Noticias de ningún lugar

El arte de callar. Embestidas feroces de un reaccionario ocasional contra la grillera de Twitter en particular y las redes (anti)sociales en general

Una diatriba ludita (en el más noble sentido de la palabra 'diatriba' y de la palabra 'ludita') de Michel Suárez.

Noticias de ningún lugar · Michel Suárez


I

Callar ya no es un arte


«Se arriesga menos callando que hablando», sentenciaba en 1771 Joseph Antoine Toussaint Dinouart, abate feminista, que de todo hay en la viña del Señor, y autor de una magnífica obra titulada El arte de callar, principalmente en materia de religión. ¿Es esta máxima cierta en nuestros días? Nadie lo diría. «Nunca se sabrá hablar bien, si antes no se ha aprendido a callar». El principio, a pesar de evidente, se ha vuelto incomprensible. No es necesaria una gran fantasía para sospechar qué pensaría Dinouart de la verborrea que caracteriza a estos furiosos y digitales tiempos.

En su ensayo, el peculiar cura proponía «hacer en el mundo una reforma general de los escritores», comenzando «por una búsqueda puntual y severa, poco más o menos como la que se emplea cuando se trata de exterminar de un país a los envenenadores o de desterrar a esos hombres que trabajan para falsificar la moneda de un Estado. ¡Cuántos autores culpables no encontraríamos!». Ahora, deleitaos, mejor aún, relameos, ennumerando los beneficios que obtendríamos si aplicásemos hoy mismo este remedio. ¿Censor, decís? Qué va: no escondo, en todo caso, que adoraría ser testigo de algún bienaventurado acontecimiento que hiciera enmudecer voluntariamente a más de uno, como le sucedió a Robespierre, obligado a empaquetar un desconcertante ensayo sobre El arte de escupir y de sonarse por imperativos de agenda revolucionaria.

«Sería muy necesario el silencio a un gran número de autores, sea porque escriben mal o porque escriben demasiado», recalcaba Dinouart. Sí, ya sé que esto os sonará a purga, pero no nos pongamos dramáticos —me adelanto a vuestros prejuicios aclarando que soy partidario de la libertad de expresión sin restricciones— e imaginemos que el silencio es auto impuesto. ¿No se os empañan los ojos al pensar en la nutrida caterva de charlatanes de la que nos libraríamos, incluído, naturalmente, un servidor?

Sin embargo, lo que más temía nuestro abate era que cada ciudadano escribiera y se volviese autor, un temor hecho realidad en la sociedad de las redes, porque ahora, gracias a Twitter, todos somos escritores.


II

La grillera antisocial


Twitter es un teatro de la palabra donde nunca se baja el telón en el que se suceden farsas y comedias ininterrumpidamente. «Todas las miserias del espíritu, todas las ridiculeces, todas las manías de la inteligencia, todos los vicios del corazón» (Baudelaire) tienen cabida en esta jaula de grillos. En ella se escribe para arremeter, para chocar, para desahogarse, para divertir o indignar; pero, sobre todo, se escribe por escribir. Poco importa que se aborden puerilidades o trascendencias: Twitter es una batidora que emulsiona lo grave y lo ligero, una escuela de prodigalidad que apila el recochineo, el chascarrillo y la fruslería sobre el comentario juicioso y el análisis virtuoso. En este colosal batiburrillo, el folletín, la habladuría y el agravio se entretejen tan apabullantemente con la erudición de baratillo que el lector «queda aturdido antes de quedar impresionado» (Max Beerbohm).

¿Cuánto vale este inagotable encadenamiento de cavilaciones y agudezas, procacidades y tópicos, esta mezcla de furores y naderías deslizadas a toda velocidad? Lo que vosotros queráis, aunque me gustaría recordaros que un mundo habitado por espíritus contínuamente atentos al cricrí de la pantalla no puede ser sino desconcertante. «No calles nada, di todo lo que pienses, sea lo que sea, valga lo que valga», es el santo y seña de la grillera. ¿Todavía queda alguien que se lo piense dos veces? ¿Existe aún «ese pequeño grupo de hombres que hablan después de haber pensado» (Diderot)?

Un individuo se topa con una estadística sobre el consumo de helados de cucurucho, capta al vuelo una conversación en su casa de apuestas favorita, es testigo de un abuso en la fila de la charcutería: «Debo compartirlo con el mundo», se juramenta, y echa mano del teléfono. Ese individuo es un comunicador, un moderno. También es un majadero incapaz de entender que cierto desvínculo con la realidad es imprescindible para poder interpretarla.

