/ por Arturo Caballero Bastardo /
Aunque mi interés por el mundo de las redes puede considerarse como puramente anecdótico, no dejo de asomarme diariamente a ellas para pulsar el estado de ánimo de una población en cuyas manos está, ya, el futuro de nuestra sociedad. Soy consciente de que lo recogido en los posts y en los hilos de Twitter o de Facebook, las que más visito, no me ofrece una imagen general y equilibrada de lo que pasa dentro del macrocosmos del móvil. Son las redes de amistades las que proporcionan una visión sesgada, muy sesgada, que no deja de ser una versión todavía más particular y enervante de las noticias recibidas desde el buscador de Internet, retroalimentadas con nuestras búsquedas y llenas de publicidad personalizada. Es la constatación de que, en esta era digital nuestra, como decía Nicholas Negroponte, el público potencial puede ser una sola persona. Y esa persona somos nosotros.
Me han saltado en jornadas anteriores dos noticias (una, en verdad, bastante antigua pero amplificada ahora) que poseen una estrecha relación con los contenidos de Arte y perversión (en especial la p. 164) y que no me resisto a glosar por las implicaciones que guardan con el concepto y la práctica de lo que consideramos arte y con el entorno cultural en el que se insertan. Resumo la que me llegó primero, aunque la narración seguirá el orden histórico de su génesis y no el puramente comunicativo.
Los artistas Sun Yuan y Peng Yu se han alineado, como muchos otros de sus compatriotas, con los sectores más radicales y polémicos de las manifestaciones artísticas contemporáneas. De su actividad indico, como muestras, la performance Link of the body (2000), en la que realizan una transfusión de sangre a los fetos sin vida de unos siameses, o su video Dogs that cannot touch each other, en el que perros sobre cintas mecánicas pretendían abalanzarse unos sobre otros impidiéndolo las correas que los sujetaban por el cuello y que fue retirado, por exigencias del público, de la muestra Arte y China después de 1989: teatro del mundo (Nueva York, 2017). Para la exposición Cuentos de nuestros días, comisariada por Xiaoyu Weng y desarrollada en el Guggenheim de Nueva York, 2016-2017, hicieron que una maquina con un brazo mecánico realizase una serie de más de treinta movimientos diferentes a los que se referían como rascarse, inclinarse y sacudir o agitar el culo, por poner tres ejemplos.
La obra (en portada) fue denominada Can’t help myself y su idea
«surgió del deseo […] de probar qué podría reemplazar la voluntad de un artista al hacer una obra y cómo podrían hacerlo con una máquina [… L]a máquina parece adquirir conciencia y metamorfosearse en una forma de vida que ha sido capturada y confinada en el espacio [… L]a danza interminable y repetitiva del robot presenta una visión absurda y de Sísifo de los problemas contemporáneos relacionados con la migración y la soberanía. Sin embargo, las manchas de sangre (en realidad aceite industrial) que se acumulan a su alrededor evocan la violencia que resulta de vigilar y resguardar las zonas fronterizas. Tales asociaciones viscerales llaman la atención sobre las consecuencias del autoritarismo guiado por determinadas agendas políticas que buscan trazar más fronteras entre lugares y culturas y sobre el creciente uso de la tecnología para monitorear nuestro entorno».
Son palabras del comisario en la web del Guggenheim. En 2019 esta obra también se instaló en la Bienal de Venecia. Podemos discutir sobre si la idea originaria del matrimonio queda recogida, o no, en las frases de Xiaoyu Weng.
Es fácil constatar cómo, desde hace muchos años, se ha experimentado con la posibilidad de que las máquinas respondan a estímulos externos como la luz y el movimiento (uso precisamente como identificador en Twitter un retrato realizado ante una obra de Daniel Rozin), la programación (Machina Artis 3 de Forpa, Martí y Cabello) o al azar (Spin paintings de Damien Hirst). Son ejemplos triviales, lo sé. Los resultados de los experimentos, que debieran producir «una obra de arte», pueden resultar más o menos satisfactorios y entrar en su análisis daría para un ensayo entero. Lo que me ha hecho reaccionar no es tanto la propuesta de Sun Yuan y Peng Yu sino cómo ha sido vista en las redes. Con independencia de que algunos de los participantes en los hilos no tenían muy claro dónde se hallaba (e incluso no la habían encontrado expuesta, lógicamente, en Bilbao), era vista por otros como el ejemplo del esfuerzo inútil que conduce a la desesperación y de ahí ya se puede saltar a la crítica al Guggenheim (Bilbao) por explotar a sus trabajadoras de la limpieza desde hace dos decenios con la colaboración de las instituciones a las que se califica como de «sinvergüenzas» por su complicidad.


