Poéticas

La creación del mundo, después de la muerte del padre

El eminente poeta portugués Jorge Gomes Miranda reseña 'Aflicción y equilibrio', de Carlos Alcorta, un libro sobre la enfermedad y la muerte de su padre y un retrato despiadado de la España presente y pasada.

/ por Jorge Gomes Miranda /

En el principio fue la muerte. La muerte del padre. Después de la nada, de la noche cíclica y lacerada del ser, se crearon las palabras. Y la vida. Toda muerte es terrible y arbitraria y crea un vacío que no debemos llenar con los duros momentos de la enfermedad coagulados ya en la memoria, como hacemos en nuestras pesadillas, sino con actos ávidos de vida.

Aflicción y equilibrio, del poeta Carlos Alcorta, es un libro sobre la enfermedad y muerte de su padre. Un diálogo verdadero y amoroso entre un hijo y su padre muerto. Un libro sobre la soledad de su madre, después de esta funesta pérdida. Un retrato desapiadado del país (España en el presente y en el pasado). Un libro sobre otro padre (el poeta) y su hijo, y el legado que perdurará en el tiempo. Un libro que defiende enérgicamente la ética, el coraje, el ejemplo y la confianza como herramientas para enfrentar el futuro más incierto.

Erguido con el deseo y la responsabilidad de transmitir a los niños un mundo mejor y más justo que el que recibimos: «quería trasmitir a mi hijo otros principios /—uno hace lo imposible por los hijos, / por aliviar el peso de sus contradicciones— / tal vez más primarios y elementales,/ como el valor, que aporta confianza en el futuro/ para enfrentarse a la crueldad de la naturaleza/ humana».

Un libro de proximidad familiar y distancias, hábitos, comportamientos, características y estados de ánimo; así como distancias generacionales, profesionales y existenciales. Un libro entre el hombre que escribe y el lenguaje, sobre el nacimiento de la poesía, el lugar de la escritura (del arte y la vida) en un mundo empresarial, comercial. Una defensa infalible de la poesía como método de introspección personal, hacia el descubrimiento del rostro. Defensa y descubrimiento de la poesía, que para Marguerite Yourcenar es tan importante como la del amor: «revivir el momento preciso/ en que la poesía se apropió de mi vida/ y el poema adquirió una apariencia/ tan humana que suplantó mi identidad». Un libro sobre el lenguaje (la palabra) como vehículo para la vida, la fuerza y la autonomía frente a los dilemas estéticos, sus aporías, responsabilidades en un mundo que ya no reconoce la profesión del poeta como central, matricial. Un libro personal, familiar y político-estético con admirable fuerza verbal y humana. Un libro sobre la belleza y la moral, sobre los vasos comunicantes entre lo estético y lo ético. Un libro sobre la transmisión de sangre a sangre, sobre legados espirituales y de comportamiento, y de herencias por venir. Un libro sobre momentos de culpa, indecisión y necesidad, pero no a cualquier precio, de ofertar el perdón, pues los poemas, en su extensión y diferencia de significado, a veces pueden ser resbalones dentro de una conversación familiar o un avistamiento repentino de un nuevo continente de comprensión. Un libro sobre la confianza que debe preservarse frente a la indiferencia y a la crueldad. Un libro sobre la libertad de la escrita delante a los varios encierros, mentales y físicos, los de ayer y los de hoy. Un libro sobre las relaciones entre el mundo natural y el mundo del arte; sus lazos de presa, hambre, atracción entre opuestos; una infatigable llamada de belleza. Un libro sobre el horror cotidiano y lo que nos anestesia y nos deja indiferentes al paso del tiempo.

Un libro que cuestiona el lugar y la existencia de Dios en el contexto de la muerte. «¿Dónde está Dios?», parece reclamar cada poema, cada mirada intercambiada entre los miembros de la familia que ofician este luto familiar.

La revuelta, el sinsentido de la muerte, personal y colectiva, necesariamente conduce a la duda sobre la existencia de Dios. A hacer una última pregunta: ¿serán las cenizas un signo de lo divino o simplemente restos del fuego de la nada?: «¿Hallarán en las cenizas alguna/ prueba de la existencia de Dios?». Un libro que analiza directamente la extinción, la desaparición sin complacencia, sin las ilusiones habladas de la resurrección, de cualquier resurrección, a menos que por los caminos y los signos del amor. Una resurrección por la memoria y los sueños. Un libro que supera los estereotipos inherentes al pensamiento ingenuo sobre la bondad intrínseca del ser humano. Un libro sobre la muerte, pues él poeta sabe y recuerda al lector que: «nunca estás preparado para recibir la muerte», pero no monotemático, sino plural, polisémico, lleno de diferentes temas, palabras y situaciones en la vida.

El libro de la vida y de una vida, solo posible después de una maduración interna que proviene de la infancia y que tuvo varios episodios (algunos vividos con el padre muerto, otros con la madre y otros con el propio hijo). Un libro esencial, escrito por un gran poeta, pues para escribir con esa inteligencia y sensibilidad hacia lo íntimo y todo lo que nos rodea, el hombre debe haber vivido toda una vida de atención a los detalles, a la reflexión, a la dedicación amorosa, a la sensación de pérdida, precursora del amor. Y proseguir. Un libro de amor total para los que se fueron y los que se quedaron. Especialmente estos, ya sea el niño, los otros miembros de la familia o los lectores, aquellos que ahora compartirán, se conmoverán, aprenderán, vivirán a su lado, siempre y cuando el libro permanezca en sus manos y ojos y mucho más después, en el horizonte de la memoria.