«Me cuesta mucho comprender el funcionamiento del mundo; todo se ha vuelto opaco, confuso, impenetrable», se oye decir con frecuencia a ciudadanos de buena voluntad que tratan de orientarse en esta civilización insomne. Pero, ¿cómo podría hacerse una idea de la realidad alguien cuya sesera absorbe diariamente toneladas de pareceres, chismorreos, esputos ideológicos y vídeos de perros? Así que el progreso era esto… ¡Dios santo, qué panorama! ¿Se puede vivir así? Al parecer, no sólo se puede, sino que es deseable.


III

El tuitero como sujeto político en la sociedad de las grilleras electrónicas


Las redes sociales han puesto el mundo al alcance de cualquier hijo de vecino. Pero ¿quién es, más concretamente, ese hombre que emerge del anonimato para proyectarse en el universo digital? Es el tuitero, una criatura desbordada, incansable, permanentemente de guardia y al tran tran de una realidad arrolladora. ¿Su gran mérito? Ir con el gancho puesto de un mundo que cambia a ritmo de tuit. El tuitero crea y es creado por una cultura que dialoga con nadie y con todos. Turulato, abismado, representa una modalidad de internauta que arde en deseos de expresar su opinión sobre lo divino y lo humano. Alguien afloja un comentario, el que sea; al rato, una multitud expresa su indignación o aplaude al unísono. Vaya, vaya…, así que esto era la sociedad del conocimiento.

Pero, por encima de todo, Twitter es la arena política de nuestro tiempo. Ring accesible a púgiles de todas las ideologías, credos y devociones, es el reino del dogma, el ultraje, la interjección y la frase subida de tono. En este vertedero de comentarios donde se escenifica una barbarie sonrojante, se protesta por todo lo alto y se da rienda suelta a opiniones desaforadas, análisis sesudos o críticas cogidas por los pelos. Unos, valiéndose de la gracieta o la soberbia, les cantan las cuarenta a sus oponentes ideológicos. «Tiran de hemeroteca» con el propósito de «refrescarles la memoria» y «cerrar bocas», es decir, acuden a un buscador para propinar «zascas» (¿no os entra una risa floja con toda esta jerigonza?). Vigías de la actualidad política, tan vaporosa ella, se baten el cobre por los suyos mientras ponen unas cuantas banderillas en el lomo del adversario ideológico. Sus comentarios socarrones, sus pullas malintencionadas, hacen las delicias de sus cofrades, mientras combinan mordacidad y rigor estadístico con una soltura que pasma.

Otros, tan bravucones como los anteriores, atacan por el lado de la incorrección política; como no tienen pelos en la lengua, se lo dejan claro a los partisanos de la corrección política y deshacen los bulos que ceban arteramente. No hay mayor satisfacción que liquidar retóricamente a los oponentes ideológicos, de los que se está muy pendiente, a golpe de ingenio o con datos irrefutables.

En la civilización de la máquina, la cultura y la política han encogido hasta caber en un tuit, algo natural si llevamos en cuenta que han sido forjadas en el yunque de la industria publicitaria. En apenas un cuarto de siglo, el debate político, ya de por sí en los huesos, se ha visto reducido a atraer la atención sobre uno, echar más leña al fuego digital y poner a parir a los propagandistas rivales. Se pasa de una polémica a otra, de una trifulca a otra, limitando la discusión política a horas de consumo electrónico. Como era previsible, no parece que la multiplicación de comentaristas online nos haya hecho más reflexivos y moderados; por el contrario, ha disparado el encarnizamiento, el aturullamiento y el fanatismo. La simplifcación de los mensajes y los bucles doctrinarios han reforzado la manía de ver complots por todas partes. También ha incrementado el odio y convertido en celebridad a un sinfín de cretinos, canallas, demagogos y oportunistas, un hecho, creo yo, bastante innovador. A vosotros, todo esto, ¿no os parece un gran progreso?

En cualquier caso, si algo tenemos que agradecerles a las redes sociales es haber puesto de moda la sinceridad. En esta época de transparencia total, el tuitero es su propio palacio de cristal; no se guarda nada y lo casca todo en un santiamén. Verbalizar sandeces se ha convertido en admirable prueba de franqueza. Ciertamente, esto no es exclusivo de las redes, sino un maravilloso rasgo de la vida moderna. «Al menos es sincero y no tiene pelos en la lengua», afirman los partisanos de la sinceridad. ¡Sinceridad, oh, sinceridad…! «Querido, esta mañana me he tropezado en el portal con el señor Epaminondas, el vecino del tercero, y me ha dicho que te considera un tarugo. ¡Qué hombre! ¡A mi dame gente así, que va de frente, que dice lo que piensa!». Para nuestra gran felicidad, hacer de la incontinencia virtud ha dejado de ser un vicio.

