Giulino di Mezzegra

Ana Iris Simón, Pablo und Destruktion y el discreto encanto del falangismo

Pablo Batalla Cueto disecciona 'Feria', un reciente 'superventas' que, alabado por figuras de la izquierda, y presentado en foros y sedes de la izquierda, agavilla sin embargo, enredándolas en un hermoso relato familiar, mensajes y fascinaciones que representan inequívocamente —al igual que las canciones de su prologuista— el regreso triunfal e inquietante del mundo mental del fascismo español histórico, en su vertiente ledesmista.

/ Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto /

La historia, dice Iván de la Nuez, se repite no dos, sino tres veces: primero como tragedia, después como farsa, finalmente como estética.

La historia, decía Mark Twain, no se repite, pero rima.

La historia, decía Antonio Gramsci, enseña, pero no tiene alumnos. Y al no tenerlos —añadimos nosotros—, puede rimar inadvertidamente, e inadvertidamente regresar primero como tragedia, después como farsa, finalmente como estética; y tal vez, después, reiniciar el proceso, conduciendo de nuevo a la tragedia.

Un viejo fantasma puede recorrer el mundo ante los ojos de todos sin ser visto por nadie o casi nadie, o sí, siendo visto, pero percibido como nuevo, original, fresco, inédito. Nada lo es en la historia: todo ha sucedido otras veces; contextos parecidos alumbran fenómenos similares, a veces casi gemelos. Lo viejo puede volverse moderno, ungido por los mismos poderes polémicos que lo nuevo, resucitado por la pasión contradictoria. Esto lo dijo Octavio Paz. Y en nuestros días, un viejo fantasma recorre el mundo no siendo visto, o sí siendo visto, pero pareciendo nuevo, no siéndolo en cambio. Ese espectro anciano es el fascismo. «Ocurrió. Por ende, puede volver a ocurrir». Esto lo dijo Primo Levi. Y el fascismo histórico ocurrió primeramente como clima cultural; la articulación política vino después. Hay que calentar la sartén antes de echar la carne, y la sartén de los haces, las esvásticas, los yugos y las flechas se calienta a un fuego que hoy vemos llamear de nuevo: auges nacionalistas y xenófobos, hartazgo antiliberal y antimoderno (aunque se presente a elecciones y abrace la técnica moderna), fascinación por la idea de imperio, diabolización de la izquierda, prédicas apocalípticas sobre la decadencia de Occidente y contra la revolución sexual, teorías de la conspiración fácilmente avivables por shocks como una crisis capitalista (1929, 2008) o una pandemia (gripe española, COVID-19), anhelos de una política romántica, estetizada, marcial y viril, acompasada a un gusto de época por estéticas malditistas y épicas nietzscheanas del hombre de acción.

Resurge el fascismo, resurge todo él, y lo hace también su ala izquierda, la de los Gregor Strasser y los Ramiro Ledesma, pregoneros, hace una centuria, de una revolución obrerista que no renunciase a piedades tradicionales como la patria, la familia o la fe (Ledesma no era creyente, pero ensalzaba a la Iglesia como institución civilizadora y de orden). Amalgama formidable de paradojas, el rojipardismo hechizaba a sus prosélitos con la posibilidad de conjugar tradición y modernidad, conservadurismo e insurrección, vértigo y certidumbre. Y hoy vuelve a hechizarlos con la misma promesa.