Estas cosas, con ser una deriva sociológica mejor o peor traída (las piedras están ahí y no llevan —de momento— la dirección donde deben arrojarse), son ahora, para mí, menos interesantes que la relación empática con la máquina que se atisba en multitud de los comentarios. Las lágrimas que despiertan en algunos de los participantes en los diálogos, la teorización sobre el dolor y el sufrimiento de un ser inanimado, la aplicación sobre el objeto de un sistema de valores reservado para lo humano, nos abren un camino por el que hace siglos (de Aristóteles a Francisco de Asís) ya transitó la relación con el mundo animal y ahora alcanza su paroxismo.
En este contexto, no extraña que indignados ante el entorno tecnológico amenazador que nos agobia y la pérdida de lo personal temamos que se haga realidad la quimera de Mark Zuckerberg o nos enamoremos no ya de una muñeca de tamaño natural de silicona, sino de los atractivos replicantes de Blade Runner.
Lo de las redes es especialmente interesante por el número de personas a las que llega. Si se trata de una celebrity, el asunto se amplifica hasta niveles que marean. Y la fuerza es tan brutal que han podido contraponerse una imagen del ministro Garzón cuando acababa de aprobar la ley que prohibía la publicidad de artículos azucarados con la de Ibai Llanos sumergido en chocolatinas. Está claro quién gana visualmente.
Si, además, tu pareja es tan famosa o más, imaginémonos la audiencia potencial. Es lo que nos ocurre con el segundo hecho en el que quiero detenerme por las fechas en las que nos encontramos: la campaña de navidad de Haig Club, el whisky de David Beckham. Vaya por delante que a pesar de que la fama recae sobre el célebre futbolista, y aunque sea él quien pinte una tela a base de balonazos de colores, él no es el verdadero autor (que todavía no he podido localizar, aún). Con independencia de lo atractivo que sea el protagonista, lo que ahora me interesa es el lenguaje en el que está formulado el ofrecimiento del producto. Adelanto que, desde el punto de vista formal, el tema a vender resulta irrelevante, se trate de un bien (o mal) de consumo, una campaña humanitaria o el apuntalamiento de una creencia, ya sea religiosa, ya política. El arte ha servido para todo eso y mucho más. Y, además, en este caso concreto, no importa el resultado (que no es exactamente el impreso en la botella), sino el proceso.

Me interesan los arquetipos visuales que se difunden en el conjunto social y me sigue sorprendiendo que, siendo el arte abstracto en todas sus variantes históricas tan desconocido e incluso despreciado por el gran público, hayamos canonizado para el creador moderno, especialmente el pintor, una imagen: la del pintor expresionista abstracto. Con ella se transmite la idea de un titán que se enfrenta a la heroica y proteica tarea de crear usando elementos materiales a los que se proporciona forma de manera desaforada metiéndose en el barro (manchándose de pintura de arriba abajo) hasta los corvejones. Es verdad que el expresionista abstracto, en la versión más común, tiene unos antecedentes claros en el artista romántico, se enreda en el malditismo de final del siglo XIX, pasa por el incomprendido Van Gogh o el escapista Gauguin y, orillando el cuidadoso estilo de un Kandinsky y mucho más el de Mondrian, se alimenta de dadaísmo y surrealismo. Pero era necesaria una concreción y esta tiene, fundamentalmente, dos protagonistas: Jackson Pollock y Hans Namuth.
Namuth, alemán exiliado en París por actividades antinazis, fue fotógrafo de prensa y como tal cubrió la guerra civil española y la segunda guerra mundial antes de trabajar para para Time, Life y Harper’s Bazaar entre otras. Sus imágenes de Pollock (1951) trabajando en su estudio y la película de 16 mm y 10 minutos de duración que realiza (con Paul Falkenberg) se han convertido en icónicas. Luego fotografió a la mayoría de artistas que tenían algo que decir a mediados del siglo XX.
El video de Beckham recoge todos los tópicos de la creatividad según el expresionismo abstracto y que han sido asumidos por escritores del más variopinto pelaje, por fotógrafos de moda o publicitarios y por directores de cine. Más extraño resulta que los propios artistas hayan acudido a él. El folleto explicativo de la Casa/Museo de César Manrique en Haría, por ejemplo, más que una cita es un plagio. Resumimos. Baja el futbolista al estudio cargado con sus balones, lo vemos embadurnándolos con brochas o con las manos, lo observamos atento al lienzo inmaculado, contemplamos cómo patea sucesivamente las pelotas y su estallido sobre el lienzo, percibimos sus dudas, asistimos a los golpes correctores y, finalmente, gozamos con su satisfacción ante la obra acabada que se transforma en el árbol de navidad. Y todo en menos de un eterno medio minuto, porque tampoco se necesita más, como lo están demostrando los usuarios de TikTok.
