La escritura encubierta

Emilio Alarcos, poeta

Ricardo Labra escribe sobre la poco conocida faceta poética del filólogo y lingüista salmantino (1992-1998).

/ La escritura encubierta / Ricardo Labra /

Los caminos del arte y del conocimiento se entrecruzan constantemente. Los poetas suelen comenzar su andadura creativa desde la pasión más que desde el conocimiento literario, para acabar transformándose con el tiempo en consumados eruditos de la tradición sobre la que asientan sus versos, así como sobre los recursos estilísticos que utilizan como herramientas de sus desvelos estéticos. Es difícil no encontrarse con un poeta que no haya pergeñado una poética, o que no haya realizado algún estudio sobre los supuestos estéticos de su generación o de aquella de la que se considere legítimo recipiendario. Las poéticas y las opiniones generacionales de los respectivos autores suelen resultar sumamente interesantes dentro del ámbito del pensamiento literario, siempre que sus hacedores sepan diferenciarlas del pensamiento literaturológico o pensamiento de orientación científica. Esa sutil línea es la que separa dos mundos compartidos pero muy diferentes, por lo que al cruzarla los esforzados foráneos corren el serio riesgo de incurrir en el ridículo.

Esta división entre la razón y la imaginación, entre la vigilia —entendida como lucidez y racionalidad— y el sueño — como intuición y creatividad—, ha quedado recogida en el paradójico mito de Psique y Eros. Psique recibe la nocturna visita amorosa de Eros a condición de que no vea su rostro, de que no encienda la luz racional, ya que entonces Eros desaparecerá y no volverá jamás a visitarlo. Es como si fuesen dos mundos paralelos, dos lunas gemelas, que a todas luces se mostrasen incompatibles y que solo entre las sombras —que desdibujan sus fronteras— pudieran compaginarse. Tal vez por ello, los especialistas en sus respectivas materias observen con cierta condescendencia, cuando no con indisimulado desdén y retintín, a aquellos escritores que se autoproclaman como los nuevos brocenses de la palabra, de la rima o de la sintaxis, desde el furor erudito motivado por su pasión creativa. Para los científicos de la lengua y del arte literario, aunque sus cogitaciones puedan tener alguna aportación sustanciosa, no dejan de ser autores de gramáticas pardas a los que se les despacha con un breve alarde historiográfico.

Algo parecido sucede cuando una relevante autoridad académica incurre en los dominios de Calíope. Experiencia de la que muy pocos salen airosos, como si a sus señorías se les pillase en falta bailando ebrios a deshora el cancán. Es cierto que existe una fértil y larga tradición en nuestra literatura de profesores poetas o de poetas profesores, pero todos sabemos que esencialmente son poetas bajo el amparo del paraguas académico. Siempre se cita a Jorge Guillén, a Dámaso Alonso y a Unamuno, pero también se podría citar a Carlos Bousoño o a Luis García Montero. La nómina puede ser muy larga y está llena de nombres egregios de nuestra literatura, pero el problema surge cuando un reputado historiador del español, un fonólogo o un lingüista irrumpe como poeta. Algo que suele ser más frecuente de lo que parece, ya que la erudición también despierta el furor creativo. A este tipo de creadores los poetas los suelen mirar con cierta condescendencia y a veces hasta con rechifla, como autores —si se me permite el término— de una lírica parda.

Como se puede comprobar, son dos ámbitos bien diferenciados que se retroalimentan mutuamente, pero que mantienen en todo momento su innegociable singularidad. Por este fundamental motivo, y acaso escamado por algún que otro desatino ajeno, se puede entender que una autoridad académica sufra en silencio su furor creativo, hasta convertirlo, como diría Jaime Gil de Biedma, en un vicio solitario, prodigado con nocturnidad y alevosía.

Traigo a colación este constante entrecruzamiento de los caminos del arte y del conocimiento, porque en estas últimas semanas he tenido muy presente a Emilio Alarcos Llorach, al celebrarse en Oviedo —del 19 al 23 de abril— su centenario. Entre los diversos actos programados de esta conmemoración, estuve invitado a participar en la mesa de clausura titulada: Introducción al Alarcos poeta: originalidad, producción e influencias, en compañía, entre otros, de Miguel Alarcos y de Luis Alberto de Cuenca. Esta cita alarquiana volvió a avivar mis vivos recuerdos, al comprobar otra vez cómo al egregio lingüista se le considera un poeta póstumo, aunque en realidad lo único póstumo sea su reconocimiento como poeta, al haber publicado en vida cinco poemas en el Cuaderno número cinco de Luna de Abajo (1990).

Recuerdo la noche en la que Emilio Alarcos me confesó que escribía poesía, sin atreverse a decirme que era poeta, sino simplemente que tañía con asiduidad la lira de Garcilaso de la Vega, de Fray Luis de León y de Jorge Manrique. En ese complicado momento pude entrever por primera vez, detrás del brillante académico, al poeta tímido y pudoroso que también moraba bajo su piel y que no cesaba en todo momento de ocultarse. No fue fácil convencer a don Emilio para que diese el paso de publicar algunos de sus poemas en Luna de Abajo, y que hiciera pública su secreta pasión creativa. Sus reticencias y prevenciones eran muchas y todas más que justificadas, tenía mucho que perder y poco que ganar, tanto entre tirios como entre troyanos, «por su prestigio de gran filólogo», como bien señaló Ángel González en el prólogo «Emilio Alarcos, poeta» de Mester de poesía.

