Crónica

La Ribeira Sacra: 8 postales de un viaje breve y otros excursos que investigados y averiguados importan un ardite al entendimiento

Una crónica de viaje de Arturo Caballero.

/ por Arturo Caballero Bastardo /

Los últimos días del verano, coincidiendo con el inicio de la vendimia, pude dar cumplimiento a un viejo deseo y emprendí viaje a la Ribeira Sacra con el único objetivo de pasear sin prisa por sus amenos paisajes y acercarme a la producción vinícola de la denominación de origen. Todo ello debía ser compatible con el conocimiento de primera mano de la arquitectura vernácula de la zona, de algunos edificios significativos y también, como veremos, con ajustar alguna que otra cuenta pendiente del pasado o surgida al hilo de la actualidad.

Aunque generalmente se habla de este espacio como una unidad geográfica, ni por las comarcas en las que se ubican sus municipios (Tierra de Lemos, Tierra de Caldelas, Chantada, Orense, Lugo, Allariz-Maceda, Sarria y Quiroga), ni por su aspecto morfológico, la Ribera Sacra lo es. Nada tienen que ver, aunque estén tan cerca, la llanada de Monforte de Lemos con los cañones del Sil, por ejemplo. El origen del nombre también se ha puesto en cuestión y hoy se cree que no deriva tanto del territorio conformado por los cursos del Miño, el Sil y el resto de sus afluentes, sino de la pervivencia (en la realidad o en el recuerdo) de antiguos cultos vinculados al roble.

Para alguien cuyo horizonte vital ha sido el de páramos y campiñas se entenderá, y hasta perdonará, que, de todo lo visto, lo que más me atrajesen fueran los frescos valles que aquí conservaban su verdor a pesar de un verano tan seco. Asomarse a «O Cabo do Mundo» para contemplar el meandro del Miño o la visión de la cabecera de San Martiño da Cova —antiguo monasterio agustino hoy reducido a simple parroquia— recortándose sobre el variado paisaje es, aunque solo sea por su pintoresquismo, una agradable experiencia estética. También lo es el paseo en barco por el Sil a pesar de que, para llenar el tiempo, se recurra a la fantasiosa interpretación del paisaje buscando en él extravagantes antropomorfismos. Que si un indio con turbante por aquí, un monje leyendo por allá… Como si no fuesen suficientemente llamativas las laderas llenas de viñedos en unos tramos o las abruptas rocas en vertiginosos cortados de origen tectónico y no erosivo en otros. Incluso cuando el paisaje más que humanizado se ha convertido en atracción turística, como en la Pasarela del Mao, se puede disfrutar de un variado panorama donde se entremezclan especies propias de la zona con otras típicas del clima mediterráneo: así se enmarañan hiedras con helechos, lavandas con laureles, orégano y arándanos, destacando, por su mayor porte, los madroños que comparten espacios con encinas, alcornoques y olivos.

San Martiño da Cova

Por supuesto que me fascinaron los viñedos, de origen anterior a la romanización, que los potenció como lo hicieron los eremitas, cenobitas y monjes que se asentaron en estos pagos en la Alta Edad Media antes de que adquiriesen sus formas monumentales los monasterios que se ubicaron en el territorio.

La Denominación de Origen Ribeira Sacra se divide en cinco subzonas: Chantada, Ribeiras do Miño, Amandi, Ribeiras do Sil y Quiroga-Bibei. Como todo no puede hacerse, asistimos a una cata en la zona de A Cova y a otra, mucho más interesante, en Amandi, que presume, quizá un poco exageradamente pero no sin algo de razón, de ser la zona vinícola más hermosa del planeta. Buscar hueco en un mercado tan competitivo no debe de ser fácil. Sí que hay un público joven que se acerca a las nuevas experiencias del vino y que busca caldos más amables y no tan recios, como los de mi tierra. Es un acierto la protección a las variedades autóctonas: Mencía, Brancellao y Merenzao en cuanto a tintos y para blancos: Godello, Albariño, Treixadura, Torrontés, Loureira y Dona Branca que deben conformar al menos el 70% de cualquier mezcla con otras autorizadas.

