/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 15/11/2022. Milan Kundera: «La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».
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Durante el reinado de Nicolás I —leo en La tumba de Lenin, de David Remnick—, los decembristas cantaban: «¿Podrás venir a la plaza?/ ¿Tendrás coraje para venir a la plaza/ cuando llegue la hora?».
El libro, escrito en 1994, es una aclamada crónica de «los últimos días del imperio soviético». Un poco anticomunista de más para mi gusto, pero, en todo caso, muy interesante, atento a todas las aristas de la época. Remnick, judío, proviene de una familia que escapó del Imperio ruso. Y al principio de la obra, en la introducción, cuenta esto que me resulta curioso, y que me recuerda, salvando distancias, a ciertos choques que también se producen hoy entre la juventud neorrural, que regresa a las aldeas de los abuelos que escaparon de ellas, y estos:
«Mis dos abuelos, Alex y Ben, nacieron en la misma época y en el mismo tipo de lugar. Vivieron en villorrios enfangados hacia finales de siglo: alex en las afueras de Vilna (hoy Vilnius), y Ben en las afueras de Kiev. Hasta donde he podido averiguar, estos dos lugares ya no existen. Ninguno de mis dos abuelos supo —o quiso saber—gran cosa más acerca de su infancia en el imperio ruso. A su avanzada edad, les sorprendía profundamente toda esta locura por las “raíces”. No sufrían de nostalgia. Se sentían afortunados de haber escapado. En cuanto oyeron rumores acerca de la matanza de judíos, abandonaron Rusia a pie, a caballo, en tren y, finalmente, en barco. Llegaron a Castle Garden, en la isla de Ellis. Alex vendía artículos de mercería en Nueva York: cierres, medias, pinzas, todo lo que salía de los barriles de madera o las cajas de cartón de una tienda en el cruce de la calle Prince con Broadway. Ben trabajaba como dependiente en una tienda de ropa en Paterson, Nueva Jersey. Cuando comencé a estudiar ruso en el liceo, mis abuelos sonrieron con curiosidad y no intervinieron. Si sabían decir siete u ocho palabras en ruso era todo. Rusia era para ellos una casa en llamas que abandonaron en medio de la noche. Justo antes de partir a Rusia, volé a Miami Beach. Ben se las había arreglado para cambiar su casa en Paterson por una pequeña habitación, con vistas al Atlántico, y una ambulancia en el garaje del sótano. Tenía cien años. Cuando le conté que planeaba vivir tres o cuatro años en Moscú me dijo: “Debes de estar loco. A nosotros casi nos matan al tratar de salir del país y tú, meshuggah, quieres regresar».
Miércoles, 16/11/2022. Publica El Confidencial un artículo sobre Juan Ignacio Blanco, el fétido avivador, a finales de los noventa, de la teoría de la conspiración del caso Alcàsser, que se murió sin hacer pública la cinta de vídeo, de la que aseguraba disponer, y por la que la serie documental que sacó Netflix llegó a ofrecerle sesenta mil euros, que demostraba que el secuestro y asesinato de las niñas había sido parte de una sórdida trama pedófilo-asesina que involucraba a políticos y empresarios de la época. Cinta que, muy obviamente, no existía: Blanco se escudaba, para no hacerla pública, en un peligro para él que dejó de ser excusa cuando enfermó terminalmente de cáncer.
Blanco acusaba, concretamente, a tres hombres vinculados al PSOE (Alfonso Calvé, exgobernador civil de Alicante y exsubdirector general de la policía; José Luis Bermúdez de Castro, productor de cine, y Luis Solana, expresidente de Telefónica) de formar parte del llamado clan de la Moraleja, implicado en toda clase de asuntos turbios y también en este: una supuesta red de pederastia cuya misión era proporcionar relax y descargo a los políticos del PSOE, asediados y agobiados por las acusaciones de corrupción. El artículo que hoy publica El Confidencial, evocando el momento en que Blanco soltó todo esto en 1997 en el programa Esta noche cruzamos el Mississippi, cuenta que «tras escuchar la rajada de Blanco, Calvé, Solana y De Castro decidieron callar para no retroalimentar el asunto, pero analizaron entre ellos la situación y llegaron a una conclusión: el fabulador original de la historia era Ángel Sopeña, exsocio de todos ellos en pelotazos inmobiliarios.
