/ por Jónatham F. Moriche /
En 2016 y contra casi todo pronóstico, el magnate inmobiliario y showman televisivo Donald Trump se alzó primero con la victoria en la carrera por la candidatura republicana y después en las elecciones presidenciales, convirtiéndose en el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América e inaugurando uno de los períodos más convulsos y traumáticos de la historia del país desde su fundación en 1776. Cuatro años más tarde, el 3 de noviembre de 2020, Trump perdía la reelección frente a su contrincante demócrata, el exvicepresidente Joe Biden, en un clima de extraordinaria tensión política que culminaría con el asalto violento de miles de seguidores de Trump al recinto del Capitolio, donde el cuerpo legislativo desarrollaba los trámites para la transmisión presidencial. Fracasados los intentos de Trump y sus seguidores por impugnar de iure o de facto el resultado electoral, Biden tomó posesión el 20 de enero de 2021 en una Washington blindada por decenas de miles de soldados y policías.
Desde su investidura, Biden ha desplegado una agenda extraordinariamente progresista en la casi totalidad de las áreas de gobierno, no solo revirtiendo muchos de los retrocesos de la presidencia de Trump, sino escorando con una determinación inusitada el rumbo del Partido Demócrata a la izquierda del paradigma neoliberal hegemónico entre los demócratas desde hace medio siglo. Por su parte, noqueado pero no inerme y aún menos resignado, el bloque social y político que aupó a Trump al poder en 2016 ha sostenido durante cuatro años su presidencia y aún le ha otorgado en 2020 un insuficiente pero vasto respaldo electoral, persiste en sus intentos de deslegitimar la victoria demócrata, sigue desplegando allá donde tiene poder para ello su programa reaccionario y perfila discursos, estrategias y liderazgos para recuperar el control del legislativo en las elecciones de medio mandato de 2022 y de la Casa Blanca en 2024, cuando faltarán dos años para la celebración del primer cuarto de milenio de historia del país.
La decisión electoral
En la recta final de la campaña para las elecciones del 3 de noviembre, la práctica totalidad de las encuestas daban por ganador al candidato demócrata, y ese fue efectivamente el resultado que arrojaron las urnas. Un resultado que sin embargo, observado al detalle, dista bastante de lo que la mayoría de aquellas predicciones anticipaban. Más de 155 millones de estadounidenses, el 68’8% del censo, acudió a las elecciones más concurridas en términos relativos desde 1900 y en términos absolutos de la entera historia electoral norteamericana, pero esta extraordinaria movilización electoral no se tradujo, como a menudo se auguró, en un estrepitoso desplome del trumpismo, que no solo mantuvo intacta su base electoral de 2016 sino que la ensanchó en más de 11 millones de votos, hasta los 74’2 millones (46’9%), frente a los 81’3 millones (51’3%) de Biden, una diferencia nítida en términos absolutos pero cuyo muy desigual reparto territorial y consecuente reflejo en los votos delegados de los estados en el Colegio Electoral tardaría cuatro angustiosos días en decantarse definitivamente a favor de Biden. Los demócratas recuperaban, por márgenes estrechos pero seguros, algunos de los estados tradicionalmente demócratas que en 2016 pavimentaron el camino de Trump hacia la Casa Blanca, como Wisconsin, Michigan y Pensilvania, y conquistaban victorias muy ajustadas en estados tradicionalmente republicanos como Arizona y Georgia, pero quedaban lejos de arrebatar a los republicanos su histórico y decisivo feudo de Texas y repetir las victorias de Obama en 2008 y 2012 en la habitualmente republicana Florida. Además, perdían una docena de representantes en el Congreso, poniendo en muy en riesgo la continuidad de su mayoría tras la cita electoral de medio mandato de 2022, y, sobre todo, no lograban imponerse en la pugna por el Senado, cuya ajustadísima mayoría, dependiente de la absoluta unanimidad de su bancada y del voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris como presidenta de la cámara, solo alcanzarían dos meses después, con la épica elección en segunda vuelta de dos senadores demócratas por el tradicionalmente muy conservador estado de Georgia. Los demócratas, en resumen, ganaban en todos los frentes por la mínima, el trumpismo era derrotado pero en absoluto aniquilado y el país consolidaba su fractura en dos bloques políticos, sociales y territoriales dramáticamente antagónicos de muy similar dimensión electoral.
El mapa definitivo de resultados electorales y las distintas encuestas explicativas de voto publicadas durante estos meses permiten establecer un perfil bastante preciso de la composición y distribución de ambos bloques antagónicos. Según la detallada macroencuesta de AP VoteCast (NPR, 03/11/2020), los hombres habrían votado más a Trump (52%) y las mujeres a Biden (55%); los blancos habrían votado más a Trump (55%, el 59% de los hombres y el 52% de las mujeres) y los negros, asiáticos y latinos a Biden (90%, 70% y 63% respectivamente); los electores de entre 18 y 29 años y 30 y 44 años habrían votado más a Biden (61% y 54%) y los mayores de 45 a Trump (51%); los electores sin estudios superiores habrían votado más a Trump (50%) y los universitarios a Biden (56%, que se reduce al 46% de hombres universitarios blancos, frente al 59% de mujeres universitarias blancas); los protestantes habrían votado más a Trump (61%, que se elevaría al 81% entre la feligresía blanca de las denominaciones evangélicas fundamentalistas), los católicos estarían divididos al 50% y quienes no declaran fe religiosa habrían votado más a Biden (72%); los casados habrían votado más a Trump (56% de los hombres y 52% de las mujeres) y los solteros a Biden (52% de los hombres y 62% de las mujeres); los votantes con rentas inferiores a 50.000 dolares al año habrían votado más a Biden (53%), quienes oscilan entre 50.000 y 100.000 dolares a Trump (50%) y quienes declaran ingresar más de 100.000 dólares, a Biden (51%); quienes viven en el campo y en pequeñas ciudades habrían votado más a Trump (65% y 55%) y quienes lo hacen en áreas suburbanas y urbanas a Biden (54% y 65%); habrían votado más a Trump quienes consideran que los problemas prioritarios del país son el aborto (90%), la inmigración (87%), la inseguridad (81%) o la economía (81%), y a Biden quienes consideran prioritarios el cambio climático (86%), el racismo (79%), la pandemia del coronavirus (73%) o la sanidad (65%).
