/ por Isa Ferrero /
Al lector o lectora le podrá sorprender que, hace no tanto, el Partido Republicano estadounidense era uno ciertamente comprometido con el medio ambiente. Al menos, eso se deduce de sus políticas. Hay cierto consenso en señar a Richard Nixon como el presidente que ha avanzado más en la política ambiental. En un mundo en el que predominan los análisis maniqueos, resulta complicado entender cómo un presidente con un historial tan terrible en política exterior pudo llevar a cabo una política doméstica progresista. Pero una política progresista hacia la población no tiene por qué tener correlato en una acción exterior razonable y respetuosa con los derechos humanos. Nixon es un ejemplo muy extremo, pero no es ni mucho menos el único. Sus predecesores, tanto Lyndon B. Johnson como John F. Kennedy, intervinieron militarmente en Vietnam con resultados catastróficos. Kennedy fue el primero en enviar tropas, pero Johnson extendió la guerra hasta niveles inusitados. En 1964, había poco más de veinte mil tropas estadounidenses en Vietnam; en 1969 (el año en que se fue Johnson) pasaron a ser más de medio millón. El resultado fue terrible y supuso la muerte de entre uno y tres millones de personas.
La guerra de Vietnam es una de las más importantes desde la segunda guerra mundial y fue una intolerable agresión de una superpotencia, en consonancia con lo que hizo después la Unión Soviética en Afganistán (el Vietnam soviético) durante los años ochenta. Conviene recordar que Johnson también invadió la República Dominicana en aras de terminar con la esperanza democrática de Juan Bosch, cuya ideología pro Castro lo convertía en una amenaza para los intereses de los Estados Unidos. No vale la pena detenerse mucho más en la manía de Estados Unidos de apoyar a dictadores tipo Trujillo, salvo para recordar que buscaban evitar el florecimiento de cualquier alternativa política que desafiara sus intereses políticos. Sin embargo, Johnson es recordado, junto a Roosevelt, como uno de los presidentes más progresistas para dentro, llevando a cabo políticas sociales ambiciosas. En la memoria va a quedar siempre una War on Poverty que no era el arrebato de un presidente belicoso, sino la resolución de luchar contra esta lacra. En Estados Unidos, al igual que en muchos países del mundo libre, la determinación de un presidente se mide por la capacidad de banalizar el lenguaje bélico. Sin más rodeos, conviene resaltar que la política de Johnson, y después de Nixon, es la culminación de lo que se conoce a veces como la edad de oro del capitalismo: crecimiento sostenido enla economía y esfuerzos para que este reparto de la economía fuera más o menos equitativo.
La historia está conformada por grandes contradicciones. A veces, en los análisis, se tienen demasiado en cuenta los personalismos. Nixon es un gran ejemplo. Se pueden tener más dudas en el caso de Jonhson (aunque es razonable pensar lo mismo), pero en Nixon es indudable. Nixon nunca sufrió una conversión religiosa que lo empujara a realizar políticas reformistas y a convertirse en el presidente que más hizo por el medio ambiente. Avalaremos este argumento con unas palabras de Nixon a líderes medioambientales en 1970: «Toda política es una moda pasajera. Vuestra moda está pasando ahora mismo. Obtened lo que podáis, y esto es lo que puedo ofreceros».
Las diferencias entre los republicanos y los demócratas en políticas sociales durante la era de oro del capitalismo no eran muy grandes. Ambos partidos aceptaban más o menos el giro haca la socialdemocracia dado por F. D Roosevelt. Un ejemplo bastante chocante es esta carta de Dwight Eisenhower:
«Si algún partido político tratara de eliminar la seguridad social, el seguro de desempleo, y los programas agrícolas, usted no volvería a oír hablar de ese partido en nuestra historia política. Hay un pequeño grupo disidente, por supuesto, que cree que se pueden hacer estas cosas. Entre ellos se encuentran H. L. Hunt […] algunos millonarios del petróleo de Texas y algún otro político u hombre de negocios de otras áreas. Su número es insignificante y son estúpidos».
