Crónica

La prodigiosa década oriolana

Antonio Gracia evoca su adolescencia en la Orihuela tardofranquista, tiempo en que deseaba «que aquella Oriola parva, parvo espejo de España, mudo émulo del mundo, despertara un buen día sin cráneos tonsurados ni galones flamígeros».

/ por Antonio Gracia /

El despertar

Yo despertaba de mi adolescencia. Una peseta al día durante los veranos (era el salario que mi padre me regalaba por ayudarle en el almacén), más alguna que yo hurtaba, fueron mis primeros ahorros con los que empecé a autobibliotecarme. Yo tendría diez, doce años. Mi padre, inteligente intitulado, sabio y poco erudito, hablaba como un eco lejano de la calle, del hambre y de una guerra. Mi madre, hija de las supersticiones de aquel tiempo, trabajaba con él de sol a sol. No comprendía yo cómo a un niño le quitaban de pronto su lenguaje: nacemos y entendemos el mundo a través del contacto con las cosas; nuestra piel nos nutre nuestra mente; besos, arrullos, el pecho maternal, la infancia como un trozo de carne moldeable, la carne sensibilizada como único lenguaje para sentir y hacer sentir; y de pronto, cumples algunos años, te alejan de los cuerpos, te prohíben el tacto, lo que era puro amor pasa a llamarse sexo y quedas paralítico y mudo, manco y ciego, y con piernas para correr hacia una explicación del abandono. La adolescencia significa la muerte de la infancia: pero su asesinato. ¿En qué mundo había yo caído, donde todo era contrario de sí mismo? Tuve que refugiarme en otros seres humanos más humanos: los libros.

Mi primer libro comprado, con el sueldo que digo y la venta de las colecciones de tebeos, fue nada menos que La perfecta casada, que, tras empezarlo entonces, aún no he leído. No obstante aquel trauma libresco, la lectura fue para mí la única vida viva, la que abrasaba con carne y sangre mi mente esquiva de unas aulas en las que había mucho latín y religión con incienso eclesiástico y de las que aprendí fascinación por las mitologías cristiana y grecolacia. En ellas encontraba una respiración con la que ahuyentar el clima represivo de la caduca Universidad de Santo Domingo. Las metamorfosis, El asno de oro y La celestina son títulos que leí durante los «ejercicios espirituales», no sé si por azar o por inconsciente venganza. Aquellos libros me entregaban criterios diferentes, impulsos que yo sentía en mí y que se le negaban a mi cuerpo, haciéndome sospechar de mi propia lucidez al pretender hacerme culpable por sentirlos. Eran, tales lecturas, mi primer contacto con lo que yo entonces no sabía que se llamaba libertad. Un par de años después, vendrían el honor y sus machismos, sus galanterías y sus violaciones solapadas de la mano de Lope y sus vasallos.

España era una aldea de la República católica y Orihuela era un barrio de aquel catastrofismo. El mundo orcelitano estaba gobernado por la Iglesia y por Franco, como todo el imperio, y como era notorio, aunque yo lo supiera solo un tiempo después. Mi mundo exterior, y el de todos los niños, estaba dividido y conformado por diferentes páginas del libro de la vida. En una página vivían nuestros padres, en otra existían los profesores, y en algunas restantes, la lluvia sobre el parque, las tardes de domingo mirando el horizonte, la radio y sus seriales y sus prédicas, las sillas en la acera durante los veranos, el cine con su nodo insoportable, las chicas como frutas del pecado. Y había dos altares: infinitas iglesias habitadas por beatas con velo, y un negro cementerio al que de vez en cuando se iba en procesión. Si leo en aquel libro, veo que casi todos los padres eran igual de buenos y de malos: te daban de comer y de estudiar, pero de vez en cuando decían acusantes: «y yo sacrificándome por ti, para que estudies», con lo que destruían su sacrificio y su escondido amor y despertaban la culpa en nuestras mentes y el deseo de odiarlos si no fuese pecado. Así que se les odiaba sin saberlo. En cuanto a los profesores, la mayoría seglares, casi todos eran curas sin sotana, porque llevaban el sacerdocio incrustado en la mente y hablaban y actuaban desde el miedo aprendido, y desde el mismo miedo fraguaban nuestras almas. Que los niños y los adolescentes, tampoco los adultos, no éramos iguales, aunque así lo dijesen, lo comprobaba yo cada vez que veía a muchos compañeros con ropas que a mí se me negaban, con bocadillos más jugosos, con plumas muy distintas, con fiestas y regalos que envidiaba. A pesar de las misas y los jesucristos, no entendía yo por qué mis padres trabajaban quince horas mientras aquellos señorones nos miraban pasar hacia el colegio desde sus peceras confortables de El Casino. Y a mí no me servía que en clase nos leyesen unas terribles «danzas de la muerte» en las que los ricos y los pobres se morían igual aunque viviesen de manera distinta. La verdad es que yo prefería que fuese del revés: comer, vestir mejor, y morirme peor. Pero un profesor sabio se empeñó en hacerme comprender la injusticia de pretender contravenir a la naturaleza, que había dispuesto, más sabiamente aún, que cada uno tuviésemos lo que nos merecíamos. Cuántos hubiésemos aceptado como propio un personaje de la talla de Atticus, el ético y comprensivo rostro de Gregory Peck, en Matar un ruiseñor.

