/ una reseña de Álvaro Valverde /
La vida del poeta Basil Bunting (Scotswood, 1900-Hexham, 1985) daría para una novela (o para una película, tanto da). Nacido en una familia acomodada de Northumbria, fue, como cuáquero, objetor de conciencia en la Gran Guerra y acabó en la cárcel. Cosas del destino, algunos viajes vanguardistas después por los cafés de media Europa y por los bares de Norteamérica, donde conoció a la flor y nata de la poesía del momento, acabó alistándose en la RAF y, luego, en el servicio secreto británico, lo que le llevó a Persia y Egipto. El objetor dio en héroe de guerra. Después, ejerció el espionaje (hasta que le pillaron) y el periodismo, que fue su precario oficio hasta el final. Antes, fue marino y se casó dos veces: con una norteamericana de familia adinerada a la que había conocido en Venecia, madre de sus tres hijos, y con una adolescente de 14 años de origen kurdo-armenio de la que se divorció años más tarde. En lo que a uno respecta, sabía de su amistad con Ezra Pound y que había vivido en Canarias (Andrés Sánchez Robayna publicó en 1980 Ruta, Textura: lectura de «La ruta de Orotava» de Basil Bunting).

Para completar los hitos de su apasionante existencia, donde prima la errancia y la desdicha, podemos consultar la «Cronología biográfica» que incluye el libro que nos ocupa: Briggflatts.
Digamos cuanto antes que para el crítico Cyril Connolly estamos ante el poema largo más importante publicado en Gran Bretaña desde los Cuatro cuartetos de Eliot. Christopher Spaider cree, por su parte, que es otra «piedra secular» de la cultura británica de los años sesenta, como los Beatles o La naranja mecánica de Burgess.
En 2004, apareció en Lumen Briggflatts y otros poemas, en traducción del mexicano Aurelio Major. No conozco ese libro, pero les aseguro que la versión de Briggflatts traducida y anotada por los profesores asturianos Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez Álvarez, que ha publicado la gijonesa Impronta, merece todo mi respeto.
Llego a ella, por cierto, gracias al poeta César Iglesias, un cómplice lector con criterio, que supo anticipar mi entusiasmo por semejante hallazgo y que en una recensión publicada en La Nueva España recordaba esto:
«Para un lector español, especialmente del norte peninsular, la obra de Bunting cobra una particular proximidad emocional. A cierto sentir de las tierras atlánticas europeas donde pervive un sustrato mítico e histórico compartido y a un parejo devenir social e industrial se suma el vínculo personal que el autor británico mantuvo con Basilio Fernández (1909-1987), gijonés nacido en la aldea leonesa de Valverdín y que fue el primer poeta fallecido galardonado con el nacional de poesía. Ambos se conocieron en Italia durante el periodo de entreguerras y el británico animó al asturleonés a continuar con su obra, mientras le remitía cartas y poemas».
En la estirpe de los Cantos poundianos o de La tierra baldía eliotiana (aunque más «humano», según August Kleinzahler), el poema está fechado (al final) el 15 de mayo de 1965 y al parecer es el resultado de una visita a Bunting del joven poeta Tom Pickard, que le anima a volver a escribir tras años de silencio. Por suerte, le hizo caso.
La edición (bilingüe), ya se dijo, es digna de elogio porque a la traducción del poema en sí, lo fundamental sin duda, se añaden otros componentes que a la postre también resultan esenciales para calibrar como es debido el alcance de esta portentosa empresa. Eso la hace única. Me refiero al prólogo de los traductores («Antes de leer Briggflatts…»), las dos anotaciones del autor («Aclaraciones finales», que acompañaban a la primera edición de 1965, y «Una nota sobre Briggflatts», que vio la luz póstumamente, en 1989), las «Notas a esta edición» (sin las cuales la lectura sería otra, mucho más desnortada y pobre), una «Bibliografía citada» y, por fin, un capítulo de «Ediciones. Obras de consulta. Agradecimientos».
La obra poética de Bunting es breve: sus poemas reunidos (en una edición realizada por él en 1968) abarcan apenas 170 páginas y la poesía completa (editada por Richard Caddel en 1994), 239.
El éxito de su último libro (publicado, con un mes de diferencia, en la revista de Chicago Poetry y en Fulcrum Press) fue tan inesperado, imaginamos, como su propia existencia, impropia de un poeta mayor y, diría, fuera de servicio.
Aunque Bunting escribió que «es un poema: no necesita ninguna explicación. El sonido de las palabras pronunciadas en voz alta es, en sí mismo, el significado, como el sonido de las notas tocadas con los instrumentos adecuados es el significado de cualquier pieza musical», de no ser por las oportunas notas (y al cabo por sus parcas explicaciones) no todos daríamos con su verdadero sentido, suponiendo que la poesía lo tenga o que sólo sea uno.
En la primera edición, «tras el título venía resaltado el lema “una autobiografía”», comentan en su introducción Fernández y Álvarez. Autobiografía, sí, pero «no un registro de hechos», puntualizó Bunting. Ya que lo mencionamos, el título proviene de «una aldea de Cumbria, en el noroeste de Inglaterra». Ocupaba una de sus pocas casas un «austero centro religioso cuáquero», de ahí que a la alusión geográfica concreta se añada una indirecta a la espiritualidad de «los amigos», esa «doctrina religiosa unitaria, nacida en Inglaterra en el siglo XVII, sin culto externo ni jerarquía eclesiástica, que se distingue por lo llano de sus costumbres» (DRAE) y en cuyas reuniones prima el silencio.