Viñedos en terraza en Amandi

Las características climáticas de la zona, los suelos pobres y la disposición en bancales hacen explicable la denominación de viticultura de montaña, heroica e incluso fluvial. La primera por la altitud media; la segunda por los desniveles; la tercera porque, en muchos casos, es imprescindible el transporte del fruto, una vez recolectado, a través del rio. Dificultad del cultivo, predios minúsculos, escasa producción y consumo doméstico en grandes proporciones hace que la elaboración de un vino con garantías sea un reto importante que, en muchas ocasiones, se alcanza con nota.

Siempre me ha fascinado la relación entre el paisaje y el paisanaje y cómo se configuran mutuamente. Los materiales disponibles determinan las construcciones que solemos denominar arquitectura popular, vernácula… «La roca granítica y esquistosa predominante, el mar y la atmósfera atlántica, el prolijo tapiz vegetal y la acción de una larga historia campesina, son los principales factores […] del paisaje de Galicia», escribía en 1926 Ramón Otero Pedrayo en su Guía de Galicia (uso una quinta edición de Editorial Galaxia, Vigo, 1980). De la Ribeira Sacra me llamaron la atención las modestas viviendas que se apean sobre bolas graníticas en aldeas semiabandonadas como San Martiño de Nogueira y en sus hórreos de diferentes tamaños en función de la capacidad económica de los dueños. Y sus palomares de mampostería, e incluso de sillar, más pequeños —pero más duraderos— que los nuestros de adobe o tapial. Todas estas construcciones, en su humilde factura, apenas se diferencian de las religiosas de mayor antigüedad, como la que se supone a Santa Fiz de Cangas, en Pantón, en cuyas inmediaciones se conserva un humilladero que acoge excelentes copias de un calvario que puede parecer auténtico al visitante despistado y cuyo original guarda el museo de las clarisas en Monforte.

Hórreos en San Martiño de Nogueira

Lo popular en todas sus vertientes es más cercano a nosotros de lo que creemos; solo me molesta un poco cuando se disfraza de naíf. Por ello disfruto cuando nos topamos con el mercado de Ferreira de Pantón y podemos comer en una carpa con mesas corridas junto a los paisanos de la zona, para quienes esa necesidad alimenticia es también una forma de socialización. En ambientes como ese, el pulpo recién sacado de la pota, el churrasco, el pan de hogaza y el queso con membrillo del lugar, regados con godello cosechero, son siempre una humilde pero auténtica delicia y, en cierto modo, un retorno a los orígenes.

Ello me hace volver un día atrás. Habíamos entrado en Galicia por O Cebreiro y de ese entorno es otra de las imágenes a las que quiero referirme. Un par de cuadros que decoraban O Tear, una humilde pero correcta casa de comidas situada en Hospital, una vez culminada la subida al alto. El bodegón rebosante de grasas de variada procedencia y poco recomendable desde el punto de vista médico me llevó al recuerdo, por contraste, de otro visto hace pocos años en el Museo de Arte Moderno de Estocolmo, debido a Picasso.

Decoración de la casa de comidas O Tear

No puede haber cosas más disímiles y, aunque existen entre ellas siglos de evolución artística, que no años reales, una y otra vienen a solucionar semejantes necesidades decorativas. Coincidiendo con la celebración del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento, a Picasso se le revisita, se le cuestiona y hasta se le ningunea, me temo mucho que, siguiendo los aires que soplan, por no haber sido un blandengue. Y Picasso no era blandengue en, al menos, dos cuadros capitales. En uno, con el que cambió el desarrollo del arte moderno, retrató a las putas de una calle barcelonesa; con el otro levantó el más reconocible alegato contra la barbarie del siglo XX. Con independencia de las críticas que legítimamente puedan hacérsele y que, referidas a muchos de los aspectos de su trayectoria artística, realizó John Berger en el lejano 1965 (Ascensión y caída de Picasso, Akal, 1973), lo cierto es que no me siento cómodo con esta sistemática y machacona sustitución de la historia por el relato o por la memoria. Ya sé que la historia es un constructo más o menos tendencioso. Pero sus sustitutos actúan sin freno y, lo que es peor en asuntos artísticos, sin criterio. Compárense ambos cuadros. Uno, lleno de colorido, ajeno a cualquier matiz y cerrado en sí mismo. El otro, un collage ejemplo de economía de medios expresivos realizado con papel, hojas de periódico, hule impreso y grafito, lleno de sensibilidad y abierto. No sé si el autor del primero era, o no, un maltratador; el segundo sí lo fue. ¿La calidad de su arte se debe medir por el trato a las mujeres de su vida? Es posible que hoy Picasso no llegue a la juventud que estudia en la Universidad. Si es así, cuando desaparezca nuestra generación, Picasso dejará de ser un referente. Cuando su obra no parezca trascendente, cuando se olvide su importancia histórica, espero que sea por no aportar nada plástica y culturalmente a la actualidad del momento. Para que ello ocurra y sin ocultar hechos, por otra parte ya conocidos, pertinentes o no para dilucidar su valor artístico, no es preciso sacarlo de la tumba y quemar sus restos, o su efigie.

