Poéticas

La identidad poética de Félix Grande

Antonio Gracia escribe sobre el poeta emeritense de la Generación del 50, fallecido en 2014; 'homo scriptor' eco de un 'homo vivens' que se erigió en cronista, no soslayador del tremendismo, de una ciénaga llamada mundo, o ser humano, que, como un Saturno, se traga a la colectividad, al individuo y al que escribe.

/ por Antonio Gracia /

Introducción

El poeta Félix Grande (1937-2014) —también flamencólogo, narrador, ensayista— publicó en la década de los sesenta algunos títulos esquivos respecto a las estéticas dominantes («Música amenazada», «Blanco spirituals», «Puedo escribir los versos más tristes esta noche…») que renovaron la poesía y desembocaron en «Las rubáiyátas de Horacio Martín» (1978). Tras este título, como si el confesionalismo que dictaba su obra hubiese apaciguado sus demonios y lo hubiera liberado de la necesidad de decirse, calló, limitándose en lo sucesivo a recopilar los títulos ya publicados, recogidos en su recopilación «Biografía» (1911), a la que se añadió un libro inédito, escrito en 1910: «La cabellera de la Shoá».

Hay, incluso en los mejores poetas, unos pocos poemas que pasan a ser referentes y explicación de toda su obra, y que los definen como necesarios en el venero de la cultura. Porque si un punto del universo contiene todo el universo, en afirmación de Galileo de la que luego se han apropiado tantos, también un poema contiene todos los poemas y a su autor. ¿Cuáles son, en Félix Grande, estos poemas referenciales de los que, como huellas dactilares, deducir su personalidad? Me detengo ahora, por ejemplo, en «Nocturno», «Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía», «Espiral»… Paralelos son, y contrapuntísticos; o miradas a un similar horizonte para que el yo se halle a sí mismo. Desatendiendo la fecha de su composición ―pues el tiempo mental poco tiene que ver con el de la escritura―, apuntan al mismo norte: unos son borradores de otros y estos consecutores de la identificación.

«Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía» es el recuento de un día de una vida. En este poema están todos los ingredientes cotidianos: la esposa, la hija, el trabajo, la dedicación o condición artística, la amenaza de la ancianidad —su hipocondriaca presencia—, la lectura, la música, el sexo, el otro yo («este señor que está junto a tu padre»), el pasillo como un largo camino de la vida, testigo del insomnio…, todo ello en una catalogación acumulativa que pretende sustituir con su trepidación anafórica la cadencia de cualquier verso estereotipado. El listado de aventuras y desventuras no es ajeno a las preocupaciones sociales —incluso a la denuncia— del autor. La enumeración ordenadamente caótica también responde a sus presupuestos expresivos, así como la hibridez de fría exposición y melancolía, mezcla de displicencia y existencialismo. Bien pudiera valer este poema como antesala del titulado «Nocturno». Si aquel es un retrato del tráfago diario, interior y exterior, «Nocturno» es el tráfago metafísico que nace de aquel: el recuento apaciguado de las cosas que llenan la existencia, inventariadas allí, deja paso a la meditación ineludible del vacío que atenaza a la misma, y en el que la presencia física de los avatares diarios, empujados a un lado por la autocontemplación a la que la noche nos abisma, no impide la aparición del fantasma de la mismidad (la intromisión del otro) preguntando por sí, queriendo verse con nombre y apellidos, temiendo no ser solo una alucinación.

«Nocturno» es un nosce te ipsum, una instantánea en el carrete de la vida que no quisiera revelarse: el poeta intenta rescatarse de entre el tiempo y sobre el tiempo. Desalentado en medio de la madrugada, busca consuelo en el arte (quizá recordando al Boecio de «De la consolación por la filosofía»); palpa a Beethoven, a Dostoyevski, Van Gogh, Pavese…, a quienes han sufrido como él la condición mortal más tortuosa. En un instante —convertido ya en paisaje y topos personal en «Debería ir el lunes a que me hagan una radiografía»― se ve a sí mismo desencuadernado de sus arbotantes, próximo a ser nadie, sin ese animal de compañía que hemos hecho de nuestros hábitos asumidos como astillas de un yo inequívoco y propio, a quedar solo como un cúmulo de fragmentos de identidad de otros —a quienes cita, unidos todos por el dolor— a los que ama; y, de repente, teme que desaparezcan de su conciencia, porque sin ellos ni siquiera existiría como su oscuro alter ego; y reclama ese animal de fondo que lame la soledad para mitigarla. El poeta se ve reducido a una imagen fugitiva entre las hordas de los seres y autores que fueron y serán. El poema es válido para todos los seres humanos, no solo para el hombre que escribe; y eso es lo que importa: que es un retrato no solamente poético, y todo hombre se ve en él. Habla de la esencia de la que fluyen todas las sustancias y circunstancias que somos, fuimos o podemos ser: sin ellas no somos sino huérfanos y nada justifica nuestra vida. En «Las horas y los años» parece resumirse, en voz baja, ese autorretrato: «me he mirado al espejo/ a alta hora de la noche;/ y me he visto fundido/ con rostros y con nombres/ que habitan por mis canas/ como por panteones,/ que me miran con ojos/ amorosos y enormes./ Repleta está mi vida,/ mi corazón, sin norte». Y en «No eches angustia a la desgracia» leemos el antídoto contra la nadificación: «contra la usura de los años/ defiende tus verdades para no ser un muerto».