Esto último me resulta interesante. La teoría de la conspiración de Alcàsser creía revelar algo oculto y espeluznante sobre el poder, y era mentira, pero su origen estaba en una corrupción cierta. Suele pasar, creo, con las teorías de la conspiración: son la refacción sórdida de turbiedades ciertas y notorias, pero más banales.
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Qué terrible este artículo de 1922 que rescata Aníbal Martín: «Lo mejor ha de ser que la raza de los hurdanos de Las Hurdes Altas se extinga dulcemente, rodeada del cariño de todos, pero no del aliento para que se reproduzca y se perpetúe. Con cumplir en seguida el propósito haremos un gran bien al Tesoro español —que estaba seriamente amenazado— y a la Humanidad».
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Leo a Iker Madrid esta cita de Paul Preston en La destrucción de la democracia en España, llena de juiciosidad, y muy útil para precaverse contra la propaganda revisionista:
«El cuadro que pintaban Gil Robles y Calvo Sotelo de desorden y de revolución comunista inminente era exagerado. De hecho, lo último que Moscú o el PCE deseaban era la revolución en España, por miedo a las repercusiones desfavorables que pudiera tener en la política exterior rusa. Como buscaba alianzas con las democracias occidentales, el Kremlin no quería asustarlas para que se echaran en brazos de Hitler. Por tanto, la dirección comunista denunció regularmente las quemas de iglesias y otras manifestaciones de desorden. Irónicamente sería el levantamiento militar el que precipitaría la revolución y el ascenso del Partido Comunista a una posición predominante. También los socialistas, a pesar de sus divisiones internas, se extremaban por mantener el orden».
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Un bonito pasaje de Remnick sobre los años de la perestroika:
«Lo más increíble, en 1988 y 1989, era viajar en el metro y ver a la gente leyendo a Pasternak en las ediciones azul celeste de Novy Mir, o los últimos ensayos históricos de las ediciones de color rojo y blanco de Znamya. Durante un par de años los fogoneros, conductores, estudiantes, etcétera —todo el mundo— consumieron este material como animales hambrientos. Leían todo el tiempo, al subir escaleras, al cruzar la calle, leían como si la caja negra de la censura fuera nuevamente a tragárselo todo. Un pueblo al que le había estado vedado por tanto tiempo lo mejor de su idioma consumía los clásicos por fascículos: una semana era el Réquiem de Anna Ajmatova; a la siguiente Chevengur, de Andrei Platonov. Muchos compartían un mismo ejemplar de Novy Mir, por lo que había que forrarlo para evitar su destrucción. A menudo usaban el Pravda, dándole así alguna utilidad. En ese panteón inicial también hubo cabida para algunos extranjeros, especialmente el historiador británico Robert Conquest por su trabajo sobre las purgas y, sobre todo, George Orwell por su pavorosa descripción del Estado totalitario».
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Leo que, en Armenia, tras el terrible terremoto de 1988, que provocó la muerte de unas 25.000 personas, circuló rápidamente la teoría de la conspiración de que lo habían provocado adrede los azeríes efectuando detonaciones nucleares subterráneas.
Jueves, 17/11/2022. Anuncia Pío Moa la publicación de un libro titulado Galería de charlatanes, cuya portada —espantosamente maquetada con tres tipografías distintas, una de ellas la Comic Sans— enumera la nómina completa de historiadores a los que en él atiza: Raymond Carr, Ángel Viñas, Paul Preston, Tuñón de Lara, Joseph Pérez, Pedro J. Ramírez, Antony Beevor, Enrique Moradiellos, Juan Pablo Fusi, Javier Tusell, Álvarez Junco… El trumpismo (pseudo)historiográfico: yo poseo la Verdad y el universo entero la tergiversa y me asedia por decirla; todo, absolutamente todo fuera de mí es ciénaga, cloaca, una sucia trama de aparentes distintos, conchabados contra la Verdad.
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Yo la he usado como el que más, pero empiezo a tenerle bastante tirria a la expresión «hay que hacer pedagogía de»; esa cosa de convertir las torpezas y negligencias del emisor en mentecatería del receptor, que es obtuso y no entiende, y a quien hay que masticárselo.
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David Remnick en La tumba de Lenin: «Un obrero industrial con el que conversé me mostró un tatuaje en su pecho. Era un impresionante doble retrato de Stalin y Lenin. Le pregunté acerca de Gorbachov. ¿Había espacio para él? “¿Gorbachov? No me pondría su nombre ni siquiera en el trasero».