Un libro sobre la memoria como semilla, cosecha, colmena, contra la amenaza de sequía (geográfica y axiológica) que ya se acerca a nosotros. Un libro sobre la caída de las ilusiones, un cuestionamiento lúcido sobre lo que realmente importa en la existencia. Un libro que contiene varios libros, varios mares, y puede ayudarnos a vivir mejor dentro de nosotros mismos (con nuestros errores, fantasmas y culpa, tristeza y soledad). Y para ser una magnífica contribución poético-existencial en la construcción de la comunidad venidera, es decir, en la construcción diaria de una ciudad más humana y verdadera. «Quiero hablar claramente/ sin los trucos de la literatura», confiesa el poeta, estableciendo inmediatamente un verdadero pacto consigo mismo, con los muertos y con los que se quedarán. Poesía esencial, necesaria, urgente. Y que con maestría promueve ciertas conexiones con la escritura confesional, sus tenaces incursiones sobre el tema de la muerte, los versos como un periscopio en busca de incongruencias familiares.

Es cuestión de memoria que, en gran medida, se transmuta en la poesía de Carlos Alcorta, ahora íntima y vulnerable, por lo tanto distante de la escritura tradicional en patrones formales. En la espontaneidad del verso libre, aparece el lenguaje franco, preservado por un núcleo de palabras y sentidos repetidamente renovado y convertido en una auténtica autobiografía poética.

No un ejercicio juguetón, neutral, no político, o un ejemplo de poesía pura, escrito en la torre de marfil. En cambio, Aflicción y equilibrio es un libro sobre la experiencia de escribir con «sudor y sangre». Sobre el trabajo de sol a sol de la poesía:

pero ahora quiero hablar de experiencias reales,
no de embustes acerca de la resurrección
o de infames promociones internas;
quiero hablar claro, sin las tretas de la literatura;
sin palabras, solo con el silencio,
porque en su interior nacen los misterios
más insondables. El silencio
es vacío, da nombre a lo que ya no existe,
rehace la frontera que se extiende
entre mí mismo y el yo que ven los otros
sin falsear los pensamientos
con el ruido ensordecedor del habla.
El lenguaje fue siempre un fiel aliado,
pero después de muchos años
de camaradería he aprendido que, tanto
en la vida como en la poesía,
construir un estilo en el que las máscaras
parezcan rostros verdaderos
sin caer en el mimetismo cuesta sudor y sangre.

Un libro de amor y belleza, pero también una advertencia de los efectos nocivos de la crueldad, la falta de atención y la indiferencia: «¿Puedo defender mi neutralidad/ ser indiferente a las catástrofes cotidianas?», pregunta mirando al lector, a cada uno de nosotros.

Hay ciertas experiencias que, una vez vividas, se apoderan de una parte sustancial de nuestra experiencia futura del mundo y toman posesión completa de nuestra vida presente. Y también desencadenan los procesos cognitivos de la memoria. La muerte del padre es una de ellas. A partir de ese momento, la palabra padre, cada vez que la escuchamos en el metro, en el pasillo de un centro comercial, en medio de una película; o, simplemente, cuando al final de la tarde cruzamos un jardín y un niño grita entre lo aprensivo y lo atractivo, la palabra padre, decimos, suena como una alarma. En otras ocasiones, una apertura al insondable universo del pasado. Lo que éramos, lo que nos enseñaron y siempre estaba corriendo en la sangre, a pesar de que muchos de sus sentidos, solo después de la desaparición de aquellos a quienes amamos podremos entenderlos completamente. A veces alguien dice una palabra. Y esa palabra, misteriosamente, desencadenará una red de eventos y recuerdos clarificadores. Una palabra que activa todos los mecanismos insondables y oscuros de la memoria. Y más adelante ya veremos cómo la memoria tiene un lugar matricial en la obra de Carlos Alcorta. Recordamos los gestos, las miradas, la entonación de la voz, en la mañana camino al hospital, cierta forma de caminar, levantando el cuerpo de una silla. Y las palabras habladas o previstas en una larga mirada silenciosa intercambiada entre padre e hijo. Palabras, ciertas palabras, que aprendemos de él. Palabras que decimos o escribimos toda la noche y llevan su marca de agua. Después de la muerte, o mientras dure la enfermedad, vivimos en una especie de limbo, de estrés postraumático; un duelo que ni siquiera la literatura nos consuela. Sin embargo, algunos continúan, escriben, como si trataran de respirar. Solo respirar. Pero palabras de tristeza y aceptación:

Uno se decanta por no hacerse
muchas preguntas para preservar
su salud mental o por egoísmo.

Más que condolencias, o que ensalcen
entre salmos y oraciones sin alma
la gran persona que era, necesito
aceptar la realidad, vivirla
sabiendo que no volveré a verle.
En el espacio que antes ocupaba
reina ahora el vacío, pero solo de forma
física, porque él está presente en todos
mis actos, mientras cumplo con mis obligaciones
como un autómata o cuando imagino
que hay otra vida más allá de la muerte.

Para el lector (y quizás también para el hombre que las escribió), estas palabras, cuando se organizan en un libro, pueden ser consoladoras en tiempos de crisis y pueden interrogarnos, cuestionarnos y conducirnos a centrar nuestra atención en el mundo, a pensar en la distancia que construimos con los demás, a ser más contemplativos ante un paisaje de árboles y mar y activos, aunque interiormente delante de tanta destrucción y crueldad.

El proceso de escribir incluso en eventos privados, familiares, es un proceso arduo, a veces tortuoso y muy difícil, desde un punto de vista estilístico y humano. La poesía se trata a menudo de detalles, haciendo de la descripción del gesto o acto más banal del mundo un ritual casi sacramental. Y la poesía de Carlos Alcorta nos pregunta qué podemos hacer con lo que está dentro o alrededor de nosotros, es decir, qué podemos hacer con lo que vemos, sentimos y somos. Poeta de la emoción, pero de la emoción purificada, a través de un proceso de reflexión sobre la realidad. Y de lo más difícil de cumplir: la alta dignidad en la amargura de los días.