Como bien dice Paul Krugman, ahora ese pequeño grupo disidente controla el Partido Republicano. Pero antes no lo hacía, y las diferencias entre partidos no eran tan obvias. Después de la era neoliberal, las diferencias seguirían sido limitadas entre los demócratas y los republicanos moderados, pero los conservadores republicanos han conformado un movimiento muy a la derecha del espectro político. Desde ese momento, han controlado cada vez más el partido. Sin embargo, no siempre han gobernado. G. H. W Bush (Bush padre) intentó durante su mandato distanciarse de Reagan y acercar de nuevo el consenso entre los republicanos moderados y los demócratas, aunque ahora con una diferencia significativa. El consenso no estaba en las políticas progresistas de la edad de oro, sino en la ruta neoliberal que abrazaron ambos partidos.
Tanto Johnson como Nixon dieron una respuesta a las movilizaciones sociales de los años sesenta. Este último fue responsable de tramitar leyes muy importantes, como la Clean Air Act, la Endangered Species Act o la Clean Water Act, que revolucionarían para siempre la política medioambiental. A esto hay que añadir su mayor logro visible: la creación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA). Todas estas medidas que al final se han traducido en una alteración de los principios del libre mercado han demostrado ser un completo éxito. Desde un punto de vista utilitarista también lo fueron, refutando, asimismo, gran parte de las campañas de desinformación que alertaban de que la intervención del Estado en la economía, o las regulaciones ambientales, tienen consecuencias terribles para la economía estadounidense. Lo único que ha demostrado el paso del tiempo es que estas medidas frenaron la ambición de las grandes empresas en beneficio del bien común.
Uno de los grandes errores en los que ha solido caer cierta izquierda europea es no ser lo suficientemente rigurosa al analizar la política estadounidense. Es verdad que cuesta trabajo hacerlo si tenemos en cuenta que todas las administraciones estadounidenses han cometido actos criminales injustificables contra los pueblos más indefensos. Es, por ejemplo, muy difícil dictaminar quién ha sido más cruel, si Bill Clinton por mantener sanciones económicas que mataron a más de medio millón de niños durante la década de los noventa en Iraq o George W. Bush (Bush hijo), que inició una invasión incomprensible en el año 2003 en el propio Iraq, animado por los salvajes neoconservadores y respaldado por ciertos demócratas entre los que estaba Joe Biden.
Esto se pudo ver muy bien en las elecciones del año 2016. Para esa época, ya el Republican Reversal había llegado a su cénit. En las primarias del Partido Republicano había básicamente dos tendencias: una alternativa que se vería desde Europa como de extrema derecha y la otra, la de Donald Trump, con un discurso que incluía muchas de estas demandas, pero con el agravante de que sus formas tenían un inquietante parecido con el fascismo de los años treinta. Trump ganó las elecciones y lo primero que hizo fue desmantelar los dos principales logros de Obama: el acuerdo de París y el acuerdo nuclear con Irán. Estos esfuerzos realizados por Trump para retrasar la acción climática, el desmantelamiento de los acuerdos de desarme y su intención de seguir mostrando su apoyo a los combustibles fósiles era, sin ningún tipo de dudas, una política destinada a destruir el mundo. Por eso no se entiende la equidistancia de ciertos intelectuales en la izquierda que no veían mucha diferencia entre Hillary Clinton y Donald Trump. Un error gravísimo por mucho que nos pudiese generar repulsión una política como Clinton.
La adquisición de poder por parte de los conservadores republicanos supuso un cambio radical en la política estadounidense. Resumiendo groseramente, podemos ver claramente un giro hacia la derecha en el Partido Demócrata que se tradujo en un abandono paulatino de la clase obrera del país, mientras que, en el Partido Republicano, los conservadores fueron poco a poco remplazando a los moderados. Durante los años cincuenta y sesenta, el peso de los conservadores era despreciable, pero en los años setenta adquieren cada vez más peso y en el año ochenta culminan su asalto al poder provocando una ruptura que explica por qué el Partido Republicano es a día de hoy un peligro para el futuro de nuestra especie. Hay muchos factores que propician esta revolución conservadora: factores culturales, la organización de la clase empresarial, la promoción de ideologías contrarias a la intervención del Gobierno en el mercado o factores externos, como la crisis del petróleo del año 73 a raíz de que la OPEP decretara un embargo como represalia al apoyo estadounidense a Israel en la guerra de Yom Kipur.
Esto último demuestra que, una vez el apoyo social a la causa medioambiental decreció después de la crisis energética (aprovechada por demagogos para sembrar el pánico), el poder abandonó paulatinamente su compromiso con el medio ambiente. Un cambio observable en Nixon, pero mucho más en los posteriores presidentes.
