/ por Antonio Gracia /
Mozart cumple 265 años. Sin embargo, continúa siendo el más joven de los compositores. Tal vez no es el más grande, pero sí es único. Hay obras sin las cuales no puede entenderse el transcurrir de la historia de las artes y, por lo tanto, de la cultura y del mundo.
Sin El Quijote —la novela más moderna e innovadora de cuantas conozco—, el decurso de la narrativa española y universal no hubiera sido el mismo. Los autores hubiesen seguido otro rumbo, los lectores no hubiesen reaccionado como lo han venido haciendo, la sociedad, falta de esa reacción determinada, sería diferente. Estaríamos, como digo, en otro universo social. Y eso convierte El Quijote en imprescindible para la comprensión de la historia y del hombre actual.
Igual ocurre con Shakespeare, el más alto definidor de caracteres. Y lo mismo sucede con Bach. Bach es la serenidad y la armonía: la perfección, el paraíso. De Beethoven nos atrae su coraje para oponerse al destino, su formidable lucha contra la adversidad, la titánica energía que se desprende de su música, empeñada sobrehumanamente en transformar en himno la elegía. De Wagner nos abruma la audacia para proponer e imponer soberbiamente sus conceptos de arte y artista como primordiales para la sociedad. Rembrandt nos ilumina con sus sombras. Van Gogh nos previene, con sus torturas, de los monstruos internos. ¿Y Mozart?
Todos los hombres mencionados, y otros muchos, son levaduras para el devenir de la humanidad, puesto que proponen caminos para sobrellevar y gozar la existencia. Y solamente es libre aquel que vence el temor a la muerte. Toda creación es una tentativa para que la muerte no signifique el absoluto acabamiento, la mortalidad definitiva, y, por ello, su autor pueda resucitar en su obra cada vez que la posteridad se acerque a él. Crean estos autores una vida libre y ancha como el tiempo. Crean una muerte fértil porque eso es toda creación para la posteridad. Interesan porque componen, escriben o pintan no solo para el músico, el poeta o el pintor, sino primordialmente para el hombre de carne y hueso que vive cada día con sueños, esperanzas, desengaños. No subordinan su creación al éxito, y se mantienen fieles a sí mismos incluso cuando la sociedad les da la espalda. ¿Qué tiene, entonces, Mozart que nadie más posee?
Mozart aporta al hombre la necesidad de confiar en los milagros de la naturaleza, la afirmación del prodigio, la eterna juventud del sueño y la belleza. Su música nunca se deja vencer por la tragedia desde la cual parece edificarse, y nos reconforta con el gozo de existir a pesar de las miserias que acosan la existencia. Incluso el Réquiem es un himno a la vida, que es necesario abandonar porque la muerte impone su designio sobre el cuerpo.
¿Pues qué decir de Don Giovanni, sin duda la más elevada concepción del mito de Don Juan, el vividor, aunque la ética lo culpe? ¿Y del cuarteto de las Disonancias, sino que es uno de los más bellos y armoniosos? ¿Y del Concierto para clarinete, o del nº 20 para piano, de la última sinfonía, de la sonata nº l4…? Mozart fue el primero que puso el corazón dentro del pentagrama, tal como preludiara Montaigne («soy la única materia de mi obra») y como K. F. E. Bach quería: «se debe componer con el alma, no como un pájaro amaestrado». Todo en su música contiene el drama del hombre, rodeado de alegrías y tristezas, expresado con la más amable de las construcciones y profundidades sicológicas.
¿Qué tiene Mozart que nadie más posee? La juvenilidad a la que antes aludía, que interioriza en el oyente la más melodiosa concepción del ser humano. A pesar de haber vivido solo 35 años, su obra nos ofrece uno de los compendios más amplios, caleidoscópicos y ricos en matices de la existencia, desde la plenitud del gozo hasta lo abisal de la melancolía. Quizá porque fue Mozart un hombre que existió entre los hombres, en medio de sus vulgaridades y noblezas, y no en la soledad de una torre de marfil ni en la de la trinchera del que huye del dolor.
Fue enterrado sin glorias ni agasajos, acompañado apenas por el sepulturero y la obstinada lluvia de un día tormentoso. No obstante, cuántos oyentes lo han resucitado y cuántos otros continuarán nutriendo su existencia con su música: su vida.

Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
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