ALBERTO VENEGAS RAMOS: «Nuestra sensación de veracidad de una representación del pasado ya no se basa tanto en textos aprendidos cuanto en cómo hemos visto representado otras veces ese pasado en la pantalla»
/ una entrevista de Pablo Batalla Cueto /
No es mucho lo publicado hasta la fecha en español sobre la representación del pasado en los videojuegos. Por esa razón, Pasado interactivo, del joven historiador pacense Alberto Venegas, brilla en los anaqueles de novedades de las librerías con el fulgor de lo referente; de la piedra primera de una producción bibliográfica que el futuro sólo podrá hacer tan copiosa como gigantesca y fastuosamente lucrativa se ha vuelto la industria videolúdica. El videojuego de historia «es una forma de memoria, una de las más relevantes para entender nuestra relación con el pasado en la actualidad», escribe Venegas, atento en general a, y experto en, los meandros de la instrumentalización del pasado y sus imágenes por las sociedades contemporáneas. Sobre todo ello versa esta esta conversación en la que se aludirá desde al resurgir de la veneración por la figura de Stalin en la Rusia contemporánea hasta a la perturbadora decoración de las armas y cargadores con que el terrorista neozelandés Brenton Tarrant perpetró una carnicería en dos mezquitas de Christchurch, pasando por el Santiago Abascal que se hace retratar tocado con un morrión de conquistador e inicia una campaña electoral bajo la estatua de don Pelayo en Covadonga.
Me gustaría empezar por comentar una cita que hacías en Twitter el otro día, de Roger Chartier en Escuchar a los muertos con los ojos: «Nuestra obligación ya no consiste en reconstruir la historia, tal como nos exigía un mundo dos veces en ruinas, sino en comprender mejor y aceptar que los historiadores ya no tienen hoy el monopolio de las representaciones del pasado […] Las insurrecciones de la memoria así como las seducciones de la ficción son firmes competidoras».
Forma parte de uno de los discursos que dio Chartier en la inauguración del Colegio de Francia. Hablaba del papel de los historiadores en la actualidad, y cuando hablaba de ese monopolio perdido, pensaba sobre todo en el siglo XIX, el siglo de los historiadores y de las grandes historias, a las que incluso muchos novelistas acudían para hacer sus novelas, como menciona Hayden White en su libro Metahistoria. Con el tiempo, se fue llegando a la conclusión de que el historiador, como cualquier otra persona, es incapaz de recuperar el pasado de manera completa, y nuestra forma de acercarnos al pasado es simplemente una más; una reglada, referenciada, documentada, pero una más, que coexiste con otras que tienen otros objetivos y características. El historiador debe ser crítico con ellas y vigilarlas, pero no como una especie de policía, sino más bien como participante en un debate.
Consciente, ¿no es así?, de que él mismo no deja de escribir un relato; de contar la historia, aunque sea documentadamente, con herramientas y formas narrativas.
Claro. El historiador, para empezar, escribe desde una posición; desde un lugar, un tiempo y unas condiciones concretas, y eso ya condiciona el acceso al pasado. De todas maneras, aun siendo conscientes de eso, las escuelas historiográficas más recientes, y sobre todo la posnarrativista, vuelven a realzar lo que hace al discurso histórico diferente del resto de discursos sobre el pasado: el ideal de verdad que decía Paul Veyne, la pretensión de objetividad, todas esas cosas que hacen que un ensayo histórico no sea exactamente igual que una novela. No se recurre a la ficción, no se recurre a la retórica, hay referencias y hay una negociación, un debate por el cual se alcanza una especie de consenso. La cuestión, y volvemos a lo de antes, es que eso convive cada vez más con otras formas de acceso al pasado; formas de tipo emocional.
Y, lo que es peor, discursos emocionales que no se reconocen como tales; que se presentan como historiográficos no siéndolo. Pienso, por ejemplo, en la María Elvira Roca Barea que, en una entrevista en El Español, defendía su polémico best seller Imperiofobia como un libro «responsablemente español», que realzaba los aspectos supuestamente positivos y luminosos de la historia de España para compensar una supuestamente copiosa historiografía que ya se habría ocupado de realzar los malos. El historiador honesto no debería replicar a lo negro con lo blanco, sino a ambos con los gris.