Existir, dicen, es comunicar. Y autopromocionarse. Porque, además de grillera política y reino de la sinceridad, Twitter es un gran escaparate, un gigantesco tablón de anuncios ideal para tímidos o ególatras, temperamentos dominantes o espíritus retraídos. Raro es el caso en que esta desgraciada manía de largar como descosidos no encubre la voluntad de sumar seguidores para elevarse al cielo de los influencers, tuiteros de rango superior que, tras hacerse un hueco en la grillera, chirrían ante un respetable cada vez más amplio.

¿El éxito es vulgar? No siempre. ¿La celebridad devora el lado íntimo? Sí. A mí, no hace falta que os lo diga, esa gloria narcisista de la celebridad tuitera me parece espeluznante. Y aprovechando que el estoicismo está tan de moda como la sinceridad, recordemos una de sus máximas: solo «la celebridad que se consigue después de la muerte es un bien». El problema es que nuestra civilización, que patrocina la celebridad en detrimento de la intimidad, también oculta la muerte. ¿No veis por todas partes motivos para el optimismo?


IV

De algunos hombres de letras que ejercen la función crítica con un rigor y una severidad tan encomiables que da gusto


Menos mal, diréis, que aún podemos contar con los intelectuales, esas criaturas mitológicas que nos ponen sobre aviso, que dan el grito de alarma, claman al cielo…. ¡Ah, cuánto os debemos, celadores implacables que denunciáis la deshumanización creciente, la artificialización de las relaciones, y todo a costa de vuestra popularidad, qué digo popularidad, de vuestro pan! ¡Qué deuda impagable hemos contraído con vosotros, colosos del espíritu que os batís contra el condicionamiento tecnológico, que clamáis contra una existencia tan absurda que ya no sabemos trabajar, divertirnos, viajar, cocinar, comunicarnos o ligar sin agachar la nuca! ¡Qué inmensamente reconocidos os estamos por combatir esta vida de invernadero, por llamarnos a ejercer hasta sus últimas consecuencias la facultad del juicio crítico!

Oh, amigos, sois unos bromistas incorregibles… Pero dejémonos de ironías: en el fondo, sabéis tan bien como yo que la crítica es un animal desconocido para nuestros intelectuales: «Basta de mezquindades, acompañad la marcha triunfal del mundo», conclaman, mientras se pellizcan porque aún no se creen el maravilloso rumbo que ha cobrado la civilización de la máquina gracias a la digitalización. Tecnología 5G, inteligencia artificial, ChatGPT, trazabilidad, sistemas de reconocimiento facial, Internet de las cosas, impresoras 3D, etcétera. Criticar estos prodigios no se les pasa por la cabeza más que a los luditas, a los que quejicas, a los temerosos de la novedad, a los pájaros de mal agüero que quieren llevarnos de vuelta a las cavernas. Toda innovación es siempre para mejor, en virtud, obviamente, del uso que se le dé, que hay gente muy torcida. La tecnología, no tengo que recordároslo, es neutra y el hombre un necio empeñado en sabotearse a sí mismo utilizándola de forma incorrecta.

Todos ellos están encantados con las grilleras sociales. ¿Cómo? ¿No estáis tan seguros? ¿Pedís pruebas? Veamos. Comencemos por Fernando Savater. En un artículo de opinión publicado en El País, el señor Savater nos informa de que el «precursor de los tuits» fue Félix Fénéon, «uno de los personajes más increíbles de fines del XIX y comienzos del XX». Además de «increíble», apunta Savater, Fénéon también fue anarquista, y mientras escribía en revistas libertarias y «descubría» a genios como Rimbaud, Alfred Jarry, Apollinaire, Seraut, Gauguin o Matisse, fue acusado de preparar un atentado con bomba que causó un herido. Capturado por la policía, el precursor del tuit se defendió con gran salero en el juicio e «hizo reir tanto a la sala» que no tuvieron más remedio que absolverle. Como veis, para Savater, en virtud de su dominio de la elocuencia, algunos bombistas son más simpáticos que otros. Pero no se le atribuye a Féneon la paternidad del tuit por su habilidad en el manejo de explosivos, sino por «Noticias en tres líneas», una sección del periódico Le Matin publicada en 1906. «No más de 140 caracteres, o sea, ¡los primeros tuits! Con una gracia lacónica muy difícil en francés, lengua que tiende al alejandrino…»; «Qué envidia, tan breve…», rubrica el exfilósofo y excrítico Fernando Savater. Moraleja: el tuit, admirable cápsula intelectual, ya estaba inventado, ¡por un anarquista!, pero hubo que esperar a que el milagro digital lo pusiera al alcance de todos. ¿Os dais cuenta ahora de lo afortunados que somos, de que vivimos la apoteosis del progreso, de que todo tendía, inevitablemente y desde siempre, a esta realidad nuestra?