Con ciertos libros, dada la carga emocional y la precisión verbal que conllevan, casi nos hacen creer que el arte puede ser un consuelo frente a la catástrofe. Una catástrofe que es personal, intransferible, pero que, dada la intensidad y excelencia de la música que da forma a los versos, pronto se vuelve compartible, común, porque la muerte es lo más común de la naturaleza y el dolor se limita a registrar la intensidad de esa calamidad. Y de otras calamidades.

La poesía de Carlos Alcorta nos lleva también a considerar el poeta como testigo de su tiempo y el lenguaje como una dinamo, una central eléctrica, un período de tregua. Y la memoria funciona como un mecanismo de rescate interno y exposición que nos protege en las dificultades de los días por venir.

Las fronteras de la memoria

En uno de sus Cuatro cuartetos, «The dry savage», T. S. Eliot escribe: «We had the esperience but missed the meaning./ And approach to the meaning restores the experiece». («Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido,/ y acercarse al sentido restaura la experiencia».) Versos que podrían servir como pórtico al mundo recriado en muchos de los libros de Carlos Alcorta, de Sutura (2008) a Sol de resurrección (2009), a Ahora es la noche (2015) y Tiempo vivo (2019) hasta Aflicción y equilibrio (2020). En esta constelación no encontramos el entendimiento de la literatura como un «à la recherche du temps perdu» porque se sabe que el tiempo siempre ha quedado perdido y en su vórtice se pierden seres y cosas; ni tampoco a la tentativa de un ajuste de cuentas con el pasado: con la infancia y sus lugares; y con esos gestos que han hecho daño y experiencias que han provocado heridas; o con aquellos, los adultos, que por violentos, indiferentes o distraídos han entregado el niño a una tensa y demorada soledad. O aun a un ajuste de cuentas con el tiempo borrascoso de la adolescencia.

Al revés, en Sutura, por ejemplo, el mundo es recreado (desde el día primero, por el arquitecto, el hacedor que es el poeta y que se dispone a aceptar la sabiduría que proviene de la mirada; mirada en diálogo y contrapunto con la del niño y adolescente que ha sido) con la hondura del lenguaje poético y de la vida y del nada; como si el regreso al «paraíso» (ciertas veces «une saison en enfer») implicase, antes de nada, una recreación estilística y memoriosa que se distancia definitivamente de las colores de la añoranza.

Ni siquiera con la única (decisiva y fundacional) promesa de, al final, alcanzar un silencio, una amplia serenidad, con otros y más jubilosos matices, que los, por ventura, vividos en ese tiempo pretérito, pues el yo (¿el sujeto poemático, un álter ego del autor?) que aquí regresa se sabe otro. Siempre ha sido otro, por razón y destino. Quiero decir: desde el inicio de sus magníficas narrativas en verso, el lector es confrontado con una reflexión acerca del tiempo pretérito a partir del tiempo presente; presente (y pienso que esto es esencial) revivido como tregua, apaciguamiento, cauterio, sí, pero camino de nada: una nada viva y no ocasional, de cambiantes (no lo olvidemos) filosóficos existenciales (Sartre, Camus, Heidegger), y no la nada nihilista de Cioran o Thomas Bernhard. Tiempo en el cual el poeta revisita los lugares, revivifica las experiencias y se reencuentra de algún modo (pues aquí no existen certezas) con la compleja imagen que ha permanecido de sí mismo, de los otros y de las cosas de alrededor, en su memoria, i. e. dentro de sus sueños, sangre y voz. Memoria que no es estática, sino que cambia con el tiempo, y es también un trabajo de la imaginación. Pero (y esta es una de las más hondas lecciones estoicas, morales, que podemos retirar de estos estimulantes conjuntos de poemas) con el coraje de enfrentar conceptualmente (pues si fuera apenas emocionalmente, tal sería por ventura demasiado fácil) el tiempo, ese gran escultor, que nos ha modelado y modela con sus heridas, melancolías y deslumbramientos. Conocer las naciones de la infancia y de la adolescencia, construir la identidad a través del poema, es uno de los propósitos de la mejor poesía. Remontarse hasta el origen, con palabras que busquen conocer la realidad, por mutable y fugaz que sea su rosto; palabras desveladoras (por instantes) de muchas de las experiencias iniciales; palabras que apuntan para el sentido de revivir la pasión por la vida y la comprensión de un tiempo y un espacio de posibilidades por venir, surcados por el vuelo rítmico de los versos. Puntos de partida para la trama (que se va destejiendo con la progresión de la lectura del libro, en un movimiento de ida y vuelta, que en el momento significa una revelación, para en el momento siguiente tejer otras incertezas, nuevas ocultaciones, distintas presencias; en un movimiento homólogo al del mar (por la orilla) de la poesía (ese otro nombre para la vida) y para la construcción de la identidad del hombre en la Tierra.

Proseguimos. Si, por un lado, podríamos tener la tentación de hablar aquí de una actualización del tema mítico del regreso del hijo pródigo, no nos podríamos olvidar de la presencia de un otro regreso: el retorno del exilado interior, de aquel que regresa ahora con el deseo de exhumar del pasado los instantes matriciales. O dicho de otro modo: en Sutura se emprende una especie de peregrinación (y podríamos aquí hablar de la tradición medieval de peregrinaciones espirituales) en busca de sus raíces, teniendo por compañero y guía —el Virgilio de la Divina Comedia— la memoria y la poesía, ella misma. Retomando el hilo conductor: el que regresa es aquel que por ventura ha tenido necesidad de partir de la ciudad ahonde vivía, de olvidar la cultura de la naturaleza que lo caracterizaba, para trillar otros sueños citadinos; pero que, muchos años después, descubre (sin mayor sorpresa, diríamos) que su yo más auténtico ha quedado siempre ahí, donde se ha perdido, entre aquellos paisajes que conoce de memoria y al lado de ciertas amadas personas. Pero como en «Ciudad» o en «Ítaca», poemas de Cavafis, nunca se regresa verdaderamente, aunque, al final, lo más importante es el sentido del viaje. A menudo, aquí y allí —pero sobretodo en su libro Sutura—, subterráneo, irrumpe un tributo a un pasaje y a sus gentes; homenaje sentido, pero nunca cantado con voz atormentada, sí sencilla y susurrada.