Hayden White decía que uno de los problemas del historiador es el entramado: cómo selecciono los datos y los engarzo; elaboro una trama con ellos. El mero acto de seleccionar y ordenar ya comporta una preferencia y una condicionalidad; una preferencia que, como es claramente el caso de Roca Barea, puede ser política, relacionada con intereses del presente. Pero es que, además, en la obra de esta señora, el aparato bibliográfico, sobre todo en el segundo libro, es muy limitado. No puedes hacer un discurso histórico con tan poquitas referencias y pretender que se lea como historia. Es legítimo que lo hagas, es válido, pero presentándolo como una apología, como un ensayo, etcétera.
Harry Collins y Trevor Pinch escribieron sobre cómo la teoría de la relatividad de Einstein devino tan popular en su momento debido a la necesidad de «la fuerza unificadora de la ciencia en un continente fracturado tras la Gran Guerra». Si hasta la recepción de los hallazgos de las ciencias puras está determinada por contextos ideológicos, culturales, etcétera, la de la historiografía sólo puede estarlo mucho más.
No conocía esa reflexión, pero me parece muy acertada. Y sí, claro, en la recuperación de determinados acontecimientos históricos en momentos concretos nunca hay nada de casual. No lo es, por ejemplo, que la historia de Roma de Mommsen tuviese el éxito que tuvo en la Alemania de su momento, e incluso fuera Premio Nobel de Literatura; el único libro de historia que lo ha ganado. Y no es casual tampoco el éxito de Imperiofobia de Roca Barea, que ha tocado teclas que resuenan con fuerza en el presente.

En Pasado interactivo, manejas un concepto muy interesante: el de la verosimilitud selectiva. En muchos videojuegos hay una documentación minuciosa, y así, por ejemplo, en los ambientados en la segunda guerra mundial, la colaboración con veteranos de guerra, visitas a los lugares donde ocurrieron los hechos, grabación de armamento real, etcétera. Pero esa documentación minuciosa está al servicio de una representación del pasado marcada por criterios de hiperespectacularidad, instantaneidad y ligereza; los que caracterizan a cualquier videojuego. De algún modo, se miente con la verdad; se miente a través de cómo se ordena una serie de verdades.
Es una idea que tomo de dos investigadores llamados Salvati y Bullinger, traduciendo su concepto de selective authenticity. Ellos la acuñaban para referirse a cómo existe una especie de marca segunda guerra mundial; a cómo hay determinados elementos cuya mera aparición en una pantalla nos remite de manera inmediata a la segunda guerra mundial y que son una manera de situar al jugador en el espacio y el tiempo. Son iconos estéticos muy reconocidos pero que se representan de manera superficial, sin un trasfondo ideológico, político, cultural, social, etcétera, que apoye esa representación.
En el libro, por otro lado, cuentas cómo en los videojuegos de la segunda guerra mundial nunca aparecen los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y los campos de exterminio nazis lo hacen rara vez. Hay un filtrado de la memoria de la guerra por el cual se le retiran sus elementos más conflictivos.
Se representa una guerra sin guerra; la guerra como una especie de parque de atracciones al que uno va a divertirse; a pasar un rato atractivo y espectacular. Y es importante problematizar eso; reflexionar sobre las consecuencias posibles de que los jugadores se tomen eso que puede llegar a parecer muy fidedigno como un referente real. No en vano, estamos asistiendo a un proceso curioso de utilización del videojuego bélico por parte de diversos países del mundo, como Rusia o China, para canalizar mensajes de adoctrinamiento patriótico. Se ofrece a los jugadores una sublimación del conflicto bélico que recuerda a lo que George L. Mosse comentaba sobre el mito de la experiencia de guerra cuandoescribía sobre las postales de guerra, que trivializaban, desinfectaban, lo bélico no retratando casi nunca la muerte y, si acaso, retratándola de manera tranquila, serena, sin mucha sangre. También con algo que Manuel Castells decía en su libro Comunicación y poder: lo que vemos en los medios de manera repetida tiende a convertirse en verdad por el mero hecho de la repetición. Esto es algo que ahora mismo estamos viendo claramente en cuanto a las percepciones del papel de lo militar en la historia.
En el libro explicas cómo los creadores de videojuegos no se basan en fuentes primarias ni secundarias para elaborar sus representaciones del pasado, sino en producciones históricas anteriores que han cosechado un determinado éxito en otros producciones históricas anteriores. Beben de una memoria estética formada por retrolugares —un concepto que tú acuñas y por el que te preguntaré después— que el jugador o el espectador ha visto de manera repetida en obras ambientadas en el mismo pasado, emitidas por los medios de comunicación de masas. Y el jugador basa su sensación de verosimilitud en eso. Por ejemplo, en un videojuego ambientado en la Edad Media siempre aparecerán castillos.