Las consecuencias que va a tener para la democracia estadounidense la llegada al poder de los conservadores republicanos en los años ochenta van a ser terribles. La administración Reagan será el primer ejemplo de que algo se había quebrado en la democracia más importante del mundo. No era solo que las agresiones estadounidenses estuvieran intensificándose de nuevo, sino que, además, los valores reaccionarios patrocinados por grandes empresas eran asumidos por este gobierno. «Government is not the solution, is the problem» —decía Reagan—. En el aspecto medioambiental, el enemigo eran las medidas que se habían implementado durante la era Nixon; el mismo Nixon que había iniciado una etapa que muchos consideraban como un peligro para las libertades de los americanos, y que desafiaba parte de los valores del excepcionalismo estadounidense.
La nueva administración reaccionaria se dio cuenta de que era hora de hacer bandera de una guerra cultural que tendría muchísimos frentes. El más comentado siempre es el Gobierno y una idea confusa del concepto de libertad, aunque otros frentes, como la ciencia y la cruzada contra la élite progresista, son incluso más importantes. Aunque fuera un movimiento reaccionario y promocionado por empresas como Exxon Mobil, la campaña era inteligente y se aprovechaba de que los avances medioambientales podían perjudicar a los trabajadores. Lo cual lleva a una lección que sigue teniendo vigencia: cuando se hace una transición hacia otro modelo o tiene lugar una crisis económica, el Gobierno no tiene más remedio que intervenir e involucrarse completamente en la economía para salvar a las personas que se ven perjudicadas con los nuevos cambios y evitar una campaña de desinformación que se alimenta muy fácilmente de la gente que se queda por el camino.
Afortunadamente, la mayoría de los esfuerzos de la administración Reagan por sabotear los progresos realizados fracasaron. Hay tres razones muy potentes: primero, por una oposición continua y robusta del movimiento medioambiental; segundo, porque la justicia falló en innumerables ocasiones en contra de los intereses de Reagan; y tercero, porque tanto los demócratas como los republicanos moderados estaban de acuerdo en muchas de estas protecciones medioambientales. Pero en muchos casos, estos intentos de los conservadores republicanos de generar ruido y oposición frontal sí dieron sus frutos. Cuando gobernaban los republicanos, no se conseguía avanzar en políticas medioambientales necesarias y vitales, mientras que cuando gobernaban los demócratas conseguían minar los esfuerzos para realizar algo significativo.
Esto se cumpliría con la excepción de Bush padre, que no era propiamente un conservador republicano, a pesar de ser el vicepresidente de Reagan, e intentó distanciarse de algunas de las máximas de su predecesor y proclamarse, como Nixon lo había hecho dos décadas antes, como el presidente medioambiental. Sin embargo, el giro a la derecha experimentado en la década anterior ponía las cosas más difíciles, ya que políticas intervencionistas más agresivas ya no iban a contar con el espectacular consenso que tuvieron durante la administración Nixon. Por ejemplo, la Clean Air Act (1970) obtuvo un apoyo en la Cámara de Representantes de 336 votos a favor y solo 40 en contra, mientras que en el Senado tuvo 73 votos a favor y ninguno en contra.
En algunos aspectos, Bush padre tuvo bastante éxito llevando a cabo políticas reformistas, pero dentro del mercado, apostando por una política de incentivos y proponiendo crear un mercado para reducir las emisiones de dióxido de azufre (SO2). La reducción de las emisiones de SO2 era crítica por los efectos perversos que todos conocemos muy bien cuando se habla de lluvia ácida. Esta estrategia se intentaría realizar años después en Kioto. Estas estrategias pueden servir para reducir las emisiones, pero tienen el inconveniente de que las empresas contaminantes pueden seguir comprando su derecho a contaminar, además de que, aunque se puede reducir la cantidad total de emisiones en base a incentivos, tampoco evita que las emisiones se localicen en ciertas áreas, como sucede en el caso de la lluvia ácida.