La identidad del yo

En este mundo en el que ser alguien significa casi sin excepciones haberse vendido a los demás, crear el propio yo y mantenerlo ―a pesar de los demás e incluso a pesar de uno mismo― es la única victoria digna de celebrarse. Porque el infierno no es el otro, como afirmaba Sartre (¿por qué ha de importarnos la opinión de quienes no nos importan?), sino que está dentro de nosotros. Y para aplacarlo precisamos una voluntad firme; un yo espartano que nos acorace contra el fuego. Búsqueda de identidad en la palabra hay desde el origen del pensamiento y la escritura: «Conócete a ti mismo», se leía en el frontispicio griego; «Intelijencia, dame/ el nombre esacto de las cosas…», pide J.R.J. Todo cuanto el hombre hace viene predeterminado por su afán de autoafirmación; de adquisición de un yo que lo individualice y lo haga único, incluso imprescindible. De ahí que matemos al padre o persigamos la originalidad. De ahí que queramos sobrevivir en medio de un cruento darwinismo artístico: las mejores plumas son las que más plumas despluman en la carrera hacia la inmortalidad; hay que mostrar con nuestra palabra la caducidad o mortalidad de las demás. Por lo tanto, el primer y más esforzado tema y preocupación del hombre y del artista es el de la presencia en el tiempo. La pulsión de la supervivencia es tan absoluta como irracional. El artista pretende salvarse al menos en su arte, o con él. La búsqueda de inmortalidad no es, pues, una caprichosa obstinación, sino una atávica y telúrica exigencia de la condición mortal, cuyo primer instinto es el de la supervivencia. Eso es lo que aparece en el poema «Espiral»: vuelve a «Nocturno», ahora más serenado, completándolo y alzándose como un poema memorable. Se está tratando una vez más aquí del tema fundamental de la literatura y la existencia: la identidad. El yo emocional clama por encontrar individualidad intransferible, autónoma y sustancial, pero el tiempo transforma el yo buscador en un ente sucesivo, cambiante y por lo tanto acosado por su efimeridad. Es el antiguo combate ―desde Heráclito y Parménides― del ser inmutable o fluyente, y por ello, de lo uno y lo múltiple. En este caso, el yo poemático es la suma de los sucesivos yoes acumulados en el inconsciente colectivo y en la experiencia vivencial y cultural del poeta: como en la magdalena de Proust, en los nudillos de la niña que golpea la puerta se anudan y suenan el tantán de los antepasados y de cuantos atavismos y prospecciones retumban en la mente del que escribe, que es también el que vive. Se desespera el todo por saberse una suma de fragmentos, aunque sea la suma de sus partes. ¿Puede la lógica evitar el dolor irracional? Basta recordar Todos los fuegos el fuego y La noche boca arriba, de Cortázar ―pero también el «Soliloquio del individuo», de Nicanor Parra― para comprender cabalmente el vaivén inmóvil de «Espiral», su viaje ascendente y descendente por la escalera de la Historia, su simultaneísmo de pretérito, presente y futuro, su condición de aleph. (Muchos guiños y citas, insinuadas o confesas, hay; pero quizá el más elocuente ejemplo sea el del ojo alephiano que todo lo ve: el letánico y omnisciente «vi» que Borges tomó del Ulises homérico descensor a los infiernos; véanse «Circo pobre», «Bar Santillana»).

Dueño ―y esclavo― de un mundo propio, ¿cuál es este mundo? ¿Cómo es el yo del autor? Una amalgama de experiencias personales a las que se han sumado las de todos los hombres del pasado y del futuro, ascendientes y descendientes (Borges: «Acaso Schopenhauer tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres»), unidos y separados por la línea del tiempo que unifica a los protagonistas de los dos cuentos cortazarianos aludidos.

Yo existencial, yo sexual, yo verbal

Para trazar una radiografía síquica del autor, tal vez bastase con una triple trepanación de su escritura. Hallaríamos un yo existencial, un yo sexual y un yo verbal. «Mi poética es tanto como decir mi erótica», afirma el autor por boca de su heterónimo. Pero su poética también es lujuriosa de verbo existencialista aprehendedor de vida doliente y entusiasta: su concepción del mundo, tantas veces expuesta con tremendismo y anaforismo acumulativo, se resume, con orgullo malditista, en dos versos de «Poética»: «ni este mundo ni yo tenemos ya remedio/ pero caeré diciendo que la vida era buena». El buen flamenco, como el buen jazz, o la noble existencia, es la alquitaración de un tremendismo; y también muchas otras músicas y obras maestras, como la «Patética» o «La consagración de la primavera», «Altazor» o «Canto general», «El jardín de las delicias» o «Noche estrellada».