Asistimos a la descripción de un paisaje que el poeta ha descubierto con asombro, cuando salía por los campos o miraba los seres y las cosas desde un acantilado; acantilado interior, también, y que ahora ilumina y atribuye sentido a ese asombro y deslumbramiento olvidados; y que, por extensión, atribuye la medida de la verdadera naturaleza del hombre, la medida de su grandeza en el presente. En ciertos pasajes de ese libro, el personaje poemático me recuerda un poco a aquel hombre que en las románticas telas de Caspar David Friderich mira desde la cumbre de los acantilados el mar de hielo que aguarda el mundo y sus sueños interiores. Otras, parece envergar las túnicas de los niños de Brueghel para recorrer los senderos, haciéndose personalidad compleja, a la transparencia de las cosas que mira y lo miran así; otras aún, delante del amor, es como uno de esos adolescentes del mejor cine americano que, rebeldes, se extasían con el cuerpo femenino. Denso, laborioso y vibrante trabajo de lenguaje y cultura (en el sentido más amplio del tierno: el sentido antropológico), Sutura evidencia una actitud poética reflexiva y de conocimiento ante el mundo; actitud adaptada desde la propia experiencia personal. Quiero decir: el entendimiento del poema como experiencia interior de lo que vive fuera, en un exterior recreado aquí a través de un lenguaje transfigurado y más o menos de matices simbólicos. Y esto es particularmente relevante para un poeta como Carlos Alcorta, que defiende una idea de la poesía como indagación y conocimiento; como gesto total del ser, como nos diría un filósofo existencialista como Heidegger.

Otro aspecto importante en muchos momentos de su obra me parece el modo como la mirada del niño y del adolescente descubre el mundo que cambia en el instante de la mirada, buscando rescatar para ese mismo mundo la frontalidad; el coraje de mirar con perspectiva ética. En muchos de los versos de Sutura, las palabras que dicen el mundo no reculan ante nada: lo que miran puede tener el carácter de la autenticidad o la desintegración de ese mismo carácter, comprendido en distintas situaciones. De todo dan señal las palabras: del valor de la transparencia de los que buscan la verdad (por más metafórica, teatral, persona que esta sea, como diría Nietzsche) o del desvelamiento de los que han cometido traición a la integridad, y se sirven ayer como hoy de la profesional mentira. En este camino ético-poético, reconocemos otro de los trabajos del poema y del ser: la indagación constante sobre el alcance y el sentido de la palabra poética, en cuanto laborioso proceso de descubrimiento de la verdadera naturaleza humana, hecha de lluvia con azul por cima, pero acercando a los lectores ese desvelamiento sin ideologías ni premisas históricos, pues Carlos Alcorta prefiere las armas de la autonomía simbólica del poema. No sorprende, así, que los poemas no se consideren mero reflejo de una determinada realidad o experiencia; antes la elaboran en el tejido finísimo del poema, ese ser autónomo y funcional. 

Precisando mejor: uno de los temas recurrentes (como quién arroja una piedra al lago y mira los círculos concéntricos en el agua) es el enfrentamiento con el mundo; tarea previa y abrumadora, y que prefigura otra: el hecho de existir, el hecho inexplicable, irreductible, de existir en condiciones libres para el hablar claro. Y la poesía (un punto en el que me gustaría insistir) ha dotado al poeta de los instrumentos de la verdad; una especie de daimon socrático que alerta al poeta en los momentos en que el lenguaje no lo desvela todo sobre lo real. El personaje poemático que vive otorga significado y libera el lenguaje, tiene consciencia de esto y de la brutalidad de esa misma realidad. Lo evidencia en distintas imágenes y palabras. Pero no se queda ahí, en un registro de denuncia, acusación, melancolía, asco por los negocios del mundo, pues, para sí, es como si, después del momento político, su tiempo fuera el de las preocupaciones por la mortalidad; por la condición del hombre como ser para la muerte. Sentimiento de la mortalidad que no lo encierra: antes lo mueve en la dirección de la luz, en el camino de otro sentido de liberación y libertad interior. Acumulación, síntesis, sementera; abertura, solicitación y revelación. Incursiones, abordajes, idas y retornos en torno de una imagen central, todo es y no es (pues los versos son siempre un paso más adelante de las definiciones críticas) Sutura. Imagen central, esa, que es la infancia, la adolescencia, el descubrimiento del paisaje; la revelación del amor, de los otros y sus particularidades; imagen central que es también el acercamiento al propio ser en un tiempo desapiadado; y también reflexión sobre el propio tiempo, su pasaje y pérdida, para al final (¿otro principio?) alcanzar el simple nombre de poesía; un yo que nunca abdica de ser el esencial del que nos habla Antonio Machado.

Me gustaría hablar también de cómo él poeta organiza cada uno de sus libros: no son un conjunto suelto de poemas; al contrario, en cada uno de ellos se afirma como un cuidadoso tejer de sentidos, un cuidado de lenguaje, vertebrado por un fuerte sentido de elaboración. Con esto quiero decir que, por ventura, más de que de un volumen de poemas, deberíamos hablar de un solo poema extenso, con su temperatura y dirección propios. Podemos,  entonces, hablar de cuartetos de una fuga (fuga en el sentido musical); de un poema extenso que nos recuerda que todo lo que el poeta conoce es otra puerta para el enigma, i. e. adensa el propio enigma que busca desvelar. Hay en este libro un supremo pudor que permite entrever las historias, un sentido ético (lo llamaría así en un tiempo de confesiones desnudadas de lo sagrado). Un soberano sentido de resguardo, pues es esta otra percepción: Sutura es un diálogo del poeta consigo mismo, más que un conflicto con el mundo. Por ventura, porque el tiempo del conflicto ha quedado en el camino. Hoy lo que se construye es una red de alusiones (después de las ilusiones) entre los acontecimientos y los seres: todo lo que produce eco en las cosas y en otra época de la vida transporta hasta nosotros (a la nuestra mirada y voz) el sonido de una imagen, la constelación de una enumeración de puntos luminosos.