Un rojipardismo nuevo, incipiente todavía, pero inconfundible, se despliega por el momento en forma de conatos, de tentativas espontáneas y desarticuladas. Se da también en España, donde se agita en columnas y cuentas de Twitter de enfants terribles que, en una suerte de hipsterismo antihipster, juegan al juego de la economía de la atención vociferando histriónicas profesiones de fe taurina o antiabortista o vivas a Manolo Escobar o a la Guardia Civil que tienen menos que ver con un interés genuino en el bueno de Manolo o agradecer los buenos oficios de la Benemérita que en epatar a una cierta caricatura del progre. Absorbe, como su ancestro, a militantes de izquierda insatisfechos con la realmente existente, a la que exigen que abrace el trilema de la Francia de Vichy: trabajo, familia y patria, nuevamente a partir del hombre de paja de un progresismo desentendido del trabajo (en lugar de preocupado por adaptar las fraseologías y estrategias de la lucha de clases a las transformaciones del mundo posfordista), odiador de la familia (en lugar de atesorador de una mirada generosa y vigilante que entienda que hay muchos más tipos de familia que la tradicional y que, familias, las hay que son refugio, pero las hay que son cárcel y hasta cámara de tortura) y enemigo de la patria (en lugar de sólo de la orgánica, sacralizada, marcial y consagrada a valores reaccionarios).

Esto también sucedió entonces. Como señala el estudioso italiano del fascismo, afincado en España, Steven Forti, hubo pasarelas entre la izquierda y el fascismo, enemigos o credos comunes que posibilitaban el tránsito, y una singularmente transitada fue la fe en la nación. Nicola Bombacci, uno de los que la cruzó en Italia, escribía: «Ayer, en el amor por la humanidad doliente, fundía el de mi país, seguro de llegar más rápidamente por esta vía a las conquistas necesarias para el progreso civil; hoy, iluminado por la experiencia sublime del régimen fascista y el magnífico ejemplo de Mussolini, reconozco que el proceso debe ser volteado: no la clase, sino la nación, y entre estas Italia, que es guía y maestra». España tuvo viajeros de la hoz y el martillo al yugo y las flechas como Óscar Pérez Solís (comunista de primera hora durante la dictadura de Primo, afiliado después a Falange) o Santiago Montero Díaz, otro militante del PCE —donde impartía conferencias sobre la significación revolucionaria de la batalla de Covadonga—, que abandonará para fundar las JONS fascinado por la figura de Ledesma («César hispánico»), de cuya memoria será más tarde el gran albacea. Montero será también uno de los grandes maestros de Gustavo Bueno.

En nuestros días, vuelve a escucharse hablar de Ramiro Ledesma Ramos. Citado por Santiago Abascal o Cristian Campos, venerado por Hogar Social Madrid, el caudillo zamorano del ala obrerista del fascismo hispano, heraldo de una «Patria imperial, creadora y totalitaria» y de «una España fuerte y única, nutrida de sus energías regionales y fundida en un Estado de supremos poderes, al tiempo que la extirpación radical del capitalismo y su sustitución por un régimen corporativo», ya no es, como fue durante mucho tiempo, santo casi olvidado de apenas un puñado de marginales grupúsculos neonazis, sino que se presenta cada vez más frecuentemente como una referencia respetable, a la que se puede citar con naturalidad en textos mainstream.

El año pasado, esta normalización alcanzó un nuevo hito. Ledesma es citado con elogio en uno de los fenómenos editoriales del momento; un libro que acumula seis ediciones mientras estas líneas se escriben y llueve parabienes para su joven y talentosa autora, Ana Iris Simón. Feria es su título, y en él, casi al final, en una carta al hijo que algún día tendrá, Simón razona que «casi nadie entendió el Quijote», pero que hubo «uno que sí lo hizo»: «el joven Ramiro, que por gracia de Ortega se enamoró de su fulgor y su brío y quiso requijotar España, pero sus esfuerzos fueron en vano» (p. 178). Sin embargo, y a diferencia de Abascal, Campos o Melisa Domínguez, la lideresa de Hogar Social Madrid, esta escritora que llama por su nombre de pila y lamenta la derrota de un esclarecido líder fascista no es militante o vocera de la derecha radical. Desciende por vía paterna de militantes comunistas comprometidos, que pasaron por el exilio; su familia materna es más bien socialista; vota a Podemos, admira a Julio Anguita y su libro es alabado por figuras de la izquierda y presentado en foros y sedes de la izquierda. Las pasarelas de los años treinta vuelven a estar abiertas, y a recorrerse. Y bien puede tratarse de pasarelas encuadernadas y con ISBN.