Desde el instante en que la carga sexual de «Las rubáiyátas» está, más que en el propio libro, en su contexto autorial, o también en él (es decir: en el hecho de que este es un título del mismo autor desenfrenado, salaz y lujurioso ―piensa el lector mientras lee― que escribió los anteriores de su bibliografía), puede afirmarse que existe un yo sexual omnipresente que es emanación de un erotismo universal y primigenio. El turbión existencial de los libros anteriores se canaliza, contenido en un solo cuerpo y también en un verso contenido, en «Las rubáiyátas». El cataclismo existencial desemboca en una resolución; la lujuria es el eco de una concupiscencia cósmica que exige saciarse con el choque de los cuerpos para hallar equilibrio y proseguir su viaje a la supervivencia. Por eso, en «Canción de las panteras del deseo», continuando la consideración esencial del hombre como suma de los hombres, se busca «el raigón del placer/ con un jadeo que sube de la caverna de la especie» (Hernández: «besándonos/ se besan los primeros pobladores del mundo»). El tema de «Las rubáiyátas» no es el amor, sino el sexo: la pasión sexual; la carnalidad y lubricidad, no la sensualidad emocionada; igualmente, esta lascivia es más sugerencia que presencia, más verbo elegíaco que verbosidad pletórica, aunque esté implícito el canto de la carne. El sujeto que habla es más esclavo que dueño, menos héroe que víctima; no vampiriza: está vampirizado. El eros, que lo inunda todo, es una emanación de un Big Bang lujurioso en cuya saciedad se disuelve, como en un sortilegio atávico, el sufrimiento existencial. En la hoguera de la lujuria satisfecha se queman los pesares. Las angustias del vivir son vampirizadas por el eros defendiéndose del tánatos. Y en esa vampirización el autor halla, al margen de las culpas por la sexualidad socialmente prohibida, el sosiego que queda tras la suturación o satisfacción de los sentidos.

Y el yo verbal. La palabra, como vómito y cauce, es un imperio salvador. Su espada extermina los fantasmas, da pábulo a los dioses. Los géiseres del poeta manan cuando la conciencia menos los espera; y, como vasos comunicantes en diferentes túneles o cráteres del mismo manantial, se complementan para forjar un lago o un infierno, un rostro definitorio; y comunican los diseminados fragmentos de identidad que son las confesiones o poemas: «pedí a gritos socorro a las palabras» («La resistencia»), como si estas fueran un exorcismo salvador, un consuelo boeciano. En «Candilejas» se dice: «pero has vuelto a recurrir a la poesía […] como a un consuelo». Y en «En vos confío»: «Acércate, poema, dame una medicina…»; «protégeme, poema… socórreme, poema». Porque ¿quién es uno, acosado por el que fuimos ―los que fuimos― y el que queremos ser? En «Adolescencia» aparece un otro yo temido y torturante que quedó en un lugar del que el yo actual se creía libre y que amenaza con volver a integrase en el presente y desintegrarlo: «no me lleves conmigo». Igual yo acosador emerge en «Inmortal sonata de la muerte». Sin embargo, todos los miedos son suturados por el verbo, auténtico sanador y patria del poeta.

El autor se confiesa generosamente deudor de muchos autores (en realidad, somos hijos de todo libro que leemos, cuadro que contemplamos, música que oímos…); pero todos ellos (Machado, Vallejo, Rosales, las vanguardias, la escritura social…) son imbricaciones que no lo encadenan, sino que fecundan su voz. La poesía social fue un yermo afluente de la sociología, pero la preocupación social es en Félix Grande lírica golpeadora porque nace de un dolor vallejiano: el autor es sujeto paciente de un malestar más existencial que social ―social por personal― y agente de su traslación a la palabra, unificando vida y poesía. Así, su verbo es, en ocasiones, una salmodia dictada desde el automatismo hacinativo —que asedia al autor y este arroja al lector para que lo sacuda con la misma fuerza con que es sacudido—, y en otras un verso bien embridado en poemas aquilatados.

Cronista, no soslayador del tremendismo, de una ciénaga llamada mundo, o ser humano, que, como un Saturno, se traga a la colectividad, al individuo y al que escribe; buscando la poesía en la prosa cotidiana de la realidad ―la poesía impura, la fuga de las palabras consagradas por el uso poético―; coqueteando con el prosaísmo en «Blanco spirituals» y prosificando la poesía en «Puedo escribir los versos más tristes esta noche»; siendo nuestro autor introspectivo, contemplativo y elegíaco; consciente de que vive en un tiempo social que lo arraiga y desarraiga… El último aldabonazo de Félix Grande en la conciencia universal es «La cabellera de la Shoá», ese dolor descoyuntado en verbo, más un grito de Munch que límpido jipío. En este libro, al cielo de Machu Picchu se opone el infierno de Auschwitz; y donde Neruda escribe «Sube a nacer conmigo, hermano», se nos dice «Baja a esta cueva, sube a la evidencia».

En resumen: el homo scriptor no es sino un eco del homo vivens y el homo semens. Vida y poesía: «Biografía».


Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario(2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

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