En los años noventa, un historiador del arte, W. J. T. Mitchell, hablaba del giro pictorial. Decía que nuestra fuente principal de conocimiento ha pasado de ser el texto a la imagen. Eso también ha pasado con la historia: no hay más que pensar en la enorme diferencia que hay, hoy por hoy, entre el tiempo que pasamos delante de una pantalla y el que pasamos leyendo. Pasamos mucho más delante de la pantalla, y, de ese modo, gran parte del conocimiento que tenemos del pasado lo obtenemos por esa vía. Nuestra sensación de veracidad con respecto a una representación del pasado ya no se basa tanto en contenidos textuales que hemos aprendido y conocemos cuanto en cómo hemos visto representado otras veces ese mismo pasado en la pantalla; con lo cual, si uno quiere hacer una representación que se identifique de manera rápida con un determinado momento del pasado, lo que va a hacer es basarse en cómo se ha hecho otras veces. Por ejemplo, para el juego Assassin’s Creed: Valhalla, que está ambientado en la Gran Bretaña del siglo IX, ¿qué fue lo primero que hicieron sus desarrolladores? Contratar a los mismos que habían diseñado la estética de la serie Vikings para que llevaran a cabo el mismo planteamiento en el videojuego. Algo que ha triunfado en un medio se copia en otro que pretende captar así algo de ese éxito.
¿Qué es un retrolugar?
Es un concepto que acuñé para mi tesis y para el libro y que se refiere justamente a esos pequeños elementos estéticos, muchas veces asociados a lo espectacular, que nos sitúan de manera instantánea en un momento y de un lugar. Las influencias en las que me basé para acuñarlo son varias, pero una de ellas es un libro de Roland Barthes que se titula Mitología y donde él aludía a un detalle que me pareció muy curioso, que es que en todas las películas antiguas de romanos aparecen los romanos con rizos en la frente. ¿Para qué? Para que tú, en el momento en el que vieras eso, ya supieras lo que estabas viendo; te situaras rápidamente. Esto es algo que vemos constantemente en los videojuegos, pero también en series de televisión, etcétera. Por ejemplo, casi siempre que sale el Tercer Reich sale un soldado de las SS, que se ha convertido en el retrolugar que nos hace captar de manera rápida que estamos hablando de los nazis. Se personifica el nazismo en el soldado de las SS en lugar de en otros cuerpos que fueron iguales o peores, pero no son conocidos por el gran público: por ejemplo, las SD, que eran los servicios de inteligencia de las SS y quienes se encargaron del genocidio.
Recuerda a cómo, en los cuadros y estampas de santos cristianos, un elemento concreto identifica rápidamente a cada uno: la llave de san Pedro, la parrilla de san Lorenzo, las flechas de san Sebastián…
Exacto, igual. En nuestro caso, si vas a ambientar algo en Egipto, mostrarás una esfinge o una pirámide. La cultura egipcia abarca miles de años, pero se comprime todo en ese icono, igual que se comprime la Edad Media en un castillo.
En el libro haces una cita de Baudrillard que tiene que ver también con esto: «Ya no tenemos tiempo para buscarnos una identidad en los archivos, en una memoria, en un pasado, ni tampoco en un proyecto o en un futuro. Necesitamos una memoria instantánea, una conexión inmediata, una especie de identidad publicitaria que pueda comprobarse en el instante mismo».
Esto lo estamos viendo de manera habitual. Lo vimos, por ejemplo, en la intentona de asalto al Capitolio estadounidense del 6 de enero, en la que muchos manifestantes llevaban una bandera amarilla con una serpiente con la que pretendían identificarse rápidamente con los patriotas que lucharon por la independencia de Gran Bretaña. Aquel conflicto y todo lo que comportó es infinitamente complejo, pero ellos lo comprimen en un símbolo que utilizan para justificarse históricamente. Los tiros de esa cita de Baudrillard van por ahí.
También cuentas, en el libro, cómo los desarrolladores de cierto videojuego ambientado en la prehistoria, Far Cry Primal, pidieron a lingüistas especializados que crearan un idioma artificial realista, basado en lo que la ciencia supone que pudieron hablar aquellas gentes. El primer resultado les pareció poco prehistórico, y exigieron una nueva versión más parecida a aquello en lo que solemos pensar cuando imaginamos el lenguaje prehistórico: gutural, monosilábico, tosco… Hay también una marca prehistoria.