Por lo demás, la administración se olvidó de su compromiso contra el calentamiento global. Se había perdido mucho tiempo con Reagan después de que el progreso científico llegase al consenso de que se estaba produciendo un calentamiento global con causas antropogénicas (un consenso en realidad anterior: desde principios de siglo XX ya se sospechaba, pero será el progreso científico estadounidense en plena guerra fría lo que marqueuna diferencia. Por ejemplo, la curva de Keeling, a finales de los cincuenta, fue muy importante para medir la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera). Vale la pena comentar que la mayoría de los avances en ciencia climática y en los modelos computacionales tuvieron lugar en los Estados Unidos: paradójicamente, el país que descubrió y mostró al mundo las consecuencias del calentamiento global era el que más ignoraba las repercusiones que ello iba a tener para el futuro de la humanidad.
Con Bush padre había ya muchos motivos para tomar medidas drásticas. El pequeño distanciamiento de los más reaccionarios del Partido Republicano daba ciertas esperanzas al movimiento ecologista (a pesar de su historial con Reagan). En primera instancia, Bush padre prometió implementar medidas para luchar contra el cambio climático. Las promesas se desvanecieron pronto merced a la fuerte oposición de la industria del fósil, que, muy bien movilizada, inició una campaña desinformativa para destrozar el consenso científico y retrasar cualquier respuesta climática y medioambiental razonable. Todo este relato está muy bien contado por los historiadores de la ciencia Naomi Oreskes y Erick M. Conway en Mercaderes de la duda.
Sería después el turno de Bill Clinton. Éste, al igual que Bush padre, intentó algunos cambios sin demasiado convencimiento. Dos grandes problemas que enfrentó esta nueva administración fueron, en primer lugar, una oposición cada vez más fuerte del Partido Republicano, que entorpecía el avance de reformas necesario; en segundo, que el Partido Demócrata había girado también a la derecha, sumido en un abandono de las clases más desfavorecidas. Estos factores condujeron a que la política climática con Clinton no fuera lo suficientemente ambiciosa y se siguiera sin hacer frente al cambio climático cuando ya el consenso científico empezaba a ser muy fuerte. El mayor ejemplo de este fracaso tuvo lugar con la Energy Tax en 1993, en un momento en el que Clinton buscaba aprobar un impuesto al carbono que redujera unas emisiones que estaban disparándose. Pronto, estas intenciones despertarían una campaña de lobbies y de un Partido Republicano cada vez menos dispuesto a regresar a sus orígenes moderados. No obstante, conviene apuntar que no solo era un problema republicano, sino también del propio Partido Demócrata, al tener mayoría para aprobar medidas que hicieran algo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Esto se haría mucho más difícil después de que en 1994 los republicanos tomaran el control del Congreso.
El impuesto al carbón durante los años de Clinton fracasaría, y solo prosperaría un impuesto al precio de la gasolina: una medida que se ha demostrado profundamente impopular siempre que se ha intentado llevar a cabo. Este es el triste historial que llevó Estados Unidos a Kioto.

De Kioto a la catástrofe medioambiental
Ha pasado casi un cuarto de siglo desde el Protocolo de Kioto y el mundo está abocado al más absoluto desastre; un desastre previsible cuando se pudo manifestar la falta de compromiso por parte de los líderes occidentales. Esta falta de compromiso no ha sido la misma en el caso de Europa, pero sigue siendo razón para una crítica muy severa. El principal fracaso de Kioto fue que los países más pobres no tenían ningún compromiso para controlar las emisiones de dióxido de carbono. Era perfectamente evidente que las emisiones de gases de efecto invernadero iban a sufrir un aumento muy pronunciado. De nuevo, la falta de cooperación internacional, el egoísmo de las potencias occidentales y la forma en la que se llevó a cabo la globalización explican esta tragedia. No había que pensar demasiado mal para darse cuenta de que, mientras las élites buscaban aprobar el tratado de libre comercio, la globalización se extendía agresivamente por multitud de pueblos y China se industrializaba con resultados espectaculares (la fábrica del mundo), las emisiones de dióxido de carbono se iban a disparar. Así lo hicieron, mientras que las de la Unión Europea se reducían, según vemos en la Figura 1.

La solución en 1997 tendría que haber sido limitar también las emisiones de dióxido de carbono, algo que, por ejemplo, la Unión Europea realizó satisfactoriamente, y después ayudar a los países menos industrializados para que su desarrollo no implicara la generación de emisiones de dióxido de carbono.