El cuadro que acompaña al anterior transmite otro tópico: la vida inclinada a la gula del clero regular o secular. No quiero meterme en cuestiones relativas a la Edad Media y los análisis óseos de los monjes enterrados en los monasterios, que tanto ilustran sobre formas de vida y consumo de alimentos; tampoco voy a detenerme en la procedencia de los restos de niños inhumados en las inmediaciones de los conventos de monjas. La guía que nos acompañó en una visita nocturna a Monforte insinuó como fruto del ayuntamiento de estas con los habitantes de un próximo convento de frailes. Estoy seguro de que también hubo algo de ello, pero ¿tanto? No aparco el tema clerical. Voy a referirme a otra postal, porque era una de los objetivos del viaje: repetir las fotografías desaparecidas —vamos a dejarlo así— junto a la cámara que las contenía a nuestra llegada a Santiago cuando realizamos en 2014, en bicicleta y yo por segunda vez, el Camino.

Samos, «el Monasterio habitado más antiguo de España, lugar santo y venerabilísimo», que visitamos antes de entrar en la Ribeira, sufrió un incendio de 1951. En los años sesenta se procedió a redecorar en estilo moderno parte de los claustros del cenobio en el que vivió fray Benito Jerónimo Feijoo. Como ya me hice eco en este mismo cuaderno de algunos de los problemas que plantea la decoración contemporánea en los edificios religiosos, solo quiero añadir cómo la impresión que se saca de un itinerario por las dependencias monacales depende mucho de quién lo dirija. En este caso, el adusto monje encargado de acompañarnos pasó de puntillas sin hacer referencia a la pintura de Enrique Navarro Milagro de santa Escolástica mientras se hallaba en conversación espiritual con su hermano san Benito, y no se detuvo en el aspecto jovial, y estoy dispuesto a conceder que hasta indecoroso según la terminología postridentina, de alguna de las monjas, en especial la que prepara el aguamanil para ofrecerlo a los comensales. Por supuesto que en el viaje pude ver otros ejemplos que insisten en este intento, condenado en la mayoría de los casos a la irrelevancia artística. Voy a referir meramente dos en la catedral de Orense: un altar dedicado a san Juan Pablo II y otro, más salvable, realizado por Pedro Burgaleta que recoge un grupo escultórico alegórico a la tarea educativa de San Faustino Míguez de la Encarnación.

Enrique Navarro Milagro de santa Escolástica mientras se hallaba en conversación espiritual son su hermano san Benito (Samos)

Escribía Otero Pedrayo respecto a la relación entre arte y paisaje:

«Buscando paralelismo en el lenguaje de las formas artísticas, se encontrarían como los más identificados con el genio del paisaje de Galicia, los estilos de expresión románico y barroco, como estación de máximo valor emotivo el otoño, como paralelo literario la sensibilidad lírica y como semejanza en la música el estilo del contrapunto».