Es imposible no acordarse, leyendo Feria, de Falange, del mundo de Falange, de los tropos y fascinaciones de Falange. Si no es un libro falangista, no cabe duda de que es un libro que no desagradaría a un falangista; del que un falangista viera banderas victoriosas y flechas florecidas en sus diatribas antimodernas y su invitación «a volver a mirar lo sagrado del mundo: la tradición, la estirpe, el habla, el territorio». Pero no principalmente por el halago a Ledesma; ni tan siquiera por el pasaje en el que, unas cuantas páginas atrás, Simón ha recordado que, en su adolescencia, se aprendió Primavera, la canción más famosa de la banda Estirpe Imperial, muy popular en círculos neonazis: una oda a la División Azul descubierta a través de «María, la punki de mi clase», y de la que le parecía «muy bonito eso de que un ángel fuera cabalgando con brío y valor y de que le cantaran a una patria que echaban de menos desde la lejana y gélida Rusia» (p. 105). Otra vez el brío.

Brío: pujanza, espíritu, valor, resolución, garbo, desembarazo, gallardía, gentileza; así define el DRAE esta palabra reciamente castellana. Feria es un libro brioso. Puja por algo, reivindica un espíritu, pone algo en valor, quiere desembarazarse garbosamente de una ortodoxia. Se trata de un relato autobiográfico, crónica de dos familias humildes y extensas de La Mancha, las suyas: los Simones y los Bisuteros, campesinos, carteros y feriantes. Y a través de él, de una vindicación de la España rural, la cultura popular y las veneraciones tradicionales arrasadas —deplora Simón— por la globalización, la urbanización, la integración europea y el progresismo; de la nostalgia —reza su sinopsis— «de un tiempo no tan lejano en el que importaba más que los niños disfrutaran tirando petardos que el susto que se llevasen los perros». Un Surcos encuadernado del siglo XXI, hermoso por momentos, con pasajes muy emotivos, como la propia Surcos, pero una cosmovisión falangista al fin y al cabo. Si el falangista hedillista José Antonio Nieves Conde presentaba en aquella película de 1951 a una familia de desertores del arado que emigraba, ilusionada, a Madrid, pero a la que la gran ciudad pervertía y trituraba, Simón hace acá una alegoría de España a través de las ferias de las que sus abuelos maternos eran feriantes, y en las que todo fue posible —añora con reconocida nostalgia de lo que no conoció— hasta que fueron arruinadas por la corrección política de nuestro tiempo. «Crecí —cuenta, lamenta Simón—

«escuchando historias de una feria que ya no era, de pueblos que recibían con aplausos a los circos y a los zoos chicos y al Bombero Torero, que era un grupo de enanos recortadores […] En las ferias que yo conocí ya no había enanos recortadores ni zoos chicos y a mí ni siquiera me pusieron mi propio puesto, porque lo de hacer trabajar a los niños, como lo de la explotación animal o lo de los saltimbanquis con acondroplasia, empezaba ya a estar mal visto en los noventa. El progreso trajo consigo, además de rotondas y chalés adosados con las puertas de madera clarita y supermercados que ya no olían a animal muerto, una ola de crueldad, y la trajo no al mundo, sino a nuestros ojos, que de pronto empezaron a ver víctimas que antes no veían y dichosos los que sufren y Mateo 5,4» (pp. 119-120).

La nostalgia de Simón es iracunda, sañuda, distinta del «placer de estar triste» que Victor Hugo decía que era la melancolía. Denuncia lo que nos robaron y repudia como un mal timo lo que nos dieron. Uno de los primeros capítulos se titula «Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad». Nuestros padres —lamenta— tenían a nuestra edad «hijos e hipotecas y pisos en propiedad», y aunque con «menos papeles académicos que un galgo», eran más afortunados que nosotros, por más que «no pudier[a]n estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegar[a]n un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón» (pp. 19 y 21). No los habían engañado haciéndoles creer, como a nosotros, «que amar es una cosa antiquísima y que la revolución será perreando hasta abajo o no será, y me gustaría a mí saber cuántos banqueros han sido guillotinados con la técnica de romper el piso moviendo el culo hasta abajo o de fingir follisquear con unos y con otros sin orden ni concierto» (p. 125).