Una primera lectura de estas cifras ofrece un retrato tan complejo como inquietante del electorado norteamericano, partido en mitades casi exactas en términos de clase y género, pero con divergencias mucho más claras en términos de edad, raciales, religiosos, educativos y de valores, que toman cuerpo con aún mayor nitidez en términos geográficos (Politico, 06/01/2021), como resultado del muy desigual reparto territorial de la diversidad generacional, racial, religiosa, educativa y cultural del país, con vastas zonas rurales casi totalmente blancas ―uniformidad racial que en algunos estados sobredimensiona electoralmente la exclusión de voto por motivos administrativos o penales que se ceba desproporcionadamente en la población negra―, más devotas, más tradicionalistas, más envejecidas y menos formadas, rocosamente republicanas, frente a urbes cada vez más jóvenes, diversas, formadas y laicas o de creencias menos rigoristas, abrumadoramente demócratas. Esta falla no solo separa a unos estados de otros, sino que se reproduce al interior de cada uno de ellos. Así, en estados sólidamente republicanos, las grandes ciudades son mayoritariamente demócratas, y en estados sólidamente demócratas, los condados rurales son mayoritariamente republicanos (en California, mayor contribuyente demócrata al Colegio Electoral, dieciocho de los veinticinco condados menos poblados votaron mayoritariamente a Trump; en Texas, mayor contribuyente republicano, ocho de los diez condados más poblados optaron por Biden), con los suburbios de las grandes ciudades y las ciudades medianas como territorio liminar que decantó finalmente la disputa en favor de Biden (Bloomberg, 17/11/2020). Esta polarización se traslada al mapa de los cincuenta estados, de los que hasta treinta y seis, siendo la diferencia global entre los candidatos de apenas el 4’5%, otorgaron a sus vencedores ventajas superiores al 10%, concentrados en su mayoría en la costa pacífica y el norte de la costa atlántica para los demócratas y en el noroeste, el centro y el sureste del país para los republicanos. Y adentrándose en el cartograma, no es raro encontrar, al interior de cada una de esas zonas más intensamente azules o rojas, condados con diferencias que pueden llegar a los sesenta o setenta puntos. Los dos grandes bloques socioelectorales norteamericanos no solo piensan cosas cada vez más distintas sobre su país, su gobierno y la realidad en general, sino que viven cada vez más separados, y el nuevo gobierno federal demócrata deberá confrontar la tenaz resistencia de un vasto, ajeno y hostil país interior, en el que el trumpismo ha logrado animar una movilización ideológica y electoral reaccionaria sin precedentes y cuyas instituciones estatales y locales ya ha empezado a utilizar como trinchera y ariete contra Washington.
El asalto al Capitolio
Con más de treinta millones de visitantes anuales, la red de museos temáticos del Instituto Smithsoniano en Washington es una de las instituciones culturales más populares de los Estados Unidos. Popularmente conocido como el trastero de la nación, el Smithsoniano custodia millones de objetos de todo tipo, desde fósiles prehistóricos a transbordadores espaciales pasando por objetos personales de grandes figuras de la política o la cultura o relacionados con episodios históricos relevantes, de las guerras de Independencia y civil a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Una de las últimas incorporaciones a su oceánico catálogo son decenas de banderas, pancartas y otros objetos abandonados a su paso por la muchedumbre que el 6 de enero de 2021 asaltó violentamente el edificio del Capitolio, obligando a interrumpir durante varias horas la sesión conjunta en que ambas cámaras legislativas procedían a reconocer los votos del Colegio Electoral, con un saldo de cinco muertos y decenas de heridos hasta su completo desalojo del complejo. Aunque todavía queda mucho por esclarecer sobre su génesis y desarrollo, los acontecimientos del 6 de enero en Washington ―contemplados con asombro, terror o regocijo por cientos de millones de personas, en perfecto tiempo real, en los cuatro confines del país y del planeta― constituyen ya un hito irrevocable en la historia norteamericana y mundial.
Igual que los miles de manifestantes de la marcha trumpista que concluyó con el asalto al Capitolio afluyeron a la capital federal desde los seis husos horarios del país en los más dispares medios de transporte, de la más mugrienta camioneta campera al más reluciente reactor privado, pueden imaginarse los muchos hilos históricos que desde todas las temporalidades de la experiencia norteamericana afluyen, se anudan y precipitan en aquellas horas de catástrofe. La lista de ocasiones en que la veta más exacerbadamente reaccionaria, supremacista y teocrática de la sociedad norteamericana se ha levantado con violencia contra el principio democrático cuando este se ha movido en sentido contrario a sus convicciones es larga y trágica. La más grave de ellas es, por supuesto, la guerra civil que entre 1861 y 1865 partió el país en dos entre partidarios y detractores de la esclavitud y dejó entre 600.000 y 800.000 cadáveres sobre sus campos de batalla. Aun antes de que las tropas federales levantasen en 1877 la ocupación de los antiguos estados insurrectos, grupos violentos con amplio apoyo entre la población blanca, como el Ku Klux Klan, la Liga Blanca o los Camisas Rojas, impusieron un régimen de segregación y terror sobre la población negra emancipada y también un permanente desafío a la autoridad federal, que habría de durar casi un siglo y cuyos ecos últimos distan aún de haberse agotado. El de una segunda guerra civil norteamericana ha sido estos últimos años un significante de curso corriente entre bandas paramilitares nacionalistas y supremacistas con decenas de miles de miembros, como Oath Keepers, Proud Boys, Aryan Brotherhood o Three Percenters (SPLC, 2020; The Atlantic, 11/2020), y en el vasto inframundo digital de la denominada derecha alternativa ―variopinta convergencia táctica de neonazis, neorreaccionarios, anarcocapitalistas y otras muchas subespecies exóticas del extremismo de derechas (New York Magazine, 04/2017; Salon, 05/11/2017)―, que muy lejos de ser numéricamente mayoritarios entre la base trumpista, sí han sido uno de los elementos clave en la estrategia de Trump para seducir, radicalizar y movilizar a la vasta mayoría de la base republicana tradicional, que en 2016 le eligió frente a las élites de su propio partido y en 2020 le mantuvo incólume su lealtad y aun elevó su saldo electoral. En correspondencia, Trump ha elogiado y protegido a estos grupos de odio, incluso después de acontecimientos tan violentos como los que rodearon el mitin ultraderechista de Charlottesville en agosto de 2017 ―convocado en defensa de una estatua del jefe militar esclavista Robert E. Lee, y que concluyó con el asesinato por atropello de la contramanifestante antifascista Heather Heyer―, e incluyó en el núcleo duro de su equipo en la Casa Blanca a personajes muy cercanos a sus ideas y estrechamente conectados a sus redes, como los propagandistas supremacistas Steve Bannon, Sebastian Gorka y Stephen Miller.
Un exhaustivo análisis realizado por un equipo del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Chicago sobre los más de quinientos arrestos practicados por los hechos del 6 de enero constata algunos hechos previsibles y otros algo más sorprendentes sobre sus protagonistas. Como las mismas imágenes del asalto permitían percibir claramente, la aplastante mayoría de ellos eran blancos (93%) y varones (86%). Llegados de cuarenta y cuatro de los cincuenta estados del país, sus contingentes más nutridos provinieron de las republicanas Texas y Florida, pero un 52% de ellos no reside en estados rojos o muy rojos, sino azules o muy azules. Un 19% son propietarios de negocios, un 29% directivos y trabajadores de cuello blanco y un 7% desempleados. Pero el dato más chocante del estudio es que solo del 13% de ellos se acredita alguna relación previa con milicias u otros grupos extremistas, mientras que el resto de los participantes en uno de los eventos más violentamente disruptivos de la moderna historia política norteamericana son simples simpatizantes de base trumpistas. Y mientras que hasta el 26% de los 108 arrestados por el FBI por violencia política ultraderechista con resultados mortales entre 2015 y 2020 tenía antecedentes por asociación delictiva común, ninguno de los detenidos hasta ahora por el asalto al Capitolio los tiene ―frente a los dieciséis agentes de policía en activo o retirados identificados hasta ahora (Right Wing Watch, 16/07/2021)—. Como resume correctamente Will Bunch, lo sucedido en Washington el 6 de enero fue sobre todo «una insurrección de gente blanca de clase media-alta» (The Inquirer, 12/01/2021). El modo en que, tras haber sido explícitamente arengada a marchar sobre el Capitolio por el propio Trump en el mitin inaugural de la protesta, la turba de sus simpatizantes es pastoreada por los grupos paramilitares durante todo el cerco y asalto del complejo ―como queda perfectamente documentado en el reportaje «Day of rage: how Trump supporters took the U.S. Capitol», elaborado por The New York Times a partir de cientos de registros audiovisuales de los hechos― es una perfecta sinécdoque de la entera lógica que ha regido desde las primarias republicanas de 2016 la relación entre Trump, las derechas radicales y alternativas y la vieja base tradicional republicana.
