Entrevistas

Entrevista a Pablo Américo

En el primer aniversario de la victoria del peronista Alberto Fernández en las elecciones presidenciales argentinas, Jónatham F. Moriche conversa con el politólogo, periodista y escritor bonaerense Pablo Américo sobre la historia, el presente y el futuro del país, del peronismo y de sus antagonistas.

Pablo Américo: «El peronismo aporta un potencial herético y plebeyo al movimiento obrero mundial»

/ una entrevista de Jónatham F. Moriche /

Hace hoy un año, el peronista Alberto Fernández se alzó con una holgada victoria en primera vuelta en las últimas elecciones presidenciales argentinas, convirtiéndose en el noveno presidente del país desde la restauración de la democracia en 1983. Para entender mejor este nuevo tiempo político argentino, marcado por el retorno del peronismo al gobierno tras el paréntesis neoliberal de Mauricio Macri, e inevitablemente atravesado, como en el resto del planeta, por la emergencia de la pandemia y sus múltiples impactos sanitarios, económicos, sociales, culturales y políticos, conversamos con el politólogo bonaerense Pablo Américo, periodista, escritor e investigador académico especializado de la historia y el presente del peronismo y también una de las voces más lúcidas e incisivas de la bullente tuiteresfera política argentina.

Empecemos cuatro años antes de la victoria de Alberto Fernández, en 2015, en un escenario radicalmente distinto y opuesto: la derrota del candidato peronista Daniel Scioli y la llegada al poder de Mauricio Macri, al frente de la coalición neoliberal-conservadora Cambiemos. En términos políticos, pero también culturales y morales, ¿quién es Mauricio Macri, a qué sectores sociales logró aunar en su mayoría electoral de 2015, por medio de qué ideas, valores y símbolos? ¿Fue Cambiemos simplemente el beneficiario accidental del cansancio y los errores del peronismo, tras los doce años de gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, o hubo en su victoria elementos de genuina iniciativa y virtuosismo estratégico y comunicativo?

Mauricio Macri logró, en principio, ganarse el paquete de piso histórico del 30% de voto antiperonista, que lo acompañó en 2015, 2017 y 2019, pero que antes de eso no estaba fijado a él. Ese grupo está tradicionalmente identificado con miembros de las clases medias y sectores de la clase alta, pero es factible que, dado que es la expresión de una identidad cultural y política, el antiperonismo, tenga miembros de toda la pirámide económica. Es importante recordar que Macri ganó por balotaje [en segunda vuelta], por apenas unos puntos, contra un frente que llevaba tres períodos en el gobierno y que se había fracturado en los años anteriores. Es posible que, de no haber existido esa fractura, por las características de la primera vuelta en Argentina ―que requiere tener más de 45% de los votos o más del 40% con una distancia de diez puntos con el segundo―, la coalición kirchnerista hubiera podido ganar.

El desgaste de lo que ahora podemos llamar primer kirchnerismo tiene un comienzo que tradicionalmente se sitúa en los conflictos con el campo de 2008. A partir de ahí, empieza a generarse de modo más claro un nosotros en el antikirchnerismo, que en parte reaviva o da un nuevo formato a la identidad antiperonista clásica. Algo curioso del antikirchnerismo es que permite ingresar a peronistas dentro de un espacio marcadamente antiperonista: Mauricio Macri llevó como candidato a vicepresidente a un senador peronista, Miguel Ángel Pichetto, hace tiempo enfrentado con los Kirchner, identificado como parte del ala neoconservadora del peronismo, quien ahora sostiene que el kirchnerismo sería algún tipo de comunismo castrochavista opuesto al peronismo republicano. Los puntos extra por los que Macri ganó su balotaje pueden venir de cualquier lado: de gente descontenta con el cepo cambiario [restricción a la compra de divisa extranjera], con la inflación, con las denuncias de corrupción, con el escándalo por la muerte del fiscal Alberto Nisman, con preocupaciones en torno a la delincuencia y la inseguridad e incluso de votantes que estaban fatigados por tantos años seguidos de gobierno kirchnerista. El pluralismo y la alternancia deberían ser algo esperable dentro de un sistema democrático liberal, y siempre estuvo abierta la alternancia en el período kirchnerista. No debería ser un evento con épica, en un sistema que se comporta como si fuese bipartidista. Y sobre todo, la alternancia no debería generar crisis económicas y políticas cada vez que ocurre. La palabra central es debería.

Retomando la pregunta, creo que hubo una genuina iniciativa de Mauricio Macri y su espacio que le permitió ganar una interna informal dentro del antiperonismo y ser la cabeza de un frente multipartidario, una coalición que luego en el Gobierno, y quizás este haya sido uno de sus grandes errores, se comportó más bien como si fuese únicamente una gestión macrista y no cambiemita. Sobre quién es Mauricio Macri: un empresario, marcado como un hombre corrupto y hedonista durante los noventa, profundamente conservador en sus ideas, que logró, gracias a una combinación de suerte, exceso de recursos y decisiones inteligentes, borrar buena parte de su imagen pasada, seducir a muchos de sus enemigos y convertirse en la cara del antiperonismo. Y ahí esta la pregunta crucial, creo yo: ¿por qué el antiperonismo en democracia ha transitado desde Raúl Alfonsín [primer presidente tras la restauración de la democracia, de 1983 a 1989], de simpatías socialdemócratas, hasta Mauricio Macri, quien recomienda leer a Ayn Rand cada vez que puede?

Mauricio Macri (derecha) es recibido en Chile por el presidente conservador de aquel país, Sebastián Piñera, en 2018

«Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede» fue la ya histórica sentencia con la que Alberto Fernández, cuando su nombre ni siquiera se barajaba como posible candidato presidencial, abanderó los esfuerzos por reunir electoralmente el campo peronista frente al macrismo. Pero antes de entrar en la siempre fascinante interna orgánica peronista, ¿cómo se construye, previamente a esta entente de Cristina y Alberto, el cuerpo social y simbólico de la oposición al macrismo, en las protestas contra los recortes sociales o por los derechos civiles, en el potente movimiento feminista y por el derecho al aborto, en el ecologismo y las luchas comunitarias barriales o indígenas, en los medios de comunicación y la cultura alternativa, y en qué medida esa respuesta social dispone y prefigura el programa político y el cuerpo electoral con que luego el peronismo retorna al gobierno?