No puedo negar que recibí con zozobra sus poemas, y también con vacilante expectación. Para mi sorpresa, don Emilio no nos envió una relación reciente, sino una selección de sonetos fechados que recorrían 26 años de su poesía; a todos los efectos una (mini)antología de su obra poética, con título defensivo incluido: Nugalia Satyrica. El primer poema de la serie «Homopardus imperialis» está fechado el 9 de marzo de 1955 y el último de la secuencia «Femina hispánica nova» lleva la fecha del 6 de enero de 1981. Las precisas dataciones de estos poemas podrían inducir erróneamente a deducir que fueron escritos de un tirón, o que son resultado del trabajo afortunado de un día, pero solo basta con acercarse a ellos para percatarse del laborioso proceso de selección y de decantación que el ilustrado salmantino tuvo que seguir para redondear estos sonetos. Luego, a don Emilio, tuvieron que llevarle muchas horas de trabajo y de dedicación cada uno de estos poemas, por lo que no se sabe si las fechas que pone en los mismos responden al día en el que inició su proceso escritural o se corresponden con las fechas en el que los dio por terminados. A despejar estas dudas no contribuyen los sonetos «Baraja made in USA» y «Homo hispanicus officinalis», fechados en noviembre de 1960 y en diciembre de 1979 respectivamente, y en los que solo está reseñado el mes y el año. En esta serie se singulariza el soneto «Fin», porque tiene una fecha que adquiere una directa connotación con su encabezamiento, amplificando los cuartetos y tercetos en sus significados, desde la alusiva datación del 20 de noviembre de 1975, día de la muerte del dictador.

No obstante, este proceder también puede responder a un método de ordenación cronológica para poder agrupar los poemas ulteriormente, no siguiendo una pauta temática, sino un criterio temporal, tal y como aparecen las divisiones de su obra en Mester de poesía:  «Las divisiones en cuatro secciones [el Primer mester recoge los poemas de 1949 a 1955, el Segundo mester de 1955 a 1966, el Tercer mester de 1966 a 1972 y el Cuarto mester de 1972 a 1993], en cambio, así como los títulos de las mismas, se debe [sic] al propio Emilio Alarcos».

Método y procedimiento cronológico que el propio Alarcos nos aclara precursoramente en el fragmento introductorio de sus poemas de juventud, bajo el heterónimo de Antonio S. Navarro:

«Hoy se me ha ocurrido ordenar, por fin, y engrosar con algunos comentos, los versos que me dejó un conocido mío, Antonio S. Navarro, con el que tuve bastante amistad durante una temporada. Se había ya retirado definitivamente de la poesía y me entregó un regular montón de papeles, desordenados, pero escrupulosamente fechados. Esto me ha servido para restablecer la sucesión cronológica de las composiciones».

Este «escrupuloso» planteamiento creativo lo ha seguido aplicando Emilio Alarcos siempre en sus poemas, por eso resulta tan relevante la selección que publicó en Luna de Abajo, porque en ella puede constatarse este proceder alarquiano como hilo de Ariadna para restablecer la reordenación cronológica de su poesía, tarea que estaba llevando a cabo «[c]omo si presintiera el imprevisto final». No deja de resultar llamativo que esta importante selección realizada por Emilio Alarcos Llorach —la única hecha por él en vida— no aparezca, ni tan siquiera se dé cuenta alguna de ella, en la compilación de su obra poética realizada tanto en Mester de poesía (2006) como en Notas inéditas al Cancionero inédito de A. S. Navarro (2012). No se menciona en la «Nota a la edición» del primero, ni en «El poeta y el crítico» del segundo, dando a entender en todo momento el responsable de las dos ediciones que Emilio Alarcos era un poeta póstumo, cuyos poemas habían permanecido en «púdicos folios en blanco vedados a todas las miradas»; desde luego, y a tenor de lo expuesto, a la suya sí. Es más, de estos cinco poemas —que don Emilio habrá seleccionado por algo— solo aparece uno en Mester de poesía: «Homo hispanicus officinalis». Las causas por las que se ha desechado la propia selección de Emilio Alarcos en Luna de Abajo se desconocen, porque no sabemos los criterios seguidos por el responsable de esta edición, ni tan siquiera de cuántos poemas consta el corpus poético alarquiano, solo que su selección a ojo de buen cubero «contiene (más o menos un tercio de su obra poética)». Por lo que en estos momentos todavía tenemos una percepción parcial de la misma; es decir, que leemos la poesía de Emilio Alarcos Llorach a través del voluntarioso filtro de José Luis García Martín.

Quizá haya llegado el momento de revisar la obra poética del destacado filólogo desde el rigor, la lucidez y el conocimiento, para poder delimitar y sopesar sus verdaderas dimensiones. Emilio Alarcos Llorach, maestro de la lengua castellana, lo merece.


Ricardo Labra, poeta, ensayista y crítico literario, doctor en Investigaciones Humanísticas y máster en Historia y Análisis Sociocultural por la Universidad de Oviedo; licenciado en Filología Hispánica y en Antropología Social y Cultural por la UNED, es autor de los estudios y ensayos literarios Ángel González en la poesía española contemporánea y El caso Alas Clarín: la memoria y el canon literario; y de diversas antologías poéticas, entre las que se encuentran Muestra, corregida y aumentada, de la poesía en Asturias, «Las horas contadas»: últimos veinte años de poesía española y La calle de los doradores; así como de los libros de relatos La llave y de aforismos Vientana y El poeta calvo. Ha publicado los siguientes libros de poesía: La danza rota, Último territorio, Código secreto, Aguatos, Tus piernas, Los ojos iluminados, El reino miserable, Hernán Cortés, nº 10 y La crisálida azul.

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