En este territorio, la vigilancia expresiva ha conducido a Carlos Alcorta a acercarse a lo sagrado. No a una sacralidad altiva y silenciosa, sino a una que refulge en las cosas; próxima a las cosas y a los seres, a los que habita en plenitud. Sacralidad (¿la otra cara de la nada?) y no mera exaltación del mundo. El camino aquí elegido es antes una honda inmersión en el libro del mundo, sus perplejidades y esperanzas. El propio Dios es objeto de preguntas, inquisiciones. Preguntas que el lector encuentra en una especie de juego con la divinida, (¿con lo que le da vida e ilumina nuestro interior, el alma?), ejemplar desvelamiento del hombre en su inserto camino en la tierra. ¿Y cuál es la función de las preguntas? Como en Rilke o Eliot, no mera proyección retórica de un no saber, sino, principalmente, claves, mecanismos (herramientas pensantes) de acercamiento vigilante al mundo como experiencia inmediata, reveladora del verdadero rosto del hombre. Preguntas entre el terror y la serenidad, entre la luz exterior y la oscuridad interior. Vividas por el hombre que es el poeta. Vividas por cada uno de nosotros mismos. Preguntas sin tiempo y lugar específicos, pues un pájaro levanta todas las fronteras, la inquietante belleza de la mañana. 

Recordemos aún: en su libro Sol de Resurrección, el personaje que lo atraviesa, después de cierto tiempo, llega a un territorio natural donde finalmente es feliz. El poeta, de un paseo a otro, describe la naturaleza, los acantilados, los vendavales, los árboles caídos, el esplendor de los rayos. Y como en el período romántico, es cerca de la naturaleza donde el poeta conoce su naturaleza interior; la naturaleza de lo sublime en busca de lo que asciende a la luz. El espíritu rilkeano del estar aquí en la tierra es magnífico; espíritu que en otro momento reciente de su obra —Tiempo vivo (2019)— revitaliza la forma del haiku, creando un tiempo personal, una clepsidra o reloj de arena.

Este sistema creado para medir el tiempo, que es tiempo vivo, vive imbuido de imágenes, impresiones, sensaciones, silencios y sueños. Es un canto de amor a las moradas del tiempo, a las estaciones, a las constelaciones, a los seres vivos, y sobre todo una reflexión densa y chispeante sobre el recuerdo de un amor; una llama de lo que queda al paso del deseo, de la carne y del sueño. El dolor que no conocíamos y la poesía, este sol de noche, como lo llama él poeta, nos transfigura y revela.

Tejida de sensaciones y recuerdos, impresiones y olvidos, camina por el mundo (paisajes y cuerpos, el del que escribe y el del que lee) con el rigor de las palabras, el vuelo de la imaginación; al mismo tiempo cercana lo real y el horizonte irrevocable del sueño. Amor y poesía. Imágenes, palabras intensas, tensas, sobre un amor vivido y del que todo en el paisaje de los días nos recuerda la presencia y belleza, que es también la belleza y el cuchillo que nos desgarra en su ausencia. La misma belleza y corte que también encontramos en la poesía.

Carlos Alcorta

Son breves artes poéticas a veces, pero siempre pequeños átomos de conocimiento; un conocimiento que busca el encanto del mundo, pero también la melancolía, y que estalla dentro de quienes los leen en busca de la clave que conecta la constelación y el mar. La clave musical de todo lo que nos trasciende conectado por un hilo de palabras al suelo que hemos pisado. A la belleza y las ramificaciones del tiempo en nosotros. Lo que vivimos en un breve tiempo, una noche y dura toda la vida. Imágenes, experiencia, sabedora para considerarnos a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea en la tierra, con más amorosa atención y ternura vigilante.

Pero los poemas de Carlos Alcorta no buscan solo la belleza o son bálsamo, consuelo. Consideremos, al leer poema a poema Aflicción y equilibrio (pero ese vínculo está presente, como vimos, en otros períodos de su obra), la génesis de la relación que el poeta establece entre lo que podríamos llamar lenguaje sensible y pensamiento. Además, el poeta ha tejido, con minuciosidad y rigor, un libro que es tanto personal como político-cívico, ya que da voz no solo a la muerte familiar, sino también a la muerte colectiva. Y esto es una señal extraordinaria de la amplitud de su poesía.

Es este un libro, sin embargo, que abre la posibilidad de que incluso la vida más suspendida y dolorosa, rota por el dolor y la muerte, pueda restaurarse, repararse, equilibrarse en ciertos momentos, del pasado y del futuro. Pues el presente es difícil, amargo. En una época en que los ancianos mueren solos en hospitales y hogares, sin la presencia de familiares, ni de una palabra, ni siquiera los ojos de niños y nietos sin el calor de una despedida, este libro nos habla de la tregua de alguien que ha tenido tiempo, aunque un tiempo de tristeza y pesadumbre para convivir con su padre. Un tiempo nunca suficiente, porque está atravesado por el dolor y las experiencias de consultas médicas y visitas al gélido hospital. Un tiempo en que la dignidad humana es amenazada por la degradación del sistema de salud, a manos de corruptos e inmorales:

Soportó la demora como el pensionista
menesteroso y retraído que era,
acostumbrado por las sistemáticas
reclusiones que su enfermedad crónica
le impone a las insuficiencias
crecientes de un sistema sanitario
público en manos de capitalistas
sin escrúpulos y de picapleitos
(me resulta imposible escribir sin mancharme
cuando oigo hablar de los enfermos
como de una mercancía,
cuando se escudan en el liberalismo
para invertir los fondos de pensiones
en una mutua de la city londinense
o en un futbolista galáctico).