Leo también a Remnick que un embajador de Estados Unidos en Moscú, Joseph Davies, llegó a decir de Stalin que «un niño querría sentarse en sus piernas y un perro querría caminar a su lado». Y a Kira Alexéyevna, una furibunda estalinista a la que entrevista, contarle que «el día del funeral [de Stalin] salí a la calle y se podía oír el ulular de las sirenas de todas las fábricas. Acostumbraban a hacer eso cuando un trabajador dejaba la fábrica para siempre, pero ahora ululaban por Stalin». Los turullos de las fábricas, las campanas de las iglesias. Nueva era, nuevos sonidos, pero la misma estructura antropológica.
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Por lo que veo, la gestión de la crisis de la ley del solo sí es sí está siendo un poco el meme de los varios botones de refresco apretados a la vez, con estas tres líneas argumentales: 1) La ley está perfectamente bien hecha y la excarcelación de delincuentes sexuales es una consecuencia prevista y deseada, porque condenas más duras no significa mayor protección para las mujeres; 2) La ley está perfectamente bien hecha, pero está teniendo consecuencias indeseadas, porque los jueces son machistas y hacen lawfare; y 3) La ley está mal hecha, pero no es culpa del Ministerio de Igualdad, sino del Gobierno entero y de cada grupo entero que la aprobó sin enmendárnosla.
En esa combinación atolondrada de estrategias distintas se revela que se es consciente de que se ha hecho una chapuza. Creo, pese a todo, que la ley es una buena ley, que sigue directrices del Convenio de Estambul e implementa mecanismos de vigilancia, prevención y apoyo a las víctimas mucho más importantes que los de venganza y condena. Y podría estar dispuesto a que me convencieran del argumento 1). Lo que me distancia de la defensa de la ley es la desfachatez del 2) y el 3). ¿Tenemos un problema con los jueces en España? Lo tenemos, como lo tienen otros países. Hay muchos jueces la mar de honestos, pero sobran los ejemplos de guerra judicial y hasta de prevaricación perpetrada por magistrados vinculados a los partidos de la derecha. Que decidan interpretar torticeramente una ley en perjuicio del gobierno de coalición entra dentro de lo muy posible. Pero eso no es excusa. Si existe ese problema, hay que promulgar una ley más trabajada, más amarrada, menos interpretable; y nunca escudarse en las buenas intenciones cuando una ley que no lo esté signifique desprotección para el colectivo al que se propone proteger. El infierno está lleno de buenas intenciones. En cuanto al 3), mal de muchos, consuelo de tontos. Uno tiene que responsabilizarse de lo que ha hecho, no escudarse en las negligencias de los demás, de los que en este caso, por otra parte, hay sobrada hemeroteca de que sí advirtieron de que esta consecuencia podía darse. Se formó el gobierno de coalición exigiendo a Pedro Sánchez autonomía para los ministros de Unidas Podemos, y autonomía se les concedió. No puede ser que ahora nos quejemos de lo contrario; de la falta de tutela. Como se dice en Asturias, ya somos mayorinos.
Viernes, 18/11/2022. Hubo una época, hace pocos años, en que tenía recurrentemente lo que no era exactamente una pesadilla, pero sí un sueño desasosegante: entraba en el Messenger, la red social primigenia popular en mi adolescencia, y no encontraba a nadie conectado; estaba solo. Era, claramente, un sueño aparejado a la angustia por la pérdida de la juventud; el que todos tenemos en algún momento, pero suele consistir en encontrarse solo en lugares que uno frecuentó físicamente. Internet transforma nuestra antropología y permea hasta nuestros sueños. Pienso en ello ahora que parece que va a colapsar Twitter debido a la disparatada gestión de su nuevo dueño, Elon Musk. La caída de una red social en la que uno pasa varias horas al día, hace amigos, aprende, trabaja, comparte intimidades con otros, ríe y llora con ellos, representa un pequeño cataclismo que lo es de maneras que van más allá de lo económico; del reajuste de tantas cosas (la prensa, la política, la cultura, el mercado laboral: según cuenta Israel Merino, ahora mismo «hay un ejército de CMs en estado de pánico intentando diseñar estrategias para mover las audiencias de Twitter a otros sitios en tiempo récord») que significará que Twitter, convertido en una infraestructura crucial de un modo con el que no puede frivolizarse, desaparezca. Salvando obvias y enormes distancias, como que destruyan tu barrio o un pantano anegue tu pueblo. Te instalarás en otro barrio, construirán un pueblo nuevo para ti, podrás incluso tener los mismos vecinos, pero todo será fríamente nuevo y recordarás estas calles y plazas digitales, estas esquinas, los hábitos que tenías, como quien evoca un espacio físico que habitó y que desapareció. Quizás no tanto como un barrio o un pueblo. Pero sí como un bar querido.