Sin tratar de llevar la contraria, lo cierto es que, posiblemente por la calidad constructiva y por las características de los materiales, los edificios del XI, XII y XIII aguantaron lo suficientemente bien como para que solo en el barroco (que no resultó —como sabemos— una época de crisis absoluta para los territorios periféricos a Castilla, y menos en Galicia) fuese necesaria una renovación. Especialmente en aquellas zonas menos nobles, porque muchas iglesias, precisamente en las que el esfuerzo constructivo había sido mayor, aparecen como fueron diseñadas originalmente. Así conviven el románico y el primer gótico con el barroco en multitud de conventos como San Estevo de Ribas de Sil, convertido en parador. En él, curiosamente y quizá por llevar la contraria, lo que más me interesó fue su escalera renacentista. Pienso que la arquitectura de esta zona impresiona más por el volumen que por el detalle, quizá porque el granito no ofrece muchas posibilidades para matices escultóricos.

Como dirían los plumillas antiguos, no podemos dejar este cuadro variopinto y polícromo sin dedicar unas pinceladas a aquellos que dirigieron, para bien o más habitualmente para mal, los destinos de tierras y poblaciones. Es verdad que ya hemos hablado del clero. Respecto a su facción alta, esta tierra nos ofrece en Monforte un ejemplo no ya de la connivencia sino de su identificación con la aristocracia. A partir de mediados del siglo XV, el condado de Lemos es detentado de forma hereditaria por la familia Castro que lo habían hecho puntualmente en siglos anteriores. Sus hombres (y las mujeres como Inés, «reina después de muerta», o Juana, «la malcasada», utilizadas como prenda o como moneda de cambio) formaron parte de una de las noblezas más prominentes de España. Virreyes de Nápoles, Aragón y del Perú, presidentes de diversos consejos… Su relevancia contribuyó a que la villa se convirtiese en una auténtica capital.

Quizá el máximo ejemplo de ello fue Pedro Fernández de Castro y Andrade (1576-1622), «Gran Conde de Lemos», defensor de los derechos del reino de Galicia, quien utilizó su poder para practicar un auténtico mecenazgo sobre artistas y escritores. Respecto a los primeros, baste decir que la colección de pinturas de su familia, que él mismo acrecentó, incluía obras atribuidas a Leonardo, Tiziano, Rafael, Miguel Ángel, Bronzino, Bassano, Durero, El Bosco, Brueghel, Horacio Borgianni, Procaccino, Barrocci, Eugenio Cajés, Alonso Sánchez Coello, Guido Reni o Palma el Viejo. Y en cuanto a los segundos, él mismo, que componía dramas y escribía en prosa y en verso, protegió a los Argensola, Lope de Vega, Góngora, Cervantes y Quevedo entre otros.

La familia usó los trabajos de todos ellos como instrumento de prestigio para la monarquía, cuando tuvo responsabilidades al respecto, y especialmente para sí misma, incluyendo generosas donaciones a conventos como el de las Clarisas de Monforte, donde puede visitarse su Museo de Arte Sacro. El poder y la cultura han ido íntimamente ligados y son inconcebibles el uno sin la otra. Al igual que castillos como el de Monforte y Castro Caldelas, otra posesión de los Castro, fueron recordatorio continuo no de la posibilidad de una defensa sino del dominio que sufría la población sobre la que proyectaban sus sombras, también el arte era instrumento para domeñar gustos y, especialmente, para conducir conciencias. Generalmente se nos olvida. Y esto vale para ayer y vale para hoy.

Torre del homenaje del castillo de Monforte de Lemos y antigua puerta de las pescaderías
Colegio de Nuestra Señora la Antigua (Monforte de Lemos)

Pedro Fernández de Castro, antes citado, había recibido formación en el colegio, Virgen de la Antigua, que había mandado construir en Monforte su tío Rodrigo de Castro (1523-1600), cardenal-arzobispo de Sevilla, uno de los últimos prelados renacentistas que viajó por media Europa en misiones diplomáticas para Felipe II. Fue miembro de los Consejos de Estado y de la Inquisición y participó en los procesos más famosos de la segunda mitad del XVI: el de Carranza y el de Antonio Pérez. Don Pedro, que se rodeó siempre que pudo de gente de su tierra, también tuvo tiempo para dedicarse a la protección, a través de fundaciones, de «niñas perdidas» y de «presos pobres».