Solo la voz tranquila y convincented
el médico de guardia consiguió devolverle
a su cuerpo el carácter sagrado —inicialmente
vulnerado por una sonda gástrica
y por exploraciones degradantes—
que la naturaleza otorga al ser humano.

Aflicción y equilibrio no es solo una carta al padre, sino un espléndido objeto verbal de recuperaciones y revelaciones del ser humano, pues implícita en esta poesía está la idea de que la literatura es la primera forma de conectarse con otras personas, porque todos venimos de una raíz común. Es una carta de amor y verdad para el padre, sin subterfugios, adornos ni miedos. Pero no es solo un duelo con la muerte, sino un espléndido himno a la vida; una narrativa verbal que genera un gran impacto emocional. Discursivo, pero siempre manteniendo la tensión del verbo, para convertirse en un modo de generosidad y empatía. Un libro que cura, un libro profundo y conmovedor que por momentos equilibra la ira y el amor, la angustia y la ternura, escrito con sinceridad y sin efectos retóricos, tejiendo un lugar para la poesía que no solo habla por sí mismo, sino que cuestiona sobre cómo alguien, con el tiempo, se convierte en un adulto pensante, comunicador y cuidador, tratando de capturar nuestro camino a través de los escombros para buscar rastros, restos, signos del mundo sobre lo que fuimos o podríamos haber sido. Leer estos poemas puede aún enseñarnos a mirar y recordar lo que ha sido España en el siglo XX y ahora. El registro de percepciones aquí tejidas no es fruto único, sino árbol de otros crepúsculos, respirando con las raíces del político, histórico o social; poemas que son, sobre todo, un proceso y un camino de comprensión interior y de un tiempo histórico que amolda nuestros pensamientos y emociones. El retrato del país es hecho entre la espada y la pared; un espejo roto que reflecte mucha de la dilapidación del paisaje contemporáneo, de las falacias del Eldorado del inmobiliario: «Nació en una época poco propicia/ para heroicidades, en una tierra satanizada/ por el rencor y la ideología […]./ Una tierra cultivada/ con sudor que ahora languidece/ llena de vertederos ilegale/ y fábricas abandonadas, frutos/ incomestibles de un mal sueño».

Carlos Alcorta es un poeta que escribe muy bien sobre las corrientes subterráneas de la libertad en una economía hecha para derrotarnos a nosotros y a nuestros sueños y posibilidades. Aquí, y en otros territorios verbales de su importante obra poética, los versos no hablan de impotencia, mas de los poderes artísticos (inocentes y que quizás no cambian el mundo) que el poeta detiene y no se pueden separarse del profundo sentido de la democracia. Una poesía, la que escribe, que se opone a las barreras, los muros mentales, sociales, y las exclusiones, persiguiendo la ventaja moral de participar, aunque sea poéticamente, en los grandes acontecimientos de su tiempo. Es notable su insistencia en que la poesía y la sociedad no deben convertirse en una jerarquía o un sistema de estrellas o celebridades, o simplemente una forma de exaltar un yo singular. Al envés, su mayor labor es ser una especie de caja de herramientas; una forma de ser generoso, de compartir los poderes personales que alcanzamos y logramos darle a la persona humana y a la ciudad; una poesía en busca de libertad para aprender hasta dónde podemos llegar en la búsqueda y reparación de heridas familiares y sociales. Manteniendo siempre a distancia la concepción de Rousseau de la bondad humana, la escritura se eleva sin la postura del realismo socialista, pero sin renunciar a ser una voz cívica; un lirismo crítico, diríamos, como horizonte de escritura y ser:

No todas las criaturas se gobiernan
por los principios del amor
o la belleza.

Vemos al niño famélico, la salud consumida
y la esperanza, si alguna vez la hubo,
cercenada por guerras o epidemias.

¿Puede la poesía defender
la neutralidad y mostrarse indiferente
ante las catástrofes cotidianas?

Adorno se preguntó si todavía era posible escribir poesía después de Auschwitz. Un poeta de hoy se pregunta cuál es el significado del arte si no recordamos lo inhumano, la crueldad, la destrucción y la muerte colectiva. Carlos Alcorta es en este libro un poeta del sufrimiento, pero también un hombre que recuerda otras muertes, colectivas y civilizaciones: «Si Yemen, Sudán o Siria no son capaces/ de fustigar nuestras consciencias,/ ¿qué puede devolvernos la confianza en el ser humano?».