Quijotismo ledesmista, División Azul, patria, familia, demonización del sexo promiscuo, decadencia de Occidente. Algún comentario contra la democracia liberal, siempre escueto eso sí, siempre apresurado o como de puntillas, sin desarrollar, deslizado en pasajes sobre otros asuntos. Comentando su relación con su padre, y que siempre le ha dicho «papá, normalmente alargando mucho la a del final», enumera una serie de requerimientos filiales: «Papáá, hazme un sobete, que me duele la tripa. Papáá, llévame a Aranjuez, que he quedado con mis amigos. Papáá, ¿por qué seguimos creyendo en la democracia? Papáá, cuéntame otra vez la historia de Patatín y Patatón» (p. 144). Mucho antes, en las primeras páginas de Feria, Simón ha comentado lacónicamente que «la democracia liberal» no es «la única arcadia posible» (p. 20).

¿Cuál es la arcadia de Ana Iris Simón? Al menos una en la que los obreros tengan la patria que Ledesma decía que necesitaban imperiosamente. Ya de adolescente, discutía «recurrentemente», cuenta, con su padre miembro del PCE, admirador de Fidel Castro, renegado de los símbolos nacionales de su país, «por qué los obreros no podíamos tener patria, […] por qué los comunistas parecía que no podían decir España sin sonrojarse directamente» (p. 105). Qué patria sería ésa, Simón lo responde con una alegoría fotográfica: en su carta al hijo que algún día tendrá, le anuncia que le enseñará «la foto de «tu bisabuelo Gregorio en alguna feria, después de cerrar el puesto, con un gitano a un lado y al otro un Guardia Civil, los tres chato de vino en mano, y explicarte mientras la miras que eso era España y que cabía en su cartera porque siempre la llevaba ahí» (p. 188). Sobre qué significa que España sea una foto de tres varones bebiendo vino y de los que uno sea un guardia civil, el debate puede ser infinito, irresoluble: lo bueno y lo malo de las alegorías, como de las profecías de Nostradamus, es que su significado nunca es cristalino, y si tienen uno, por evidente que parezca, siempre puede negarse. Feria, en general, ledesmas y divisiones azules aparte (son los únicos dos pasajes en los que la memoria histórica de Falange es reivindicada o elogiada de manera explícita), es un libro hecho de alegorías. He aquí otra:

«[Recordé a mi padre que] que la Tere, la vecina de mis abuelos, era la Tere; y su hijo Alberto era el hijo de la Tere; y como eran la Tere y el hijo de la Tere no eran Simones, y reconocer que no eran Simones no implicaba quererlos menos ni respetarlos menos, sino todo lo contrario. La comunidad implica dejar a alguien fuera, si no, no hay comunidad que valga, le dije. Y también le di la enhorabuena por que el internacionalismo se hubiera convertido al fin en realidad, aunque lo hubieran hecho los otros. Feliz internacional capitalista, papá» (p. 136).

Las discusiones paternofiliales, entre una hija patriótica y un padre a quien su historia familiar le hace renegar del folclore rojigualdo, salpimentan el relato. El padre rechaza las banderas como «trapos» y se niega particularmente a comulgar con la resignificación vexilológica que la hija defiende: «los que llevaron al exilio a tu abuelo se llamaban nacionales y ondeaban esa misma bandera». Ni siquiera cede cuando Ana Iris le recuerda que su admirada Revolución cubana proclamaba que «patria o muerte». Pero llega a admitir que una nueva generación sin los traumas de la suya sí podrá hacer lo de la resignificación (p. 106). Y de cualquier manera,

