/ El norte / Eugenio Fuentes /
bDos volúmenes ilustrados concentran la atención de esta tercera entrega de «Pistas para ferias», la linterna imantada que pretende ayudar a orientarse en el maremágnum de títulos ofrecidos al lector en la recta final de la temporada. El primero, Fahrenheit 451, es un clásico, una de las obras más relevantes del siglo XX, y vuelve a los escaparates en una nueva traducción reforzada por penetrantes dibujos de Ralph Steadman. Casi setenta años después de que la novela viese su primera luz, cabe preguntarse hasta qué punto son acertadas las premoniciones que recorren sus líneas. La linterna arroja también sus rayos sobre Le pont des arts, una curiosa historieta en la que, en clave de humor, se revelan algunos de los más extraños vínculos establecidos entre escritores y pintores parisinos de los siglos XIX y XX. Bienvenidos al claro del bosque.
¿Qué queda de Fahrenheit?
Hace 69 años, en 1953, Ray Bradbury publicó su primera novela. La tituló Fahrenheit 451 y, para arrancar con las cartas boca arriba, advirtió en una nota previa que esa es la temperatura a la que arde el papel en el que suelen imprimirse los libros. O sea, 233 grados centígrados. Muchos recordarán seguramente que, traspasado el umbral de la advertencia, se accede a una sociedad de desmemoriadas personas felices, confinadas por su propio gusto entre cuatro paredes recubiertas por otras tantas pantallas televisivas, y obligadas a desplazarse en vehículos cuyos conductores son multados si circulan a menos de ochenta kilómetros por hora. Los peatones son sospechosos y la posesión de libros no solo está prohibida sino que es causa suficiente para que, tras la preceptiva delación, una espectacular brigada de bomberos pirómanos reduzca a cenizas la biblioteca y la casa que la alberga. La novela, uno de los textos mayores del siglo XX, está protagonizada por el bombero Guy Montag, de treinta años, diez de ellos dedicados a la incineración de textos. Tras unas cuantas charlas con una adolescente soñadora, Montag sufre una crisis de conciencia, es informado por su jefe del largo proceso social que desembocó en el reinado del fuego y, después de ser castigado con dureza por su incipiente rebeldía, emprende una huida que le llevará a militar en un grupo de resistentes cuya arma es la memoria. Entretanto, estalla una guerra.
En realidad, es muy probable que la mayoría de quienes hayan leído la novela no recuerden tantos detalles. Si acaso guardarán en la memoria la prohibición de los libros, su quema y la rebelión del protagonista. Con el posible aderezo de un batiburrillo de imágenes tomadas de la película que Truffaut dirigió en 1966. Muchos incluso no habrán memorizado nunca la temperatura a la que arde el papel y llamarán simplemente Fahrenheit al texto con el que Bradbury (1920-2012) ingresó en la selecta hermandad de autores de magnas distopías represivas, señoreada hasta entonces por Zamiatin (Nosotros, 1920), Huxley (Un mundo feliz, 1932) y Orwell (1984, 1949). Fahrenheit consolidó además a Bradbury en el trono que le correspondía desde que, tres años antes y por consejo de un editor, reuniese un conjunto de relatos sobre la colonización de Marte en un volumen titulado Crónicas marcianas que, a menudo, es tomado por su primera novela. Igual que es tomado por escritor de ciencia ficción quien en puridad es un sutil poeta, de mirada muy atenta, que plasma sus certeras intuiciones sociales en prosas distópicas.
De ahí que sin duda resulte más que pertinente invitar al lector a acercarse a esta edición de Fahrenheit 451 que, con nueva y espléndida traducción a cargo de Marcial Souto e incendiarias ilustraciones de Ralph Steadman, acaba de publicar en España Libros del Zorro Rojo. Y no solo porque las visiones alucinadas de Steadman erizan el escalofrío lector sino porque una relectura hecha en 2022 permite evaluar hasta qué punto fueron acertadas muchas de las pesadillas plasmadas sobre el papel por un Bradbury que, sin embargo, no preveía la importancia de los ordenadores personales, Internet, las redes sociales y, en suma, la interacción con pantallas que pueden llevarse en un bolsillo.