Muchas preguntas orbitaban mi mente. Si la Naturaleza tiende al bienestar y todos los seres procuran el placer y no el dolor, ¿de qué sirve un Dios que no produce la felicidad sino la frustración y el malestar cuando castra el natural instinto en lugar de orientarlo bienhechoramente hacia la placidez de la existencia sin traumas ni tabús? ¿Cómo un dios incorpóreo e insensible puede ser la imagen o la semejanza del hombre, ser corporal y sentidor? ¿Cómo una Iglesia puede representar al ser humano y comprender sus necesidades y problemas si reniega del cuerpo —y lo desconoce—, que es la frontera y límite del espíritu individual? Quien siente en nombre del otro y dicta lo que debe sentirse es un impostor: pero quien lo suplanta con prevaricación emocional de su personalidad es un asesino. Y eso me parecían los sacerdotes: pederastas del alma. Eso concluí y esa bomba teótica lancé: y su estallido se volvió contra mí, porque el síndrome de la culpa ya lo habían embarazado en mis entrañas infantiles. De la magia de la religión nada quedaba, puesto que los nazarenos eran simplemente hombres, vecinos o, en el mejor de los casos y por muy lejos que viviesen, vecinos de nuestros vecinos. Había cometido yo un deicidio y me pesaba más que cualquier crucifixión de todos los redentores prometidos: solía escabullirme de las misas diarias y escaparme hasta la bóveda de la iglesia, desde cuyas alturas mucho menos celestes que infernales veía a mis compañeros allá abajo repitiendo los ritos de la confesión y comunión, el arrodillamiento y la claudicación. Algo bullía en mí que reventaba como un volcán airado. Por algunas fisuras o roturas de las vidrieras entraban pajaruelos que no sabían salir y se estrellaban contra los cristales y contra las paredes, prefiriendo la muerte al cautiverio, eso pensaba yo, aunque El Quijote, con aquello de «la libertad, Sancho, es el mejor bien, y el cautiverio el mayor mal», no llegó hasta los catorce años a mis ojos. Un día me autorreté a comulgar sin haber confesado, y otro día, tras lo mismo, subí hasta aquella bóveda con la hostia escondida en la boca y la puse sobre uno de aquellos pájaros cadáveres como arcángeles suicidas y ordené: «Resucita». Pero el muy pajarraco permaneció prisionero de la muerte y se acabó aquel Dios que querían venderme con hechizos y magias y torturas y fuegos y satanes y espantos. Y el cadáver del señor de los cielos me persiguió y culpaba mi sonrisa de niño, me quitó la alegría durante algunos años. Vino a mis ojos Crimen y castigo y pensé —no: sentí— que Dostoyevski había comprendido mejor que nadie el verduguismo que latía subyacente dentro del cristianismo de la Iglesia.