Por cierto que es un curioso simulacro del fin del mundo, el que se vive estos días en Twitter. Gente despidiéndose con melancolía y solemnidad, gente haciendo coñas, gente manifestando ansiedad, todos alternando los tuits sobre el final con tuits corrientes y cotidianos, como si nada ocurriese.
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Leo que, despues de una prueba nuclear en 1955, Andréi Sajárov hizo el primer brindis, y dijo: «Que todos nuestros artefactos exploren con este éxito, pero siempre sobre lugares de prueba, jamás sobre ciudades». En la mesa, recordaba tiempo más tarde, se hizo el silencio: «Como si yo hubiera dicho algo indecente».
Leo también que, en los ultimísimos años de la URSS, informaba un día la revista Smena, «Cambio», de que el cargo de secretario regional del Partido en Asia Central costaba 150.000 dólares, y una Orden de Lenin, entre 165.000 y 750.000.
Cuenta también Remnick que
«En su autobiografía, Yeltsin rememora con ironía el absurdo examen oral al que tuvo que someterse ante el Comité Central local para ser aceptado como miembro: “[El examinador] me preguntó en qué volumen de El capital, Marx se refería a las relaciones dinero-mercancía. Puesto que jamás había leído con detenimiento a Marx y, por supuesto, no tenía la menor idea del volumen o número de página del libro en cuestión, y que tampoco sabía lo que eran las relaciones dinero-mercancía, respondí inmediatamente, medio en broma: ‘Volumen dos, página 387’. Es más, lo dije rápidamente, sin detenerme a pensar. El examinador replicó con sabia expresión: ‘Bien dicho, conoce bien a Marx’. Después de eso fui aceptado como miembro del Partido”».
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Se levanta la prohibición de emitir el sello homenaje al centenario del PCE, que una jueza había bloqueado, y se impone a los denunciantes, Abogados Cristianos, pagar las costas. La gente lo celebra y hace burla de este deleznable colectivo cuyo estajanovismo denunciatorio siempre les sale a devolver. Yo no tengo claro que haya tanto que celebrar. Detrás de Abogados Cristianos hay muchísimo dinero: lo de las costas no les importará demasiado. Y supongo que no esperasen que la cancelación del sello podía prosperar. Sus objetivos son otros, y sí se van cumpliendo: menear el avispero de la regresía, engorilar al personal, radicalizarlo. Marcar agenda. Y también instilar la autocensura en nuestras cabezas: no voy a decir o a hacer tal cosa que sé que esta gente puede denunciar, porque aunque sepa que acabaré ganando, no deja de ser un marrón verse inmiscuido en un proceso judicial.
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Hay un algo en que Twitter colapse a la vez que el ciclo del 15-M.
Sábado, 19/11/2022. Un chiste de la época de Gorbachov: «¡La Unión Soviética fabrica los mejores ordenadores! ¡Son los más grandes del mundo!».
Domingo, 20/11/2022. Bertolt Brecht:
De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y
bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos.
Estas son las formas
que me parecen más nobles.
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En Vigo, Abel Caballero inaugura a bombo y platillo la ya célebre iluminación navideña de la ciudad. El acto es una de esas escenas sórdidas del crepúsculo de una era. Caballero, micrófono en mano y con éxtasis de telepredicador evangélico, grita en gallego-spanglish, antes de apretar el botón que encenderá las luces: «¡Nine! ¡Eight! ¡Seven! ¡Seis! ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Ún! ¡Cero! ¡Arrancóu a Navidad do planeta! ¡Viva la Navidad! ¡Viva Vigo! ¡Esta es la luz! ¡Esta es la luz de la Navidad! ¡Esta es nuestra forma de entender la Navidad, en la alegría, en la cercanía y con el confeti que ya nos inundó a todas y a todos!».