Hay distintos frentes y temo ser un poco porteñocéntrico, aunque da la sensación de que la política argentina de estos últimos años ha estado excesivamente marcada por un agenda setting porteño. Hablamos siempre de las protestas, siendo la protesta contra la reforma jubilatoria del 2017 la más conocida, junto al movimiento feminista, como los fenómenos sociales característicos del período, así como los conflictos patagónicos que terminaron en la represión de protestas mapuches y en el asesinato de Rafael Nahuel por parte de la Prefectura Naval. Pero quiero señalar otros dos elementos, de naturaleza más contradictoria, que creo jugaron un rol en la constitución de lo que hoy es el albertismo. Por un lado, lo que genéricamente llamamos movimientos sociales, que entablaron una relación de amor-odio con la ministra de Desarrollo Social de Macri, Carolina Stanley, en parte garantizando cierta paz social que perdura hasta el día de hoy, en un contexto completamente recesivo para toda la población, pero de especial impacto para los sectores más pobres. Destacan el Movimiento Evita de Emilio Pérsico y, por supuesto, Juan Grabois y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular. Este último conformó el Frente Patria Grande, que aunque no ganó las elecciones en ciudad de Buenos Aires tiene una fuerte impronta en el área más cultural del gobierno, así como en su línea feminista: es el frente de donde salieron Ofelia Fernández como legisladora porteña y la ministra de Género, Elizabeth Gómez Alcorta. Creo que esa tensión entre Grabois, católico y cercano al papa Francisco, y el feminismo progresista, muy asociado a las universidades y colegios nacionales, conformó una pata de las identidades, sobre todo la identidad joven y el voto de clase media progresista, que hoy está dentro del Frente de Todos.

El segundo elemento es el massismo [por Sergio Massa, actual presidente de la Cámara de Diputados] y el peronismo federal, que terminó con una parte adentro de Cambiemos, como el ya mencionado Pichetto, con algunos personajes que de momento se disolvieron, como Diego Bossio o Florencio Randazzo, y con mucha gente adentro del Frente de Todos, como el mismo Alberto Fernández. Creo que desde ese espacio llegó una construcción, que afectó a intelectuales, estudiantes y clases medias, que planteaba que Cambiemos no era racional en su administración del capitalismo argentino. Incluso algo de eso se puede ver en el discurso de Alberto Fernández y de su ministro de Economía, Martín Guzmán: el capitalismo argentino exitoso es peronista, no de los economistas neoclásicos de las finanzas. La victoria en 2019 la aseguró el massismo, nos guste o no nos guste, si no fuese por ellos es muy factible que se hubiese tenido que ir a segunda vuelta.

A esos dos actores se suman los ya mencionados y además la tradicional militancia de base kirchnerista, que desde el día cero se movilizó con el objetivo de ganar las siguientes elecciones contra Macri, en un proceso que creo estuvo bastante más marcado por la autocrítica de lo que se suele reconocer: en 2016, una parte del kirchnerismo se había tornado abiertamente crítico de la gestión kirchnerista y desde entonces tendió a buscar una postura más centrista, algo que no está ocurriendo ahora con el macrismo. Sobre los movimientos feministas, que marcaron el período a ambos lados de la división política, pero que particularmente repercutieron sobre el peronismo, que siempre parece más dispuesto a abrazar nuevas demandas populares, me parece que es interesante, para pensar las elecciones de 2019, cómo los feminismos en estos años funcionaron como droga de inicio para jóvenes de clase media que quizás pasaron de ser muy antikirchneristas a integrar espacios progresistas que podríamos denominar no peronistas. La misma Ofelia Fernández, o algunas expresiones que se ven dentro de medios de comunicación hoy oficialistas, vienen de espacios de izquierda no peronistas, y aglutinan a muchas mujeres, pero también hombres, que cambiaron mucho sus perspectivas políticas a lo largo del macrismo. No quiero decir que los feminismos creen votantes de izquierda o peronistas, pero sí es interesante cómo, en especial en chicas y chicos de clase media, tal vez de entornos conservadores o gorilas [antiperonistas], lo que empieza como un «huy, las mujeres están en una situación de desigualdad estructural» en muchos casos evoluciona, a veces rápido y a veces más lento, hacia una mirada más abarcadora de esas desigualdades. De todos modos, es apenas un recorte de los efectos que ha generado esta nueva explosión de los feminismos argentinos, que creo tienen expresiones muy particulares y muy fértiles para la articulación política y la transformación de la realidad.

Ahora sí, Alberto y Cristina, Cristina y Alberto, y entre ellos, a su izquierda y su derecha, todo ese amplísimo abanico ideológico reunido bajo el estandarte del Frente de Todos, de Sergio Massa a Axel Kicillof, de Máximo Kirchner a Ofelia Fernández y de Sergio Berni a Juan Grabois, un arco de sensibilidades que en otros países daría para nutrir media docena de partidos del centro-derecha a la extrema izquierda encarnizadamente enfrentados entre sí. ¿Cómo se construye esta gran alianza, en lo orgánico y también en lo cultural y simbólico? ¿En qué medida existe continuidad respecto a las premisas ideológicas y la base social que sostuvieron los gobiernos de Néstor y Cristina, y en general respecto a la tradicional capacidad de agregación transversal del peronismo, y en qué medida ofrece rasgos históricamente novedosos? ¿Cómo se expresaron una y otra cosa en la campaña electoral que condujo a su victoria y en la composición del gabinete y los grandes lineamientos políticos del gobierno Fernández, hasta la llegada de la pandemia?