El cine de Bergman estaba en su apogeo, y en sus hermosas y terribles imágenes enseñaba a aprender —ahora lo sé— toda la parafernalia psíquica del dolor y la culpa y la muerte, acordes con aquella ideología espiritual e impulsora de la misma. Qué sombríos sus alegatos, conscientes o involuntarios, contra la vida, qué desmesura el infernal fracaso el de la vida entre las fresas salvajes. Allí se predicaba que es absurdo vivir, y más absurdo traer hijos a esta vida; y aún más esperar que sean felices. Recuerdo algo que para mí fue un gran descubrimiento y que intentaron podar de mi conciencia: me sorprendieron en el cine fascinado ante El séptimo sello. Al día siguiente todo el fuego del mundo —del inmundo trasmundo— cayó sobre mi cabeza en medio de aquel aula cuya cuadrícula ideológica quería simetrizarnos los cerebros a imagen y semejanza del feudalismo celeste y la dictadura terrenal. «Con los brazos en cruz en aquel ángulo y tres libros encima de las manos», fue el castigo. Pero no odié aquel peso que en las tardes tanto placer me daba y tanto descubría de lo que me ocultaban. E igualmente recuerdo cómo salieron asustadas a mitad de película las santas castas monjas que, en un acto de amorosa cultura, llevaron a las hijas de María a ver al Shakespeare wellesiano de Campanadas a medianoche y se encontraron con un burdel de celuloide tan enclaustrado como sus conventos. Aquel acto de fe respecto a la cultura me recuerda otro acto también designatario de la culta incultura que aquella España orcelitana lucía en las hombreras militares: fue al final de la década y en un bar frecuentado por medianía social; en la televisión, alzada entonces ya sobre nuestras cabezas como un dios o general de las masas, brillaban las imágenes de los primeros pasos humanos en la Luna, mientras los vinos y los carajillos derramaban sus cantos en la sangre; un militar, enjarretada la mano sobre el pistolón, habló por boca de la sabiduría típicamente hispana de aquel tiempo y dijo: «Pues sí que son idiotas para pensar que me lo voy a creer yo. Eso es una película». Y sorbió el vaso, miró en redor, caló el tricornio, fuese y no hubo duda de que verdaderamente muchos estaban en la Luna.

En aquel mundo aislado y solitario, cautivo y anhelante, yo me decía al acostarme: «El suicidio es el único acto de libertad que existe». Tendrían que pasar muchos años para desechar aquel entendimiento y comprender que la vida es el único país en el que se puede ejercer la libertad y, además, intentar mostrarle a los demás lo mismo.


El libro de la vida 

Pero ¿quién era yo para enseñarle nada a nadie? Aquella sociedad culpabilizadora y represora me había despojado de la mismidad, me había saboteado el yo, como a todos, y mi primera meta fue la de reconstruirlo. Quizá por eso el episodio del pájaro en la bóveda. Quizá por eso cambié las visitas a la iglesia, a donde acudía como si de un cementerio divino se tratase, y para gozar de su silencio y su nirvana, por las estancias en la Biblioteca Teodomiro, otro sacrosanto catafalco, si bien este elegido y no impuesto, con ventanas abiertas en múltiples estantes hacia otros mundos donde la soledad hallaba compañía y tomaba las armas para luchar cuando la hombría hubiera de ejercer sus singladuras entre los otros hombres y misterios. Además: allí estaba exiliada, enmazmorrada, La Diablesa, por la que mi corazón sentía mucha más inclinación, con su infierno sensual pisoteado, que por todos los éxtasis que La Gloriosa prometía.