Claro, claro.
Mencionabas antes el asalto al Capitolio, y el caso es que tenía previsto preguntarte por ello. Me parece un momento muy interesante en relación con el tema que nos ocupa. ¿Qué piensa un historiador como tú, atento a los meandros del uso del pasado por las sociedades contemporáneas, cuando ve a una masa de asaltantes penetrar en el Capitolio estadounidense con banderas confederadas?
Pienso en la decantación del pasado como arma justificante; en cómo se retuercen hasta el infinito determinados elementos que han tenido mucha presencia en la historia del país y se los convierte en iconos únicos que representan por sí mismos todo un vasto movimiento. La bandera confederada ha sido convertida en el símbolo de una idea, no sé si tanto como de venganza, pero sí de reivindicación frente a otro bando del que a mí también me resultaron muy interesantes, en su momento, sus ataques a estatuas de esclavistas y generales confederados tras el asesinato de George Floyd. Esta otra gente dice: estos símbolos que vosotros atacáis van a volver, y van a volver incluso al Capitolio. Hay todo un clima de lucha por la memoria que ya se daba, pero que se ha recrudecido. Ten en cuenta que lo primero que ha hecho Biden al entrar en el Despacho Oval ha sido cambiar la decoración para retirar una serie de símbolos históricos que Trump había puesto y poner otros en su lugar.
Algo que también sucedió en España cuando Juan Carlos I abdicó y, cuando su hijo entró en su despacho, cambió el retrato de Felipe V por el de Carlos III, el rey ilustrado.
Sí, sí. Esas imágenes comprimen un pasado y lo convierten en un mensaje, en un discurso. Es algo quevemos de manera recurrente. Que Biden haya cambiado un cuadro de Andrew Jackson, que fue un presidente parecido a Trump en cierta medida, por otro de Benjamin Franklin es un mensaje claro sobre cómo va a encarar él la presidencia. En esta cultura tan visual, hablamos con imágenes mejor que con discursos propiamente dichos; los propios discursos, de hecho, están hechos muchas veces pensando en la imagen; en la fotografía y la frase que se utilizará en las redes sociales. Hay un libro muy bonito de Ángel Quintana, publicado en Acantilado, que se titula Fábulas de lo visible y que habla de cómo el cine transforma la realidad; de cómo la realidad quiere parecerse al cine y nosotros mismos nos acostumbramos a pensar representaciones de nuestra realidad para la pantalla: el selfi, etcétera. Con la historia pasa un poco lo mismo: se la transforma para adaptarla a las pantallas actuales; se la convierte en un escenario para ser retratado. Las estatuas confederadas atacadas por Black Lives Matter no sólo eran vandalizadas: también se proyectaban cosas en ella, se hacían bailes, se ponía música… Este movimiento de representación del pasado en imágenes y nuestra relación con ellas es una de las cosas más interesantes de la actualidad para el estudio histórico.
Y es no entender nada pensar que quien ondea una bandera confederada está a favor de la esclavitud o de un regreso literal del Estado confederado. Comprenderemos algo más si nos acordamos de aquello que decía José Antonio Primo de Rivera que era la tradición: no hacer lo mismo que nuestros antepasados, sino lo que ellos hubieran hecho en nuestro lugar.
Claro. El que ondea una bandera confederada la ondea como podría ondear otra que también significase una oposición a aquello contra lo que lucha hoy. De hecho, hubo muchos hilos muy interesantes en Twitter explicando todas las banderas que había en la manifestación. Las había que era muy raro que estuvieran ahí: la bandera de Vietnam del Sur, la de la revolución rumana contra Ceauşescu… Iconos resignificados en torno a lo que estos tipos estaban haciendo, pero que, estrictamente hablando, no tenían nada que ver con lo que estaba pasando allí.

Y banderas de Israel al lado de manifestantes con sudaderas en las que se ensalzaba Auschwitz.
Sí, sí, cosas sin sentido ninguno, pero que son el resultado de vaciar de significado la historia y utilizarla para legitimar contiendas políticas del presente.
Stuart Hall escribía que tendemos a pensar en la ideología como una construcción ingenieril en la que todo está o debe estar perfectamente engranado, y el edificio entero se desmoronará si le señalamos una viga mal puesta, una contradicción, una incoherencia; pero su lógica, en realidad, es más bien la de los sueños, donde se pueden armonizar contrarios o pasar de una proposición a otra teóricamente contradictoria con la primera sin solución de continuidad.