Junto a la movilización violenta del nacionalismo blanco e indisolublemente entrelazado con ella, otro factor clave en los hechos del 6 de enero y en general en toda la construcción ideológica y orgánica del trumpismo es la paranoia conspirativa, a menudo entremezclada con el fundamentalismo religioso, un subtexto recurrente de la historia norteamericana desde las cazas de brujas del período colonial británico y las sospechas sobre diferentes grupos sociales como posibles quintacolumnistas de los británicos durante la guerra de Independencia hasta las campañas de odio contra el presidente Franklin D. Roosevelt en la década de 1930, tildado de siervo del Anticristo o Anticristo mismo por algunos de los más populares predicadores radiofónicos fundamentalistas de la época; contra Dwight Eisenhower en la década de 1950, al que la enardecidamente anticomunista John Birch Society calificaba sin ambages de infiltrado al servicio de la URSS, o las múltiples teorías conspirativas sobre la verdadera nacionalidad y religión de Barack Obama, alimentadas por el movimiento Tea Party a partir de 2008, que el aparato republicano pretendió instrumentalizar para revitalizar el partido tras el desastre militar en Iraq y el subsiguiente descrédito de la administración republicana de George W. Bush, pero que terminaron sentenciando su propia liquidación a manos de Trump. Una larga, casi atávica tradición, que el historiador Richard Hofstadter denominó «el estilo paranoico en la política [norte]americana» (Harper’s, 11/1964), y que durante el mandato de Trump alcanzaría niveles paroxísticos en el asombroso delirio de QAnon, una vasta mitología colaborativa desarrollada a partir de los bulos del célebre Pizzagate (siniestras redes satánicas de secuestro, violación y canibalización de menores, lideradas por políticos demócratas y magnates y celebridades progresistas), que ha proliferado a través de las redes sociales y los servicios de mensajería digital y capturado la imaginación de millones de norteamericanos, sobre todo evangélicos, pero también protestantes convencionales, católicos o adeptos a los más variopintos cultos orientalistas, neopaganos y new age. En esta mitología, Trump juega el papel de campeón de los Estados Unidos, la civilización y el modo de vida occidental, frente a poderes arcanos que pugnan por apartarle del gobierno: «QAnon», escribe Michelle Goldberg (The New York Times, 09/07/2021), «es esencialmente un movimiento milenarista con Trump ocupando el lugar de Jesús». Cuando, antes incluso de comenzar la campaña, Trump empezó a lanzar acusaciones de fraude contra los demócratas, la feligresía de QAnon le acompañó con una miríada de estrambóticas teorías sobre el modo en que habría de desarrollarse tal fraude y la estrategia que el presidente y sus aliados desplegarían para contrarrestarlo ―alternativamente denominada el plan, la tormenta o el gran despertar―, que terminaría con el desvelamiento de la trama, la triunfal reelección presidencial y miles de conspiradores entre rejas o ejecutados. «Muchos de entre quienes asaltaron el Capitolio», escribe Stephanie McCrummen, «creían estar reconquistando el país para Dios» (The Washington Post, 11/07/2021). O fue finalmente Satán el que impuso sus designios o Dios no militaba del lado que esperaban, porque catorce días después Joe Biden era investido como cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos y cientos de ellos empezaban a ser identificados, detenidos y puestos a disposición judicial por todo el país.
Biden en la Casa Blanca
«Ser estadounidense es más que un orgullo que heredamos,/ es el pasado en el que nos adentramos/ y cómo lo reparamos./ Hemos visto una fuerza que destruiría nuestra nación/ antes que compartirla./ Que destruiría nuestro país si eso significase retrasar la democracia./ Y este empeño casi tuvo éxito./ Pero si bien la democracia puede periódicamente retrasarse/ nunca puede ser permanentemente derrotada». La mañana del 20 de enero de 2021, a los pies del Capitolio, con voz desafiante y luminosa, la joven escritora afroamericana Amanda Gorman recitaba su poema La Colina que ascendemos, el momento más intenso de una investidura presidencial convertida en ceremonia colectiva de expiación por los acontecimientos del 6 de enero y por la entera presidencia de Trump. Por primera vez en la historia, un presidente mencionaba expresamente en su discurso inaugural el supremacismo blanco como una amenaza para la seguridad nacional, en una ciudad blindada por miles de efectivos de todas las agencias locales y federales de seguridad y veinticinco mil soldados aportados por las Guardias Nacionales estatales de todo el país (el mayor despliegue militar en la ciudad desde la guerra civil, y el máximo legal permitido fuera del estado de guerra), tres mil quinientos de ellos acantonados en el mismo complejo legislativo, vivaqueando con sus armas y pertrechos entre los bustos de mármol y bronce de los Padres Fundadores y los grandes óleos conmemorativos de los momentos fundacionales de la nación. Habitualmente un evento multitudinario y festivo que abarrota la explanada del Congreso con decenas o cientos de miles de personas, las restricciones sanitarias por la pandemia y las recomendaciones de seguridad ante el riesgo de nuevos ataques redujeron el aforo de la investidura a apenas un millar de invitados, en un extraño clima de alivio y alerta tensamente acrisolados. Aparentemente abandonado a su suerte por poderes divinos y terrenales, Donald Trump ―que, contra la tradición centenaria, declinó participar en la ceremonia― volaba ya hacia sus cuarteles de invierno en Florida, y Joe Biden prestaba juramento, por segunda vez en la historia del país, sobre una Biblia católica. Pero el curso que tomarían los acontecimientos a partir de ahí suponía una monumental incógnita que muy pocos acertaron a predecir.