Las palabras anteriores me hacen ser consciente de que lo que estoy escribiendo, como siempre sin premeditación y sin un norte, contiene la semilla de los grandes problemas que a lo largo del tiempo han sufrido y gozado los humanos: la soledad, la compañía, el egoísmo, la solidaridad, la libertad, la represión. Es cierto: ¿por qué no supe nada de Miguel Hernández, viviendo en su ciudad, hasta que la vida universitaria —no la Universidad— me abrió los ojos a otros mundos, sino porque el poder creaba sus esclavos, tamizaba las cosas, ocultaba las liebres y enliebraba los gatos? ¿Por qué tuvo la ensimismante Marilyn tanto glamur y enervó tanto falo sino porque la castración de la sexualidad era una poda que se ejercitaba comúnmente? ¿Acaso El graduado era una gran película, o bien se limitaba a mostrar con oficio que el sexo coexistía con las ingles tangenciando el amor o independiente de él? ¿Puede alguien entender el éxito del episodio literario de «las trece pesetas» de Torcuato Luca de Tena y su Edad prohibida sin la castración sentimental de aquella época? ¿Hubieran sido tan excelsos los Beatles si su actitud ante la sociedad, tanto o más que su música, no hubiera significado un rechazo de las inquisiciones y fronteras sensuales? ¿No es cierto que la muerte de Kennedy supuso una metáfora de lo que ansiaban algunos, y temían muchos más, que le ocurriera a El General? ¿Es que el éxito de la trinidad de Antonioni no se debe a que su cine amordazado se entendía como una paráfrasis de la mordaza de aquel tiempo de silencio? ¿No es verdad que El proceso, además de por sus excelencias, impactó en las conciencias de los espectadores porque todos podíamos ser procesados en cualquier instante y sin saber por qué? ¿Alguien piensa que no se sintió libre con Papillon cuando, por fin, este escapa de su pesadilla? ¿Quién no guerrilleaba contra los grisescomo un viriato silencioso cuando luchaba entre las sombras al lado de Alan Lad o Gary Cooper? ¿Existe alguna duda sobre el hecho de que el payaso de las bofetadas del cine y de los circos no recibía también todas las que no podían dársele al inquilino de El Pardo?

Era la era del fútbol, los toros y el boxeo, la religión y los opios del pueblo. Era la edad de hierro de la ley de la fuerza. Era el tiempo en que el Obispo se trasladó a Alicante, se construyeron los institutos de El Palmeral y Gabriel Miró, se despoblaba el casco histórico oriolano, se edificaban las viviendas de Los Andenes, se quemaba La Misericordia, se destruía el edificio gótico civil La Casa del Paso, se sustituían la herrumbrosa pasarela y el Puente de Levante, se organizaba la Feria de Muestras en La Glorieta, se azahareaba a los poetas floristas en El Casino (por esas fechas ocurría todo eso, aunque no tengo certeza ni quiero comprobarlo: porque para uno mismo la vida es lo que se recuerda de ella, si bien la memoria traza su estrategia y olvida o rememora aquello que ayuda a la supervivencia). La televisión era un telescopio teledirigido para mirar el mundo. Quiso el azar que apareciese en ella, ante mis ojos, un cuadrilátero en el que dos hombres se pegaban incomprensiblemente. Los mamporros duraban y una voz alababa la táctica de los puños coléricos, los golpes recibidos y aguantados, las mandíbulas fuertes y encajantes, los amagos de dolor, la belleza de la violencia humana exhibida ante la muchedumbre enardecida. Cuando salí de mi asombro, intenté comprender a aquellos individuos envueltos en calzones con las manos forradas y el sudor sanguinolento salpicando la piel. ¿Por qué ese y otros deportes tenían un público, me preguntaba? Mientras las imágenes caían sobre mí y herían mis retinas, noté que cada pocos segundos tenía que respirar profundamente para intentar calmar y relajar la crispación de mi pecho y estómago, que se enervaban, aunque yo les dictaba que mantuviesen impasibilidad ante aquello que no me concernía. ¿Cómo podía soportarse tal tensión durante tanto tiempo por parte de la audiencia? Comprendo que la fuerza siempre ha sido una ley que la historia ha respetado porque ya Darwin demostró que solo el más fuerte sobrevive. Y recordaba, mientras trataba de amainar racionalmente los efectos de aquella lucha interminable, esa hermosa y memorable pelea de ficción que el gran Ford mostraba en El hombre tranquilo, en la que John Wayne y Victor Mclaglen zanjaban sus diferencias personales siguiendo un código de honor ya trasnochado, pero visto con entrañable humanidad.