Continuemos con los críticos como Dios manda, en esta ocasión un académico de verbo imperial. En «Sobre piojos y garrapatas», el señor Arturo Pérez-Reverte, titular del sillón T, así, con mayúscula, de la Real Academia de la Lengua, arremete contra esa «sanguijuela mediática, habitualmente oportunista y mediocre» que «no cifra su medro en expresar las propias opiniones respaldadas por su precaria autoridad, que a menudo son inexistentes, sino en opinar sobre lo que previamente han opinado otros».

Claro que os preguntaréis quién es esta «sanguijuela», este «parásito». Pues alguien que carece de «la formación, la cultura o el talento del parasitado», y que «aplica sus propias limitaciones, sus carencias de comprensión lectora, sus complejos, envidias y mediocridades, y a veces también un sectarismo analfabeto (¿hay un sectarismo ilustrado?), al texto ajeno, en burda manipulación del original. Así se beneficia de que, en las redes sociales, un nombre de prestigio puesto en titulares, en buscadores de Internet, es tuiteado y alcanza una difusión amplia; con lo que, gracias al nombre y texto ajenos, el parásito consigue lo que jamás habría alcanzado por su propio nombre y mérito». De todo esto resulta que «la inteligencia y el prestigio ajenos se han convertido en abrevadero habitual de oportunistas mediocres, de opinadores analfabetos, de políticos demagogos y demás ratas de cloaca mediática».

¡Caray con la cloaca mediática! El problema, os lo tengo dicho, no son las redes, sino su uso torticero por oportunistas mediocres, opinadores analfabetos, políticos demagogos y demás ratas que las han convertido en una cloaca. Obviamente, ya habréis reparado en que cuando Pérez-Reverte, narciso monumental y contestatario de pega, habla de «nombre de prestigio» se refiere a sí mismo. Los piojos son los otros, y el único problema aquí, ya lo veis, es «ser tuiteado». En su inaguantable cruzada contra «este mundo de mierda», el señor Reverte no se limita a escribir memeces mientras sostiene el retrato de algún conquistador español, sino que se enfrenta a garrapatas de izquierda y de derecha con idéntica gallardía. Nadie se le sube a las barbas a este camorrista tuitero, a este condotiero regañón y desagradable buscapleitos que, por alguna razón que se me escapa, se cree un maestro de la injuria.

Además del señor Reverte, ¿hay más críticos que puedan servirnos de puerto seguro en el maremágnum de las redes sociales sin ser oportunistas mediocres, opinadores analfabetos o ratas de cloaca? Por supuesto. Pensemos, por ejemplo, en Andrés Trapiello, quien asegura que Twitter es un «trino», o sea, un gorjeo; pero, como puntualiza, «un trino no significa nada, la melodía la forman muchos trinos». «Un trino», «una melodía» hecha de trinos… ¡Pronto, amigos, un laúd!

Podría haber citado un montón de nombres, y lo sabéis, así que no me tiréis de la lengua. ¿Qué? ¿Pedís más? Desde luego, hay que ver cómo sois… Detengámonos, así, al azar, en el último libro de artículos y crónicas del señor Javier Cercas, titulado, muy pertinentemente, «No callar», admirable encabezamiento que trasparenta el concepto exorbitante que el autor posee de sí mismo. Basta con echar un vistazo al prólogo para comprobar que, como buen exadolescente «con ínfulas libertarias» reconvertido en «socialista democrático» (¿?) desde que tiene «uso de razón», el señor Cercas es la prueba viviente de que con la edad llega el buen juicio y los excesos juveniles desaguan en cháchara inofensiva.

En una entrevista promocional, el autor avisa contra posibles malentendidos y deja claro que no es, ni pretende ser, faltaría más, un hombre peligroso: «Soy prosistema», asegura. Fin de la crítica. ¡Magnífico! ¡Un crítico cuya crítica desfallece a las primeras de cambio! ¿Qué os parece? Al menos no engaña a nadie, objetaréis. ¿O tal vez sí?

Después de veinte años ejerciendo el periodismo y un libro de crónicas de tropecientas páginas, Cercas, «votante de izquierdas», solo aspira a ser un «un buen escritor».  ¿Y en qué consiste para nuestro cronista ser un buen escritor? En ser «un rompepelotas», «una mosca cojonera», «un aguafiestas», «un individuo que se dedica a decir lo que la gente no quiere escuchar». Correcto. Pero aquí, lamento constatarlo, empieza el lío. ¿Se puede ser al mismo tiempo «un individuo que se dedica a decir lo que la gente no quiere escuchar» y «prosistema»? Yo diría que no, aunque, claro, puedo estar equivocado. Escuchemos a este espíritu escindido: «Como ciudadano soy prosistema, porque el sistema se llama democracia, pero como escritor soy un incendiario que intenta poner en cuestión nuestro mundo». ¿Prosistema e incendiario? Con la tea reseca, en todo caso.