«lee a Insua y a Eslava Galán y a Roca Barea y dice que La ruta hacia el dorado, que nos compró cuando Javi tenía seis y yo dieciséis, es leyenda negra, y que si a Martín Cortés, que era el hijo de una malinche, se le ordenó caballero de la Orden de Santiago, es que tan mal no lo haríamos y que mira, sin embargo, los ingleses. Javi se ríe y asiente, pero a veces se lo llevan los demonios, como cuando dijo que aquello no fue un genocidio, sino que «los pusieron a trabajar y algunos murieron», medio en broma medio en serio y con Anabel, que es su novia y es dominicana, al lado» (p. 107).

Si Ana Iris Simón está de acuerdo en esto con su progenitor o no, no lo consigna en su relato. Este es también complejo, irreductible a una caricatura de fascista homófobo y racista de El Jueves: así, por ejemplo, en el pasaje más hermoso del libro, diserta sobre el significado del amor a través del que siente por su hermano, del que insinúa la homosexualidad. Y alaba también la corresponsabilidad doméstica del padre, aunque reivindica su derecho a mirar a las mujeres bonitas y solazarse con las contraportadas eróticas del As, «que le enseñaba a veces» jocosamente a su hermano para «ver si así se curaba» (p. 175). Lo de los «hombres deconstruidos» es «una filfa serrana» (p. 162). Los hombres —comenta con sus amigas citando al Fary— no deben ser blandengues, ni «los niños disgenésicos que salían en el Tinder», y sí lo contrario de esos indies que

«celebraban su languidez y su aspecto de faltarles B12 y se reían de los que podían levantar el equivalente a su peso en press de banca porque «menudos catetos, si parecen de Mujeres y hombres y viceversa» y porque lo del kalos kai agathos no puede entenderlo todo el mundo, pero sigue operando. El ideal sigue siendo la nobleza y la fuerza de cuerpo y espíritu, y lo sigue siendo porque no puede ser de otra manera. Ni body positive ni Dios que lo fundó» (p. 160).

Simón fantasea, teoriza, con un regreso al hogar y sus labores. Hacia la mitad del libro, relata una conversación con sus amigas, a las que sorprende con el «pensamiento rumiativo» de «que igual nos habíamos igualado por el lado malo»; de que ella lo que querría ser es «un poco mujer florero», aunque en realidad «no quería decir mujer florero, sino ama de casa». Hablan las amigas «de la flamante moto que se nos había vendido con lo de la incorporación de la mujer al mercado laboral como vía emancipatoria y de que igual no teníamos que haber reclamado trabajar también nosotras a cambio de un salario, sino que ellos trabajaran menos». Despotrican del Satisfyer «porque no es sino una manera de abrazar la precariedad también en lo sexual y de desvincularnos en nombre de nuestra libertad y de empoderarnos en nombre del sexo vacío y del “bonobo-capitalismo”». Simón apunta que Sylvia Plath escribió que se preguntaba si no era mejor «abandonarse a los fáciles ciclos de la reproducción y a la presencia cómoda y tranquilizadora de un hombre en casa» y también que «toda mujer ama a un fascista», y considera que la poeta «tenía razón y que todas amábamos a un fascista» (pp. 97-99, 161). También «que la biología y la naturaleza existen (¡anatema!) y se imponen» (p. 161). Y que «la relación entre hombres y mujeres [va] de desesperarse un poco, aunque ahora a cualquier conato de desesperación y de enfrentamiento se le haya convenido en llamar “síntoma de relación tóxica, sal ya de ahí, amiga, date cuenta”» (p. 156).