Elegía como representación de la experiencia y el concepto de necesidad

Podemos inscribir este libro en la tradición poética del réquiem recordando que un aspecto clave de la elegía contemporánea es el deseo de representar la experiencia, quiero decir: volver a experimentarla a través del lenguaje para evocar situaciones, lugares, personas; evocar y no solo describir el dolor del tiempo, de la pérdida, pero también los instantes de memoria, belleza y verdad. En ese proceso, los poemas abandonan lo estrictamente formal, retórico, del dolor, para verbalizar de modo personal lo injusto y desconcertante del dolor. «No es un secreto./ He pasado muchas noches en vela/ recordando a mi padre y los terribles/ últimos días de su vida». En cierto modo, el exigente proceso de la pérdida y del dolor puede reflejar la escritura: es angustioso, difícil, frustrante, desalentador, aterrador, reconfortante, castigador y desafiante. A veces también este camino se vuelve alentador, pues el dolor puede proporcionar alianzas con los otros que han vivido esta dura experiencia, mostrando el mejor lado del ser humano en su desamparo, en su solidad y silencio. Algo personal y comunitario. Sin embargo, las elegías no son ideas. Son experiencias talladas en nuestro cuerpo y mente, en nuestra historia y futuro, esperanza y agonía. La elegía parece instigar a sobrevivir al dolor. Uno emerge del dolor no solo más dolido, vacío, pero con más sabiduría, aunque de un tipo que no nos gustaría haber vivido. Después de la muerte, lo daríamos todo para que el muerto volviera a nuestro lado, aun en los sueños. Lo que nos dice el dolor es que no siempre tienes la oportunidad de decir adiós. Y, sin embargo, en muchos sentidos, la elegía poética hace exactamente eso, a veces en versos que dicen: «hasta luego». Aunque, en principio, dedicadas a los muertos, de manera crucial se escriben elegías para los vivos. Honrando al padre, estos poemas se conectan con la idea de pérdida de una manera que pueda consolar a los que quedan atrás, aunque solo sea como compañeros en el dolor. El mundo del dolor puede hacernos sentir como en el reino del limbo, que al menos nos da una fuerte perspectiva sobre el mundo cotidiano, de su sinsentido: ¿por qué todas estas personas caminando, ajenas a mi dolor a mi pérdida? ¿Por qué siguen aquí mientras mi ser querido, mi padre, no está? Preguntas que quedan sin respuesta, palabras llevadas por él viento del olvido. A veces, ser un sobreviviente de la muerte puede llevar a los amargos territorios de la culpa; culpa que puede causar más ansiedad y tristeza, por lo quedó por decir y vivir. La muerte de un ser amado trae consigo un deber, una responsabilidad y una devoción a la verdad que no se pueden explicar a los que no la han vivido. Son innumerables los pequeños detalles que hacen que la vida parezca insoportable y sin sentido hasta que un recuerdo, un objeto, una palabra reactualizan al perdido. Amar más, seguir amando incluso cuando uno lo ha perdido, pues la muerte aclara un amor que estuvo allí todo el tiempo. ¿Una lección de la muerte, inútil o necesaria? Deberíamos ser más cuidadosos, amables, mientras todavía hay tiempo.

Carlos Alcorta reivindica tierna y críticamente en este libro la importancia de una poesía de la necesidad y de la verdad. Una constelación de verdad, belleza y tumulto individual y comunitario, no una teoría pessoana del simulacro personal o de máscara, o la teoría de la impersonalidad eliotiana. Más próximo por ventura de la línea de un Robert Lowell o un Robert Hass, Aflicción y equilibrio es un reconocimiento, no solo de la necesidad de la poesía para nuestras vidas, sino también del hecho de que la necesidad es lo que impulsa la mayor parte de la poesía que importa, o la forma en que importa a nuestras existencias. Me parece que los mejores poemas muestran su origen en la necesidad de hablar o escribir sobre lo más vital en su tiempo. Pero lo sabemos todos: nadie quiere escribir una elegía. Supongo que, simplemente, lo debe hacer después de la muerte de alguien querido, invocando palabras que procuran explicar lo inexplicable, pero que proporcionan un intervalo en el dolor y la angustia y son nuestro único consuelo. Los poemas, aquí, se centran en el dolor y la tentativa de curación, aunque sea una tentativa incalculable y perdida de antemano. Sin embargo, y lo he afirmado anteriormente, el depósito lingüístico de la experiencia de que se sirve el escritor no es solo el de lo íntimo familiar: también, y de modo sincero y vehemente, en la experiencia social del hombre.

Otro núcleo de sentido en esta obra poética es el modo como se piensa el problema de la representación en arte, en literatura. Aquí vive una muerte, pero la muerta no es esa estética de la muerte del lenguaje y de la imposibilidad de esta expresar el sujeto, el mundo. No existe la proclamada muerte de la literatura presente en la literatura del siglo XX, lo que llamaríamos escribir como proceso de extracción de la esencia de lo que sabemos de las sombras. Existe eso sin una búsqueda para la autoclarificación, su intento de encontrar la integridad nuevamente, o tal vez de reencontrar una cierta forma de inocencia. Una demanda axiológica y lexical para encontrar las palabras correctas para representar una vida. Escribir, para Carlos Alcorta, no es solo un proceso de extraer la esencia de lo que sabemos de las sombras que la muerte abandona. Soberanamente, en estos poemas sentidos y reflectados encontramos un poco más de vida (aunque en los abismos y acantilados del ser) en cada poema, en cada verso y, también, en la vida del lenguaje que ilumina los pasos del escritor como voz silenciosa, amplia y secreta de la comunidad.

Escribir como proceso minucioso, reparador y terapéutico

Este libro señala de modo profundamente singular otra tendencia contemporánea que encontramos en la mejor literatura: la escrita como proceso minucioso y terapéutico, como labor de reparación del dolor privado o colectivo. Muy cerca de la noción de Seamus Heaney de poesía de reparación, poesía que es corrección, reparación, consuelo: «pero yo confiaba/ en que esa fuerza intangible que alienta/ la escritura equilibrara la balanza,/ y que el poema me hiciera perder el miedo/ a la eterna provisionalidad que orbita/ alrededor del destino».

¿Deberá la literatura reparar? ¿Deberá actuar sobre el sufrimiento individual y los males del mundo? Son algunas de las preguntas planteadas en la lectura de estos poemas, como en defensa de una concepción reparadora y terapéutica de la literatura. En este periodo de crisis personal, social y política, en lugar de hablarnos del yo, de la metafísica y de la sociedad, de los conceptos políticos de transformación, la literatura puede tener como objetivo reparar las condiciones amargas que tantos viven y sufren; corregir el trauma de la memoria individual y el creciente desmembramiento del tejido comunitario. Una llamada emotiva y racional de nociones como empatía, pero comprometida con el sufrimiento humano, en tantos lugares de la ciudad y del mundo, pues la poesía no puede, como nos recuerda tantas veces Carlos Alcorta, quedar indiferente a tantas amarguras, injusticias, conflictos y crueldades. No sorprende por eso que la literatura surja entonces como una tregua, un apaciguamiento entre los tumultos después de haber navegado por los mares revueltos de la ansiedad y de la pérdida  personal y histórica.