Señalaréis, con razón, que confundir oligarquía corporativa con democracia y afirmar que «sin partidos no es posible la democracia» es tan falso como tranquilizador; pero dejemos esto a un lado y centrémonos en eso que la «gente no quiere escuchar». ¿Os imagináis enormidades sobre la orientación y fines de la ciencia y la tecnología? ¿Sobre el papel crucial desempeñado por el Estado y el lobby militar en el origen de su idealizado Estado del bienestar? ¿Sobre las tramas clientelares, caciquiles y mafiosas que algunos insisten en denominar «libre mercado»? ¿Sobre la impostergable necesidad de acabar con la publicidad, el turismo, el trabajo asalariado, las armas y las guerras? ¿Sobre la obligación moral de liquidar el régimen de propiedad? ¿Sobre el darwinismo social? Pues siento decepcionaros, porque el señor Cercas prefiere hablar de cosas igualmente decisivas, aunque menos espinosas, por ejemplo, el espacio que deberían ocupar los «ricos» y los «inteligentes». Y como criticar sin proponer es de tahúres, ahí va su alternativa: hacer de España una «Noruega con sol y tapas».

Pues ya veis: esto es lo que hay con vuestros críticos de cabecera. Bueno, no exactamente, porque, en realidad, el señor Cercas no critica (¡niño, no critiques, que es de mala educación!): se limita a asentir, ponderar o matizar, sin pasarse nunca de la raya. Y si es preciso rajar, raja de los extremistas, de los «críticos matones», como moteja a los observadores radicales, simbolizados por Alfonso Berardinelli: «La crítica es indispensable, el crítico nunca puede ahorrarse tomar partido y a veces debe ser duro. Berardinelli afirma que también debe ser iconoclasta; estoy de acuerdo. Pero una cosa es ser un crítico iconoclasta y otra ser un crítico matón», asevera Cercas, iconoclasta «prosistema», quien, por cierto, recibió una réplica de Berardinelli, demasiado tibia, a mi juicio, para sus merecimientos.

«Permitimos a los escritores de comedias que insulten y se burlen de los ciudadanos que ellos notan que observan un comportamiento inmoral e indigno de la ciudad», escribió Luciano. Desde luego, debemos, no sólo permitirlo, sino fomentarlo, pero también ponerlos a caldo cuando colocan su pluma al servicio de la demagogia. Porque, en esencia, ¿cuál es la función del crítico según el señor Cercas? Formular todas las objeciones que este mundo, el mejor de los posibles, se merece, sin caer en el tremendismo de los «críticos matones», ya sabéis, esos radicales enemigos del sol, las tapas y los noruegos.

Hubo un tiempo en que incluso intelectuales tan contenidos como Erich Fromm reivindicaban la figura del «crítico matón». La «duda radical», escribe Fromm, es la «disposición y capacidad para cuestionar críticamente todas las asunciones e instituciones que se han convertido en ídolos, en nombre del sentido común, la lógica y lo que se supone que es natural. Ese cuestionamiento radical solo es posible si uno no da por sentados los conceptos de su propia sociedad o de todo un proceso histórico». ¿Lo ve usted, señor Cercas? No dar por sentado, no adaptarse, no condescender ni tragar.

Nuestra época, se lamentaba Castoriadis, ha destruido hasta la práctica aniquilación la función crítica. «Lo que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial: lo que está totalmente justificado si se considera la naturaleza de la producción que se trata de vender». En consecuencia, si lo que el señor Cercas trata de vender como crítica es un desfile de textos inofensivos, colaboracionistas y fácilmente solubles en la resignación, ¿no hubiera sido mejor titular su libro Hablar por no callar o Morderse la lengua?

Amigos, ¿de verdad son estos vuestros mentores intelectuales? ¿Es esta languidez de un capitalismo más humano, estos absurdos del socialismo democrático, todo lo vuestra voracidad cuestionadora del mundo tiene para llevarse a la boca? ¿Hacéis caso a estos a estos apuntaladores de mitos huecos y desorientadores (socialdemocracia, progreso, Estado de Derecho, Estado de Bienestar), a estas sombras del poder que rivalizan en ineptitud, en docilidad? ¿Los leéis sin estupor y hasta con provecho?