La experiencia de degradación institucional y trauma social profundísimos de la presidencia de Trump construyó como contraparte una amplia coalición, inimaginablemente heterogénea solo unos pocos años antes, que abarca desde algunos de los teóricos y burócratas neoconservadores que desde la administración Bush maquinaron la guerra contra Iraq a los intelectuales y activistas pacifistas, socialistas o anarquistas que se opusieron a ella, de grandes segmentos del capital tecnológico, financiero y cultural a los sindicatos y movimientos sociales que cotidianamente denuncian sus modelos de negocio, prácticas laborales o costes ambientales, además de al núcleo duro de la seguridad y la defensa del país, encabezado por el Pentágono, la CIA y el FBI. Por el perfil sólidamente centrista construido por Biden a lo largo de su larga carrera política, muchos presupusieron que conduciría esta coalición y el país, igual que hiciera Obama tras derrotar a Bush en 2008, como un restaurador del orden neoliberal precedente frente a los excesos autocráticos y oscurantistas de la derecha, con el espectro del gran otro trumpista como instrumento de disciplinamiento de los sectores más progresistas dentro y más allá del Partido Demócrata. Pero también había signos en sentido contrario, que muchos ignoraron. Desde el mismo lanzamiento de su precandidatura con un impactante video inspirado en los sucesos de Charlottesville, Biden pugnó por distanciarse de sus competidores por la derecha en la primaria demócrata, como el magnate Michael Bloomberg. Tras la retirada de la carrera por la nominación de su último y más fuerte competidor, el senador socialista independiente Bernie Sanders, y en una lógica coalicional muy poco habitual en la política norteamericana, Biden dispuso la articulación de equipos conjuntos que llevaron a algunos de los principales cuadros progresistas cercanos a Sanders, como la carismática congresista neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez, al corazón de la campaña demócrata. Si en 2016 la nula voluntad de entendimiento y las viscosas maniobras de Hillary Clinton y la Convención Nacional Demócrata contra Sanders alienaron a muchos de sus seguidores de la campaña presidencial demócrata, arrastrándolos al silencioso voto útil, la abstención o incluso, en un puñado de casos, las filas del trumpismo, en 2020 toda la energía militante de los jóvenes, activistas e intelectuales afectos a Sanders afluyó sin dificultad a la campaña de Biden y en no pocos lugares del país asumió su dirección efectiva. Cuando en la primavera y el verano de 2020 las protestas contra la violencia policial racista tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis fueron brutalmente reprimidas por el gobierno federal, violentando competencias estatales y locales y provocando disturbios multitudinarios por todo el país, Biden no cedió a las campañas trumpistas de criminalización y conspiranoia y mantuvo su apoyo al movimiento Black Lives Matter y el mensaje inequívocamente antifascista y antirracista de su plataforma política.
Paradójicamente, mientras desde la derecha se lanzaban por todo ello las más desaforadas acusaciones de radicalismo antisistema contra Biden, buena parte del espacio político a su izquierda ―también entre quienes habían asumido plena e incondicionalmente el imperativo político y moral antifascista de cooperar con él para desalojar a Trump de la Casa Blanca― seguía entendiendo estas posiciones como gestos de cortesía para mantener unida su heterogénea base electoral hasta las elecciones, que inevitablemente serían muy pronto desdichos por sus decisiones en el gobierno. No sucedería así. «El presidente Biden definitivamente ha sobrepasado las expectativas que teníamos los progresistas. Muchos de nosotros esperábamos una administración mucho más conservadora», declaraba Ocasio-Cortez al cumplirse sus primeros cien días de mandato, elogiando específicamente la voluntad del presidente de cooperar con la franja izquierda del partido, ensanchada por Sanders en el último lustro mucho más allá de lo conseguido antes por otros líderes progresistas como Jesse Jackson o Howard Dean. «Sanders», escribe Brad Bannon, «puede haber perdido la carrera presidencial demócrata ante Biden, pero ganó la batalla por el alma del Partido Demócrata. En los primeros días de su presidencia, Biden ha transitado por el camino progresista que Sanders trazó durante su carrera en el Congreso y sus dos campañas a la presidencia» (The Hill, 24/03/2021). Los hechos respaldan rotundamente esta afirmación. Inmediatamente después de ser investido, Biden firmó una batería de órdenes ejecutivas que revertían muchos de los aspectos más lesivos y vergonzantes de la legislatura trumpista, desde la salida del Acuerdo de París contra el cambio climático, la Organización Mundial de la Salud y el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a la prohibición de ingreso de personas transexuales al Ejército, pasando por la Comisión 1776 que institucionalizaba el revisionismo histórico proesclavista o las limitaciones de entrada de extranjeros al país por sus creencias religiosas. Y muy poco después, enviaba al legislativo un gigantesco programa de ayudas económicas directas e indirectas a la población norteamericana más golpeada por la crisis sanitaria y un oceánico plan de inversiones en infraestructuras públicas de marcado acento verde, vigorosamente defendidos en el Senado por un Sanders convertido, en tanto presidente de su Comité de Presupuestos, en uno de los hombres más poderosos del país (The Nation, 17/03/2021).
Se inauguraba así un período de ininterrumpida, casi frenética acción ejecutiva y legislativa, solo comparable a aquella del New Deal con que Roosevelt encaró, en la década de 1930, los abismales destrozos de la Gran Depresión. En seis meses de vértigo, el presidente que fuera caricaturizado por sus oponentes como Dormilón Joe ha enfrentado la impunidad fiscal de las grandes corporaciones tecnológicas y reforzado a los pequeños productores agroganaderos frente a las corporaciones del agronegocio, desautorizado proyectos energéticos contaminantes y reforzado la protección de espacios naturales o respaldado con la autoridad presidencial actos de restitución de la memoria pública de las víctimas de las masacres racista de Tulsa de 1921 y homófoba de Orlando de 2016. Evocando la ya clásica distinción acuñada por la filósofa Nancy Fraser (Traficantes de Sueños, 2017), Biden ha demostrado idéntica ambición y determinación en la respuesta a las demandas de reconocimiento y de redistribución de su base electoral, añadiéndoles un tercer pilar verde que, salvo en su denominación, no se distingue demasiado de las fases iniciales del Green New Deal propuesto por Sanders, Ocasio-Cortez y ala izquierda del partido. Y todo ello, al mismo tiempo que enfrentaba la pandemia que, catastróficamente encarada por Trump desde el negacionismo, la incompetencia y el abierto sabotaje al propio sistema de salud estatal, ha dejado más de 600.000 muertos y rebajado en año y medio la expectativa media de vida en el país. Con unos 350 millones de dosis inyectadas, la campaña de inmunización dirigida por el doctor Anthony Fauci ―que durante meses resistió desde dentro de la la administración al obstruccionismo de Trump y fue luego confirmado en sus responsabilidades por Biden― constituye uno de los mayores esfuerzos logísticos del sector público de la historia del país, de éxito solo limitado por la tenaz resistencia a la vacunación concentrada en los estados bajo control republicano, y que desde junio acompaña un programa de donación de 500 millones de dosis a países de renta baja y media de todo el planeta, de las que en torno a 110 millones han sido ya entregadas.
