vida. Y no olvidaré cuando me llamaban maestro. Volveré a la poesía, de la que nunca me aparté, con la esperanza de que vuelva a ser mi amiga. Seguiré escribiendo, es decir respirando. Hasta el último momento me miraré en tus ojos y esperaré a la alumna final que, sin compasión, me suspenderá y no me dejará repetir curso.

Viernes, 30.- De la luz a la sombra, del amor al olvido, de la vida a la muerte, de Brooklyn a Manhattan. Pasa el vagón ladrando como un perro rabioso mordiendo los raíles con sus dientes eléctricos. De la luz al infierno, del olvido a la noche, de la muerte a la nada, de Brooklyn a Manhattan. Hierros que se despiertan, triángulos cuadrados. El río lentamente funde el ruido en cristales. Pasa el vagón rozando las esquinas del aire, pasa la vida y deja en la ciudad su muerte.

Miércoles, 11.- Estos atardeceres de febrero, no anunciados, imprevistos, que llegan como llega el amor o la muerte, amurallan a Manhattan con una luz medieval, brotan torreones que chisporrotean oro y las fachadas ciegan a los pájaros extraviados. Estos atardeceres breves, efímeros, intensos, envuelven a la ciudad en una urna de cristal donde reposan los huesos de la noche. Son atardeceres como traídos de alguna fragua destemplada, de alguna boca de dragón, de la respiración de algún volcán en celo. Desde lejos, la ciudad arde gloriosamente: ciudad de fuegos artificiales. Contempla uno el milagro y se le queda helado el cuerpo y de fuego la mirada. Y no se da cuenta, como no se daba cuenta de joven de que la vida pasaba, de que la luz se desvanece, que va perdiendo brillo, movimiento y que lentamente se deshace sobre los últimos edificios que dan al poniente. Es entonces cuando gradualmente una niebla oscura avanza por la ciudad igual que un río viejo camina hacia el mar y uno sabe que la noche está cerca, que se le fue la luz y tiene frío. Es hora de volver a casa.

Viernes, 9.- El otoño es como un lobo envuelto en una piel de cordero. Llega pastando la hierba del verano, balando dulcemente a la sombra herrumbrosa que baja de los árboles, afilando el olfato en la piedra rugosa de la noche y confunde el vuelo de los pájaros que desorientados emigran a otras tierras. Cuando las rosas florecían a un engañoso sol de primavera el lobo se deshizo del disfraz y en la noche congeló su perfume. Comenzó a llover, la tierra desprendió el olor del verano que escondía y los árboles iniciaron su propia tormenta. El lobo degolló la luz que florecía.


Prospect Park. Diarios, 2014-2015
Hilario Barrero
Renacimiento, 2019
248 páginas
17,01€


Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como ClarínArte y ParteTuriaParaíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel PuenteMarcelo FuentesRafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.

1 comment on “‘Prospect park’, de Hilario Barrero

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