Y de pronto llegué a la conclusión de que la causa que a mí me repugnaba —la crispación de mi cuerpo por la adrenalina desatada— era precisamente el motivo del éxito en las conciencias del público boxístico. Era aquella pelea, ni más ni menos, que una reencarnación del pugilato de los circos romanos, un fragmento de tiempo desgajado y anacrónico ofrecido a personas convertidas en chusma. Igual que una droga crea un clima de excitación físico-síquica, el espectador de estos deportes (el boxeo, los toros), se anega y se emborracha de una malsana sensación de vértigo que precisa saciarse más para poder satisfacerse y alcanzar una catarsis o un nirvana infecundo: el mismo estímulo que convierte algo temido —las películas de terror— en algo deseado. La reacción que a mí me provocaba —el deseo de apartar de mis ojos la violencia—, producía en otros seres una necesidad de acrecentar la excitación para, llegado el clímax de un orgasmo morboso, apartar el combate como a una prostituta ya inservible. Es decir: que los espectadores admiraban en el ring (o en la plaza) la demostración de lo que hay perdurable de animal en el hombre, admiración patente en el jaleamiento de los mamporristas, tanto más admirados como héroes cuanto más diestros eran en utilizar su inteligencia y facultades físicas para comportarse como bestias humanas. El comentarista que alaba el derechazo y hace exégesis de los nuevos gladiadores, el cigarro mordido y masticado, las muecas de vociferación, los brazos que golpean el aire entre las gradas a imitación del cuadrilátero, esos humanitarios gritos de «zúrrale, mátalo» y otras metáforas del infarto cotidiano eran demostraciones —me lo parecía— de lo que yo pensaba.

Comprendí el éxito de tales espectáculos, porque la fiera que todos llevamos agazapada dentro solo espera cualquier carnaza para salir. Y no era lo peor que dos hombres se golpeasen hasta abatirse: el cine negro ya denunciaba todo un mundo mafioso alrededor del ring. Se exhibían —lo recuerdo— películas como El ídolo de barro, La gran esperanza blanca, Marcado por el odio, Cuerpo y alma, Nadie puede vencerme o Más dura será la caída, en las que Kirk Douglas, John Garfiel, Robert Ryan o Humphrey Bogart sufrían o denostaban ese universo de corrupción y gangsterismo.

En el mundo cabe todo, pensé. Hay que respetar la libertad. Pero reflexioné: si todas las opiniones fueran respetables, Hitler lo sería también. Y no me lo parece. Y comprendí aún más: aquel cuadrilátero cerrado, como un aula beligerante y emblemática, era, ni más ni menos, que la plaza de España, nuestra franca nación aún dividida, sin guerra pero bélica, con resaca de ayer y resabios de mañana.


Solo las urnas no mienten

Pensar la libertad. Ésa era una consigna que aventaban los tiempos. Yo pululaba por los recién inaugurados centros de juventud Tháder y Dácor. Me regía por el escepticismo como única fe y desde ella opinaba y escuchaba opiniones. La muerte del Che Guevara y su defensa de la libertad mediante la guerrilla no me parecía tan defendible y exaltable como escuchaba alrededor de todos mis alrededores. Tal vez me determinaba todo cuanto había escuchado sobre la laguna de la guerra fratricida, que tantos cuerpos y sueños se había tragado. Y pensaba que muchos intelectuales se sienten tentados de ofrecer el mejor de los modos de vida a sus conciudadanos. Observan la realidad que les rodea, siempre mejorable, y no saben aceptarla como derivada de que pocos son los seres privilegiados y muchos los normales, sino que la consideran un error o defecto de los gobernantes. Probablemente es cierto su diagnóstico: al poder no le interesa el bienestar intelectual de los ciudadanos, sino el sentimental, que puede manipularse y conformarse con frivolidades que distraigan la atención y ahuyenten la crítica al Gobierno, consecuencia de la falta de autocrítica. Alzan entonces el sueño de un paraíso social que, si no es tan peligroso como el yermo anterior, peca por exceso y utopía y crea, más que creyentes, ilusos que confunden la imaginación con la fantasía, lo probable con lo posible, aunque siempre haya, afortunadamente, un soñador para un pueblo que inicia la revolución imposible por indefinitiva, pero necesaria para mantener la utopía de la perfección como existencia y realidad. Entre las candilejas de la clandestinidad yo pensaba, como otros, cosas así, fantasmas, realidades. ¿Cómo podía soñar con sueños de tal índole bajo aquellos presidios cotidianos? ¡Si lo que se imponía era dejar de ser esclavo: porque son los esclavos quienes crean con su desidia —comprensible— a los tiranos! Recordando estas cosas entiendo que las pesadillas y los sueños conviven y procrean monstruos de dictaduras y utopías.