La traza universal de la obra monfortina, destinada a los jesuitas, se debe al italiano Veremondo Resta (1592), quien fue ayudado por el hermano Andrés Ruiz, formado en la obra de la Compañía en Villagarcía de Campos (Valladolid) con Pedro de Tolosa, quien, a su vez, había trabajado en El Escorial con Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. A la muerte del cardenal, su sobrina, Catalina de Zúñiga y Sandoval, VI condesa de Lemos por matrimonio y nieta de san Francisco de Borja, se convirtió en comitente de las obras, ya asumidas en solitario por Andrés Ruiz. Es evidente la dependencia del edificio de los aires propios del manierismo viñolesco, concretados en la iglesia jesuítica del Jesús en Roma, y del clasicismo herreriano, conceptos cuya diferenciación estilística, si es que puede trazarse, es muy imprecisa. Luego intervendrían otros maestros, como los hermanos jesuitas Juan de Tolosa y Juan Bustamante y, a mediados de siglo, Simón de Monasterio. Aunque el edificio nunca llegó a terminarse, lo que se conserva da muestras de la grandeza de la idea, la calidad constructiva de la obra y hasta la elegancia del diseño. Una monumental iglesia que recuerda más al interior de la catedral de Valladolid, con pilastras corintias, que al propio Escorial y una fachada que se aleja de la sobriedad monótona del edificio madrileño gracias al almohadillado y a la arquería de la zona superior. En cualquier caso, la construcción manifiesta sin recato su origen y finalidad: iglesia, casa profesa y dependencias colegiales. Hoy está gestionada por de los Padres Escolapios.

El templo (que aún se conserva su capilla-relicario —casi norma entre los jesuitas—, de la que solo se salvaron de los saqueos franceses un lignum crucis y una Santa Espina de la corona del Redentor) había perdido por venta un Hugo van der Goes, reemplazado por una copia moderna, y ofrece al visitante obras de El Greco, aceptables pinturas del taller de Andrea del Sarto y un Cristo en mármol de Valerio Cioli que regaló al cardenal Felipe II (que prefirió el de Cellini que conserva El Escorial, un desnudo integro de exquisita factura). El retablo, vigilado por la estatua orante del fundador, fundida por Giambologna, fue encargado al escultor más importante del momento en Galicia, Francisco de Moure, el cual —fallecido en Monforte en 1636— trabajaría en su parte inferior. La predela presenta una visión poco común de las virtudes cardinales que, como tales, aparecen en el libro IV de la República de Platón, no siendo, por tanto, estrictamente cristianas. Si por la iconografía son perfectamente identificables (Prudencia, espejo y serpiente; Justicia, balanza y espada; Fortaleza, columna, y Templanza, agua con la que se rebaja el vino), la aparición de figuras tanto humanas (bufón) como animales (toro) y objetos con los que se personifican los vicios contrarios a ellas exigen una observación detenida por su rareza. Siempre me pasa con las virtudes lo mismo que con las leyes: su reiteración me parece, más que otra cosa, un recordatorio de su incumplimiento, y mucho más en el caso del primer comitente cuya altanería le hizo enfrentarse con desprecio a las instrucciones del rey Felipe II, que exigían contención.

Taller de Francisco de Moure, predela del retablo mayor del colegio de Nuestra Señora de la Antigua

Esta aristocracia, algunos de cuyos miembros alternaban la pluma y la espada, también lo hacía con la tierra y el cielo. Francisco Ruiz de Castro Andrade y Portugal (1582-1637), nieto del duque de Lerma y casado con una nieta de Gattinara, fue virrey de Nápoles, embajador en Roma, virrey de Sicilia y VIII conde de Lemos. En 1629, renunció a sus estados y tomó los hábitos como monje benedictino en el monasterio de Sahagún. Y es que todo en el ser humano resulta tan complejo… 

Después de tres días, salí de la Ribeira Sacra camino de Orense. Su mercado, su famosa fuente, su plaza mayor, su cada vez menos desconocida e impresionante catedral y el animado ambiente de las inmediaciones, merecen mayor espacio que un simple apunte.


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.

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