Argentina es un país grande, parece una obviedad, pero a veces olvidamos eso cuando intentamos comparar nuestro sistema electoral con pequeños países europeos, de población mucho más homogénea. El clivaje es peronismo y antiperonismo, del mismo modo que en Estados Unidos uno se encuentra con demócratas contra republicanos, solo que en el caso argentino se da a través de un espacio informal: no hay dos grandes partidos, sino dos grandes movimientos, y lamentablemente uno de esos dos movimientos se articula esencialmente como negación del otro. Las transformaciones ideológicas y las coaliciones del peronismo son, en verdad, no muy diferentes a las que han operado partidos laboristas y socialdemócratas de Europa u Oceanía, pero también tienen muchos paralelos con los partidos demócrata y republicano de Estados Unidos. ¿Cuánta distancia hay entre Alexandria Ocasio-Cortez y el expresidente Bill Clinton o grupos como los Democrats For Life o la Blue Dog Coalition? Así como antes critiqué la falta de voluntad coalicional en la coalición cambiemita, creo que el gobierno actual ha logrado dar cierta sensación de coalición en su gabinete y secretarías, que puede ser o no ser correspondiente con su funcionamiento real, creando internas y discusiones abiertas entre miembros del gabinete, que en medio de una crisis económica han sido leídas más como las expresiones de un gobierno sin rumbo, o que requiere terminas una interna, que como un funcionamiento coalicional sano.

El gobierno actual ofrece novedades históricas, pero no tantas. La voluntad coalicional del peronismo ya se ha visto tanto en el 2003, como en 1973, como en el primer peronismo de 1946, que llegó al poder tras unas elecciones a las que se presentó a través de un Partido Laborista conformado por sindicalistas y exsocialistas, una escisión nacionalista del Partido Radical y algunos elementos menores del conservadurismo en áreas rurales. Algunos han señalado que la novedad es un peronismo sin dinero, pero olvidan que tanto Carlos Menem en 1989 como Eduardo Duhalde en 2002 asumieron el poder en medio de fuertes crisis económicas, y que Néstor Kirchner recibió en 2003 un país en una situación muchísimo más precaria que la que tuvo, por ejemplo, Mauricio Macri en 2015. Otros han señalado la novedad de cierta reivindicación alfonsinista en el discurso de Fernández: parecen olvidar que esta reivindicación es una operación profundamente kirchnerista; fueron los Kirchner quienes buscaron rescatar a Raúl Alfonsín, que era condenado por muchos de sus correligionarios tanto por la crisis económica durante su gobierno como por su actuación posterior durante los gobiernos de Carlos Menem [1989-1999] y Fernando de la Rúa [1999-2001]. Se ha señalado la cuestión de género como una novedad, pero se olvida que el primer gobierno peronista llegó al poder con Perón habiendo sido promotor de un proyecto fallido de voto femenino durante el gobierno militar, que Menem, siendo neoconservador, aprobó una ley de cupos de género que en ese entonces era la más extensa del mundo, y que el segundo gobierno de Cristina Kirchner tuvo un fuerte componente profeminista, e incluso aprobó una de las leyes de identidad de género más de vanguardia en el globo, aunque siempre chocó contra un límite político y moral: el aborto.

Quizás la novedad, de momento, radique en un gobierno peronista que llegó al poder de manera formal, sin adelanto de elecciones por la crisis económica como Menem, ni tampoco como Duhalde, en medio de una crisis económica y política profunda, tras diez años de estancamiento económico, y que además ahora enfrenta una crisis mundial cuyo final aún no se logra vislumbrar. Esta llegada al poder «formal» se une con un recuerdo, y una idealización, de los años originales del kirchnerismo, con cierta memoria del peronismo histórico, con la formación coalicional explicita, y con una promesa: la salida a la crisis no va a ser un peronismo menemista, sino un peronismo reformista. Promesa que al momento se ha mostrado persistente en el discurso, pero poco clara en las acciones de gobierno, cada vez más difusas en el contexto de una serie de conflictos que se agravan semana tras semana.

Manifestación en la Avenida de Mayo de Buenos Aires, pasando cerca al Edificio de Obras Públicas, al cumplirse diez años de la asunción de Néstor Kirchner

Al igual que le sucedió al gobierno del PSOE y Unidas Podemos en España, el gobierno del Frente de Todos tuvo apenas unas semanas para desplegar su agenda de reformas antes de la llegada de la pandemia, provocando, además del drama sanitario, un alud de repercusiones sociales, económicas, culturales y políticas. Más allá de la fría contabilidad de vidas perdidas, poblaciones confinadas o empleos destruidos, ¿qué rasgos destacarías como más significativos del impacto de la pandemia y de las medidas gubernamentales para su contención en la sociedad argentina, en grandes términos sanitarios y económicos, pero también más íntimamente, en el plano emocional y afectivo, en la cultura política y en los hábitos cívicos? ¿Qué presuposiciones ha desmentido y qué tendencias soterradas ha hecho aflorar, respecto a las autopercepciones previamente dominantes en la sociedad, la cultura, los medios y las instituciones argentinas? ¿Qué Argentina, en síntesis, está reflejando el espejo trágico de la pandemia?

No soy médico y me da un poco de miedo meterme en estos temas. Creo que hubo una sensación de victoria en la primera etapa y que hoy se esta perdiendo fuerte en todos los frentes contra la pandemia dentro del país. Una combinación de crisis económica, de exceso de confianza en la cuarentena, de errores en la política de testeos, de falta de cooperación entre el gobierno nacional y los gobiernos provinciales y una oposición que, desde el momento cero, dio señales de anticuarentenismo han sido los ingredientes de una situación que, por momentos, parece perfilarse catastrófica y puede costarle las elecciones legislativas de octubre de 2021 a un gobierno que necesita desesperadamente tener una mayoría clara en el Congreso.

En verdad, creo que solo se va a poder evaluar el impacto y el manejo de la pandemia, con algo lejanamente parecido a la objetividasd, dentro de un par de años, cuando sepamos realmente cuánta gente murió, cómo reaccionaron otros países, cómo se dieron las distintas oleadas, qué paso con los sistemas sanitarios, cuál fue el impacto y el rebote económico que se produjo, etcétera. La medida positiva que nos deja esto es la ampliación de la atención sanitaria, venida a menos durante el macrismo, aunque en un estado relativamente bueno para la región. Pero estamos en un contexto de crecimiento marcado de los casos y las muertes desde hace semanas, cuando antes se estaba en un estado relativamente tranquilo dentro de la región, con una positividad en los testeos alarmante y sospechosa. El Gobierno no parece estar respondiendo a eso, y en el mejor de los casos responde con una mezcla de negación y derrotismo, y creo que eso está alentando esa sensación de somos el peor país del mundo que le gusta a mucha gente en Argentina. Nos gusta la exclusividad, incluso nos gusta la exclusividad de señalar que somos exclusivos cuando no lo somos.