Por supuesto, por supuesto. Hay muchísimos ejemplos de ello. Todos los partidarios de Trump pensaron hasta el último momento que había un plan, y manejaban en redes sociales esta consigna de «Trust the plan» que llegó a retuitear acá Macarena Olona, de Vox. Y te quedas un poco a cuadros cuando ves que hay gente negando la realidad palmaria que está sucediendo ante tus mismos ojos; y no sólo negándola sino afirmando que va a suceder lo contrario de lo que tú ves que es obvio que está sucediendo, y que cuando termina de suceder, cuando esa obviedad les da en la cara, siguen creyendo. La ideología, efectivamente, es algo mucho más complejo, mucho más líquido —que es una metáfora que no me gusta mucho— de lo que tendemos a considerar.
Comentabas antes las performances efectuadas en torno a estatuas polémicas, y me he acordado de algo que yo leía hace poco en El futuro de la nostalgia, de Svetlana Boym: en 1993, dos artistas soviéticos nacionalizados norteamericanos, Vitaly Komar y Alexander Melamid, propusieron una tercera vía para abordar la cuestión, candente entonces, de qué hacer con los monumentos soviéticos. Proponían «ni venerarlos ni aniquilarlos, sino establecer una colaboración creativa con ellos»: por ejemplo, añadir el sufijo -ismo al nombre de Lenin en su mausoleo para convertirlo en el mausoleo del leninismo; en símbolo de su muerte. O colocar, en la estatua del fundador de la Cheka, unas figuras de bronce que representaran a los individuos que treparon a ella para colgarle una soga con la que tirarla en agosto de 1991. Finalmente, nada de esto se llevó a cabo, pero no deja de ser una buena metáfora de cómo el pasado es una materia prima en constante transformación.
Por supuesto. Fíjate, hace relativamente poco, hicieron una encuesta en la televisión rusa sobre quién había sido el personaje más importante de la historia del país, y salió Stalin, pero la televisión censuró ese resultado e hizo que ganara Nicolás II, el último zar. Muy poca gente se hubiera esperado el resurgir de cualquiera de las dos figuras, y sin embargo ahí están. Hay un continuo revivir de momentos históricos que dicen cosas distintas a cada tiempo. Cada presente tiene su propio pasado; a cada presente el mismo pasado lo interpela de forma diferente, y cosas que nosotros construimos hoy pensando que serán muy relevantes dentro de cien años bien pueden no serlo, y sí serlo algo que hoy nos pasa desapercibido, que no nos interpela, que no nos interesa, que no es útil a nuestros intereses. Hay momentos que interesan más a unas épocas que a otras. Uno de los mejores libros que yo leí el año pasado, España imaginada: historia de la invención de una nación, de Tomás Pérez Vejo, trata sobre la pintura histórica del siglo XIX y cuenta que no hubo ninguna pintura histórica del XIX que representase el XVIII. El siglo XVIII, para la pintura histórica española, no existía.
Se lo consideraba un siglo francés, decadente, afeminado.
Claro. Y eso no les interesaba. Para ellos la historia eran los Austrias mayores, un poquito los menores y, después, ya 1812, la Constitución, la guerra de Independencia. El siglo XVIII no existía para aquella pintura histórica que, como explica Pérez Vejo en el libro, fue fundamental para la construcción de la identidad española. Yo, en mi libro, hablo de algo similar: cómo la memoria de la segunda guerra mundial se revivifica, en Estados Unidos, a finales de los años noventa y principios de los 2000, y sobre todo tras los atentados del 11-S, que instan a recuperar el discurso de la guerra buena o conceptos como el eje del mal, aplicada ahora al Próximo Oriente. Esto es algo que pasa en todos los países, y seguirá pasando.
En EL CUADERNO publicamos hace tiempo un artículo sobre el mito de Cleopatra; sobre los distintos significados de la figura de Cleopatra a lo largo de la historia, desde el significado orientalista (Cleopatra como símbolo del lujo, el derroche y el morbo orientales) hasta las modernas reivindicaciones feministas de su figura. Hubo una Cleopatra histórica, pero ha habido decenas de Cleopatras mitificadas, creadas a partir de los intereses de cada presente.
Claro. Esto también lo vemos en cómo el franquismo seleccionó ciertos acontecimientos y personajes históricos y los elevó a la categoría de mito nacional; elevación que determina cómo se perciben esos acontecimientos y personajes en el presente.
