/ por Juan Luis Nevado Encinas /
Fuera del ruido mediático en el que me sumerjo reiteradamente, rescato las siguientes líneas que escribí hace más de un año sobre Gilles Deleuze, uno de los teóricos más destacados —y a la vez más polémicos— de la filosofía continental de la segunda mitad del siglo XX junto a Foucault, Derrida y Lyotard, entre otros. Estos filósofos franceses —si es que los podemos denominar así— responden a la deriva filosófica occidental posterior a la segunda guerra mundial: un ambiente intelectual que, tras el Holocausto y las bombas atómicas, ha puesto en tela de juicio y en descomposición los grandes pilares de la filosofía de la modernidad: Sujeto, Razón, Progreso, etcétera.
El Mayo del 68 fue un punto trascendental de esta deriva. Si bien no fue una revolución como tal (ya que no transformó las relaciones productivas o cambió el orden político de Francia), tuvo unas significativas consecuencias sociales, culturales e intelectuales en las que pivotan todos estos fenómenos señalados. No fue un origen de nada, fue un punto de canalización; es decir, una eclosión de fuerzas (o pulsiones) de diversas índoles que ya estaban latentes. Deleuze (junto a Guattari) participó activamente en el acontecimiento y redactó, bajo el calor de este clima, una de sus principales obras: El anti-Edipo (primera parte de Capitalismo y esquizofrenia), la cual sirvió como respuesta y reacción combatiente contra las derivas intelectuales (critico-emancipatorias) hegemónicas en ese momento: el marxismo humanista, estalinista y ortodoxo, el lacanianismo estructuralista (no tanto contra Lacan, del que él mismo bebe intelectualmente) y el psicoanálisis freudiano.
Con respecto al lacanianismo (en su versión dominante) y el estructuralismo, Deleuze intentaba romper con el dominio de las categorías estructuralistas clásicas (cuyo origen parte de Ferdinand de Saussure): signo, estructura, significante. Cargando, con ello, contra el dominio de la lingüística y la visión psicoanalítica del lenguaje, que primaba por lo simbólico y lo imaginario frente a lo real, cayendo en determinado idealismo, según denunció el propio Deleuze. En El anti-Edipo también se posiciona contra la visión más dogmática del marxismo, la que reduce la obra de Marx a un materialismo histórico escolástico y rígido incapaz de captar la inmanencia del movimiento y limitando su potencia analítica sobre el capitalismo (el gran aporte del Marx maduro y del que Deleuze se dice deudor) a una manifestación de unas leyes mecánicas de la historia en las que la sociedad moderna es solo una expresión.
Pero la crítica central en la obra es contra el dominio de un psicoanálisis que, en sus procedimientos, está alineado con el funcionamiento del capitalismo (reduciendo todo, en última instancia, al triángulo edípico —una abstracción idealista según Deleuze—). Frente a la consideración del inconsciente como teatro en Freud (o en la hegemónica freudiana), Deleuze (y Guattari) propone(n) una interpretación de este como fábrica (inconsciente productivo), partiendo, al igual que Lacan (de ahí su influencia), de la neurosis, en este caso de la esquizofrenia, diferenciando entre la esquizofrenia como proceso y la «producción del esquizo», una producción clínica —que individualiza y aísla problemas psicosociales— que solo puede ser evitada por la actividad revolucionaria. De esta forma, se pretendía generar una psiquiatría materialista que canalizara toda la energía del deseo (que no siempre coincide con el interés) para generar líneas de fuga en su vertiente positiva: el polo esquizo, el que abre la puerta a la transformación, frente a su reverso, el polo paranoico, fascista, que se repliega hacía sí mismo y puede generar elementos autodestructivos; es decir, empleando la violencia contra los oprimidos y ocasionando una deriva paranoica y reaccionaria. De ahí la necesidad del propio esquizoanálisis, el cual debería captar estos momentos (materiales), olvidados por un psicoanálisis que, en su opinión, lo reduce todo al idealismo edípico.
Con estas claves conceptuales debemos entender también Foucault (1987), la obra de Deleuze sobre su colega homónimo. Ahora bien, el Foucault del que Deleuze habla no es el verdadero Foucault: Gilles se niega a hablar en nombre de nadie, es un producto suyo, un vástago entre él y el Foucault original. Deleuze continua su labor, juega con sus conceptos, pero en el diálogo se establece un movimiento y una mutación de ambos. Deleuze y Foucault fluyen en el texto: ya no son ni uno ni otro (o en todo caso se genera un nuevo Foucault deleuziano. Deleuze parte, así, de los análisis foucaultianos sobre la sociedad disciplinaria y nos advierte de la disolución de esta, la cual operaba en torno a una serie de círculos de encierros concéntricos, en donde siempre está presente la dialéctica entrar-salir, reproduciendo una especie de lenguaje analógico. Este tipo de sociedad era propia de la modernidad (siglos XVII-XIX) y la era industrial. Pues bien, tras la segunda guerra mundial se habría generado un proceso disolución y conversión en sociedad de control (sin disciplina) conformada por una geometría variable en donde nunca se sale de nada realmente. De la disolución de los centros disciplinarios (fabricas, familia, escuela, cuartel), que remiten al modelo de cárcel, surgirían nuevos espacios como las empresas, cumpliendo, en un nuevo estadio o dimensión, varias claves de El capital: el hombre ya no está encerrado, sino endeudado, la miseria se ha hecho endémica y los disturbios se ha trasladado a la periferia y a los guetos; es decir, los márgenes sistémicos, aquellos conformados por las minorías, minorías que pueden ser, y son, mayoritarias. La mayoría, según Deleuze, es el molde normativo: hombre, blanco, heterosexual, etcétera.