Quién es su prologuista también puede decir mucho sobre un libro. Y el de este es Pablo und Destruktion, un artista indie asturiano. De Feria alaba la «claridad y firmeza de un infante» con que proclama, no el trilema de Vichy, sino el de la democracia orgánica franquista: «familia, municipio y sindicato» (p. 13). Pablo und Destruktion es un hombre que proclama su ideología con menos sutileza que Simón, aunque a veces se arrepiente. En España —clama— «tenemos un gobierno que lleva la agenda globalista al pie de la letra: ceder la soberanía nacional a movimientos supranacionales por medio de la ruptura territorial, social, ideológica y psicológica»; que se vende a «el capitalismo financiero y su ingeniería social asustaviejas, rompehogares, polarizadora y venenosa»; y contra el que hace falta «un movimiento de resurrección popular». Una de sus canciones, Gijón, toma la melodía del Amsterdam de Jacques Brel para cantar una loa que resume a escala local toda una cosmovisión. Pablo und Destruktion añora la antigua Cimavilla, casco histórico de la ciudad y en tiempos barrio canalla, degradado e insalubre, pero de vida nocturna muy animada; un paraíso de garitos y «putas en los burdeles» donde la droga hacía estragos y del que «la rula estaba llena de caballo y lubina», pero donde «no entraba la madera/ [y] chigreros y macarras tenían sus propias reglas». Con aquel paraíso del que cabría preguntarse para quién lo era —y «esto era el progreso»— acabaron los «malditos europeos», empeñados en «volvernos puritanos, blandos, gordos y muermos».

No fueron los europeos, sino administraciones de izquierda sensibles a las reivindicaciones históricas del barrio las que rehabilitaron Cimavilla en democracia, poniendo buen cuidado de que no se gentrificase: los vecinos del barrio siguieron en él. Y este mantuvo una escena noctámbula animada, así como un fuerte espíritu comunitario. Cimavilla es un barrio orgulloso de sí, de su pasado y de símbolos de aquel mundo como Rambal, a quien Pablo und Destruktion también menciona en la canción: un showman homosexual muy querido, cuyo asesinato en 1976 conmocionó a toda la ciudad. Pero ningún oriundo del barrio siente añoranza de la Cimavilla de antaño. Esta solo prende en los foráneos; en quienes no vivían ni jamás hubieran vivido en el barrio, pero acudían a él semanalmente como al Safari en la pobreza que Darren McGarvey denuncia en un espléndido libro publicado por Capitán Swing, y hoy echan de menos, eso es lo que echan de menos, vivir peligrosamente en un espacio acotado en el que la desigualdad del mundo proporcionaba diversiones salvajes a los privilegiados.

La nostalgia puede ser un sentimiento hermoso y útil. Pero también puede conducir, aunque sea por senderos hermosos, a lugares siniestros.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

13 comments on “Ana Iris Simón, Pablo und Destruktion y el discreto encanto del falangismo

  1. saca vera

    y el señor batalla se queda muy corto con el perfil del cantante falangista cuenquil. sus opiniones sobre la llingua asturiana podrian ser peores que las de santiago abascal o ignacio blanco!

    • «podrían ser peores»? si las airea directa y alegremente en su actual «decadente cimadevilla». yo misma le escuché en su día en el bar ‘plaza’ una perorata anti-asturianu que metía miedo. es un españolazo de la misma calaña falangista que edu galán, antonio maestre y toda esa banda pseudo-progre adictos al madrid más intolerante con la diversidad del estado.

  2. En el discursito vestido de ‘rebeldía’, ‘valentía’, y blablablá que soltó en La Moncloa por lo de España 2050, Ana Iris llega a decir que siente escalofríos cuando escucha decir que España va a necesitar miles o millones de inmigrantes en los próximos años… revisad el vídeo porque lo dice tal cual y, a continuación, propone pagar con mis impuestos a quienes decidan tener hijos, como si tener hijos fuera un derecho y no una opción; por tanto, blanco y en botella, pongánle el nombre que quieran: ‘fascismo’ o el que sea. Recomiendo ver la incómoda entrevista que le realizó Monedero en su programa de Publico.tv En La Frontera no hace muchos días para entender muchas cosas y donde quedan a las claras las contradicciones de Ana Iris. Hay que vender libros como sea y ya está. Ah, Ana Iris sabe que España va a necesitar esos trabajadores inmigrantes independientemente de si la natalidad es más alta o más baja, ¿o no sabe Ana Iris que hay sectores laborales en los que las condiciones de trabajo son las que son para que sean cubiertos por población migrante y no por pobrecitos jóvenes españoles que ‘no pueden’ estudiar ni trabajar en su país y que ‘sí pueden’ permitirse el lujo de rechazar esos empleos? Claro que lo sabe. Pero engaña para ‘pescar’ clientes (lectores) en las aguas revueltas del fascismo que no sabe ya con qué cara amable presentarse ante la clase trabajadora explotada y despreciada