El Stalin que hoy reivindica Rusia es un Stalin nacionalista; un zar en todo salvo en el nombre, que resucita el esplendor de la vieja Rusia y lidera una gran guerra patriótica.
De hecho, en los libros de texto rusos, la revolución del diecisiete no existe ya, o se estudia, bien como algo no inherente a la historia rusa, sino llegado del exterior, bien como las revoluciones liberales del siglo XIX, un acontecimiento más y no el inicio de algo, como era durante la URSS. Esto se cuenta muy bien en Patriotas indignados, el libro coordinado por Francisco Veiga, y El nacionalismo ruso moderno, de José María Faraldo. El acontecimiento histórico principal de la memoria rusa ha pasado a ser la segunda guerra mundial; lo que allí se llama la Gran Guerra Patria, que ahora se pinta como el momento que sutura la ruptura que supuso la revolución del 1917. Se ensalza la figura del partisano como representante del pueblo ruso, que no soviético, y la clave de bóveda de toda esa mitología diseñada por una serie de pensadores durante los últimos cincuenta años es Stalin; el Stalin cuya retórica durante la guerra era efectivamente más nacionalista que revolucionaria. Esto se ha recuperado en el presente y hoy por hoy la segunda guerra mundial es tremendamente popular en Rusia, donde hay un gran número de películas, de series de televisión, etcétera, ambientadas en aquella época, y también pinturas y otras obras de arte que en gran parte son el resultado de una inversión fuerte desde el Estado.
En 1992, el medievalista Luis García Moreno dedicaba un libro sobre los visigodos «al rey Rodrigo y a cuantos murieron con él defendiendo, sin saberlo, la libertad y el progreso frente a la intolerancia y el totalitarismo». Ese sin saberlo resume muchas cosas.
Sí, ese tipo de usos nacionalistas anacrónicos de momentos remotos de los que cualquier parecido con nosotros es casualidad. Pero es que vete tú a saber lo que pensaba don Pelayo. Las crónicas que hablan de él —y yo, en otra vida, me dediqué a las crónicas altomedievales (risas)— fueron escritas aproximadamente ciento cincuenta años después de su vida. Lo primero que sabemos de Pelayo se escribió siglo y medio después de su muerte, y, por lo demás, no tenemos fuentes arqueológicas, o las tenemos muy limitadas, ni tampoco epigráficas. Lo único que sabemos de Favila, el hijo de Pelayo, es que lo mató un oso, y porque lo cuentan esas mismas crónicas escritas siglo y medio después. Elucubrar con lo que podría llegar a pensar o a no pensar, a hacer o no hacer, una persona de la que sabemos tan poco es un uso torticero de la historia y lo que diferencia los usos emocionales de la historia, la memoria, con la práctica histórica estricta.
Los republicanos asturianos le hacen todos los años un homenaje al oso que mató a Favila en Llueves, el lugar donde se supone que se produjo la tragedia: otro ejemplo, festivo, humorístico, en este caso, de convocar el pasado para hacerlo servir a intereses del presente.
Ah, no lo sabía (risas).
Joseba Gabilondo escribe en Globalizaciones: la nueva Edad Media que tendemos a percibir el pasado «un solo pasado o “antigüedad”, no como una historia pasada, sino como un ayer general»; un «repositorio desordenado de todo evento y recuerdo histórico»; «memoria sin historia»; una «crónica coeva o sincrónica». Una especie de cajón de sastre al que acudimos a coger lo que necesitamos en cada momento.
De eso también habla muy bien Enzo Traverso, que apunta cómo los medios de comunicación de masas generan un repositorio imágenes desordenadas para su uso social, turístico o espectacular. Esto es una vertiente de ello. Destacamos unos puntos concretos del pasado pero olvidamos todo el desarrollo histórico que los produce y el contexto al que pertenecen. Hay también otros varios pensadores que dicen que vivimos en un eterno presente que nos absorbe hasta tal punto que nos hace no ser realmente conscientes del pasado. Un libro que a mí me gustó mucho, Lento presente: sintomatología del nuevo tiempo histórico, de Hans Ulrich Gumbrecht, habla de esto; de cómo tenemos una memoria cada vez más corta, y los acontecimientos que en un momento dado tienen un impacto fuerte en los medios se desvanecen y olvidan rápidamente, que es algo que tiene que ver en gran parte con lo que hablábamos antes; con la sociedad de las pantallas, que nos hace entender el tiempo como dividido entre el momento que vivimos y todo lo demás. No pensamos históricamente.