Todas estas iniciativas han sido objeto de amplia cobertura informativa y opinativa y no es preciso extenderse en demasía sobre ellas. Sí conviene hacerlo sobre dos propuestas legislativas, ambas anteriores a la investidura de Biden pero que el presidente ha relanzado, de muy especial trascendencia. Una es la Protecting the Right to Organize Act, ley federal que reduciría la efectividad de las right-to-work laws o normativas antisindicales hoy vigentes en veintisiete estados, legalizaría las huelgas de solidaridad, ampliaría la protección de los trabajadores indocumentados y reforzaría sustantivamente la capacidad sancionadora de la National Labor Relations Board, la agencia federal de relaciones laborales, sobre las empresas infractoras de las libertades sindicales (el anterior jefe jurídico de la agencia, Peter B. Robb, nombrado por Trump en 2017 y de notoria trayectoria antisindical, fue cesado por Biden antes de la extinción de su mandato natural, decisión inédita en los ochenta y cinco años de historia del organismo que fue calurosamente recibida por el tejido sindical del país [Politico, 20/01/2021; Vox, 09/03/2021]). La otra es la For the People Act, reforzada en varios aspectos por la también en curso John Lewis Voting Rights Act, que renovarían muchos de los dispositivos de protección del derecho al sufragio establecidos en la histórica Voting Rights Act de 1965 ―que el Tribunal Supremo ha venido debilitando a demanda de varios estados republicanos en sucesivas sentencias en 2013, 2018 y 2021―, convertiría en feriado federal el día de las elecciones presidenciales, prohibiría el anonimato de los grandes donantes de campaña y dificultaría el gerrymandering o reorganización de distritos electorales para dividir o agregar artificialmente grupos de votantes con fines partidistas, una práctica que ha convertido las cámaras legislativas de los estados del viejo sur esclavista en feudos casi inexpugnables del Partido Republicano (Vox, 03/03/2021; Vox, 21/07/2021). Ambos proyectos han sido aprobados por el Congreso, pero permanecen bloqueados en el Senado, donde demandarían el concurso de diez senadores republicanos hasta cumplir la supermayoría de sesenta que exige el procedimiento ordinario, que aún puede ser vadeado si la presidencia de la cámara activa la coloquialmente denominada opción nuclear que permite su aprobación por mayoría simple. Si, como escribe Gabriel Winant, el trumpismo logró imponerse en 2016 y resistirse a la extinción en 2020 al amparo de «numerosas formas subyacentes de composición social» fraguadas en los últimos años como escapatorias de sesgo reaccionario y antidemocrático a la atomización social neoliberal, de los coloridos mítines del Tea Party a los frenéticos chats de QAnon (N+1, 12/12/2020), tanto la Protecting the Right to Organize Act como la For the People Act y la John Lewis Voting Rights Act operan a muy gran escala en dirección contraria, apartando los obstáculos legales que los republicanos han ido amontonando como barricada disuasoria de la participación electoral de las minorías y la organización sindical de los trabajadores. Aunque posiblemente ninguna de las dos propuestas pueda aprobarse en su integridad debido a la oposición republicana y las reticencias de senadores demócratas centristas como Joe Manchin o Kyrsten Sinema, cuanto de su contenido pueda ser convertido en ley constituirá un ensanchamiento sustancial de la democracia norteamericana y un eficaz cortafuegos frente a futuras maniobras de subversión electoral de los republicanos.
Un último aspecto a considerar de este primer semestre de mandato de Biden es su política exterior, que volcado en la lucha contra la pandemia, la reconstrucción económica y reforma política del país, el nuevo presidente parece haber dejado casi totalmente en piloto automático, limitándose en lo esencial a restablecer la normalidad diplomática con sus aliados de la OTAN y, sin entrar aún las cuestiones de fondo que lo provoca, levantar el pie del acelerador del conflicto que Trump venía pisando a fondo frente a Rusia, Irán y China. Aun así, una serie de gestos de más pequeño calado ―entre otros, la retirada del apoyo a Arabia Saudí en su sangrienta aventura militar en Yemen, el restablecimiento de la asistencia financiera a la Autoridad Nacional Palestina, el rápido reconocimiento de la victoria electoral de la izquierda en Perú o las sanciones apenas simbólicas impuestas a miembros del gobierno y altos funcionarios cubanos tras la represión de las protestas populares del mes de julio― permiten atisbar, si no un cambio de paradigma, sí una cierta voluntad genérica de distensión (Vox, 01/04/2021). Una coalición que incluye al núcleo duro del aparato de seguridad y defensa del país difícilmente podrá ser rupturista en términos de política exterior, y la condición imperial de los Estados Unidos es una construcción histórica cuya administración excede con mucho la agencia de cualquiera de sus gobiernos, pero sí puede ser ejercida de formas muy diferentes, con riesgos y costes muy distintos para el resto de los habitantes del planeta. Un retorno al imperialismo autocontenido, el multilateralismo y el institucionalismo de Obama, quizás algo mejorados por la presión de una izquierda demócrata ahora más fuerte (Político, 10/05/2021) ―también, como ha advertido Sanders, potencialmente tensionados por la posición más débil en que la presidencia de Trump deja al país en su competencia interimperialista con China (Foreign Affairs, 17/06/2021)―, la devolución a la mesa de negociaciones de las disputas comerciales y armamentísticas y un mayor compromiso en retos comunes como el cambio climático o la pandemia, que en resumen es probablemente todo lo que pueda dar de sí la administración Biden en términos de política exterior al menos hasta que la situación interna del país esté mucho más estabilizada, puede parecer un balance muy pobre desde la demanda de un orden internacional radicalmente más justo, pacífico y sostenible (Jacobin, 28/04/2021), pero es difícil negar que supone un alivio sustancial respecto a la situación de galopante e imprevisible caos sistémico desatada por el trumpismo. Si en estos años distintas fracciones de la izquierda acariciaron la idea de que unos Estados Unidos institucional y socialmente desfondados, desapegados de las instituciones internacionales y al borde del fascismo o el conflicto civil pudieran traer consigo algún tipo de avance hacia ese orden internacional más justo ―idea a menudo acompañada de un apoyo indiscriminado y acrítico a sus adversarios en la arena internacional, por despóticos y brutales que estos puedan llegar a ser―, el mandato de Trump la ha desestimado por completo y para siempre. Trump ha sido un aviso claro de que, a diferencia de lo sucedido hace treinta años con el soviético, el imperio norteamericano no implosionaría solo hacia dentro sino también hacia fuera, arrastrando al resto del planeta con él en su descenso a los infiernos. Aunque a un agónico largo plazo para quienes más directamente los sufren, lo cierto es que no hay hoy más expectativa de alivio de los males que el imperialismo norteamericano inflige al mundo que su mayor contención posible en los pocos marcos de multilateralidad que han sobrevivido al colapso de la globalización neoliberal y una profundización democrática del país que otorgue mayor base social e institucional a sus críticos y opositores internos. La administración Biden cumple, es cierto que aún con mejorable profundidad, con ambos requisitos, y en consecuencia debe ser considerada como una buena noticia, además de para los norteamericanos, para el conjunto de la humanidad.
En síntesis, en solo seis meses de mandato y para pasmo de tantos, el viejo corredor de fondo y no demasiado carisma que durante toda su vida habitó el centro del Partido Demócrata y los pasillos de la más ortodoxa institucionalidad washingtoniana ha impelido, con una ambición y una determinación casi leninistas, el más enérgico volantazo hacia la izquierda experimentado por la sociedad norteamericana en noventa años. «No marcharemos atrás hacia lo que fue, sino que nos moveremos hacia lo que será», reclamaba Amanda Gorman en su investidura, a la sombra imponente de un Capitolio recién ultrajado por las hordas de la supremacía racial y la paranoia conspirativa. Aunque aún no sabemos muy bien con qué limites y aún menos con qué consecuencias, es evidente que Biden, por ahora con muchas más luces que sombras en su balance, aceptó su desafío.
