Poéticas

Omedines, una realidad suprema

‘La belleza del afuera’, de Jorge Praga Terente, es un tratado razonado de la emoción y la imaginación que da cuenta de la conversión de un territorio físico en un espacio mítico.

/ por César Iglesias /

Jorge Praga Terente (Sama de Llangréu, 1952) no ha escrito un libro. La belleza del afuera (Eolas, 2022) trasciende las categorías impuestas por la bibliotecología. Este tomo es mucho más que un libro: son 114 páginas de letra pequeña en las que se da cuenta de la creación de un mundo, un tratado que da cuenta de la conversión de un lugar físico en un espacio mítico. Ya sé que a la divinidad solo le hicieron falta 59 páginas para su Génesis, según la edición de Nácar-Colunga, pero estamos hablando de Dios. Praga Terente ha necesitado un puñado más, pero con una diferencia: Dios no rinde cuentas y Jorge, sí. Lo hace en las primeras 40 páginas, que están dedicadas a explicar ciertos conceptos e ideas, en fidelidad al canon matemático, su profesión. El resto, a explicarse a sí mismo y su relación con un territorio que trasciende la materialidad geográfica para ocupar los parajes razonados de la emoción y la imaginación.

La belleza del afuera es uno de los títulos de la colección que dirige el escritor vallisoletano Gustavo Martín Garzo, pequeños volúmenes en los que se aprecia su mano delicada y su vocación por adentrarse en las comarcas donde aún es posible localizar las guaridas de lo bello, por terrible que rilkeanamente sea. No sorprende que en todos los libros libro figuren como marca de agua los versos de John Keats que cierran Oda a una urna griega: «La belleza es verdad y la verdad belleza./ Es todo lo que necesitas saber en la tierra». Hasta ahora han salido de imprenta nueve títulos dedicados a perseguir la belleza de lo pequeño, de los muertos, de la infancia, de los jardines, del caminar, de lo oculto, de los locos y del vagar con la firma de autores que acreditan su vocación por explorar las esquinas de la creación: Tomás Sánchez Santiago, Elisa Martín Ortega, Ildefonso Rodríguez, Avelino Fierro, Darío Álvarez, Daniel Villamediana, Gonzalo Abril y Fernando Colina son sus nombres.

Cada uno de ellos se adentra en una dimensión singular, pero tal vez sea Jorge Praga quien parte de un mínimo paraje familiar y espacial para acometer una indagación. El autor de Llangréu, matemático jubilado en Valladolid, tiene declarada su adicción por los espacios territoriales que trascienden la materialidad. Es autor de Biografías del tiempo (1998), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), en las que ha sabido captar la sentimentalidad de la tierra, esa emoción extraña que adquirimos los seres humanos al poner los pies en el suelo y aceptar los códigos de lo geológico. Las categorías con las que trabaja son la belleza, lo sublime y lo terrible en busca de interpretaciones particulares, incluso biográficas. También persigue enseñanzas que nos den razón de lo que somos y de dónde estamos. Lo hace buceando en las páginas del pensamiento duro de Kant o de Gaston Bachelard o en la razón poética de Rimbaud o de Rilke, de Olvido García Valdés o de Matsuo Basho. Tarea que acomete sin recurrir a una narración del plomo y fatiga. Todo lo contrario, su escribir es una forma más de belleza.

Las referencias que utiliza necesitan proyector. Sabida es la sabiduría cinematográfica de Praga Terente y en el relato son constantes las referencias a nuestra memoria visual: Vértigo, de Alfred Hitchcock, está en la primera línea al ser la película que articula el discurso de Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro y que es la cuerda que suelta para iniciar la ruta; Mr. Turner, filme de Mike Leigh dedicado al pintor romántico británico, ayuda a comprender la necesidad de arriesgarse a sacar el cuerpo si se quiere captar un instante de belleza, o los clásicos de John Ford facilitan descifrar cómo se conquistan los grandes espacios, también las provincias de lo mínimo, ese valle de Samuño verde y negro de la cuenca del Nalón. Tal vez sea el análisis de los fotogramas legados por los documentalistas Timothy Treadwell, devorado por un oso, y el matrimonio Katia y Maurice Krafft, vulcanólogos abrasados por la lava, los que ofrecen una capacidad radical y trágica para desvelar que «lo bello no es más que ese grado de lo terrible que todavía/ podemos soportar» (Rainer María Rilke).