A la vista del vídeo, pienso en una cosa muy de la era: la cutrez deliberada. Gabriela de Lima, experta en la ultraderecha brasileña, nos habló de ello en las jornadas Nuevas derechas, viejas tempestades, que tuve el placer de coordinar en Madrid: Bolsonaro compartiendo, en sus redes, fotos mal hechas adrede, torpemente encuadradas, con detalles de desaliño como una bandera mal colgada o descompostura vestimentaria; añagazas nada espontáneas, sino minuciosamente pensadas, para que este millonario, miembro de la élite brasilera, proyecte una imagen de hombre común. Pero también es cutrez deliberada el inglés macarrónicamente valdepeñero de Caballero, un hombre con doctorado en Cambridge que sabe hablar inglés perfectamente, o su adopción viralizante de maneras estrafalarias. Sucede con personas concretas y también con proyectos: podcasts, televisiones, etcétera, con muchísimo dinero detrás pero que pergeñan un aspecto de amateurismo y escasez de recursos que refuerce el mensaje de «somos cuatro valientes pelagatos contando la Verdad que nadie cuenta». Como me dicen en Twitter, misma lógica que la ropa de mendigos que sacan ahora los grandes diseñadores, o el impostar ser de barrio humilde cuando se es un rapero de clase media, con clases de música pagadas por papá. Fingirse pueblo para seguir siendo élite. El majismo del siglo XXI.
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De vuelta de Santander, en el coche, pongo la radio. Todas las emisoras están ya volcadas a la retransmisión del Mundial de Fútbol. Me hace gracia la mixtura de exaltación de periodista deportivo y crítica obligada que exhiben en la SER. Algo así como: «¡Comieeeenza la mayor fiesta del fútbol, el espectáculo supremo del deporte rey! ¡Este año es muy controvertido! ¡Más de ochocientos futbolistas persiguen el mismo sueño! ¡Nosotros tenemos uno: la segunda estrella! ¡Vamos, España! ¡Os lo contaremos todo! ¡También las sombras!».
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Entrevistan en La Razón al insufrible García-Page, que, siempre presto a disparar contra su propio partido, brama que «el peaje por los votos de ERC en Madrid es muy caro para España y para el PSOE». También que «algunos subestiman a Feijóo: se equivocan, tiene una gran trayectoria de gestión». No es el primer halago al líder del PP que se le escucha al presidente castellano-manchego. Parafraseando una canción de Mocedades, la ropa de Emiliano García-Page huele a leña de otro hogar.
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Cuenta Jaime Caro que ayer había un taller de lectura de infancias trans en Denton (Texas), que grupos de extrema derecha y la milicia fascista Proud Boys se propusieron reventar. No lo consiguieron porque se lo impidió un grupo de activistas LGTBI que se presentaron armados a su vez, dispuestos a defender el taller. Y en fin. Benditos sean esos grupos de autodefensa, pero Virgen santísima, cómo se está poniendo la cosa yanqui.
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Comenta en una entrevista Pablo Chiapella, el Amador Rivas de La que se avecina, que hay chiquillos que quieren ser como Amador, y yo les digo: no lo has entendido». Yo creo que lo entienden perfectamente, pero es que, en cuanto un autor echa a volar una obra, unos personajes, estos dejan de ser suyos. Pasan a pertenecer a sus lectores o espectadores, que pueden decidir relacionarse con la obra de maneras no previstas por el escritor. Por otro lado, está lo que se dice en esta reflexión que leo más tarde en una cuenta anónima de Twitter:
«Creo que sinceramente minusvaloramos mucho la importancia de dejar claras de formas muy explícitas las conductas nocivas no solo en la base de que algo es irónico sino en que los personajes reciban su propio castigo dentro de la ficción. Hay una corriente por la que se culpa mucho al público (en general con razón), pero se escurre el bulto sobre creadores que pasan muy por encima de las implicaciones que genera su discurso, bien por desatención o incluso por hacer guiños cómplices a ciertos sectores de audiencia. Hay obras que, sobre el papel, utilizan a personajes con fines claramente paródicos, pero que los presentan en un contexto muy favorable hacia ellos: los hacen simpáticos, les dan un toque muy identificable. No es que los entendamos, es que buscan la complicidad. Y ahí es delicado. Dejar en el aire cierta simpatía o complicidad sobre este tipo de conductas sin aplicar consecuencias o usar una moraleja clara es, en casos donde lo que se trata son temas que atañen a males de la sociedad muy comunes y actuales aún (racismo, homofobia) es muy irresponsable».