La resistencia reaccionaria
En las elecciones presidenciales del 3 de enero de 1964, el candidato demócrata Lyndon B. Johnson aplastó a su oponente republicano Barry Goldwater con un 61% de los votos y victorias en cuarenta y cuatro de los cincuenta estados de la Unión, una ventaja sin precedentes desde que en 1820 James Monroe, último presidente de la generación revolucionaria, concurriese sin competencia al frente de una boleta conjunta de ambos partidos. Goldwater no solo no era un supremacista, sino que había combatido con ahínco la segregación (el candidato abiertamente segregacionista en aquellas elecciones era el demócrata George Wallace, derrotado por Johnson en primarias), y tampoco simpatizaba con la derecha religiosa ―de la que discrepaba en asuntos como el aborto o la homosexualidad―, pero su anticomunismo y antisindicalismo furibundos, sus proclamas belicistas contra la URSS, su desprecio a las políticas económicas intervencionistas heredadas del New Deal ―todavía objeto en la década de 1960 de un sólido consenso bipartidista― y su voto contra el Acta de Derechos Civiles de 1964 por sus reservas sobre su constitucionalidad,congregaron en torno a su campaña, justo una década después de la pesadilla inquisitorial desatada por el senador Joseph McCarthy, una vasta movilización de las derechas más radicales, del Ku Klux Klan a la John Birch Society, haciendo cundir el pánico en el resto del país.
A pesar de su derrota, la campaña de Goldwater redefinió el Partido Republicano y con este el entero mapa político del país. Se inauguraba la denominada estrategia sureña, que alienaba a los republicanos moderados del norte y a los votantes negros de todo el país a cambio de sumar a los demócratas conservadores, segregacionistas y fundamentalistas del sur, convirtiendo, en una sorprendente torsión histórica, los antiguos estados esclavistas de la Confederación sureña y su extensión hacia el oeste en los estados enfervorecidos del Cinturón Bíblico en el más firme bastión electoral del que un día fuera el partido del presidente emancipador y racionalista Abraham Lincoln. Algunos dirigentes e ideólogos republicanos, muy pocos, intentaron oponerse a esta ofensiva conservadora, pero la mayoría optó por intentar cabalgarla. En un país convulsionado por las protestas contra la guerra y el racismo, el auge del feminismo y la contracultura, Richard Nixon se abrazó a ella para ganar las elecciones de 1968 y 1972, y su efímero sucesor tras su dimisión por el caso Watergate, el algo más moderado Gerald Ford, apenas hizo algún tímido e infructuoso esfuerzo por sustraerse de su influencia. En 1980, tras la fallida legislatura demócrata de Jimmy Carter, el orador principal de aquella histórica Convención Republicana de 1964 y competidor por la derecha de Nixon en sucesivas primarias republicanas, Ronald Reagan, de la mano de una derecha religiosa más politizada, organizada y movilizada que nunca antes en la historia del país en la Mayoría Moral del predicador fundamentalista Jerry Falwell, de los antaño marginales economistas neoliberales como Arthur Laffer, que habían logrado visibilidad en las influyentes páginas del Wall Street Journal, y de teóricos y estrategas neoconservadores como Irving Kristol, que venían posicionándose en la administración desde tiempos de Nixon (la convergencia teórica entre todos ellos, fraguada en la influyente National Review fundada por William F. Buckley en 1955, sería denominada fusionismo), sería elegido presidente y enterraría para siempre los viejos consensos del New Deal.
Con variaciones de detalle a lo largo del tiempo, una suerte de ecuación general rige esta gran coalición conservadora durante el arco de veintiocho años que abarca los dos mandatos de Reagan, el único mandato de George H. Bush, las dos legislaturas en la oposición durante la presidencia demócrata de Bill Clinton y, de nuevo en el poder, los dos mandatos de George W. Bush: la derecha republicana se sirve de la ultraderecha para dirigir el partido y de los centristas para contener a la ultraderecha; cuando gobierna, satisface a la ultraderecha con generosas pero calculadas concesiones, que mantengan su adhesión sin llegar a romper el aparato del partido o la institucionalidad del país, y cuando es enviada a la oposición, la desata como furiosa tropa de asalto contra los demócratas. Los republicanos centristas, por su parte, con algunos ocasionales mohínes de contrariedad ante los peores desafueros de la ultraderecha, participan gustosos de un juego que les garantiza largas estadías en el gobierno y una permanente hegemonía cultural sobre el país. Y completa esta desigual correlación de fuerzas el cada vez más acentuado centrismo e institucionalismo a ultranza de los demócratas, incapaces incluso de presentar una resistencia consistente ante un golpe palaciego de tan burda factura como el que en 2000, trapisonda electoral republicana en Florida y maniobra judicial del Tribunal Supremo en Washington mediante, entregó fraudulentamente al segundo Bush la presidencia del país (New York Magazine, 05/11/2020).
Seguramente los centristas republicanos creían que este juego podía durar para siempre, menospreciando el galopante desplazamiento a la derecha de sus bases y cuadros y la degradación institucional estructural que su reiteración viciosa estaba provocando. Ignoraron el trágico aviso que en 1995, en plena caza de brujas liderada por el fiscal Kenneth Starr contra Clinton por su relación íntima con la becaria de la Casa Blanca Monica Lewinsky ―que en algunas versiones mediáticas ya se entremezclaba, anticipando en veinte años a QAnon, con rocambolescas tramas conspirativas―, y en un momento de auge del pensamiento apocalíptico de masas de la mano de narradores cristianos fundamentalistas de ventas millonarias como Frank Peretti o Tim LaHaye ―cuya huella es también fácilmente detectable en las narrativas escatológicas de QAnon―, supuso el atentado de la célula ultraderechista liderada por Timothy McVeigh contra un edificio federal en Oklahoma, con un saldo de ciento sesenta y ocho muertos y ochocientos heridos. No sin dificultades, lograron a partir de 2006 ir desalojando de la Casa Blanca al grupo de estrategas neoconservadores ―Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz o Richard Perle, entre otros― que, aprovechando el clima de agravio nacional posterior a los atentados takfiristas del 11 de septiembre, embarcó en 2003 al país en la catastrófica invasión de Iraq basándose en mentiras flagrantes, sin pleno consenso entre el mando militar y la comunidad de inteligencia y ocasionando un quebranto sin precedentes a la estabilidad institucional y la posición internacional del país. Y creyeron, tras la elección de Obama, que podrían reeditar el clima ya ensayado con éxito contra Clinton, ahora inevitablemente teñido de connotaciones racistas, con el Tea Party como vanguardia y a su sombra toda una constelación de movimientos y medios de extrema derecha dinamizados por las entonces aún emergentes redes sociales digitales. Pero esta vez se equivocaron, y al final tanto centristas como derechistas republicanos se vieron devorados por su común socio ultraderechista. Tras fracasar en 2012 frente a Obama la candidatura del centrista John McCain y la derechista Sarah Palin, el partido entró en una profunda crisis de liderazgo e identidad, que los miles de activistas y propagandistas del Tea Party y aledaños que se habían incorporado a sus filas, enardecidamente seguidos por una abrumadora mayoría de la base republicana tradicional ―durante muchas décadas expuesta hasta la sobredosis, con la plena aquiescencia de su partido, a los discursos delirantes e incendiarios de grupos mediáticos como Fox News, Newsmax, iHeartMedia o Sinclair y celebridades como Rush Limbaugh, Glenn Beck, Ann Coulter o Alex Jones― aprovecharon para escorarlo tan dramáticamente a la derecha como para convertir la excéntrica y en otros tiempos risible postulación de Trump en una candidatura presidencial y, gracias a la desmovilización progresista por las expectativas incumplidas de la administración Obama y la desacertada candidatura de la controvertida Hillary Clinton, en una victoria electoral.