Se escribe también aquí y allá sobre la especie de hartazgo del futuro que vivimos; nuestro interés cada vez menor en el porvenir, que corre paralelo a una fascinación creciente por el pasado. Zygmunt Bauman hablaba de las retrotopías, y el crítico musical británico Simon Reynolds escribe sobre la retromanía que afecta en nuestros días al pop. Hay una fiebre del revival, de la conmemoración, de la reunión de viejos grupos, etcétera, que también se aprecia en el cine y la televisión con la reposición y los remakes de viejas películas y series de éxito.
La explicación de esto que daba Bauman es que, como el futuro es incierto, como lo vemos cada vez más negro, más complicado, regresamos a un pasado idealizado como un tiempo más tranquilo, más seguro, más fiable. Es una buena explicación, pero también tenemos que entender cómo funciona la cultura de masas y cómo se fabrican los grandes éxitos. Si sabemos que algo ha triunfado y no tenemos la seguridad de que otra cosa triunfe, echaremos mano —reciclándolo, adaptándolo, haciéndolo de otra manera— de lo que ya ha triunfado, porque es lo que nos proporciona una fuente de ingresos segura. Algunos pensadores de la cultura de masas, como Richard Sennett, han apuntado también a esto hablando de la renovación acelerada; cómo lo que se crea básicamente son estructuras donde la base no cambia o es muy similar, y simplemente se van añadiendo pequeñas diferencias para proporcionar una sensación de novedad vendiendo lo mismo.
Cruzcampo ha presentado estos días un anuncio en el que hace hablar al pasado literalmente; y concretamente, a la folclórica Lola Flores, fallecida en 1995, mediante un sofisticado programa de inteligencia artificial.
Sí, un deepfake que se llama, y que pone a Lola Flores a hablar del acento andaluz y de las tradiciones de Andalucía; un discurso al fin y al cabo regionalista, que te habla de una idiosincrasia andaluza. Es algo que estamos viendo mucho en la música: por ejemplo, Califato ¾ utiliza pasos de Semana Santa, música tradicional, etcétera. Incluso Rosalía echa mano de estos guiños folclóricos, aunque, en este caso, tengo la duda de si para utilizar la identidad tradicional como producto diferenciado de otros más globalistas u homogéneos o realmente como reivindicación. En Califato ¾ sí existe claramente un discurso reivindicativo de esa tradición.
El anuncio de Cruzcampo lleva a su literalidad más asombrosa aquello de lo que venimos hablando: cómo las sociedades se relacionan con el pasado, no como un oyente, sino como un ventrílocuo; no escuchándolo, sino haciéndolo hablar.
E incluso haciéndolo vender…
Simon Reynolds habla en Retromanía de un fenómeno muy curioso: fandoms de un determinado período de la historia de la música, de un determinado estilo, pero del que les interesa, no los artistas consagrados y famosos, sino peinar rastros y mercadillos en busca de otros que no triunfaron. Satisfacen, a la vez, el deseo de algo viejo y conocido y el de algo nuevo y excitante; el placer de la nostalgia y el del descubrimiento.
También tiene que ver con esa búsqueda un poco extraña y paradójica que hacemos hoy de la autenticidad, algo que está muy presente en el mundo de los videojuegos, donde son muy habituales eslóganes del tipo «experimenta el pasado». En el ejemplo concreto que tú pones, esos fans buscan experimentar el pasado, esa época, a través de la música que se hacía y que ellos no conocían. Pero ¿tiene sentido convertir en símbolos de una época a artistas que no triunfaron en esa época; que esa época no consideró buenos; que esa época rehusó convertir en tales símbolos? Buscamos autenticidad histórica, pero desgajada de su contexto. Pienso en aquello que decía Lowenthal de que el pasado es un país extranjero: en esas ocasiones, lo que nosotros hacemos con ese país extranjero es turismo. Viajamos a él para disfrutar de un par de monumentos concretos, pero sin conocer lo que hay a su alrededor, su contexto. Vamos, hacemos una foto y nos vamos, y buscamos también prestigio: conocer lugares que otras personas no conocen, conocer grupos que otras personas no conocen…
Veo un correlato con eso que comenta Reynolds en un mito españolista que me fascina: el de Blas de Lezo, un personaje olvidado del siglo XVIII, que no formaba parte ni de la segunda división del panteón nacionalista español tradicional (Viriato, el Cid, etcétera), pero que, de pronto, resucita, se vuelve omnipresente y acaba incluso eclipsando a esos otros santos de toda la vida. Igual que los fandoms de los que habla Reynolds, el nacionalismo español ha encontrado un héroe nuevo rebuscando entre lo viejo. Y si uno se pone a buscar razones de ese resurgir, es fácil encontrarlas: pienso, por ejemplo, en cómo Blas de Lezo no es un héroe del ataque, sino uno de la defensa, y en cómo eso se acompasa bien a la idiosincrasia de una ultraderecha nueva cuyo discurso ya no es el imperialismo irredentista de otro tiempo, sino un plañido victimista que nos habla de una fortaleza europea asediada por el islam y el marxismo cultural.