Dejando de lado la pérdida de vidas y el daño económico, y poniéndonos un poco cínicos, el principal problema es que las elecciones legislativas de medio mandato son en menos de un año. Ahí se va a poner en juego una batalla por la narrativa sobre la pandemia que creo se va a reducir a: ¿realmente la oposición podía administrar la pandemia y la crisis económica mejor que el Gobierno? Si el Gobierno de Alberto Fernández no logra ganar esa batalla discursiva, y no logra ganar las elecciones legislativas, casi que podemos darlo por terminado, mirando experiencias históricas anteriores. Si no hay un repunte fuerte de la economía o un descenso abrupto de los casos, o un aumento descomunal de casos y muertes en otros países, vamos a un panorama muy complicado en ese sentido. Hay un elemento optimista: muy poco a poco, pareciera que la región está virando hacía algún tipo de etapa posprogresista que reaccione contra el fracaso de los gobiernos de derecha que proliferaron en los últimos años. Eso puede darle un aire a Fernández y su coalición. Pero resta saber si el mundo hacia el que creemos estar yendo se parece más al de Lula y Kirchner o al de Menem y Cardoso.

Argentina experimenta, además, en este escenario pandémico, la emergencia de una constelación de derechas radicales, directamente emparentadas con la gran oleada reaccionaria global que desde 2016 ha llevado al poder a Trump, Bolsonaro o Johnson y ha convertido a Vox en la tercera fuerza política española, y que, a la vez, como en cada uno de esos casos, se arraigan en las respectivas historias y culturas políticas conservadoras y reaccionarias nacionales. Siquiera de un modo muy genérico y aproximado, te pido una suerte de mapa de los principales sujetos colectivos, orientaciones y personalidades de este campo en Argentina, y una prospectiva de su posible desarrollo: ¿se partirá en dos el espacio de la derecha argentina, como ha sucedido en España con Vox y el Partido Popular, o el espacio de Cambiemos será enteramente devorado por las nuevas derechas, como ha sucedido con el Partido Republicano norteamericano o el Partido Conservador británico?

Una hipótesis personal mía es que Cambiemos siempre tuvo hacia su interior un Tea Party y un obamismo. En el 2012 y 2013, el ala obamista llevaba ventaja, a pesar de que Mauricio Macri siempre ha representado, sin esconderlo mucho, una voluntad propia del Tea Party, aunque adornada con apelaciones muy whitewashed a Mandela, mezcladas con libros de autoayuda del estilo conviértete en empresario o, como ya dijimos, Ayn Rand, cuya obra es en su mayor parte literatura de autoayuda. El kirchnerismo no tuvo una buena relación con Obama. El Partido Demócrata estadounidense y el peronismo tienen muchas similitudes superficiales, son electoralistas, originalmente nacieron teniendo como oposición a demócratas republicanos, sufrieron cambios fuertes en su orientación ideológica mayoritaria, son difíciles de clasificar dentro del arco izquierda/derecha. A partir del triunfo de Donald Trump, combinado con la simpatía por el gobierno de Michel Temer en Brasil, de credenciales democráticas dudosas, el ala más derechosa del gobierno de Macri, que en lo político y cultural era más tímida, comenzó a mostrarse con otra soltura. Pero también siguió existiendo un ala progresista. Y además, en esos temas siempre hay contradicciones: Pichetto o Patricia Bullrich [ex-militante peronista, ministra de Trabajo y de Seguridad Social durante la presidencia de Fernando de la Rúa y de Seguridad durante la de Mauricio Macri], señalados como la derecha de Cambiemos, son pro aborto legal, por dar un ejemplo.

Asimismo, el peronismo tiene un voto conservador y un ala política conservadora. Parte de ese ala se perdió en estos últimos diez años: Pichetto, Jorge Yoma, o incluso gente que ahora está con Juan José Gómez Centurión, un veterano de la guerra de Malvinas, alto cargo durante parte de la presidencia de Macri, posiblemente el candidato argentino con proyección nacional que más se parece a un fascista clásico, con ideas nacionalistas, elementos de culto a la violencia y esas cosas [Gómez Centurión fue el único político argentino de relevancia que se reunió con el voxista Javier Ortega-Smith durante su visita al país en agosto de 2019]. Sacó pocos votos en las elecciones presidenciales, pero fueron significativos, en especial porque, movilizando un discurso y una base electoral que mezcla elementos antiperonistas con algunas reivindicaciones y votos provenientes de un peronismo conservador y católico, casi franquista, más simbólico que histórico, derrotó a José Luis Espert, el otro candidato de ultraderecha, que tenía mucha más presencia en los medios de comunicación. Por otro lado, se le dio poca trascendencia, pero el tercer candidato en las elecciones, Roberto Lavagna, un exministro de Economía de Néstor Kirchner, era uno de los que tenía visiones más conservadoras en lo cultural, junto con su candidato a vicepresidente, Marcos Urtubey, a pesar de que su espacio, por ser centrista, cosechó elogios de varios intelectuales en algún momento considerados de izquierda.

