Poéticas

El triunfo de la muerte

Eduardo Moga reseña 'El triunfo de la vida' de Percy Bysshe Shelley, recién editado en cuidadísima y creativa traducción de Luis Castellví Laukamp.

/ una reseña de Eduardo Moga /

Percy Bysshe Shelley (1792-1822) tuvo una vida turbulenta y corta. Sus turbulencias fueron tanto intelectuales como sentimentales. Con diecinueve años se casó con una joven de dieciséis, Harriet, que se mató con veintiuno, estando embarazada. En los cinco años transcurridos entre el infeliz connubio y el suicidio de su esposa, Shelley tuvo tiempo de cautivar a las tres hijas de William Godwin, un escritor al que admiraba y con el que se carteaba, con dos de las cuales, Claire y Mary —la futura autora de Frankenstein— (ambas, otra vez, de dieciséis años), se fugó; la tercera, Fanny prefirió suicidarse (y lo hizo poco antes que Harriet). Con Mary se casó apenas un mes después de que Harriet se hubiera quitado la vida, mientras que Claire se enamoró de Lord Byron, amigo de la familia (muy amigo, por lo que se ve), con quien tuvo una hija. Pero eso no la apartó de la singular comuna que habían establecido Shelley y las dos hijas de Godwin, más un mudable séquito de amigos, criados y descendientes. Tres de los cuatro hijos que Shelley tuvo con Mary murieron a los pocos años de vida. Y el poeta, a su vez, falleció a los treinta años, ahogado en el golfo de la Spezia, cuando navegaba en su velero: una tormenta hizo naufragar el barco, y Shelley no sabía nadar. Su relación con la vida fue más bien una relación con la muerte. Y esta íntima vecindad con la muerte acaso condicionara algunos aspectos de su poesía, como puede verse en El triunfo de la vida.

Shelley no llegó a acabar esta obra: la muerte se lo impidió. Su último verso, que hace el 544 del poema, inquiere: «“Entonces, ¿qué es la Vida”, pregunté…». Su título evoca, como recuerda Prue Shaw en su competente prólogo, «las procesiones de los emperadores romanos que, tras vencer en una batalla, desfilaban por Roma en un carro triunfal para exhibir el botín y a los prisioneros de guerra». Pero tras el carro iba un esclavo que susurraba al oído del triunfador: «memento mori», «recuerda que has de morir», uno de los mejores ejemplos de anticlímax que conozco. El carro también tiene un fuerte carácter simbólico. Como señala Juan-Eduardo Cirlot en el Diccionario de símbolos, es el carro de fuego, el carro del Sol, pero también representa al ser humano: «El conductor representa el sí mismo de la psicología junguiana; el carro, el cuerpo y también el pensamiento en su parte transitoria y relativa a la cosas terrestres; los caballos son las fuerzas vitales; las riendas, la inteligencia y la voluntad». Sin embargo, la imagen del carro que circula ante la vista de todos tiene otros referentes más prosaicos, como el carro de los que van a ser ajusticiados; el carro de los réprobos y desterrados; y, tratándose de ingleses, hasta El carro de heno, el emblemático y apacible óleo de John Constable, pintado, curiosamente, en 1821, un año antes de la muerte de Shelley, cuando probablemente el poeta estaba escribiendo El triunfo de la vida. Por su parte, los tercetos encadenados, la terza rima de Dante —el autor que más hondamente lo influyó—, transmiten coherentemente la sensación de paso de ese carro, como un vagón que discurriera interminablemente por un mismo camino.

El triunfo de la vida es una alegoría existencial. Shelley se pregunta por el sentido de la vida y por el sentido de la muerte. El primero parece cifrarse en el ahondamiento lúcido en el yo, en la comprensión activa de la vorágine de la conciencia —una idea muy propia del romanticismo—, como sostiene el poeta en estos versos, en los que identifica a los encadenados al carro, «los Sabios, los eternos, los más grandes», que, pese a la fuerza dominante de sus mentes, «no se conocieron a sí mismos;/ su poder no bastó para aplacar// la rebelión del alma, parecían/ conocer la verdad cuando la noche/ oscura los prendió antes de la tarde». El sentido de la muerte parece aún más claro que el de la vida: un irrevocable arrasamiento, una metódica debelación de los hechos y las esperanzas. Algo en esta sistemática acumulación de imágenes, con esa cuerda de personajes célebres (Napoleón, Voltaire, Kant, Platón; emperadores, reyes, papas), me recuerda a las danzas de la muerte medievales, que afirman el poder igualador de la Parca y denuncian la banalidad de la existencia. La muerte, de hecho, sobrevuela en todo momento los versos y se encrespa al final (aunque no sabemos que lo fuera) inspirando un paisaje funeral, de corte expresionista:

A la sombra del ala de demonios,
los viejos esqueletos incubaban
a sus crías desnudas, se reían

por las cuencas vacías de sus ojos
del vicario poder de los gusanos
vestidos de monarcas que convierten

en osario la tierra […]

Y un poco más adelante:

De cada rostro hermoso y miembro fuerte
cayeron como el polvo la frescura
y la firmeza, no hubo acción ni forma

que guardara la gracia de vivir;
la juventud, la frente de alabastro,
fue rasgada por cuitas, donde antes

lucía la esperanza se extinguieron
los ojos con un brillo de leona
despojada de su último cachorro.

Antes, Shelley ha formulado, en varias ocasiones, las grandes preguntas existenciales. El filósofo Jean-Jacques Rousseau, uno de los dos protagonistas del poema, que cumple en El triunfo de la vida un papel análogo al de Virgilio en la Divina comedia de Dante —ejercer de guía del poeta en el inframundo, aunque aquíel inframundo es este mundo—, dice primero: «“¿De dónde vienes? ¿Hacia dónde vas?/ ¿Cómo empezó tu vida aquí y por qué?»; y más tarde: «Explícame de dónde vengo y dónde/ estoy, dime por qué me encuentro aquí». Para contestar estas acuciantes preguntas, Shelley no invoca la ayuda de Dios, sino que permanece en el terreno legamoso de la más estricta humanidad. El poeta, de hecho, niega a Dios, aunque en El triunfo de la vida solo lo hace por omisión. Donde razona esa negación es en La necesidad del ateísmo, un tratado sobre la increencia que escribió en 1811 y que hizo llegar a todos los directores de los colegios de Oxford, donde estudiaba, y a varios obispos, para que no se le escapara nadie. Naturalmente, fue expulsado de la universidad. En Shelley, como en Shakespeare, Dios no tiene ninguna presencia: no existe, aunque algunas imágenes de El triunfo de la vida recuerden escenas bíblicas, como la de Jesucristo caminando sobre las aguas: «las plantas de sus pies eran tan suaves// que sus pisadas nunca salpicaban/ porque se deslizaba sobre el río», leemos de uno de los seres, o «formas» —así las llama Shelley—, que aparecen en el poemario. Pero no es el ateísmo es único rasgo moderno del pensamiento de Shelley. También advertimos alguna afirmación que desmiente las repelentes persuasiones del pensamiento llamado positivo y de su hija bastarda, la autoayuda: «me apenó/ que poder y querer siempre se encuentren/ a gran distancia…». Es una pena, sí, pero también una realidad. El deseo no siempre basta para alcanzar un objeto que el mundo hostil, dispuesto para satisfacer los intereses de otros más poderosos o más afortunados, se conjura para sustraernos, y quizá triunfar en la vida consista en aceptar esa distancia insalvable, sin que ello extinga nuestra alegría.