Sin embargo, pensaba yo —pensábamos— que los ecologistas de la mente corren el riesgo de postular una dictadura de la inteligencia y la sensibilidad: porque el inteligente cree que todos son como él y, a pesar de su capacidad, su ensimismamiento le hace ajeno al hecho de que el factor común de la humanidad es la normalidad, o la mediocridad, que él calificaría de inferioridad si no fuese porque no se considera superior, sino distinto en todo caso. Lo que ofrece a sus convecinos o coetáneos es lo mejor, olvidando que hay pocos mejores y que, por ello, la inmensa mayoría solo entiende y aspira a lo mediano o, incluso, lo malo, pero satisfactorio para el órgano del placer que ha desarrollado como sinónimo de una presunta y frívola felicidad.

En semejante trance, tales supuestos y ambiciosos artífices del bienestar de los hombres, tal vez lleguen a la conclusión de que el vulgo no sabe lo que quiere o solo quiere aquello de lo que sabe, y que, como lo han educado mal intelectual y emocionalmente, se contenta con baratijas y superficialidades. Querrían que cada ser humano alimentase su cuerpo con los mejores frutos de la tierra y, también, que su mente gozase con las mejores obras nacidas de la inteligencia. Quisieran que, además de hacérsele la boca agua frente al mejor bocado, el ciudadano sintiese un osgasmo intelectual ante un cuadro, un poema, una sinfonía. Quisieran, en fin, convertirlos a todos en unos alteregos.

De ahí solo hay un paso a la reflexión de que debe redimirse al pueblo de sus errores y darle lo que se merece y no tiene porque se lo han negado sus caudillos. Y he aquí el fantasma del despotismo, nacido del deseo de la igualdad superior de la mayoría, planificando inextricablemente un totalitarismo dictatorial de la belleza, la sensibilidad y la inteligencia: darle a cada uno lo que se merece, aunque no lo desee ni la naturaleza lo haya capacitado para recibirlo, imponerle cualquier tipo de hedonismo metafísico porque, «si fuesen capaces de elegir», lo preferirían.

Sin duda, frente a unas generaciones dominadas por el mal gusto de los malos gobernantes sería una solución oponer sendas generaciones dominadas por el buen gusto de los buenos legisladores, porque somos lo que heredamos como germen de la autorrealización. Y al cabo, donde había vulgaridad, pobreza espiritual, desidia y vegetarismo, habría vigor experiencial del conocimiento y apetito por la sabiduría. Pero, así, el otro, ese al que se le posterga su albedrío, no estaría escogiendo libremente, sino en libertad condicionada en lugar de con esclavitud clandestinada. No es la fórmula mejor imponer, sino proponer, lo que creemos mejor, porque la libertad no consiste en reglamentar o establecer autoritariamente para los demás el concepto que tenemos de ella. Y es deber de todo aquel que quiere hacer libres a los otros aceptarlos como son: sabios, necios, contumaces, rectificadores, bastardos de la lógica, legítimos del error. Cuando un hombre o una mujer dice «esto quiero» está forjando un mundo, y nadie, más que con el concurso de la mayoría responsable, puede alterar ese diseño, pues la libertad consiste en conocer y asumir que nadie más que uno mismo puede negar ningún derecho propio, salvo aquel que, ejercitado, impediría ejercer a los demás los suyos. Esto se llama responsabilidad; y sin ella, que está por encima de las libertades y las implica y de ellas emana inextricablemente, estas no existirían; y el mundo sería un caos.