¿Existe algún punto de encuentro de estas dos reflexiones? Nuestro mundo actual es especialmente contradictorio en sus usos sociales y culturales. Sin embargo, me gustaría encontrar más a menudo un atisbo de sana ironía; un análisis desprejuiciado; un cierto distanciamiento de los valores que, legítimamente, todos poseemos. En definitiva: una desacralización del arte y la cultura de nuestra época y no este seguidismo atroz ante cualquier pirueta que parece que estamos obligados a aplaudir si no queremos quedar marginados.
Esa postura era posible en 1974 cuando Tom Wolfe publicó un impagable panfleto sobre su arte contemporáneo que tituló La palabra pintada, y donde daba un elegante repaso al expresionismo abstracto, al neodadá y al pop y especialmente a sus excesos, que haberlos los hubo y los hay. Era la versión culta de la crítica. Había otra popular aún más precoz. En 1961 se publicaba la ilustración El conocedor, de Norman Rockwell, que recreaba el contraste entre el objeto artístico y su apreciación. Y una tercera más satírica e incluso divertida. En 1964 se estrenó What a way to go! (en español Ella y sus maridos), una película de J. Lee Thompson a partir de una narración de Gwen Davis convertida en guión por Betty Comden y Adolph Green.


Una de las historias, ambientada en París y no en Nueva York, donde hubiese resultado más propia, se centra en la relación entre la protagonista, Louisa May Foster (Shirley MacLaine), y el pintor Larry Flint (Paul Newman), un simpático, desahogado y vago expresionista abstracto que buscando un sistema que haga avanzar su arte se lanza a la búsqueda de un lenguaje propio. Vemos desfilar a chimpancés pintores; a cuadros realizados disparando con revólver o fusil ametrallador sobre globos pigmentados que estallan y escurren sobre el lienzo; a máquinas con las que, a partir de brochazos, se intenta transmitir al cuadro las pulsiones existencialistas y, para concluir, el sueño del artista moderno: que el arte se desvincule definitivamente de lo real y remede las creaciones armónicas sonoras. Todo ello gracias a un complejo artilugio conectado a un tocadiscos que traducía la música a color. Claro que la máquina termina por liberarse del explotador y decide, con excelente criterio, ahogarlo en sus brazos articulados antes de autodestruirse por medio de una explosión.
Podría parecer una fantasía. El problema es que hoy las máquinas pintan. Primero, con programas que se les proporcionaban. Ahora, con la posibilidad de que ellas mismas atiendan los deseos y gustos de los potenciales clientes y actúen al respecto. El sábado 27 de noviembre de 2021 publicaba Silvia Hernando en El País la historia de Botto, diseñado por Mario Klingemann. Y encima, los resultados se subastan y logran compradores. ¿Todos estos objetos y todas estas acciones de los que hablamos son arte?
Nada impide, pero nadie nos obliga a, que disfrutemos del aspecto de una piedra o de un palo encontrado en nuestros paseos por el campo; o de la perfección de un objeto industrial; o de la complejidad mecánica de cualquier artilugio, sea útil o —preferentemente— inútil; o de la originalidad de una nueva reflexión sobre lo real. Algunos preferirían una legislación respecto a la categoría arte, pero nuestro mundo asume que la belleza no está tanto en el objeto como en nuestra mirada y en la interpretación de lo que vemos. Está bajo nuestra sombra. Y, perdonad que me repita: son palabras de Spinoza. Y la imagen, Eclipse, de Gonzalo Díaz.
Podemos entender, no obstante, a quienes siguen emocionándose con aquello que proceda de la voluntad, equivocada o cierta, directa o incluso interpuesta, de lo humano; yo casi siempre me encuentro entre ellos. Pero es una opción más porque lo que todavía puede ocurrir, lo que probablemente está ya ocurriendo, nos abrirá infinidad de puertas. Es inútil cerrarlas todas. Así que cruzar, cruzaré sin complejos las que me apetezca. No hay por qué tener miedo a lo que nos depare el futuro. Ya estamos llegando tarde. Porque el futuro no será mañana. El futuro fue ayer.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.
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