Se podría llenar el texto de más gráficos de países que simplemente imitaron el modelo de crecimiento y contaminación de los países occidentales. El libre mercado y la mano invisible tienen estas cosas. De todas formas, conviene de nuevo atender a los Estados Unidos, porque a pesar de que Clinton consiguiera un triunfo diplomático (haciendo malabares) al sacar adelante Kioto, pronto el Gobierno de Bush hijo volvería a mirar a la administración Reagan para retrasar la acción climática, boicoteando el único logro de Clinton y Al Gore. En la Figura 2 se puede comprobar el resultado de ello en contraste con Europa, que sí que cumplió en líneas generales, los objetivos de Kioto.

En esta gráfica se ve también que las emisiones no dejaron de subir hasta que estalló la crisis económica en los Estados Unidos. Obama intentó con mejor resultado hacer algo por el medio ambiente, aunque, dada la emergencia climática, los pasos dados por su administración fueron muy insuficientes. Es durante estos años que se produce la revolución del fracking, una mejora tecnológica en la extracción de petróleo que ha convertido a los Estados Unidos en el principal productor de petróleo del mundo. Esta apuesta de Obama por los combustibles fósiles tiene que verse junto a un interés geopolítico de reducir la fuerte dependencia energética de los Estados Unidos. Por otro lado, es verdad que durante estos años se produjeron ciertos avances en la lucha contra el cambio climático.
El gráfico de abajo muestra el atraso de los Estados Unidos con respecto a la Unión Europea y también confirma que las medidas medioambientales de la administración Obama fueron, en esencia, poco ambiciosas, aunque sí que hubo un progreso. Es muy importante tenerlo en cuenta. Las emisiones de CO2 per cápita no sufrieron una drástica reducción con respecto a la Unión Europea, que sigue llevando la delantera no solo en el desarrollo de energías renovables, sino en otros temas muy importantes, como es la eficiencia energética.

El gráfico dice mucho solo con observarlo. En el año 2009, las emisiones per cápita de Estados Unidos eran de 17,16 frente a 7,1 de la Unión Europea. Por tanto, en el año 2009 las emisiones per cápita de Estados Unidos eran 2,42 veces mayores. Siete años después, en 2016, las emisiones eran de 15,5 frente a 6,45. La reducción per cápita de CO2 de Estados Unidos fue considerable, pero se hizo prácticamente al mismo ritmo que la Unión Europea. En el año 2016, la relación era 2,40 (apenas diferencia). Esta relación significa que un estadounidense sigue emitiendo de media más de dos veces lo que emite un ciudadano de la Unión Europea.
Esta es una de las razones por las que fue muy preocupante la entrada de Donald Trump a la Casa Blanca. El Acuerdo de París fue un nuevo acuerdo insuficiente, pero al menos era un paso importante para evitar el desastre. Para salir de esta crisis climática hace falta especialmente que Estados Unidos esté comprometido a reducir dramáticamente las emisiones de gases de efecto invernadero y que los países europeos no solo cumplan las metas de París, sino que ayuden a los países más pobres a abandonar rápidamente la utilización de combustibles fósiles. Más que nunca es necesaria la cooperación internacional.
El desdén mostrado por Trump hacia la cooperación internacional fue una de sus insignias como presidente. En los últimos meses, todos fuimos testigos de sus últimos coletazos y su intención de hacer saltar por los aires lo único valioso de este orden mundial: su intención de retirar los fondos a la Organización Mundial de la Salud, pese a que millones de personas dependen de ellos para sobrevivir en África y Oriente Próximo, o el desmantelamiento de la protección nuclear que es una huida hacia el desastre. Todo esto forma parte de una tendencia completamente suicida del Partido Republicano estadounidense. No es solo Trump: es un partido político que está firmemente comprometido a la destrucción del planeta.
Hemos hablado antes, o dado a entender, que cuando los moderados del Partido Republicano estaban lo suficientemente presionados por la sociedad se consiguieron realizar cambios significativos en beneficio del bien común. La carrera nuclear y el agujero de la capa de ozono, son dos excepciones que también tienen que entrar en este análisis. A pesar del desprecio por la ciencia y el militarismo de una administración enajenada como la de Reagan, esta se vio obligada a firmar planes de desarme, porque durante la década de los ochenta, tanto el progreso científico como unas movilizaciones sin precedentes pedían a los gobernantes poner fin a la carrera nuclear. El activismo tuvo mucho éxito. El mismo presidente que quería jugar a la Guerra de las Galaxias firmó con Gorbachov el tratado INF.