«Son autores, diréis: han escrito un libro. Decid más bien que han estropeado papel, además de haber perdido su tiempo creyendo que escribían un libro» (Dinouart). ¿Y quiénes son hoy estos críticos? Todos aquellos que, como los citados, parten de la premisa hegeliana de que lo existente es lo único aceptable, incluso deseable, aunque, claro, mejorable. ¡¡Error!! La verdadera crítica, la crítica matona, más que decir, contradice; desciende a las calderas del sistema y siembra la duda permanente, cuestiona sin cesar nuestros actos y nuestras creencias, tapeo socialdemócrata incluído. Sortea todas las trampas, empezando por las del lenguaje, y le grita al poder: «vuestros dioses (democracia, consumo, desarrollo sostenible) son falsos». La función de la crítica es bajarle los humos al progreso. Y esa crítica no admite más premisa que la incredulidad.


V

Las inquietantes musas digitales


Criticar Twitter es como criticar un nogal, un rayo de sol o un amanecer, algo loco, absurdo, inconcebible. Es probable que a muchos de vosotros, al leer estas líneas, os invada una justa cólera: «Acusador feroz: lima los colmillos de esa diatriba, estás equivocado; nunca hemos vivido mejor». ¿Lo creéis de veras? ¿«Mejor» comparado con cualquier época anterior y en todos los sentidos? ¿Y en base a qué criterios lo afirmáis: morales, estéticos, éticos, tecnológicos? Vivimos en el más deseable de los mundos, aseguráis. ¿Y no habría yo de admitirlo si me mostráseis pruebas sólidas e incontestables? ¿Dónde están esas pruebas? ¿En los logros de la ciencia médica? ¿En el aumento de la esperanza media de vida? ¿Y a que vida os referís, a la existencia artificialmente prolongada hasta el límite del desenlace indigno? ¿A la vida de los ancianos que no superaron el «triaje» de las autoridades madrileñas durante la pandemia? ¿O acaso os apoyáis en la contención de enfermedades mortales y la reducción de la morbilidad infantil, logros compartidos por la medicina con los avances de la higiene y la salubridad urbana, y relativizados por la sucesión de pandemias de origen zoonótico, la multiplicación de cánceres o el repunte de dolencias decimonónicas (tuberculosis, gota)? ¿Afirmáis, tal vez, que ha habido un ensanchamiento de la libertad individual? ¿Qué libertad es esa, la libertad de elegir, y ni siquiera eso, a quienes decidirán por vosotros? ¿La libertad de vender vuestros conocimientos y saberes, sistemáticamente sujetos a reciclajes, en condiciones impuestas por otros? ¿O la libertad que el IMSERSO pondrá a vuestro alcance en la cada vez más inalcanzable edad de la jubilación tras una vida de trabajo dependiente, anodino y estúpido? Enumeradme detalladamente los avances que la tecnología capitalista, ¡el sistema!, ha puesto al servicio de la humanidad y os mostraré su reverso, su lado oscuro, sus vastas zonas de incertidumbre y su contribución a la opresión.

Pero, ahora que caigo… ¡Claro! Con razón barruntaba algo raro en vuestro silencio: ¡también vosotros, ay, sois grandes aficionados al tuiteo! Y obviamente no os reconocéis en mis exageraciones sin gracia, en mis ridículos retratos del hombre digital y os irritarán mis oscurantistas presagios sobre un porvenir de tinieblas electrónicas. ¿Pensáis, entonces, que las redes sociales son un bien absoluto en la historia de la humanidad? «¡Sin la menor duda, criticón! ¿Y quién sino un resentido puede dudar de que comunicar sin parar es un avance sin parangón?». De acuerdo; ahora, salid de la hipnosis electrónica, dejad que vuestros ojos vuelvan a sus órbitas y pensad en cómo las pantallas os han robado vuestro tiempo; en cómo han multiplicado el número de «amigos» virtuales mientras la soledad ganaba terreno en vuestros corazones; en cómo, en medio de la multitud, os han vuelto huraños y solipsistas; en cómo os tragáis todos los señuelos (trending topics) a costa de procurar en vuestro interior; en cómo os han convertido en unas cotorras y os han arrebatado el placer de estar solos. Pensad también en cómo han esclavizado vuestra voluntad, en la angustia que os provoca la perspectiva de estar un tiempo fuera de la grillera. ¿De cuánto tiempo de lectura, de paseos, de aprendizaje, de sensualidad, de holgazanería os ha privado esta funesta manía de teclear sin parar? ¿Sabréis ser sinceros con vosotros mismos? Dejaré para otro día el tema sin importancia de la crisis ecológica; ¿o creíais que nos iba a salir gratis el «mundo inmaterial», del mismo modo que os tragasteis que íbamos a ser mejores tras la pandemia?