Espejismos como idealismos, eso era todo lo que sucedía. Y en el otro extremo, la prisión en que se había disfrazado nuestra España. Claro está que tales consideraciones eran ajenas tanto a «caballeros cubiertos» como a «armengolas» armadas, y solamente propio de hijos pródigos y parias del sistema. En general, no existía más conciencia política que la de mezclar en los guateques a Albano con Raimon para que cuando callase la ira de este fuera más fácil besar entre las sombras escuchando la seducción de aquel. Elucubrar durante aquellos días era beneficioso para nuestras conciencias aprendices, y tan bastardo para la realidad como pensar cómo debía regularse la responsabilidad antes de haber construido la libertad. Había quienes lanzaban voces fanatizadas, crispadas, descalificadoras de los ciudadanos: parecía olvidarse que la democracia —ese concepto que algunos habíamos aprendido de la Grecia antiquísima— es la única forma de gobierno que permite que todos acertemos o nos equivoquemos responsablemente. Y que solo la perspectiva histórica indica sin error los errores cometidos. Y tales prejuicios abortaban de continuo muchas escaramuzas hacia la disidencia, muchas ventanas hacia la claridad de las ideologías.


Hacia el túnel del mundo

Al final de la década, yo, que empezaba a odiar por tanta falta de amor, escuché que había que amar y no matar: y lo entendí muy bien porque ya había tenido yo mi mayo del sesentayocho personal, y había sucedido durante el mes de marzo. Había hecho tal espeleología de mi mente que pocas cosas conocía del mundo que no fuese a través de los libros o del roedor rumiante que habitaba en mi cerebro constelado de poemas y músicas, pinturas y silencios. Pero, como digo, entendía bien que cuando un hombre o una mujer dice «esto quiero», incluso si no acierta, ante unas urnas (¡qué extraña y extranjera esta palabra, por entonces!), nadie puede quitarle ese derecho a equivocarse o acertar, que es lo que, al fin, todos pretenden. Por eso empecé a considerar que Don Quijote, emblema de la solidaridad y de los idealismos, no acertaba del todo cuando quería ayudar a los demás por la fuerza, luchando contra el fuerte y por el débil, sin caer en la cuenta de que él también utilizaba la ley, que denostaba, del más fuerte. Y que por ese motivo, en gran medida, fracasaba; y por esa razón, tal vez el ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes decidió hacer morir a su criatura sin renunciar a su ideal, pero incumpliéndolo también. Imagino que quería disculpar yo al heroico cuentófilo, si bien le perdonaba cualquier cosa pensando en el bueno de Sancho, verdadero quijote sin Quijote en un mundo en que los altruismos se funden y confunden con los egoísmos. Y deseé que aquella Oriola parva, parvo espejo de España, mudo émulo del mundo, despertara un buen día sin cráneos tonsurados ni galones flamígeros.

No obstante, me esperaban las filas prietas, marciales. Sentía yo que aquello de dar la vida por la patria era algo tan retórico como la idea de Dios, y que los militares eran los sacerdotes de una patria de imagen tan sangrienta como los cristos románicos y fúnebres. Decíase comúnmente que había que estar dispuesto a morir por la patria. No se aclaraba si se trataba de la patria chica o grande, o si esta era un lugar, una idea, un territorio. ¿Cuál era nuestra patria: Orihuela, Alicante, España…? Tan lejos o tan cerca estaba un oriolano de un valenciano como de un coruñés, un parisino o un bonaerense. Hoy —sentía y siento yo— la única patria del hombre es el hombre, el ser humano. Así que nuestros conciudadanos son los ciudadanos del mundo. Y esa patria se defiende defendiendo la libertad, que debía emanar y emana de las urnas (¿Y cuándo llegarían, si llegaban?). Los conceptos cuadriculados de patria engendran patriotas, es decir, chovinistas, y por lo tanto xenófobos. La consigna de «todo por la patria» sonaba a fusil y carne de cañón. Se puede dar la vida por un ser concreto sentido como ideal; pero patria es una palabra cuyo significado ya está extinto, es una abstracción caduca vigente solo para quienes se atrincheran en el pasado contra el progreso y la solidaridad. Si existe una patria, esta no puede tener límites ni fronteras, sino forma de urna (y si llegaban estas, ¿serían funerarias?). La auténtica patria es la cultura, el pensamiento, y el único enemigo, la ignorancia. Como digo, la única patria es el ser humano: y tan inhumano es el dolor de un ruandés como el Estado que condenaba a muerte, entonces, a unos presos políticos (o que aparca, hoy, un 0,7 como ayuda a las necesidades de todas las patrias que le son ajenas).