    • Tú discurso @tribuna violeta lo podía suscribir el presidente del BcE o FMI. Reaccionario y liberal

    • Taraak

      >¿o no sabe Ana Iris que hay sectores laborales en los que las condiciones de trabajo son las que son para que sean cubiertos por población migrante y no por pobrecitos jóvenes españoles que ‘no pueden’ estudiar ni trabajar en su país y que ‘sí pueden’ permitirse el lujo de rechazar esos empleos? Claro que lo sabe.

      Pues claro que lo sabe, ahora una pregunta para ti, ¿que crees que pasaría si dejase de venir mano de obra desesperada y solo quedasen esos jóvenes que para piensan «para pobre y puta, mejor solo pobre»?, a mi se me ocurre que la posibilidad de que esos trabajos pasasen a estar algo mejor pagados para que se realizasen existe.

    • Paezme pergrave lo que dices sobro la inmigración y los empleos precarios. ¿Asina pensáis ganavos a la mocedá? Claro que los xóvenes españoles nun queremos empleos precarios, y non, non toos puen permitise refugalos. Si la inmigración val p’afalagar esa semiesclavitú, y qu’eso exista nel nuesu país, yo tampoco nun quiero inmigrantes. Hai unes cifres escandaloses de paru, y éstes han elimínase con trabayu DIGNU.

  3. Gran artículo. Estos días se ha puesto de moda de nuevo Ana Iris, debido a su exaltación neofalangista delante de «los poderosos». Incluso esa izquierda posmo, que es incapaz de ver más allá de sus narices, aplaude su rancio discurso. Será una inteligente y talentosa escritora, no lo dudo. Lo que no dudo en absoluto es que su discurso podría haber sido en la Francia de Vichy o en la Italia de Mussolini con total fruición y algarabía.

    • Taraak

      También era defendido por el Partido Comunista Italiano; va a resultar ahora que si a un fascista le gusta tener una familia en una casa y un trabaja para alimentarla, todo aquel que quiera eso va a ser fascista.

  4. unvecinho

    Increíbles los historiadores que juzgan el pasado exclusivamente con las categorías del presente (¿eso no es de primero de carrera?): en realidad yo creo que hay una velada envidia de cómo escriben la Simón (de la cual tengo y disfruté el libro) o el Destruktion (¿ellos son los verdaderos historiadores? ¿los verdaderos bardos?).

    Se sigue (también, por lo que veo, desde el academicismo pertinaz) sin elaborar una teoría del presente desde un nuevo paradigma. Se sigue explicando todo en términos de rojos y azules, del período de entreguerras, de la guerra civil, de cuando el telégrafo era vanguardia vamos…

  5. Pura Francisco

    Extraordinaria reseña. Gracias por el rigor y la buena narración.

  6. Tras cuarenta años de franquismo, llegaron cuarenta años de progresía

    Tras cuarenta años de progresía, llegarán cuarenta años de neo-fascismo

    Los jóvenes dejarán de escuchar a Aitana, y escucharán a Platoon 14 y a Pugilato

  7. Pingback: Javier Ceballos Jiménez: Ana Iris Simón: Feria – Javier Ceballos Jimenez

  8. A mí también me parece envidia, bonobo-marxismo

Responder a CésarCancelar respuesta

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo