/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /
Viene a tener este Cuaderno un hueco en sus alforjas, pues, aunque anda ya provisto de muchas cosas, todavía carece de un texto dedicado exclusivamente a la poesía. Digo «exclusivamente», porque sí se han traído aquí diversas cuestiones relacionadas con ella, tales como la recuperación de las palabras, el calibre de lo sublime y la energía creativa en el quehacer poético, o la estima de los momentos inspirados de los poetas, por citar lo más mollar de lo abordado al respecto. En cualquier caso, echaba en falta una pieza dedicada a desentrañar el mapa de los propios entendimientos líricos, por cuanto, al fin y al cabo, para el que esto escribe la poesía siempre ha sido un espacio privilegiado en la conciencia, un hospicio para los desánimos y rebeldías, y una morada donde reposar hipersensibilidades y celebrar el mundo.
Advierto, no obstante, cómo, a pesar del título, esta breve presentación de mi despensa poética tiene poco que ver con la tan manoseada polémica tardo ochentera acerca de la poesía de la experiencia engendrando populosos debates plectro-aburridos en nuestras ciudades literarias. Diatribas de unos contra otros alrededor de la sentimentalidad, el realismo versus la metafísica, la lírica figurativa versus la abstracta, etcétera. Sí lo hace, sin embargo, con la constatación de que el cuerpo y el alma del poema (entendiendo el alma en su concepción más amplia de mente, corazón y espíritu) es la experiencia, y la poesía, por extensión, una experiencia en sí misma. De esta manera, si Valéry entendía la sintaxis como una facultad del alma, y ya sabemos que alma y cuerpo conviven al unísono, colegimos que se escribe ―y se lee― con el cuerpo, como a menudo recordaba Umbral. El resultado es una vivencia lírica unificada, en la que, al igual que varía la fisionomía de cada persona pero permanece su misterio último, «el verso es un Proteo» ―según advierte Vossler en sus Formas poéticas de los pueblos románicos (1960)― y aun cambiando de características formales, y dada su naturaleza inaprehensible, «en ninguna de estas propiedades señala su esencia más propia» (ibídem). De ahí que, recogiéndose los versos en cada composición según el molde más adecuado al asunto tratado, como sugería Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, la mejor poesía, al final, siempre encarna una experiencia portadora de significados cuya comprensión última nos excede. Por ilustrarlo de algún modo y siguiendo con esta hermenéutica explicativa, cabría preguntarse si en algún momento somos capaces de entender hasta el final al otro, aun siendo este, por ejemplo, el mejor de los amigos, la pareja con quien compartimos la vida o el tan amado hijo. Más allá, todo esto nos lleva a otros razonamientos subsiguientes. Analizarlos en fila de a uno nos requeriría dedicar un texto a cada caso tratado, así que, por el momento, nos conformaremos con mencionar la almendra argumental de algunos significativos.
De una parte, en la práctica literaria conviven dos hechos. Todorov los refiere como las caracterizaciones estructural y funcional de la literatura. Según la primera, entendemos el lenguaje como autosuficiente ―o autotélico, por emplear tecnicismos al uso en los manuales―, al margen de cuanto este comunica. Así, la obra demasiado escorada hacia esta tendencia acabará interesando solo a aquellos cuya sensibilidad artística está en sintonía con la del autor. A saber: determinado vocabulario, ingenios expresivos y otras cuestiones de índole estético. En relación a la segunda, la definición funcional, de estirpe clásica, el lenguaje poético busca la transmisión de ideas. De esta forma, la creación que se alimenta por exceso de esta perspectiva, simplificando lo literario a la mera expresión de un mensaje, termina por llamar la atención únicamente de aquellos que pertenecen a la misma parroquia ideológica del escritor y que, por tanto, comulgan con los conceptos emanados de su obra.
También me ha interpelado con frecuencia lo que ha venido a ser con el tiempo una de las controversias más habituales en los menús de reflexiones en torno al hecho lírico. La poesía, en tanto que vehículo comunicador de la experiencia, y en virtud de la capacidad de las palabras para desentrañar y nombrar acontecimientos, ¿es una simple transmisora de lo previamente meditado acerca de la experiencia, o se crea expresando lo vivido mientras lo rememoramos en el acto de escribir? Y, yendo más lejos, ¿es capaz de generarse a medida que se escribe o se lee el poema? (llegados a este último punto, nos encontramos ya en el terreno de la tan traída y llevada poesía del conocimiento). Las respuestas a estas preguntas quizás se vislumbren si nos atenemos a cuanto hemos venido aseverando sobre poesía y experiencia. Eliot, en cualquier caso, dedicó un ensayo, Función de la poesía y función de la crítica, a especular sobre la cuestión, que Jaime Gil de Biedma rescató para nuestro contexto de familiaridades literarias, encargándose de traducir al español el libro del poeta del modernismo anglosajón y prologando el volumen.
Por ir concluyendo esta breve cata de consideraciones sobre el propio sentir poético, esbozaremos un último aspecto ―por ahora y sin pretender cerrar lo que solo admite seguir planteando interrogantes―. Veamos, así, cómo la realidad es, por definición, polar, según el pensamiento de las oposiciones polares de Romano Guardini. Desde esta perspectiva filosófica, dos opuestos no se anulan, ni sus tensiones han de ser necesariamente resueltas ni homologadas, como tampoco han de confundirse con las contradicciones. Antes bien, estas tensiones conviven y son fermento de unidad, lo que implica que esta unidad ha de ser, en lo concreto, móvil y dinámica. Descentrada por principio y desbordada en consecuencia. Estas son, en sus fundamentos, ideas que encajan como un guante a una mano con la experiencia poética, cuyo punto de fuga último, ético y estético, es el mejor testimonio de su permanente desbordarse. No obstante, se han empleado con frecuencia para iluminar el pensamiento teológico católico, dado el valor de las polaridades para expresar el factor unificador de la experiencia cristiana. Un buen ejemplo de lo que quiere decirse lo encontramos en la figura del sacerdote porteño Jorge Mario Bergoglio en la década de los ochenta. El futuro pontífice, ya entonces fascinado con estas ideas de los opuestos polares de Guardini, abordaba por aquellos años una tesis doctoral ―nunca concluida― titulada La oposición polar como estructura del pensamiento cotidiano y del anuncio cristiano. No en vano, el pensamiento actual del Papa Francisco, con toda su carga de realismo pragmático, es, antes que nada, de raigambre poética. Aunque claro está, esto ―como otros argumentos aquí esbozados― sería merecedor de un análisis más demorado.
[EN PORTADA: Ghost of a gecko, de Wolff Bowden]

Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.
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