Pese a las enternecedoras fábulas sobre los beneficios de la comunicación electrónica, los genios de la síntesis como Marcial o Fénéon brillan por su ausencia, mientras proliferan los individuos expuestos a un flujo de información que entra y sale de sus molleras sin dejar huella. Se mire por donde se mire, en esta civilización digital en la que todos hablan al mismo tiempo y nadie escucha, no hay más que parloteo, dogmatismo, cerebros aturdidos y mentes pasadas por agua.

Por su estructura, finalidad y aplicación la tecnología no es, no fue ni será jamás neutral; tampoco la tecnología digital. Su potencia intrusiva, su parpadeo incesante, su ausencia de matices, de sensaciones físicas, ya está pasando factura a una humanidad reconvertida a marchas forzadas en fantasmagórica. «La silueta de un árbol, el reflejo de un cristal, un mueble, una fruta, el brillo de una mirada, habitados por la presencia, por el sueño y el peso del pasado se revelarán más preciosos que El Dorado», vaticinaba con una clarividencia desconcertante Jean Clair hace cuarenta años, cuando este mundo evanescente y centelleante era apenas imaginable. La atención, el silencio y el saber estar solos, claves para la adquisición de un juicio sólido, no juegan ningún papel en este guirigay electrónico. ¿O acaso imaginábais, en vuestra ingenuidad, que a base de hilos desentrañaríamos el gran ovillo del conocimiento, que arañaríamos algo más que un pespunte de sabiduría postiza?

Una vida digitalizada dispone a la melancolía, al silenciamiento sensual del mundo. Aquellas musas que «susurraban al oído de los hombres palabras de sosiego y dulzura» se han vuelto «ángeles de la angustia, anunciadores de un desagarro o un exilio» (Clair), un exilio de nosotros mismos. A fuerza de hablar sin freno hemos enmudecido el mundo. Las pantallas, grandes silenciadoras, han interrumpido la conexión con el mundo sensible y con los demás. ¿Os acordáis del otium studiosum? No, qué os vais a acordar. ¿Cómo podríais, si desde que vivís con la mirada hundida y la cara iluminada ya no leéis, y mucho menos contempláis? ¿Ruido y pensamiento son excluyentes? Desconectaos un momento y decídmelo vosotros.

Como os conozco bien, sé que no resistiréis la tentación de pararme los pies: «No se ponga usted grave, ni nos venga con saberes elitistas; nosotros queremos comunicar, entretenernos, informarnos, comprar, hacer amigos». Oh, desde luego…, queréis entreteneros, divertiros, comunicaros, consumir, entretener el hastío, pasar el rato, saber qué se cuece en el mundo. ¿La vida os aburre y procuráis por doquier estímulos nerviosos, una existencia sin tiempos muertos como pregonaban los situacionistas? Pues nada, manos al teclado; pero ya me diréis qué clase de ancianos seréis, de qué hablaréis con vuestros nietos, qué tipo de experiencia les vais a transmitir. ¿Aspiráis a ser Dersu Uzala, viejos venerables, maestros de jóvenes? No me hagáis reir…

«¿Ah, sí? Y díganos, ¿qué clase de anciano será usted? Un cascarrabias amargado e insoportable. Pero, vamos a ver, ¿de verdad desaprueba estas golosinas tecnológicas? ¿En serio nos dice que renunciemos a estas maravillas? ¿Se ha vuelto loco o es pura insolencia? Muéstrenos, criticón implacable, sabihondo impertinente, la solución; denos el remedio».