Por otro lado, la administración Reagan también tomó medidas después de que los científicos alertaran de que la utilización de CFC estaba destruyendo la capa de ozono de una forma espectacular. Lo que fue años antes había sido una hipótesis había sido confirmado por imágenes que mostraban un destrozo sin precedentes y mandaban el primer mensaje al mundo entero: sin cooperación internacional, el mundo quedará destruido.
Pudo aprenderse una gran lección de todo esto, pero sucedió todo lo contrario. Los republicanos han continuado convirtiéndose en una organización cada vez más peligrosa, a pesar de que ahora mismo estemos probablemente en un punto mucho peor que cuando la administración Reagan decidió actuar para enfrentar el grave problema de la capa de ozono. Todo ha adquirido tintes surrealistas. En la campaña de las elecciones del año 2008, McCain era de los pocos republicanos que tenía una cierta preocupación por el calentamiento global. Un año más tarde, sus preocupaciones medioambientales se esfumaron: calificaba entonces la ley contra el cambio climático presentada por Obama como una monstruosidad.
Evidentemente, las preocupaciones de McCain se esfumaron gracias a una nueva campaña de la industria del fósil para impedir que los republicanos y los demócratas llegaran a un cierto consenso. El resto es historia. La administración Obama desaprovechó una ocasión única. Una vez acabado su mandato, volvió a producirse otro cambio dramático durante la campaña de las elecciones de 2016.
En las primarias republicanas de 2016, los candidatos no tenían ninguna intención de hacer algo en contra del cambio climático (independientemente de su intensidad en calentamiento global antropogénico). Era un aspecto predecible debido a años de erosión constante del Partido Republicano y hegemonía de la parte conservadora frente a los más moderados. De todas formas, todo se desarrolló de la peor manera posible. Como se ha dicho antes, Donald Trump se presentó a las primarias y las ganó desarrollando un discurso esencialmente populista, reaccionario y con semejanzas inquietantes con el fascismo de los años treinta, pero me atrevería a decir que hasta mucho peor, porque la ideología seguía bebiendo en buena medida de los planteamientos atroces de la administración Reagan y de un nuevo ensalzamiento del excepcionalismo estadounidense.
Visto con perspectiva, es cierto que Donald Trump no pudo hacer todo lo que se propuso. De nuevo la resistencia del activismo medioambiental puso freno a la barbarie, pero considero que, para medir todos los males de Trump, no solo hay que contar las medidas que perjudicaban al medio ambiente, sino también todo lo que se negó a hacer y entorpeció para realizar una transición climática. Cada año que pasa sin que se tomen medidas drásticas contra el cambio climático estamos más cerca de nuestra desaparición como especie. Y el problema es que no somos solo nosotros: el mundo va en camino hacia una sexta extinción. Llegados a este punto, el gobierno estadounidense tiene que decidir si avanzar tímidamente hacia una reducción de las emisiones (algo casi suicida) o evocar a la administración Roosevelt lanzando una suerte de Green New Deal que, al menos, coloque a los Estados Unidos en la posición de Europa. Esto último parece cada vez más probable, pero no porque Biden haya conseguido una pronta conversión hacia la socialdemocracia, sino porque hay un movimiento social fuerte en los Estados Unidos que insufla algo de esperanza. Volvamos a recordar a Nixon. Cuando la presión del movimiento ecologista era fuerte, esto forzó a Nixon a desarrollar políticas respetuosas con el medio ambiente. Después de la crisis energética de 1973, las preocupaciones de Nixon fueron otras.
Nuestras democracias liberales tienen que darse cuenta también de que este es un problema global que requiere cooperación entre todos los países. Si no, vamos camino directo hacia el abismo. Hay ciertamente una oportunidad de que la presión social y la influencia del sector progresista en los Estados Unidos produzcan un cambio significativo que impulse un cambio que ponga en valor la cooperación entre todos los países.