Que después de una legislatura que ha elevado los niveles de confrontación institucional a niveles no ya inéditos sino inimaginables, en la que el poder ejecutivo ha chocado reiterada y brutalmente, no ya con la oposición partidaria, la prensa o la sociedad civil, sino con el mismo aparato del Estado, y muy especialmente con sus organismos de seguridad y defensa, Trump no solo haya mantenido intacta su base, sino que la haya ensanchado en once millones de votos, certifica la profundidad de la transformación experimentada por el Partido Republicano. La respuesta como mínimo aquiescente del todavía presidente Trump ante el asalto al Capitolio ―en cuya planificación se sigue investigando la presencia de algunos de sus más notorios asociados, como el polémico consultor Roger Stone―, cuando la diferencia electoral en favor de Biden hacía ya imposible torcer su victoria mediante una maniobra judicial como la de 2000, y cuando el alto mando militar venía emitiendo, desde la represión de las protestas de Black Lives Matter en verano de 2020 y sobre todo tras las elecciones de noviembre, señales inequívocas de su indisposición a acompañarle en su giro autocrático (Newsweek, 24/12/2020; CNN, 15/06/2021), y en consecuencia de ambos factores ante la evidente imposibilidad de cometer un golpe de Estado efectivo, llaman a interpretar los hechos del 6 de enero como una suerte de golpe interno, un perfectamente coreografiado acontecimiento refundacional del bloque conservador, que ―aún a costa de la espeluznante masacre en que muy fácilmente podía haber degenerado―, galvanizase duraderamente a sus bases e hiciese inviable toda tentativa de retorno a los viejos consensos bipartidistas. Y todo parece indicar que, al menos de momento, lo ha conseguido. Distintas encuestas entre simpatizantes republicanos revelan un apoyo a su postulación presidencial en 2024 de entre el 45% y el 60%, con más de treinta puntos de ventaja sobre cualquiera de sus competidores (Newsweek, 05/04/2021; Newsweek, 20/07/2021). Aún más dramático resulta el exiguo 24% que asume haber perdido limpiamente las elecciones de noviembre (NPR, 09/12/2020), con los tres cuartos restantes divididos entre el escepticismo genérico y la entrega incondicional a las teorías conspirativas sobre un imaginario fraude electoral auspiciado por el Estado profundo, las grandes corporaciones tecnológicas y las redes de satanismo y pederastia de las élites demócratas: tras haber alcanzado un pico del 38% en otoño de 2020, entre el 24% y el 28% de los simpatizantes republicanos seguía dando credibilidad a las mitologías de QAnon tras el asalto al Capitolio (Morning Consult, 02/02/2021; PRRI, 27/05/2021), que hasta el 27% considera una operación de falsa bandera orquestada por sus oponentes para culpabilizar al trumpismo (Morning Consult, 27/06/2021). En su testimonio ante la comisión de investigación del Senado, el policía Michael Fanone, aún con graves secuelas por las lesiones sufridas durante el asalto, declaraba: «Lo que hace que la lucha sea más dura y dolorosa es saber que muchos de mis conciudadanos, incluidas muchas de las personas a las que puse mi vida en riesgo por defender, están minimizando o negando abiertamente lo ocurrido». El expresidente no solo controla el aparato del Partido Republicano, sino su alma, arrastrada al otro lado de una insalvable sima emocional y cognitiva que divide no dos partidos y programas políticos, sino dos países e incluso dos civilizaciones, en algunos aspectos ya mucho más distantes entre sí que las dos mitades del país que en 1861 se enfrentaron en una guerra civil.
Dominado, pues, no por el remordimiento sino por el agravio, el antiguo Partido Republicano, hoy el Partido de Trump, no ha respondido a la derrota electoral y los hechos del 6 de enero replegándose, sino contraatacando con tanta inmediatez como furia en todos los frentes institucionales, sociales y culturales posibles. Legisladores republicanos han presentado en cuarenta y ocho de los cincuenta estados del país unas cuatrocientas iniciativas en teoría dedicadas a prevenir el fraude electoral pero nítidamente orientadas dificultar el voto negro, de las que una treintena han sido aprobadas en dieciocho estados (Brennan Center, 07/2021), y entre las que el Tribunal Supremo ya ha dado su beneplácito a las de Arizona. Desde que comenzaron las protestas por el asesinato de George Floyd, treinta y tres estados han aprobado hasta un centenar de proyectos legislativos para recortar el derecho de manifestación o extender el margen legal de su represión violenta (PEN América, 04/2021), en algún caso incluso a manos de particulares (The New York Times, 21/04/2021). Simultáneamente, varios estados más han aprobado también nuevas legislaciones en defensa de la libre tenencia de armas o contra el derecho al aborto (The Hill, 24/04/2021; The Hill, 27/04/2021; The Guardian, 27/04/2021; The Guardian, 15/06/2021); aprovechando la revisión constitucional de las leyes de Mississippi, ciento ochenta y cuatro congresistas y cuarenta y cuatro senadores republicanos han elevado una solicitud al Tribunal Supremo para que revise la validez de la sentencia Roe vs. Wade, que en 1973 estableció garantías federales mínimas para el ejercicio del derecho al aborto (The Hill, 29/07/2021). Estados como Tennessee, Idaho, Oklahoma o Texas ya han aprobado leyes para edulcorar la memoria de la esclavitud y la segregación racial en los programas de estudio, en línea con las pretensiones de la Comisión 1776 creada por Trump y suprimida por Biden (Chalkbeat, 22/07/2021). El tejido social conservador, por su parte, promueve potentes alianzas de alcance nacional como el Project Blitz para depurar contenidos educativos y bibliotecas escolares de marxismo cultural, ideología de género o teoría racial crítica (Salon, 24/07/2021). Células de seguidores de base de QAnon se organizan por todo el país para tomar el control de los consejos escolares de sus municipios y condados (NBC, 07/07/2021). Y más allá de los límites de la ley, ciberactivistas y milicias ultraderechistas lanzan amenazas de muerte contra representantes demócratas o funcionarios electorales que no respaldan sus denuncias de fraude, a menudo ante la pasividad o complicidad de fuerzas locales de seguridad que comparten de forma mayoritaria y militante su ideología (The Drift, 03/02/2021; Reuters, 11/06/2021).
Este espíritu de contragolpe ha llegado también a Washington, a las mismas cámaras legislativas federales asaltadas por la turba del 6 de enero, donde la mayoría de los representantes republicanos, incluyendo su portavoz en el Senado Mitch McConnell, se vieron en un principio obligados a condenar los hechos y desautorizar el comportamiento de Trump, pero han empezado muy pronto a desdecirse, oponerse a las investigaciones en curso y arrinconar a aquellos de sus propios compañeros de bancada reluctantes a hacerlo, como la congresista neoconservadora Liz Cheney, relevada de su cargo como presidenta del grupo republicano de la cámara por su rechazo a las acusaciones de fraude electoral y su reconocimiento de la responsabilidad de Trump en el asalto al Capitolio ―mientras electos de la ultraderecha republicana como Paul Gosar o Marjorie Taylor Greene, provenientes respectivamente del Tea Party y QAnon, califican a los detenidos por el ataque como presos políticos (Vice, 02/08/2021)—. El propio Trump, en su intervención ante la Conferencia de Acción Política Conservadora (en sus siglas inglesas, CPAC), el más importante foro de debate conservador del país desde su creación en 1974, cargó contra su exfiscal general y principal arquitecto represivo de su mandato, William Barr, por no comprometerse a fondo en las causas por fraude electoral denunciadas por su campaña. Los aullidos vitriólicos de los asaltantes del Capitolio llamando a «colgar a Mike Pence» por la disposición del entonces vicepresidente a participar de una transición presidencial ordenada siguen resonando puertas adentro del Partido Republicano como una amenaza clara y presente para cada uno de sus dirigentes y electos en cada rincón del país. Solo la lealtad total a Trump es admisible, cualquier atisbo de duda es traición.