Sobre la posibilidad de una derecha envalentonada, hay que poner una primera condición: en Argentina, mientras no ocurra un verdadero cataclismo político, no hay derecha e izquierda, sino peronismo de derecha y peronismo de izquierda, antiperonismo de derecha y antiperonismo de izquierda, y distintas posibles combinaciones entre todos ellos. Estos últimos diez años parecen haber creado un escenario donde la mayor parte del peronismo está en lo que, en términos europeos, podríamos llamar centro izquierda, y la mayor parte del antiperonismo está en el centro derecha. Pero eso puede cambiar, y con la crisis económica y la pandemia, yo creo que la derecha, la derecha real, que hoy no gobierna, va a un escenario de fragmentación. La coalición gobernante puede llegar a perder votos por la derecha, pero hay un problema gigante: es muy difícil separar hoy cualquier propuesta peronista de la figura de Cristina Kirchner, y la figura de Cristina Kirchner está asociada al centro izquierda, o a la izquierda latinoamericanista. En ese sentido, yo considero que sería probable que continúe cierta derechización de espacios del antiperonismo, gente como Espert, Gómez Centurión, Javier Milei [economista ultraliberal, habitual y polémico invitado en las tertulias políticas de los medios conservadores argentinos], pero también, como hemos visto, el propio Mauricio Macri, que es anticuarentena y tendencialmente bolsonarista, o incluso gente de la Coalición Cívica, el partido de Elisa Carrió, que a finales de los noventa era considerada progresista, o militantes del Partido Radical del interior del país, que se han mostrado dispuestos en sus fundaciones y oenegés a organizar charlas con intelectuales de ultraderecha, de esos que dicen que el mundo lo controla George Soros. A priori, como están hoy las cosas, yo diría que el antiperonismo y las derechas van hacia un escenario de fragmentación en el corto plazo, y la pregunta es si esta ruta se va a mantener de cara a las elecciones del 2021 y si, en caso de fragmentarse el año entrante, van a lograr luego unirse de algún modo en 2023 para las elecciones presidenciales. Pero 2023 está muy lejos. 

Portada de la cuenta de Twitter del ultraderechista Juan José Gómez Centurión

También íntimamente relacionada con esta cuestión de las nuevas extremas derechas está la cuestión de la memoria histórica y la memoria pública. ¿Cuál ha sido en Argentina la evolución de las percepciones y discursos a este respecto en estos últimos años y meses, en lo tocante a la dictadura militar 1976-1983 y sus bien conocidas atrocidades, pero también más hacia atrás, sobre el entero proceso de construcción territorial, cultural y social del país desde la independencia? ¿En qué medida se da hoy en Argentina, como ocurre en lugares tan dispares como Estados Unidos, España, Rusia o India, esa suerte de batalla general por la memoria y los imaginarios nacionales que parece estar convirtiéndose en un rasgo distintivo del presente a escala planetaria, y cómo se está expresando en la vida política y también en la cotidianidad cultural, mediática o educativa?

De momento, hay cierta sensación de espiral de silencio: se puede discutir el numero de muertos, de asesinados y desaparecidos, pero es muy difícil negar que el terrorismo de Estado ocurrió, e incluso es difícil justificar enfáticamente el terrorismo de Estado. Más bien se recurre al «se cometieron crímenes espantosos, pero…». Esto no era tan así en los noventa, o a principios de los dos mil. El macrismo perdió funcionarios por eso: Darío Lopérfido, Carlos Manfroni e incluso, en cierta medida, Gómez Centurión. El caso de Manfroni, que siguió trabajando con Patricia Bullrich como asesor, es particularmente simpático: tras su designación en el ministerio de Seguridad en el 2015, fue denunciado por el músico Charly García por sus publicaciones durante la dictadura, en las que acusaba al rock de ser anticristiano y homosexual y criticaba «la hedionda Revolución Francesa» por fabricar «la libertad y la democracia».

A pesar de que Macri cuestionaba el número de los 30.000 asesinados durante el genocidio ―que es, vale decirlo, un número simbólico, como el de los muertos de cualquier genocidio―, hubo pocos gestos de avance real contra la idea de que hubo una política de secuestros, asesinatos y torturas sistemática durante la dictadura militar. Pero ¿por qué uno elegiría cuestionar los números de un genocidio, habiendo tantas cosas para cuestionar en ese mundo? En ese sentido, ahora sí se está produciendo un desplazamiento. Incluso, podríamos hipotetizar, el fracaso del gobierno «moderado» de Mauricio Macri ha abierto la puerta para decir desde la derecha: «el problema es que no fueron lo suficientemente duros». Tenemos a Gómez Centurión, que ya como funcionario de Macri reivindicaba la «guerra contra la subversión» y negaba el terrorismo de Estado. Espert no llega a ese nivel, pero se rodea de personajes que sí lo hacen, como Javier Milei, quien a su vez hace actos con Agustín Laje y Nicolás Márquez, unos seudointelectuales de ultraderecha que reivindican sin ningún pudor a Charles Maurras y pululan entre los espacios de Gómez Centurión y los espacios libertarios. Incluso si no fue por su fracaso, todo esto lo habilitó el macrismo, en buena medida con cierta convivencia de espacios del peronismo colaborador con su gobierno. La discusión por el número, como era de esperar, se fue transformando en otra cosa. De todos modos, lo hegemónico sigue siendo condenar el terrorismo de Estado y la dictadura. En general, al antiperonismo promedio le interesa más discutir que el genocidio arrancó durante el último gobierno de Perón [1973-1974], con la Triple A [o Alianza Anticomunista Argentina, grupo parapolicial activo desde 1973, vinculado a la ultraderecha peronista y a tramas neofascistas internacionales como la logia italiana Propaganda Due], o plantear que se debe condenar a las organizaciones guerrilleras [grupos peronistas armados como las Fuerzas Armadas Peronistas o Montoneros, en general de orientación izquierdista, surgidos tras el golpe de Estado contra Perón y su exilio en 1955 y durante la proscripción y represión del peronismo hasta 1973].