Dicho esto, tampoco pretendo que las críticas a Biden mengüen. De hecho, creo que deben continuar. Debemos tener presente que la política exterior estadounidense sigue siendo vergonzosamente criminal, sin hacer prácticamente ningún cambio en Oriente Próximo. La forma de encarar la negociación con Irán (asumiendo ciertos aspectos de la posición de Donald Trump) parece a simple vista errónea. Biden ha decidido dar el visto bueno para bombardear Siria cuando ha tenido la mínima oportunidad, perdonó a MBS después de desclasificar un informe donde la inteligencia estadounidense señalaba que estaba detrás del asesinato de Jamal Jashogyi y no ha hecho prácticamente ningún esfuerzo significativo en Yemen: una crisis humanitaria made in Obama y agravada por Trump. En Yemen, la situación es prácticamente apocalíptica, tal como manifiestan las Naciones Unidas o expertas en el país como Helen Lackner o Eva Erill, con las que he tenido la suerte de hablar. Según Lackner, Arabia Saudí sigue bloqueando marítimamente al país hasta en áreas controladas por las Naciones Unidas, como el puerto de Al Hudayda. El silencio de la comunidad internacional y del hombre más poderoso del mundo es pasmoso. Las cifras son verdaderamente espantosas. Cuatrocientos mil niños están a punto de morir de hambre por unos gobiernos occidentales que tienen preocupaciones más importantes que atender; cientos de miles han muerto ya. La solución es demasiado simple y pasa sobre todo por presionar a Arabia Saudí para que finalice el bloqueo contra Yemen. La decisión de Biden de perdonar a MBS y de no imponer a su principal aliado en la región que deje de matar de hambre a la población yemení ponen de nuevo en duda la calidad ética del hombre más poderoso del mundo. También parece haber asumido la doctrina Trump de disminuir la ayuda humanitaria y de desentenderse del sufrimiento de millones de personas. El pasado marzo se celebró una conferencia humanitaria, con resultados verdaderamente decepcionantes. La comunidad internacional está dejando morir a un pueblo entero. Tal como repite Mark Lowcock, esto supone una sentencia de muerte para gente que depende únicamente de la ayuda humanitaria para sobrevivir.
Me gustaría también enviar un mensaje final a la izquierda. Los Estados Unidos seguirán agravando estas injusticias y amplificando esta tragedia, pero el comportamiento de la Unión Europea es en ciertos aspectos mucho peor. Hay que poner también nuestras energías en denunciar las prácticas de la burocracia europea y de los líderes europeos. En el caso de Yemen, muchos países, incluido el español, se siguen negando a paralizar la venta de armamento a Arabia Saudí y los Emiratos Árabes (algo que Biden sí ha hecho) y siguen sin enviar ayuda humanitaria al país. España ni siquiera prometió un solo euro en la conferencia. Europa también es especialista en blanquear a dictaduras horripilantes, como la de Al Sisi en Egipto, posiblemente la peor dictadura que ha tenido el país en su historia.
El hecho de que nuestra ministra de exteriores, Arancha González Laya, se atreva a decir que se está empoderando a las mujeres en Egipto es muy grave. Pero es solo el principio. Cada año mueren miles de personas por una política migratoria criminal, se paga a también criminales para que los refugiados estén en campos de detención y se llega a acuerdos con aspirantes a autócratas, como Erdogan, para que millones de sirios que huían del terrorismo de al-Ásad y del terrorismo islámico (por cierto, financiado en su momento por Occidente y por nuestros aliados regionales) no se atrevan a pisar suelo europeo. Desgraciadamente, hay que asumir esta realidad y seguir presionando y movilizándonos para que esto, un día, no sea así. Pero sería un grave error pensar que confiar en líderes tipo Le Pen, Orbán o Salvini va a solucionar nuestros problemas. No todos son iguales, aunque los menos malos sigan realizando políticas criminales.
La izquierda debe darse cuenta de que la transformación del Partido Republicano en un una organización absolutamente antidemocrática y decidida a destruir el mundo obliga a modificar ciertos principios sobre Estados Unidos. Ajustarse al nuevo desarrollo de los hechos implica seguir presionando al poder en todas partes y mostrar nuestra solidaridad con la izquierda estadounidense en su intento de forzar a la nueva administración Biden a llevar a cabo políticas progresistas. Es muy probable que nos llevemos más gratas sorpresas durante los próximos cuatro años. Espero que sí. Pero esta sorpresa será el triunfo de gente desconocida que sacrifica su vida y pone todo su empeño para humanizar un mundo francamente terrible. De todas estas notas enredadas, creo que esta es la principal conclusión con la que nos debemos quedar.
Isa Ferrero es activista y autor del libro Negociar con asesinos: guerra y crisis en Yemen.
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