Claro, claro, encaja de manera perfecta con un discurso que hoy está encima de la mesa de los debates públicos; tiene los ingredientes perfectos para ser reivindicado por esta gente que además te lo puede vender como la reivindicación de algo oscurecido por el discurso oficial. Un poco eso que yo he escuchado tantas veces dando clase de historia: que sólo contamos las cosas malas del pasado, y que también hay que contar lo bueno.
Blas de Lezo, por otro lado, se presta mucho a un mundo que sé que últimamente te interesa mucho: el de los avatares y los memes. Su condición de tuerto, su peluca, etcétera, conforman una imagen muy memorable, muy reconocible, que se hace ideal para esa agitprop digital. ¿Qué te interesa de los memes?
Me interesa que es un medio masivo, pero masivo de verdad: ¿cuántos nos mandan al día por los grupos de WhatsApp y demás? Pues decenas. Y en el caso de los memes históricos, que utilizan determinadas imágenes del pasado, me interesa que ejemplifican todo lo que hemos estado hablando: cómo se encapsula toda una complejidad histórica en una sola imagen que el receptor descifra de manera instantánea a partir de una serie de códigos aprendidos. El meme está hecho para ser reenviado, y para reenviarse, tiene que llamarte la atención por algun motivo, y sobre todo tienes que entenderlo. De tal manera, un meme histórico siempre contendrá claves culturales o históricas compartidas por gran parte de la población: si no las tuviera, no tendría éxito. Los memes me interesan por eso y también porque se pueden transformar muy rápido y dar lugar a cambios en el significado de la imagen original, sin que una autoridad clara lo auspicie, en una especie de debate anónimo entre muchas representaciones culturales. Todo esto es algo que está en nuestra cotidianidad pero a lo que no prestamos la atención suficiente, porque nos parece una bobada. Algunos de ellos son ciertamente bobos, pero hay otros que tienen un significado mucho más potente, y ciertas lecturas que he hecho últimamente me han llevado un poco ahí: sobre todo, Muerte a los normies, de Angela Nagle, que habla de 4chan y otra serie de foros en Internet que, a través de la movilización constante en torno a estos memes, han conseguido una participación política muy fuerte en distintas comunidades estadounidenses y han desembocado en lo que veíamos el 6 de enero. En el asalto al Capitolio, había banderas que habían nacido como memes. Pero podemos no irnos tan lejos para apreciar la importancia de los memes: hubo uno de Santiago Abascal con un morrión de conquistador que ha acabado colgado y enmarcado en su despacho.
Y ese morrión es un retrolugar; un icono que resume todo un programa político.
Claro. Vox juega mucho con todo esto: empezó una de sus campañas electorales en Covadonga, debajo de la estatua de Pelayo.
Para cerrar la entrevista, quería comentar una última imagen que me parece, también, un gran resumen de todo esto. Brenton Tarrant, el terrorista neozelandés que provocó una carnicería en dos mezquitas de la ciudad de Christchurch, llevaba sus armas decoradas con una serie de nombres y fechas inscritos, todos los cuales remitían al combate contra el islam: «Acre 1189», «Viena 1683», la batalla de Lepanto… e incluso Pelayo. Un conjunto de momentos y personajes históricos diversísimos, que difícilmente se hubieran reconocido unos a otros como adalides de una misma causa, unidos y convocados por un terrorista del siglo XIX que los apretuja hasta hacerlos caber a todos en una bala.
Sí, lo que decíamos antes: entender el pasado como una especie de repositorio de donde tú vas seleccionando aquellos elementos que te convienen, pero descontextualizados. Tarrant, por cierto, acostumbra a hacer el gesto OK, nacido también en este mundo de los foros y los memes y que es habitual entre grupos neonazis como los Proud Boys.
Un mundo que haríamos bien en empezar a tomarnos en serio, ¿no es así?
Exacto.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
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