Ah, ya entiendo; acostumbrados a que os mangoneen la vida desde arriba pedís una voz autorizada, un solucionador, pero os equivocaís de dispensario. Os lo digo muy en serio, tuiteros: no tengo necesidad de mendigar las atenciones de un público permanentemente conectado. Pero, en fin, bien pensado, y ya que insistís…. Imaginad que os levantáis un buen día y vuestra peor pesadilla se ha vuelto realidad: Twitter… ha desaparecido. ¡Entereza, amigos, courage! En primer lugar, antes de entregaros a la desesperación, recordad que hubo una humanidad que no se dedicaba a presionar botones como un zombi. Después, sobrepuestos del mazazo, pensad que la vida es algo que florece cuando no estáis conectados a Internet y regresad al mundo físico, donde seréis muy bienvenidos por los últimos seres de carne y hueso (no tardéis mucho, por si acaso). Ellos aliviarán vuestra pesadumbre con sabios y delicados consejos; os dirán, por ejemplo: organizad un pícnic sobre un bonito mantel de cuadro vichy en un frondoso parque, y si los primeros frescores del otoño ya se han hecho sentir, envolveos en colores tierra para armonizar con los impetuosos contrastes de la naturaleza; surcad un canal guiados por la experta mano de un apuesto gondolero o sentaos en la terraza de un café a ver pasar la vida enfundados en el sedoso abrigo de cachemir que heredasteis del abuelo. Deleitaos con el majestuoso dominio del color del maestro Pissarro y hacedle caso a Diderot cuando nos recuerda lo «buena que es para la salud, de vez en cuando, una orgía de buen vino», o de sol y sombra, añado yo, si no os alcanza el parné. Y cuando la resaca os lo permita, leed a Panait Istrati o a Albert Cossery; perseverad en esas notas de la «Sonata de St. Geneviève» de Marin Marais que se os resisten; estudiad los diferentes tipos de tartanes escoceses; visitad la floristería de la esquina antes de acudir a casa de unos amigos que han pasado la tarde cocinando para vosotros; sed amables, coged la pluma y dejad notas encantadoras bajo el felpudo de vuestros vecinos; si vuestra letra es un espanto, compraos unos cuadernos de Rubio y adentraos en el delicado arte de la caligrafía; sacad a vuestra tía abuela de la residencia e invitadla a comer un milhojas en una agradable pastelería lejos del infierno automovilístico; y si tenéis un jardín, plantad, con la ayuda de un palote, un hermoso alcornoque. Seguid el consejo de Canetti: «Piensa mucho. Lee mucho. Escribe mucho. Expresa tu parecer, sobre todo, pero callando». Llevad, si acaso, un diario por el que vuestros descendientes, y sólo ellos, sabrán algún día de vuestras opiniones, vuestras inclinaciones, vuestros gustos y secretos más inconfesables. O, casi mejor, ¿qué tal si no hacéis nada? Si tenéis algo ahorrado, pasad una semana, o dos, en la cama como el gran Oblómov, o entregaos en cuerpo y alma al barroquismo doméstico, como Des Esseintes. Pero, por favor, amigos, apartaos de las pantallas; deshaceos de vuestra fe digital y tornaos escépticos; sucumbid al tedio sin culpa o engañadlo con imaginación; no seais infatigables, haced un alto en el camino y escuchad a vuestro corazón. Por lo que más queráis, dejad de montar guardia frente a las redes (anti)sociales, no hagáis más bulla, no os auto promocionéis en los escaparates virtuales, no comuniquéis ni interactuéis más, no alimentéis más flujos, no retuiteéis, del precioso verbo retuitear, ni compartáis vuestra última genialidad.

«Pero, oiga, ya está bien; ¿y usted? ¿No le da vergüenza recetarnos silencio mientras nos echa un sermón de aquí te espero digno de un obispo, y en un medio electrónico, para mayor escarnio?». ¿Qué queréis? Como no tuitear, del también precioso verbo tuitear, y carezco del talento sintético de Fénéon, he aprovechado este espacio para exceder los no sé cuántos caracteres permitidos. Es muy posible que penséis que la cordura me ha abandonado y esté exclusivamente de vuestro lado. Considerad, pues, qué enorme es mi falta de credibilidad, aunque no de sinceridad, pues reconozco, y siempre lo he hecho, que no estoy a la altura de mi tiempo. Y ahora, si aún seguís ahí, no perdáis tiempo y corred a ponerme verde en vuesta cuenta de Twitter, que bien merecido lo tengo. Despejad el patíbulo digital, ataviaos de verdugos y colgad de mi encapuchado cuello un cartel donde se lea: «Él mismo se lo buscó, por ludita». Pero sabed que antes de presionar el botón con el que me arrojaréis al estercolero de los comentarios, en el último estertor, sacaré fuerzas para susurraos, orgulloso: «¡Respetad mi analógica lucidez! ¡Larga vida a Ned Ludd!».

«Si hay mucho arte en hablar, no lo hay menor en callarse», escribió La Rochefoucauld, precursor de Dinouart. Llegados a este punto, cierro el pico y paro por aquí. No se hable más.


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Michel Suárez (Pola de Siero [Asturias], 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en sus ensayos El fondo de la virtud y De re vestiaria.

1 comment on “El arte de callar. Embestidas feroces de un reaccionario ocasional contra la grillera de Twitter en particular y las redes (anti)sociales en general

  1. Agustín Villalba

    Enhorabuena por el artículo, que se atreve a escribir CONTRA hechos y autores sin pelos en la lengua, cosa muy rara en España.

    Erratas:

    “Fernando Savater. […] Fernando Sabater”

    “os magoneen la vida”—-os mangoneen

    “Como no tuitear, del también precioso verbo tuitear”— Como no tuiteo…

    “áun”– aún

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