Las otras sesenta y tantas páginas de La belleza del afuera las dedica el autor asturiano a dar cuenta de sí mismo, es decir, a darnos pistas de quién es el padre fundador de un territorio llamado Omedines. Cierto que el nomenclátor municipal sitúa Omedines en el conceyu de Llangréu, parroquia de Ciañu, valle de Samuño. Pero la geografía que maneja huye de los cánones académicos para abrazar los de la imaginación, que no los de la fantasía. En este libro-no-libro no hay fuga de realidad: de todo lo que se escribe hay certeza. O la hubo, al menos hasta que los artos devoraron les caleyes o la química dictó condena para les sacaveres y los cocosdelluz.

Pero en la Omedines de Praga Terente hay una casa con corredor y puertas azules, un perro lobo que ladra, una coruxona que agranda los miedos de la noche, un prau mal segado, un cirriu desorientado en su vuelo y una fonte escosa, que vuelve a manar cien años después porque «el agua ye la de Dios», como un poblador del valle deja claro con sus saberes telúricos. El afuera imponía sus derechos ancestrales y, como subraya, «sin freno posible ni más defensa que la aceptación y la coexistencia».

Como seres anfibios, los habitantes de estas latitudes norteñas sabemos lo que es el agua, más allá de explicaciones teológicas. Tanto exceso acuático lleva a Jorge Praga a bucear en el origen del topónimo, que lo vincula con la humedad reinante en el territorio. Como padre fundador de Omedines, no se le puede llevar la contraria: la imaginación es su feudo. Pero me permito una precisión lingüística: la etimología indica que el topónimo procede del latín ulmum que en asturiano derivó en umeru y que los meandros lingüísticos desembocaron en nuestro Omedines, paraje poblado por olmos. Soy consciente de que a la filología también le gusta deambular por las sendas de lo mágico.

La pelea del hombre con una sebe, con sus reglas ancestrales de dominio de los lindes territoriales, sirvió a Praga Terente para iniciar un proceso de comunión con la tierra y aceptar el proceso de entrañamiento en Omedines, pese a las advetencias de un parroquiano: «Tú no perteneces a aquí». La comunión con la tierra que asumió nuestro autor es similar a la que padeció y dio cuenta el poeta irlandés Seamus Heaney:

«Era una existencia íntima, física, rodeada de animales. En las noches escuchábamos los sonidos del caballo en su establo a través de la pared de la alcoba, que se mezclaban con las voces de los adultos conversando en la cocina. Nosotros aprendíamos todo lo que transcurría —la lluvia en los árboles, los ratones en el tejado, el sonido de una locomotora a vapor cruzando por la carrilera que pasaba detrás de la casa—, y asimilábamos todo esto en un sopor de hibernación. Éramos ahistóricos, presexuales; estábamos suspendidos entre lo arcaico y lo moderno»

Leyendo estas líneas comprendí la existencia de una secreta fraternidad entre el Jorge Praga de Omedines y el Nobel nacido en la granja norirlandesa de Mossbaum: ambos habían escuchado el latido de la tierra, el de un «paisaje sacramental» generador de una realidad situada «más allá de las realidades visibles», como anotó Heaney.

La fundación de Omedines como comarca más allá de nuestra realidad visible emparenta a Praga Terente con una tradición singular de los pobladores del Noroeste ibérico. Nombrar es, por sí mismo, un acto de creación. En unos ocasiones el topónimo tiene suficiente fortaleza semántica como para gestar una nueva realidad; en otras, apremia recurrir a la generación de locativos para estas geografías de la imaginación. Los propios habitantes de lo que algunos ya se han aventurado en denominar República de Poniente somos capaces de bautizar parajes necesitados de nombre propio. Esa imaginación colectiva tal vez responda a la necesidad de rebelarnos frente al diagnóstico que realizó el poeta estadounidense Wallace Stevens: «El mundo es feo y la gente está triste». Les Malvines, Corea, California, Pénjamo, El Serrallu, Tetuán, Versalles, La Cabila o La Florida… son algunos locativos de la imaginación colectiva en busca de vías de escape de la otra realidad, sea con la importación de latitudes exóticas o el embellecimiento metafórico de las arquitecturas de la fealdad y de la tristeza.

En La belleza del afuera, tratado de geografías e historias, de personas y personajes, de categorías e ideas, se ha identificado un espacio que sin renunciar a lo que aceptamos como posible y material es capaz de constituirse en una nueva realidad donde los bello es cierto y terrible. Existe Omedines, así lo certifica el catastro, pero Omedines, gracias a Jorge Praga, se ha constituido en una realidad suprema. O tal vez, como dejó escrito Wallace Stevens, en una ficción suprema.


La belleza del afuera
Jorge Praga
Eolas, 2023
114 páginas
13 €

César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016),  en colaboración con el artista plástico Federico Granell, Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019) y Carta de marear (Heracles y Nosotros, 2020).

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