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Leo por ahí que «lo del boicot a Qatar huele mucho a racismo e islamofobia. Cierto es que no respeta los derechos humanos, pero ¿se respetan en Occidente?». Respondo: esta pretensión de que Occidente sea la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro, aunque sea para mal, no deja de ser muy eurocentrista. No deja de proclamarse que Occidente es un lugar especial. Y no. Otros parajes pueden ser tan indisculpablemente sórdidos o más que este, que al menos desarrolló una conciencia autocrítica sobre sí mismo.
Lunes, 21/11/2022. Leo en Climática los mismos gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento del planeta están desbarajustando y dejando inservible la principal herramienta de la que disponemos para ponerle edad a las cosas: el carbono-14. El fin de la historia.
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Qué personaje trágico, el de Alexander Dubcek. Me resulta muy conmovedor leer este pasaje de La tumba de Lenin:
«El regreso de Dubcek era en sí un hecho bastante asombroso —Dubcek era la personificación de la Primavera de Praga de 1968—, pero más asombroso aún resultaba el hecho de que el hombre pareciera anticuado. Las multitudes rugieron cuando apareció en el balcón, pero, al oírlo, el entusiasmo se apagó rápidamente. El suyo era todavía el viejo sueño del “socialismo con rostro humano”. Las decenas de miles de estudiantes que dirigieron la revolución de 1989, que irrumpieron en las fábricas y sacaron a los obreros para que se les unieran en las plazas de la ciudad, veían en él a un abuelo bienintencionado, pero levemente fuera de lugar. Dubcek sonaba como si se hubiese quedado detenido en el tiempo desde el momento en que fuera arrestado por las autoridades soviéticas en 1968. Su lenguaje era aún rígido y sus cadencias, metronómicas. Como los artículos de Len Karpinsky, el discurso de Dubcek no podía escapar al hábito del eufemismo, a la pomposidad y al cliché tan propio del Partido Comunista. Ese día, cuando terminó su discurso en la plaza Wenceslao, el aplauso fue tan solo un gesto de cortesía».
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La desaparición no desapareciente de Twitter como metáfora nihilista-existencialista de la vida. Ante el absurdo de un Universo despoblado de dioses buscamos introducciones, nudos y grandes desenlaces, un sentido al horror vertiginoso del caos, pero el show siempre continúa.
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Esa mosca que, posada cerca de ti, permanece quieta y no advierte que vas extendiendo muy lentamente el brazo, que con lentitud agarras el matamoscas que tienes a mano, que lo vas acercando… y que de pronto, en un ademán brusco, la aplasta. ¿Somos esa mosca?
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Luis Enrique, el seleccionador nacional de fútbol —una de las dos grandes celebridades que han salido de mi barrio, siendo la otra Beatriz Rico—, célebre por sus encontronazos y su mala relación con la prensa deportiva, regenta su propio streaming durante el Mundial de Fútbol que acaba de comenzar. Proclama que quiere mantener una relación directa con los aficionados, que podrán preguntarle lo que quieran. Yo pienso en las palpitaciones protestantes del Zeitgeist: del auge del evangelismo al gusto por la «democracia directa» de los referendos y las primarias, el repudio de las castas intermediarias; el anhelo de una relación simplificada y directa con la divinidad, con los líderes. Un repudio comprensible, pero peligroso de una manera que el caso de Luis Enrique ilustra bien. Los periodistas deportivos son una casta ciertamente muy repudiable. Pero Luis Enrique escogerá ahora, como streamer, qué preguntas quiere responder y cuáles no, cosa que no puede hacer en una rueda de prensa, donde siempre puede caerle alguna pregunta incómoda o comprometida. Los intermediarios, por poco ejemplares que sean, son un contrapoder. Y necesitan contrapoderes ellos mismos, claro. Pero no es deseable un mundo sin ellos. En política, los pioneros de esto fueron Berlusconi y la primera Lega.
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Seguidores de Bolsonaro se concentran en Brasil para pedir a los extraterrestres que acaben con el gobierno de Lula. Para establecer la comunicación, los ultraderechistas se colocan el teléfono móvil en la cabeza y hacen señales lumínicas. Decía el otro día Xan López que tal vez la forma partido del siglo XXI sea la secta. Parece que, como dicen en Extremadura, no va mal canteao.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
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