Se nos cuenta que Bunting escribió este poema en cinco partes o cantos (y una «Coda») durante sus viajes en tren al trabajo.
Precisan los editores que “los lectores nativos no consideran Briggflatts un poema «fácil». Como venimos anticipando, no lo es. Su complejidad (que no complicación) exige una primera lectura atenta y, por supuesto, sucesivas relecturas. En esto coinciden los traductores y los críticos.
Para su autor es una «sonata» y el dibujo que figura en la cubierta del libro representa, de forma esquemática, esa presunta estructura musical.
No voy a entrar en detalles, pero Fernández y Álvarez desentrañan con solvencia algunas claves imprescindibles para alcanzar la lectura más exacta posible. Irónico nos parece que el poeta sostuviera que «ningún poema es profundo». En este, sin ir más lejos, Bunting reconoce la influencia de Lucrecio, Spinoza y Hume. Sin olvidar la importancia del silencio (con el que «podemos detectar el pulso de Dios en nuestras venas, más persuasivo que las palabras»), «dejemos que sucesos e imágenes se ocupen de sí mismos», concluye.
Matizan los traductores que en su versión han apostado por «la prioridad del sonido».
Si toda traslación de una lengua a otra es difícil, sobre todo si de poesía se trata, aquí hay que añadir otro problema: el uso de un inglés del norte, digamos, con sus particularidades, algo que ponen de manifiesto las numerosas notas aclaratorias. Si a eso unimos las abundantes referencias literarias, antropológicas, históricas, artísticas, culturales…
Recalcan que «el texto de la traducción, como el propio texto poético original, debe decir solo lo que dice por sí mismo, tal como su autor manifestó con insistencia». Recomiendan, para terminar, que se escuche alguna de las lecturas del poema que Bunting grabó con su voz. Esta, por ejemplo. ¿Lee, canta?
Dedicado a Peggy (Edwards), Briggflatts, que no deja de ser un poema épico,se abre con una cita del Libro de Alexandre. Lo que viene después es lo que el lector más atrevido debe descubrir. Y no a la primera, insistimos. Estamos, sí, como ya apuntamos antes, ante uno de esos poemas largos que definen por excelencia la poesía del siglo XX, tan hermética y polisémica por momentos. Esta ejemplar edición viene a demostrarlo. Justo ahora, cuando se cumple el primer centenario de The waste land.
Puede que este sea un poema escrito en estado de gracia, «antes de que las normas convirtieran la poesía en juego de pedantes», como reza un verso de la cuarta parte. Estos otros, de «Coda», son acaso una respuesta: «Ciegos seguimos la inclinación/ de la lluvia, el parpadeo del relente/ hacia lugares desconocidos».
Selección de versos
Alardea, toro, dulce tenor,
discante en el madrigal del Rawthey,
cada piedra su parte
en la primavera tardía de las brañas.
Baila de puntillas, toro,
negro sobre los espinos de mayo.
Persigue, amoroso y ridículo,
sombras que brincan
de la mañana al mediodía.
Mayo en la piel del toro,
y por todo el valle surcos
llenos de flores de mayo
que trazan el camino del lución.
Un cantero acompasa su mazo
al trino de una alondra,
escucha mientras el mármol descansa,
coloca su regla
en el borde de una letra,
palpando con las yemas de los dedos,
y la piedra deletrea un nombre
que ya no nombra a nadie,
un hombre abolido.
¡Dolorida alondra que asciende con esfuerzo!
El solemne mazo dice:
En el hueco de la tumba él
yace. Nosotros nos pudrimos.
La putrefacción hunde su cuchilla,
el trigo se alza tembloroso
sobre excrementos. El Rawthey tiembla.
La lengua se traba, el oído falla
por miedo a la primavera.
Frota piedra con arena,
húmeda arenisca
elimina la aspereza. Dedos
doloridos en la piedra que frota.
El cantero dice: brotan
al azar las rocas.
Aquí nadie atranca la puerta,
así de doloroso es el amor.
Piedra lisa como piel,
fría como los muertos que de noche
alguien carga en una carreta.
La luna se sienta en el cordal
pero va a llover.
Bajo unos sacos, sobre la piedra,
dos niños echados,
escuchan mear al caballo,
silbar al cantero,
correas que rinchan con las varas,
ejes que chirrían con las llantas,
golpes de los aros en las rodadas,
grava triturada.
Media con media, jersey con jersey,
brazo fuerte tras la cabeza,
se besan bajo la lluvia,
doloridos de su cama de mármol.
En Garsdale, amanecer;
en Hawes, té del puchero.
Para de llover, sacos
que humean al sol, se alzan.
Bigote como alambre de cobre,
ojos que reflejan el mar
y la salmodia báltica proclama:
hombres en estas rocas
mataron a Hacha Sanguinaria.

Basil Bunting
Impronta, 2021
136 páginas
12 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
Buenas tardes, Álvaro. Llamar la atención sobre este poema extenso es muy necesario, porque sigue siendo poco conocido en nuestros lares líricos y porque, como tú nos recuerdas, sí existe la poesía “mayor”, la poesía que aspira a convertirse en lengua común, sabiendo casi siempre que el empeño es imposible, pero también imprescindible para no conformarnos con una comunicación tan empática como trivial y a la larga -tal vez a la corta- empobrecedora, mutiladora de la capacidad de comunicarse. Buscaré la traducción de Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez Álvarez. En su día, Aurelio Major me regaló la suya, que recomiendo en este comentario e invito a visitar. Salud y abrazos.