El triunfo de la vida es un poema visionario, que da cuenta de un rapto, de un arrebato psíquico: «Un rapto extraño/ que no era un sueño me embargó el sentido,/ tomó mi fantasía, esparció sombra// tan transparente que podía verse/ con claridad la escena…», tras lo cual «una visión se desplegó en mi mente…». En varias ocasiones más, los versos desarrollan visiones, alguna de las cuales aparece en mayúsculas. Los personajes, los sucesos y las reflexiones se suceden —se entrelazan— en un espacio onírico, aunque también poderosamente sensible, envueltos por una atmósfera irreal que, sin embargo, no desmiente la certeza de que están ocurriendo realmente. Esta paradójica condición, visionaria pero mundana, se deriva de la calidad sensorial de los versos, rebosantes de colores, luces y formas, aunque siempre en combate con la oscuridad amenazante, con la noche que se acerca. Uno nunca sabe muy bien qué nos dice Shelley, o qué significa lo que nos dice, pero el lenguaje con que nos lo dice hace que no nos importe, porque transmite con fidelidad el sentido polémico que subyace en el poema y porque crea una realidad lingüística autónoma, cimentada en ricas resonancias y preocupaciones universales. El triunfo de la vida siempre se ha tenido por un poema oscuro, pero su oscuridad es, en realidad, una explosión de luz, que se derrama por los pentámetros, gracias al encabalgamiento, como una cascada ardiente. «Como una enamorada que dormida/ se eleva sobre lagos de nenúfares/ —niebla de plata, música extasiada—/ así la forma parecía andar/ besando con sus pies la bailarina/ espuma, deslizándose en el aire// que encrespa la amatista a flor de agua/ o en los rayos oblicuos del albor/ que caen entre los bosques o sus sombras», leemos hacia el final del poemario. Las hipérboles, como una en la que cierta forma vigorosa deja al mundo colosal «yaciendo tan endeble que cualquier/ pigmeo lo patea», las sinestesias, como esa luz que «huele como un narciso abanicado/ por brisa vespertina», los símiles —«manso como un buitre/ en cadenas»—, las eufónicas enumeraciones y, en fin, las paradojas que prolongan el motivo de la oscuridad como luz, que nace con el salmista, si no antes, como el amanecer que «apaga los fanales de la noche» y el ocaso que «enciende los ojos del cielo», construyen una dicción enjoyada y poderosa, inteligible por sí misma y suficiente para embeber las inquisitivas visiones de Shelley.

La traducción de Luis Castellví Laukamp es excelente. En la «Nota sobre la traducción y el texto» que sigue al prólogo, Castellví explica sus motivos —el mayor monosilabismo del inglés y la necesidad de evitar los ripios— para verter en endecasílabos blancos los pentámetros yámbicos del original, y razona asimismo una ingeniosa solución para salvaguardar el mayor contenido posible de The triumph of life: añadir un terceto extra en cada página de la traducción. El traductor, especialista en el Barroco y profesor de la Universidad de Mánchester, ha logrado una versión flexible y expresiva, y encontrado soluciones imaginativas para la, a veces, endemoniada sintaxis de Shelley y sus no menos dificultosas opciones léxicas. «To the dust whence they arose» se convierte, con ecos de Quevedo, en «polvo serán, mas polvo es lo que eran». Y los siguientes versos en inglés: «Ills, which if ills, can find no cure from thee,/ The thought of which no other sleep will quell/ Nor other music blot from memory—/ So sweet & deep is the oblivious spell» dan un vuelco serpentínico, pero respetuoso con su esencia, en la traducción de Castellví: «tus males: si lo son,/ no tienen cura: dulce y penetrante/ es el filtro leteo, no hay letargo// ni música capaz de producir/ el mismo efecto amnésico». El ejercicio de síntesis, llevado a cabo mediante la metáfora, es magnífico en este pasaje: «All that was seemed as if it had been not,/ As if the gazer’s mind was strewn beneath/ Her feet like embers, & she, thought by thought,// Trampled its fires into the dust of death»; «Reinó la desmemoria, parecía/ derramada la mente como lumbre/ bajo sus pies, pues ella caminaba/ pisando pensamientos extinguidos». Castellví, en fin, conoce y sabe utilizar un lenguaje añejo, adecuado a la época en la que El triunfo de la vida fue escrito, haciendo lo contrario de tantas series de televisión que transcurren en la Edad Media o los Siglos de Oro y cuyos personajes hablan como una familia de Lavapiés. Así, por ejemplo, her wind-winged pavilion deviene «el carro alígero», lo que no es solo más sintético, sino también más decoroso.


El triunfo de la vida
Percy Bysshe Shelley
Pre-Textos, 2022
118 páginas
23 €

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. Ha traducido a Frank O’Hara, Yoel Hoffmann, Évariste Parny, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Richard Aldington, Billy Collins, Tess Gallagher, Ramon Llull, Arthur Rimbaud, William Faulkner y Walt Whitman. Ha publicado más de veinte libros de poesía, cuatro antologías y otros tantos libros de viaje, así como recopilaciones de crítica literaria. De sus poemarios, La luz oída mereció el Premio Adonáis de Poesía en 1995, y con Insumisión recibió en Estados Unidos el International Latino Book Award en 2014. El último es Hombre solo (2022).

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