Personalmente, creo que para avanzar se debe modificar y ampliar el discurso sobre la memoria que sostenemos desde la centro izquierda o desde el peronismo. Hay que aprovechar la posición hegemónica que tiene el relato sobre el terrorismo de Estado para adaptarlo a diferentes públicos. Siempre va a haber sectores conservadores y derechas, pero se puede buscar que una buena parte de esos sectores elaboren una narrativa común sobre la memoria con nosotros, desde perspectivas diferentes. Hay que reconocer ―reconocer más abiertamente, porque lo cierto es que ya se reconoce― que las organizaciones guerrilleras fueron una experiencia fallida, que siguieron actuando durante el último gobierno de Perón, que había sido electo por el voto y sin proscripciones, a diferencia de los gobiernos anteriores. Creo también que hay que insistir en que Videla no fue ningún estadista exitoso, ni ningún aliado de Occidente, como lo presentan en algunas vertientes de la ultraderecha. E incluso, para seducir al público de derechas, separar a Videla de Pinochet: Videla fue un militar que nos llevó a una crisis económica, que practicaba un nacionalismo cultural mientras endeudaba al país en un ciclo de timba financiera que solo benefició a algunos grupos concentrados, entre ellos a la familia Macri, que expandió el gasto público, que era aliado de la Unión Soviética y de Estados Unidos al mismo tiempo, que contó con el apoyo del partido comunista estaliniano que seguía ordenes soviéticas y que nos puso en una senda que terminó con el país declarándole la guerra a un miembro de la OTAN. No entiendo cómo esa figura puede ser interesante para una ultraderecha que se proclama procapitalista y prooccidental. Creo que hay que buscar formas de unir a la mayoría del país en un repudio sólido a la dictadura, un relato que pueda perdurar y no admita las versiones de gente como Gómez Centurión, Milei o Lopérfido.

Por último, y eso le toca al peronismo, creo que se debe reconocer abiertamente el rol de Perón y de Isabel Perón en la instrumentación de muchos de los planes que prepararon el terreno, o que inauguraron, el terrorismo de Estado, como también hay que reconocer los errores políticos del último Perón, que a principios de los setenta tenía ideas bastante democráticas y había ajustado su discurso hacia ese escenario, para después encontrarse administrando una especie de República de Weimar que nos llevó directo a las garras del autoritarismo más sangriento que ha conocido nuestro país. En ese sentido, hay tres espejos y esfuerzos conjuntos que deberíamos observar: la socialdemocracia, el conservadurismo no nazi y el comunismo en Weimar, el PSOE y el Frente Popular en la Segunda República española y el gobierno de Allende en Chile. ¿Lo curioso? A principios de los años cincuenta, Perón decía que su diferencia con la socialdemocracia era que, dado que esta no reconocía las características reales de un país, cuando llegaba al gobierno fracasaba y generaba gobiernos totalitarios. Perón decía esto en las clases compiladas en Conducción política (Biblioteca del Congreso, 2011) mirando al nazismo y al franquismo, y llamaba a evitar un escenario así. Bueno, hay todo un ciclo desde esa enunciación al Weimar peronista de los años setenta.

Después del giro derechista que puso fin a una época de gobiernos predominantemente progresistas en América Latina, Argentina es el único país de la región que ha regresado al progresismo, en incómoda vecindad con gobiernos conservadores muy radicales como los de Piñera en Chile, Duque en Colombia y Bolsonaro en Brasil, bajo la sombra de la situación crónicamente crítica en Venezuela y ante la persistente incógnita de López Obrador en México, todo ello al sur de los Estados Unidos fascistizados de Trump. Además, están en discusión los importantes vínculos comerciales y diplomáticos latinoamericanos en general y argentinos en particular con China, y en menor media con Rusia e Irán. Las ultraderechas emergentes añaden toda una serie de novedades más o menos fantasmagóricas a estos debates geopolíticos, de las presuntas maquinaciones globalistas a la reivindicación del occidentalismo. ¿Cómo se reflejan hoy todos estos procesos internacionales y regionales en la vida y el discurso públicos en Argentina, cuán influyentes son en la construcción de identidades políticas locales y de los clivajes que las enfrentan?

En principio no son tan influyentes, digamos. En el peronismo se ha disuelto bastante el bolivarianismo y no hay una identificación particular con China, aunque sí se percibe que no hay un discurso crítico sobre China y que hay sectores nostálgicos del chavismo que recientemente protagonizaron escándalos diplomáticos sobre el asunto. En grupos peronistas que están fuera del gobierno, tanto dentro de Cambiemos como en algunas organizaciones muy marginales, como la que acaba de lanzar Guillermo Moreno, un exsecretario de comercio de los Kirchner, hay algunos elementos del discurso trumpista, sobre todo una construcción en torno a un combate contra el globalismo, identificado con el Partido Demócrata norteamericano, la Organización Mundial de la Salud, la agenda feminista y China. También entre sectores pichettistas hay un peronismo que se plantea en guerra contra el socialismo, el comunismo, el castrochavismo y cosas así. En un ámbito también de nicho, pero ya dentro de la coalición del gobierno, hay peronistas o no peronistas que se identifican con algunos elementos de la agenda del PSOE y Podemos en España y de los sectores progresistas del Partido Demócrata norteamericano: esto se ve sobre todo en las simpatías por Alexandria Ocasio-Cortez o Bernie Sanders que expresan figuras como Ofelia Fernández o algunos cuadros técnicos menores, que tienen lazos con el sector progresista de la interna demócrata, o incluso el ministro de Economía, Martín Guzmán, discípulo del economista norteamericano Joseph Stiglitz, que fue funcionario de Clinton y asesor de Jeremy Corbyn.

Cambiemos y el antiperonismo, por su parte, tienen una tradición más larga de mirar lo que se habla en el exterior y tratar de copiarlo. En el 45, frente a Perón, que era más similar a De Gaulle o Lázaro Cárdenas que a Mussolini, los antiperonistas adoptaron un discurso que creían similar al de la resistencia francesa y terminaron creyendo que se enfrentaban al nazismo. Hoy por hoy, frente a Alberto Fernández, que es una opción más que centrista, repiten cierto discurso antichavista pero también traen muchos elementos de la construcción de Donald Trump. Sin ir más lejos, hace días, cuando circuló una noticia falsa que aseguraba que la Organización Mundial de la Salud había declarado que la cuarentena no servía, Macri rápidamente se hizo eco y la reprodujo en una entrevista, mientras Trump hacía lo mismo en su cuenta de Twitter. Pero hay matices: en el caso antiperonista hay mucho más énfasis en lo que ellos llaman la República, que es cada vez más hueco, dado que no tienen ni las propuestas ni la visión republicana. En verdad, ahí nuevamente se reconoce algo más local que internacional: el antiperonismo se considera defensor de una república, pero es una república que aún no existe y que para ser fundada requiere el exterminio del peronismo o, en la actualidad, del kirchnerismo-chavista-narcosocialista. El antiperonismo gusta de leerse como un sector político que está «a tono con el mundo», aunque en verdad siempre están reeditando debates saldados e imaginarios agotados: en 1946 decidieron ser antinazis cuando el nazismo había sido derrotado, en 2020 son antichavistas cuando el bolivarianismo está muerto. En esos imaginarios caducos, producto de una obsesión con ser parte del mundo, late una obsesión que plantea al peronismo como un nacionalismo conservador, al mismo tiempo que moviliza ideas conservadoras propias, en especial la obsesión antiperonista con que «Argentina fue potencia a principios del siglo XX hasta que llegó el peronismo», que es completamente falsa.