Sería necedad artera detallar el mundo de idiotas ensimismados que Bradbury erige con maestría. Que, por cierto, no es muy distinto del actual. O enumerar los jalones que llevaron a prohibir los libros en lugar de dejarlos malvivir, como se hace ahora, bajo toneladas de basura encuadernada. No obstante, en las explicaciones que el bombero en crisis Montag recibe de su jefe hay un aspecto que debe resaltarse porque, en estos últimos años, está en el centro de muchos debates políticos. Además de la superpoblación, que ha rebajado a lo ínfimo la calidad de la educación y de los escritos; además del desarrollo tecnológico, que ha entronizado la velocidad y la satisfacción inmediata de los deseos, escribe Bradbury, hubo una tercera causa en la caída en desgracia de los libros: la multiplicación de las minorías causada por la propia multiplicación de los animales humanos.
«Nuestra civilización es tan amplia que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren y se agiten», advierte el jefe de bomberos. De modo que deben eliminarse los textos que puedan molestar a cualquier minoría. Por esa razón, los escritores «llenos de malos pensamientos» tuvieron que guardar sus máquinas de escribir. Y lo hicieron. Entre nosotros, en 2022, aun no lo han hecho. Solo han reforzado su autocensura, temerosos de contravenir el discurso dominante sobre las minorías. Solo han desaparecido de las listas de ventas, expulsados por los productos industriales. Solo han cedido las colas de firma de ejemplares a influencers analfabetos que Bradbury, estancado en la pantalla televisiva, no había previsto. Solo…

Ray Bradbury
Libros del Zorro Rojo, 2022
192 páginas
21,90 €
Pintores y escritores cruzando el puente
Fue Diderot, asegura Catherine Meurisse, el primer escritor en romper la norma no escrita que reservaba a los pintores el juicio sobre la pintura. «Mido la belleza de una obra por la intensidad de mi emoción», habría dicho el padre de la Enciclopedia, quien, utilizando su entusiasmo como rasero, se convertiría así en pionero de la llamada crítica de arte. Con lógica cartesiana, Meurisse dedica a Diderot las páginas iniciales de Le pont des arts (El puente de las artes), un cómic en el que, dos siglos y medio después, pasa revista a algunas de las más llamativas y fructíferas relaciones entre pintores y escritores. George Sand, Delacroix, Ingres, Balzac, Gautier, Baudelaire, Zola, Proust, Jean Lorrain, Gustave Moreau, Breton, Apollinaire, Picasso pueblan con sus logros, ocurrencias y enredos las páginas de la última entrega de una autora cuya pasión por la literatura y el humor ya habían quedado patentes en La comedia literaria (Impedimenta, 2016).
La paleta de Meurisse (1980) es tan amplia como la de los pintores que deambulan por Le pont des arts, esa pasarela sobre el Sena que enlaza el Louvre con la sede del Institut de France, institución madre de la Academia Francesa y de todas las demás academias galas. Precisamente, Meurisse fue elegida en 2020 para integrarse en la de Bellas Artes, convirtiéndose en la primera historietista presente en sus reuniones. Cinco años antes, había sido una ausencia, en este caso de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, la que le permitió sobrevivir al atentado terrorista contra la publicación que había osado tomar a Mahoma como blanco de algunas de sus crudas irreverencias. De ese trágico episodio, y del rastro de dolor y culpa que impregnó a los supervivientes, dio espléndida cuenta en su volumen La levedad (Impedimenta, 2017).
Quienes se asomen a las páginas de Le pont des arts podrán escuchar las acerbas críticas que Delacroix lanza, en presencia de George Sand, a la pintura de Ingres, mientras Chopin arropa la escena con sus toses. Verán a Baudelaire ensalzar a Manet, asistirán a la defensa sin fisuras que hace Zola de los chimpancés impresionistas y a la degradación de su amistad con Cézanne, seguirán con detalle el rocambolesco robo de La Gioconda que tuvo contra las cuerdas a Apollinaire y a Picasso o podrán internarse en la más compleja de las historias recreadas por Meurisse: aquella en la que un lienzo de Gustave Moreau desempeña un papel trágico en la novela de Jean Lorrain El señor de Phocas. E incluso, ya alejados de riñas entre pintores y escritores, y explorando las relaciones profundas entre escritos y pinturas, descubrirán cómo Picasso se hizo con un taller situado en la misma dirección donde Balzac había emplazado el estudio del pintor protagonista de La obra de arte desconocida. Y sabrán que fue allí, curiosamente, donde el malagueño pintó una de las obras de arte más conocidas del siglo XX: Guernica.

Catherine Meurisse
Impedimenta, 2022
112 páginas
22,95 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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