Pero nada ejemplifica mejor la profundidad de la fractura del país que la tenaz resistencia de los estados republicanos a imponer las más elementales medidas de contención de la pandemia y el elevado rechazo a la vacuna entre su población, que a costa de la salud y la vida de muchos sus propios correligionarios ―más del 90% de las víctimas mortales de covid en el país desde comienzos de verano son personas que han rechazado la vacuna― ha logrado ralentizar el esfuerzo federal de inmunización. Hasta catorce estados republicanos han prohibido ya cualquier tipo de exigencia de pasaporte vacunal (Husch Blackwell, 01/07/2021) y normativas similares aguardan su votación en las cámaras estatales del resto del país. Basta con un vistazo comparativo a los cartogramas que recogen los avances del proceso de vacunación (CNN, 2021) para certificar su inequívoco sesgo político, atizado no solo por propagandistas conspiranoicos en las redes sociales, sino también por figuras republicanas relevantes como el joven congresista Madison Cawthorn ―uno de los oradores de la marcha trumpista que desembocó en el asalto al Capitolio―, que en el transcurso de la CPAC y en plena sintonía con los inframundos digitales de QAnon, insinuaba que la campaña de vacunación puerta a puerta propuesta por la Casa Blanca para extender la inmunización en zonas rurales y deprimidas podría servir de ensayo al gobierno federal para arrebatar a la gente «sus biblias y sus armas» (The Hill, 09/07/2021). Las consecuencias de estas mentiras han sido y siguen siendo trágicas. Reportando la última oleada de la pandemia en las poblaciones rurales de la región de los Apalaches, Peter Jamison escribe: «las teorías de conspiración recitadas en las redes sociales o las ruedas de prensa de la Casa Blanca han calado hondo en estas comunidades. Cuando llegaron camiones refrigerados para aliviar las morgues desbordadas de los hospitales locales, la gente dijo que eran una simple escenografía. Los familiares se agolpaban sin mascarillas a las puertas de las unidades de cuidados intensivos, clamando que sus parientes entubados solo padecían la gripe, y muchos creían que los médicos y enfermeras estaban conspirando para ganar dinero falsificando diagnósticos de covid» (The Washington Post, 06/07/2021).
Los Estados Unidos que vienen
En su análisis inmediatamente posterior a las elecciones del 3 de noviembre (New Left Review, 01/2021), el historiador Mike Davis cometía dos errores de gran calado: por un lado, daba por imposible que la segunda vuelta en Georgia inclinase la balanza del Senado en favor de los demócratas, lo que hubiera convertido la cámara, como ya lo fuera en el pasado para Clinton y Obama, en el recurrente moridero de su agenda legislativa; por otro, descartaba que Biden, de nuevo como Clinton y Obama, estuviese dispuesto a encarar un programa de ambiciosas transformaciones económicas, capaz de drenar la balsa de descontento e incertidumbre en la que Trump ha captado a aquella fracción menos ideologizada de su electorado, que agregada a la base conservadora y reaccionaria tradicional le hizo ganador en 2016, redujo sustancialmente el margen previsto de su derrota en 2020 y le permite aspirar a competir de nuevo por la presidencia en 2024. A pesar de ambos errores, la conclusión última de Davis es correcta, y Estados Unidos vivirá en los próximos años una prolongada, extenuante y muy probablemente cruenta guerra de trincheras, aunque librada por el Partido Demócrata y el bloque histórico democrático al que este ha dado representación electoral desde una posición mucho más ventajosa que la prevista en su análisis. Pero esa ventaja no es, ni mucho menos, una garantía de victoria. La coalición democrática extraordinariamente ancha y potente que Biden lidera enfrenta otra que, aún tras la derrota de noviembre y el fiasco de enero, sigue congregando a decenas de millones de fieles ensimismados y enfurecidos, controla una muy vasta proporción del territorio y las instituciones estatales y locales del país ―no solo ejecutivas y legislativas, sino también judiciales, policiales o educativas, sin contar con el poder efectivo de congregaciones religiosas, milicias armadas y otras entidades sociales―, se nutre de una comprometida red de financiación en estratos intermedios y periféricos del capitalismo norteamericano, tiene como cabeza de puente en Washington al Tribunal Supremo más escorado a la derecha desde la década de 1930 y, por último pero en absoluto menos importante, goza del extraordinario poder movilizador de las escatologías apocalípticas, los pánicos morales y el supremacismo racial. Frente a este contrapoder robusto y enraizado, la única manera de que Biden y con él la democracia sigan jugando con ventaja es mantener igualmente cohesionado y movilizado su más amplio, pero también más complejo y potencialmente conflictivo, bloque de apoyos.
En un análisis podría decirse que atrapado en la misma expectativa pesimista que el de Davis e igual de felizmente desmentido por los hechos, Jorge Tamames (Política Exterior, 25/11/2020) se refería a aquel bloque histórico como una «coalición quebradiza», sostenida solo por la oposición a Trump, que «se empezará a deshilachar por la izquierda tan pronto como Biden empiece a gobernar». Tal cosa no ha sucedido en estos meses gracias a la inteligente y decidida síntesis de políticas económicas y sociales, medioambientales, de derechos y libertades civiles o de gestión de la pandemia del nuevo presidente, que a la vista de sucesivas oleadas demoscópicas parece estar satisfaciendo suficiente y simultáneamente las expectativas de los distintos grupos ideológicos, sociológicos y de intereses que componen su electorado. Una no tan quebradiza coalición ha superado ya momentos de cierta tensión entre sus distintas sensibilidades ―como los provocados en mayo por la agresión israelí contra Gaza o en julio por la represión de las protestas en Cuba―, pero aún no ha debido afrontar una crisis política doméstica de profundidad, que más temprano que tarde, probablemente instigada por la oposición trumpista o en cualquier caso pronta y ferozmente instrumentalizada por ella, habrá de producirse y poner a prueba la consistencia del bloque democrático y el liderazgo de Biden. Si como resultado de esa crisis, en lugar de fortalecerse, la coalición democrática resultase mutilada de cualquiera de sus grandes sectores o sensibilidades, se desandaría el camino avanzado en estos meses previos y posteriores a las elecciones y la partida volvería a la misma casilla desde la que Trump consiguió alcanzar la presidencia en 2016, aún agravada por la amargura de la oportunidad perdida y la mutua desconfianza entre quienes participaron en ella. El precio implacable de una legislatura fallida sería ver de nuevo a Donald Trump ―o quizás a alguien aún peor que él― ocupando el Despacho Oval. Una perspectiva tan ominosa que, por siderales que pueden resultar sus diferencias en una multitud de asuntos cruciales, es de esperar disuada eficaz y duraderamente a todos los sectores del bloque democrático de poner en riesgo su alianza.

Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.
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