Esos imaginarios caducos producen lecturas erróneas que llevan a grandes ciclos de desacuerdo e impiden una conversación política mas racional, mas habermasiana, si se quiere. No es que el peronismo no tenga falencias dentro de este esquema de diálogo político, las tiene por montones, pero ya se les ha dedicado suficiente tinta a las falencias peronistas y no tanta a la anormalidad antiperonista, una identidad política que ha subsistido durante décadas solo sobre la base de negar a un actor político democrático y generalmente mayoritario. Perdón, me puse el casete peronista y perdí el hilo de la respuesta. Retomando, y para cerrar, recuerdo hace poco haber leído a alguien que decía que Macron manejaba mejor la política internacional que la nacional, y sin saber si esa afirmación es cierta, me parece que algo de eso se ve en algunos movimientos de Fernández. Fernández es muy proeuropeo, le interesa poco congraciarse con Estados Unidos, lo cual es algo típico del peronismo y de los movimientos nacional-populares en general. Hay, creo yo, un gran acierto en la política sobre Venezuela, que condena al régimen de Maduro, no reconoce a Juan Guaidó y condena las intenciones intervencionistas de Estados Unidos y el Grupo de Lima. Mucho más claramente, hubo un gran acierto en no reconocer al gobierno golpista boliviano y proteger a Evo Morales y Álvaro García Linera, así como a otros funcionarios exiliados, acierto que, más allá de que fue moralmente correcto, comenzó a mostrar frutos políticos interesantes con la victoria aplastante del Movimiento al Socialismo en las elecciones bolivianas de hace unos días. Puede también que el énfasis progresista en lo cultural que ha mostrado el gobierno de Fernández, con su agenda feminista y LGTB, esté a tono con un posible triunfo de Biden en las inminentes elecciones estadounidenses. Pero hay que ver si algo de esto trae verdaderos éxitos en política interna y externa, o es solamente algo que servirá para decir «el presidente Fernández era un tipo que sabía leer al mundo». Por el momento, el contexto regional nos da dos señales: la victoria de la propuesta constituyente en Chile nos recuerda vivamente el poder que tiene la movilización popular, y la victoria del Movimiento al Socialismo en Bolivia nos recuerda que no podemos dar nada por sentado en el contexto actual.

Solo unos días separaron las elecciones que dieron las presidencias de Argentina a Alberto Fernández y de España a Pedro Sánchez, que junto a un puñado de gobiernos progresistas como los de António Costa en Portugal o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda marchan a contratendencia de la derechización planetaria y su estela de liderazgos autoritarios, supremacistas, masculinistas y negacionistas de Washington a Nueva Delhi y de Brasilia a Varsovia. A la vez, estos gobiernos progresistas exhiben a menudo una preocupante indecisión a la hora de desmarcarse del neoliberalismo en catástrofe, de entre cuyos escombros están emergiendo todos esos espectros neofascistas. Tanto respecto al concreto y práctico desempeño del gobierno Fernández, como desde una más amplia perspectiva sociológica, cultural e incluso moral, ¿cómo encaja, qué particularidades, ventajas y desventajas comparativas exhibe, dentro de ese gran esquema global, el peronismo contemporáneo? O, dicho de otro modo, ¿cómo opera el peronismo en tanto antifascismo en estos tiempos de galopante involución fascista planetaria, y qué puede aportar de específico a una deseable y apremiante, pero aún apenas embrionaria, si no totalmente hipotética, nueva economía moral antifascista global? 

Personalmente, creo que lo que vemos hoy, en el peor de los casos, antes que fascismo, es eso que Enzo Traverso llamó posfascismo. Y, en verdad, creo que recurrimos a decirle fascismo porque no tenemos otra palabra. Entiendo que políticamente, o en la perspectiva de lo militante, sea útil recurrir a llamar fascistas a todos los ultraderechistas, porque por suerte a día de hoy la palabra fascista conserva una connotación muy negativa. Pero las nuevas derechas, la alt-right o el panbolsonarismo latinoamericano tienen elementos muy diferentes respecto al fascismo histórico. Les falta el elemento militarista, las milicias, la pasión por la movilización controlada desde arriba, el jefe carismático pero aristocrático. También falta cierta formulación juvenil, cierto culto por el cuerpo joven, que predominaba entre los fascistas italianos y los nazis. Las nuevas derechas, en cambio, vienen teniendo más éxito entre gente mayor, aunque nos alarme la cantidad de jóvenes de Vox que vemos. Puede que justamente en el caso de Vox, o de algunas milicias de supremacistas blancos, o de la ultraderecha boliviana de Santa Cruz, las formas utilizadas sean en apariencia más cercanas al fascismo clásico. Y es que en verdad sí vemos elementos claramente en común: el racismo implícito o explicito, también la tensión con el catolicismo y con el papa Francisco (recordemos que tanto el fascismo italiano como el nazismo tuvieron una relación muy compleja y conflictiva con la Iglesia) y, de modo cada vez más evidente, el sentimiento antidemocrático. En muchos casos, aunque no todos, aparece un lugar misógino y homoerótico que también recuerda a elementos, en particular, del nazismo, que tenía una base muy fuerte de jóvenes militantes medio incels, muy típicos del imaginario alemán de esa época. Aunque también hay que recordar que el nazismo y el fascismo italiano, y también el franquismo, encontraron formas novedosas de movilizar a las mujeres en el espacio público y privado. Había como cierta cosa espartana que hoy no se ve. Para complejizar más, formulaciones como el Partido Libertario en Argentina, Vox, el ala más derechista de Cambiemos, Bolsonaro, el trumpismo, Le Pen, la Alternativa por Alemania y otros son bastante cosmopolitas en su visión. El nacionalismo que practican es más cultural que económico, no quieren un proteccionismo real, apenas algunos gestos simbólicos al estilo Trump de «estoy trayendo los trabajos de vuelta». El fascismo, aunque nos incomode decirlo, tenía cierta expectativa revolucionaria, además de una voluntad militar expansionista, y había integrado dentro de sus cuadros a muchos socialistas desencantados. No veo eso en las nuevas derechas, que mezclan cierto fascismo cultural, que se ve mucho en productos de la industria cultural como 300, Joker o Tropa de Élite, con una visión económica más propia de formulaciones liberales extremas.