En cualquier caso, creía, creo, que hay que estar dispuesto a vivir por la patria (es decir: el hombre), que es una actitud constructivista y laboriosa, y no a morir (que implica que alguien mata), lo cual encarna un concepto militarista y trasnochado, más propio de quienes habían transgredido las urnas en julio de 1936 (y de aquellos que, más tarde, asaltarían el Congreso en febrero del 81).

Pocos años después, en La Glorieta se escuchó un silencio impresionante porque había estallado un milagro que elevó hasta los cielos al estuprador Carrero Blanco, a quien siguió enseguida su mortal —por increíble que pareciera entonces— Caudillo de la Patria. Pero esa ya es otra historia. Interminable.


Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de HomeroLa condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obraEnsayos literariosApuntes sobre el amorMiguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.

2 comments on “La prodigiosa década oriolana

  1. En esta página Antonio nos cuenta sus primeros años de vida, es decir, de lo que se entiende por verdadera vida, en que uno adquiere la primera conciencia del mundo y de sí mismo
    Y resulta que a una edad muy temprana ya se hace preguntas de enorme significado y transcendencia que la mayoría nos hacemos cuando ya hemos entrado en épocas más maduras
    No extraña pues que debido a esa precocidad en el planteamiento de los enigmas más dramáticos del ser humano a una edad temprana haya sido capaz de elaborar una obra poética de una profundidad poco común en épocas muy tempranas
    Deberíamos pensar en Rimbaud o algún otro parecido para encontrar una semejanza, o el propio Schuman a quien tanto menciona como alter ego de su mundo interior
    Luego tendría muchos años por delante para aquilatar la sabiduría que iba a moldear un pensamiento más reflexivo sobre la condición mortal y los medios de que disponemos para intentar, aunque sólo sea intentar, salvarse de ese abismo en que la vida y la muerte juegan al ajedrez como en la película de Bergman que él mismo cita en su exposición
    Alrededor de ese dilema transcurre toda su obra posterior dejando un gran espacio abierto a la libertad y a la sensualidad del hombre y la mujer que se encuentran llevados y traídos por la tempestad interior de los acontecimientos que en toda vida nos empujan y nos envuelven en el oleaje terrible de la soledad y la imposibilidad de entenderse con un prójimo a veces demasiado cercano y otras ausente del todo o casi

  2. FRANCISCO MAS-MAGRO MAGRO

    Antonio Gracia eres un escritor libre. Por libre, eres responsable en tus afirmaciones. Y, de tus afirmaciones, que también. Es lo que exige la dignidad. Hay dignidad sin libertad, mas no libertad sin dignidad.
    He leído, Antonio, tu extenso artículo afianzándome, cogiéndome a los recuerdos, de una infancia y una adolescencia y una juventud sometida a tales grilletes. Tengo una ventaja, no pienso tanto como tu, Gracia. Soy más dócil. Tus conceptos se identifican con mis conceptos, tus conclusiones las tengo matizadas y ¿resueltas?
    Llegamos a unos puntos casi comunes, yo sin derramar la sopa. Pero por eso te admiro. Por tu capacidad de desarrollar tu propio conflicto con la agilidad y destreza del hombre libre.
    No sabemos donde comienza la verdad y donde la farsa. Y, en realidad, sí conocemos que, para que algo sea verdad a de ser al mismo tiempo falso. Lo dice Karl Popper, la verdad no se descubre, se inventa. Ella es, por tanto, siempre, verdad provisional, que dura mientras no es refutada. Y, ahora qué.
    Dios es la propia Naturaleza, Espíritu Puro. Nosotros, en cuanto a creados a su imagen y semejanza, somos naturaleza y espíritu (alma) -esta en libertad.
    La conclusión, nuestra propia vida y el conocimiento de nuestros limites.
    Yo soy creyente, quiero decir, persona que se siente cómodo en la creencia, no en cualquier creencia, solamente en aquella que respeta mi libertad y la libertad de mi vecino. Principio y fin del orden.
    Pero estas cosas mejor las hablamos personalmente.
    Gracias por tus reflexiones.
    Por cierto :¿Qué de mi «Bajo el arco de las palabras»?

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