La idea de que hoy es vital la reivindicación de un concepto que se podría describir como reparador, terapéutico, de la escritura y de la lectura; el de una literatura que cura, que ayuda, o, al menos, quiere hacer el bien. Todo sucede como si, en nuestras democracias privadas, en nuestros marcos espirituales hermenéuticos y colectivos, la promesa verbal pudiera pensar en el singular, dar significado a las identidades pluralizadas, tejer geografías de ternura en comunidades constitutivas: camino que es de emancipación y de reparación, cuando el tejido personal y comunitario se va rompiendo. La literatura revela, testifica, da acceso íntimo al otro, amplía el campo del conocimiento y la profundidad de la experiencia de los humanos y demás seres vivos que con nosotros habitan la tierra.

La escritura de Carlos Alcorta, tejida de incidentes narrativos, con imágenes vívidas y refrescantes, utiliza preferencialmente el estilo visual, fílmico, más que fotográfico. Eso es fundamental en su movimiento emocional y conceptual. Además, la persistencia moral y estética de Carlos Alcorta al escribir sobre la enfermedad y la muerte de su padre y los círculos de inquietud y dolor creados dentro de la familia es un tremendo acto de coraje, pero sin la abyección del yo, marca de agua de tanta literatura de la depresión. Aquí, los flashbacks no son exactamente nostálgicos en el sentido común y tradicional, sino más bien, fragmentos de películas, acontecimientos que moldean lo que llamamos espíritu familiar, imágenes y palabras de una época vivida entre el poeta y su familia, vislumbres del pasado, no la imagen completa de los acontecimientos; vislumbres recogidos no en tranquilidad, como los pensamientos en Wordsworth, sino en tensión, aunque benigna, hacia el futuro. De ahí que el estilo estético de este poeta no sea nunca deprimente sino hondamente alentador, atento a los cambios (personales y sociales) a los que aspiran el poeta y la comunidad por venir.

También se debe tener en cuenta que la opción que hace el poeta por construir su libro en el tono narrativo es inteligente, ya que hace que el estilo sea dinámico, en continuidad, de tal manera que a una visión sucede siempre a otra, como en una película que durase las veinticuatro horas del día. Hacia lo naciente, a la piedra matriz, al tiempo inicial que nos revela que lo fundamental de este libro no es la muerte, sino la vida: «Hacer vida —esa es la intención/ con la que he escrito este libro—».

En un tiempo en el que hay dudas históricas sobre la legitimidad de la poesía, que hoy toma la forma de un nuevo imperativo, el del utilitarismo tecnocrático, este camino sí es característico del lenguaje y, especialmente, de la poesía, que se repite e inventa simultáneamente, de tal manera que la tradición nunca es un diálogo con los muertos que fueron enterrados para siempre, sino uno con aquellos que la memoria revitaliza, una repetición para poder inventar nuevamente. Ahora puede ser el mejor momento para que los poetas, los artistas, trabajen en este sentido. Queda muy poco tiempo para la desesperación y no hay lugar para la autocompasión. No hay necesidad de silencio. No hay lugar para el miedo.

Los poetas como Carlos Alcorta escriben, piensan y reparan el mundo con palabras rigurosas, críticas y compasivas. Este es el camino, el método, la medicina que puede curar las heridas de las civilizaciones, pues el poema es la casa de la vida y la comprensión:

Me propuse escribir este poema
como quien construye la casa natural
de la vida, sin ayuda, con materiales nobles
pero modestos, una casa con grandes ventanales
para vernos mejor por dentro, hecha
con las palabras que nunca nos dijimos,
una casa, un poema de músculos y piedra
con los que ganarme el pan, igual que hacen
los hombres de provecho. Si lo crees preciso,
supervisa la argamasa, controla a los obreros,
piensa en cómo podremos convivir
en el futuro pese a nuestras diferencias
—tú entrando sin llamar, yo contemplando
los muros encalados, ahora sin tu sombra—
y dame tu bendición, esa será la mejor recompensa
que pueda percibir por mi trabajo,
pero quiero que sepas que no es fácil
levantar solo con buena materia prima
unos cimientos firmes, también se necesita
esa emoción latente que propicia
el lenguaje poético, tan fuera de lugar
en las transacciones mercantiles.

Las lágrimas que derramé sin que tú
lo supieras, poniendo nombre con las palabras
que me enseñaste a todo lo que me rodeaba,
hasta que logré dar vuelo a mi pensamiento,
forman parte de tan impopular
y mal pagado oficio,
ese del que te avergonzabas
en los primeros años, cuando eran mis poemas
solo frustradas tentativas.


Aflicción y equilibrio
Carlos Alcorta
Calambur, 2020
100 páginas
13,30€

Jorge Gomes Miranda (Oporto, 1965) escribe sobre literatura en el Jornal Público y en revistas nacionales y extranjeras. Ha publicado los siguientes libros de poesía: O que nos protege (1995), Portadas abertas (1999), Curtas-metragens (2002), Postos de escuta (2003), A hora perdida (2003), Este mundo, sem abrigo (2003), O caçador de tempestades (2004), Pontos luminosos (2004), Réquiem (2004), El accidente (2011). De su labor ensayística podemos mencionar libros como Tráfico (antología crítica de la nueva literatura portuguesa) y Double FACE (textos de autores portugueses sobre Holanda y de autores holandeses sobre Portugal, datados entre los siglos XVI y XX). Fue incluido en la antología de poesía portuguesa realizada por el poeta y traductor José Ángel Cilleruelo, titulada El arte de la pobreza.

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