Volviendo a la pregunta, perdón por este preámbulo, el peronismo, supongo que todos lo sabemos, tiene una relación compleja con el fascismo. Mas que antifascista, el peronismo, en muchos momentos de su génesis histórica, fue no fascista. Perón, en su famosa estadía juvenil en Italia, se codeaba con católicos antifascistas, no con mussolinianos, pero tampoco con socialistas antifascistas o alguna otra formulación radical. A su vez, el primer gobierno de Perón tomó muchas medidas en favor de la comunidad judía argentina y en apoyo al naciente estado de Israel, pero tenía en su interior a personas que habían simpatizado con el nazismo o que tenían discursos antisemitas, discursos con los que Perón coqueteó en los años sesenta, cuando la palabra sinarquía, propia del antisemitismo de entonces, apareció en algunas de sus cartas. Aunque, también hay que decir, la mayoría de estos funcionarios cambiaron sus discursos o fueron expulsados para 1947-1948. Cosas que uno, cuando investiga en profundidad, encuentra incluso en países aliados, y que al final eran cosa de figuras marginales dentro del gobierno. Pero esa línea de, podríamos decir, un nacionalismo fascista no peronista que busca un lugar dentro de las filas peronistas, ha persistido hasta el día de hoy. Siguen existiendo peronistas profascistas, o, más bien, fascistas properonistas, que buscan identificar al peronismo con el fascismo, y que ayudan a que el antiperonismo, que también ha tenido y tiene fascistas y antisemitas en sus filas, pueda mantener su identificación del peronismo como pronazi, cosa que decididamente nunca fue. Esto persiste incluso a pesar de que la conducción del peronismo democrático sea claramente antifascista, en especial desde el año 2003, dado que aún podríamos señalar algunos contactos turbios de Menem o de funcionarios del menemismo con ese viejo nacionalismo no peronista y profascista.

Quizás el potencial peronista para lidiar con estas nuevas derechas es el hecho de que el peronismo, en su mejor momento, sabe albergar derechas extremas y acercarlas a posiciones proobreras. Hay una derecha que tiene como enemigo a la élite, al igual que nosotros en la izquierda o en el nacionalismo popular, pero que identifica una élite cultural en vez de económica. El peronismo sabe convertir a esos derechistas en personas funcionales para un gobierno reformista o laborista. Lo cual es un potencial muy interesante, porque necesitamos de esa conversión, de esa moderación, para evitar un escenario de guerra civil. Aunque eso también, por ejemplo en los setenta, fue algo que fracasó. Por otro lado, es interesante cierta voluntad histórica del peronismo, muy típica de la segunda posguerra, de construir un capitalismo que no sea ni un colectivismo soviético ni un liberalismo salvaje atroz, pero que tampoco se fundamente sobre alguna visión fascista de carácter totalitario y racista. El peronismo, en términos generales, siempre ha sido marcadamente antirracista y proinmigración. Más allá de algún problema con el antisemitismo, que creo es lamentablemente extensible a casi todas las formulaciones de centro izquierda occidentales, y más de un incidente triste en torno a la cuestión indígena, que es un punto débil de muchas izquierdas y nacionalismos populares poscoloniales, el peronismo supo expresar, mejor que su oposición, cierta voluntad de integración no solo policlasista, sino también, en algún punto, multicultural. Es más, en la constitución de 1949 se añadieron un articulo antirracista y otro que prohibía las organizaciones armadas paraestatales, ambos eliminados tras el golpe antiperonista de 1955, y ambos muy similares a artículos de la Constitución alemana posterior a la segunda guerra mundial, es decir, artículos de un sentimiento marcadamente antinazi pero también marcadamente anticomunista, al menos pensando en el comunismo soviético y enamorado de la lucha armada de aquel entonces.

En ese sentido, hay una experiencia de lo que algunos han llamado nacionalismo de inclusión que puede ser interesante para generar un discurso capitalista, reformista pero capitalista al fin, que no caiga en las ingenuidades de cierto multiculturalismo progresista que hoy está en aprietos, pero que tampoco nos lleve al nacionalismo cuasifascista, aunque marcadamente liberal, que pregonan los neofranquistas del Vox o Bolsonaro. Hay una frase que se le atribuye a Olympe de Gouges, quien supuestamente había afirmado que ella era una mujer «que solo tenía paradojas para ofrecer». Algo así puede proporcionar el mejor peronismo: paradojas y contradicciones. Todos los movimientos políticos tienen contradicciones y paradojas: sin ir muy lejos, las izquierdas extremas de hoy en día, que abogan por la revolución, pero renuncian a utilizar las armas, son mucho más contradictorias en sus planteamientos que los partidos reformistas y capitalismo friendly. Ese es el potencial herético, plebeyo, insubordinado y mestizo que ha aportado y puede seguir aportando el peronismo al concierto de movimientos obreros mundial. Antes que utopías, tenemos paradojas, y de forma inexplicable, las paradojas pueden ser un mejor motor para construir y transformar el mundo que las utopías, tan tendentes a la parálisis y la discusión inconducente.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

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