Ante esta situación en el que el Mercado ya no es solo hegemónico, sino, como nos dice Deleuze, Universal (el único universal), el titubeo que podría provocar las sociedades disciplinarias —la cárcel y la escuela y la familia y el cuartel, con sus puntos de fuga y sus salida y entradas (el paso de un círculo a otro)— ha dejado de tener lugar: todo se ha disuelto y se ha conectado, nunca se sale realmente de sistema como tal y se mantiene el control en todo momento. Ante esto, se necesitan nuevas formas de resistencia, pero estas no marcan una determinación, sino una posibilidad: la piratería, el virus informático, etcétera. Algo, por otro lado, polémico y discutible, al menos en cuanto al alcance de sus posibilidades de transformación sistémica y radical.
Félix Duque afirmó que nuestra sociedad más que ser una sociedad de la información es una sociedad de la comunicación, lo que prima no es la naturaleza del contenido (información) que se transmite, sino la propia expansión de los canales de difusión: los medios de comunicación y el auge de las telecomunicaciones. Control y comunicación forman parte de un todo y generan su propio lenguaje. No es que las minorías hayan sido silenciadas, sino que, como dice literalmente el propio Deleuze, es el lenguaje mismo está podrido, opera en las lógicas de un capitalismo y de una sociedad de control donde ya no quedan asideros para lo sustancialmente crítico contra el propio sistema. Desaparece, como diría Marcuse, toda comprensión cualitativamente diferente al orden actual: generándose un pensamiento unidimensional. El lenguaje se hace autorreferencial, con lo que el silencio (con respecto a la alteridad, la denuncia de las minorías, etcétera) está ya implícito (aunque este sea sonoro y muy ruidoso). Las minorías encuentran su eco mediático, pero como mercancías de consumo, negándose su radicalidad. Sin embargo, para Deleuze, frente al estructuralismo más vulgar, el lenguaje en un sistema desequilibrado, inestable, siempre tiene margen para la fuga: el tartamudeo que rompa con el silencio y la comunicación imperantes (quizás más imposibilitados que nunca en la sociedad de control). Es por ello por lo que los márgenes lingüísticos son tan trascendentales; es decir, el uso minoritario y fragmentado del propio lenguaje. Son estos puntos inestables los que siempre están presentes y los que, quizás (entra dentro de lo posible) podrían ser empleados para generar puntos de fuga, en cuanto polos revolucionarios-esquizos. Estos pueden estar motivados, por ejemplo, por el deseo (reconciliado con el interés social) de salir de la miseria y la precariedad endémica del capitalismo, lo que puede abrir la puerta a la búsqueda de alternativas cualitativamente diferentes que puedan generar cierto sentido.
Al hablar de sentido debemos abrir un paréntesis, puesto que tal categoría filosófica es controvertida en un mundo post-Auschwitz. Las certezas ilustradas —como la fe en el progreso y la fe en la razón— se han descompuesto y fragmentado. Todavía siguen operando como fragmentos a la deriva tras un naufragio, pero su potencia se ha puesto en entredicho. Ya no tienen lugar (y si la tiene esta ya no posee capacidad real de transformación) las fundamentaciones fuertes y trascendentales de sentido. Solo podrían establecerse sentidos parciales, pero conscientes (como dice Deleuze) de su finitud; en un sentido, valga la expresión, irónico, que manifieste los absurdos de la realidad y que sirvan para una nueva subjetividad. Ahora bien, esta subjetivación es una captación del momento, del acontecimiento, no es la construcción de un sujeto como tal (algo discutible, no obstante). Aunque su fuerza todavía tiene que ser puesta a prueba. Quizás en Deleuze todavía pesaba la capacidad real que un Mayo del 68 podría posibilitar, pero hoy en día (más de medio siglo después) las expectativas (tras un 15-M, por ejemplo) son todavía más reducidas: quizás, y sólo quizás, todo sentido solo puede ser un simulacro (ficción), pero para Deleuze (tal vez no para nosotros) más vale un simulacro parcial, emotivo, que genere cierta energía esquizofrénica contra el sistema que, siguiendo a Baudrillard, seguir operando en un simulacro (hiperrealidad), más real que la propia realidad, que cierra todas las expectativas emancipadoras en torno al capital.

Juan Luis Nevado Encinas (Cáceres, 1995) es historiador, teórico e investigador, graduado en historia y patrimonio histórico por la Universidad de Extremadura, con un máster en Filosofía de la Historia: Democracia y Orden Mundial por la Universidad Autónoma de Madrid. Su investigación se centra en el estudio de la posmodernidad desde una mirada sistémica e histórica y, de forma más general, en temas teórico-filosóficos, metodológicos, políticos y culturales. Colabora habitualmente con la revista El Salto.
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