/ por Eugenio Fuentes /
En su Antología de Spoon River, la genial colección de epitafios, o más bien voces de difuntos, que le ha valido una hornacina en el santoral poético del siglo XX, Edgar Lee Masters adjudica a un tal Ernest Hyde la imagen de la mente como un espejo que, con el tiempo, va sufriendo arañazos por los que se cuela el mundo y se escapa el yo. Hasta que, a fuer de rayado, el espejo deja de reflejar imágenes y se sume, al fin, «en el silencio de la sabiduría». Algo más de un siglo después, el novelista Alfons Cervera ha erigido su propio Spoon River. Lo pueblan una cincuentena de novelistas y poetas que con sus textos en castellano u otras lenguas, rayaron su espejo de lector y escritor, y aún hoy nutren sus relecturas. Los más caminan hacia el olvido o incluso se disuelven ya en su bruma. Todos, asegura, le picaron con su aguijón de abejas muertas. Un estilete, aclara Cervera, que desvela el misterio de la fragilidad de la vida humana.
Sirvan las líneas precedentes para explicar, al menos en parte, por qué este rescate de autores y títulos seminales, llamado Algo personal (Piel de Zapa), se subtitula ¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta? Las circunstancias en las que entró en escena la abeja se relatan en la introducción a este tesoro en 51 capítulos y un epílogo, donde cohabitan 48 protagonistas y 50 deuteragonistas. Estos últimos son los autores de las citas porticales de cada entrega y, como cada película tiene su afán, no ha de extrañar que Rilke sea el segundo de Víctor Orenga o que a Blake le toque asistir a Jean Ray, y a T. S. Eliot ayudar a Ramón Lobo. Por ejemplo, el Rilke que se pregunta en los Sonetos a Orfeo: «¿Existe realmente el tiempo, el que destruye?» ilumina Material de derribo, novela autobiográfica de Orenga. Este juego es continuo en Algo personal y se extiende a las diabluras que Cervera hace con los títulos y subtítulos de los capítulos, sembrados de palabras que apuntan al corazón de su propia obra novelística.
Devolver la palabra a los vencidos
Aunque deberían ser innecesarias, aquí van algunas pinceladas sobre esa obra. Alfons Cervera (Gestalgar, 1947) es, además de poeta, articulista y ensayista, el autor de una veintena de novelas, desde De vampiros y otros asuntos amorosos (1984) hasta la muy reciente Claudio, mira (2020). La parte capital de su esfuerzo narrativo está alentada por la voluntad de devolver la palabra a los derrotados de la guerra civil («¿por qué casi nunca se dice que fue una guerra de clases?», se pregunta aquí con Santiago Alba Rico) y de evitar la equidistancia entre ambos bandos. En Cervera, no se trata de recuperar la memoria sino de combatir el olvido, impuesto arma en mano por los fascistas mediante la reclusión de los republicanos en el silencio y la construcción de un discurso de la victoria nutrido de palabras robadas a los vencidos. El valenciano admite, y lo reitera en Algo personal, que la Transición «hizo cosas que tocaba hacer», pero sostiene que fue «un tiempo lleno de esperanza que acabó convertido en un desierto». Un tiempo que, al establecer lo que había que callar, «trajo también bastante de lo que ahora nos pasa: la impunidad del franquismo, su atroz perdurabilidad cultural e ideológica».
Alfons Cervera inició esta tarea novelística una década antes de que estallara la bomba de la memoria histórica. Lo hizo con El color del crepúsculo (1995), seguido de Maquis (1997), La noche inmóvil (1999), La sombra del cielo (2003) y Aquel invierno (2005), títulos que componen la pentalogía denominada «Ciclo de la memoria», agrupada en el volumen Las voces fugitivas en 2013 y prolongada más tarde por Todo lejos (2014), La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (2017) o la ya citada Claudio, mira. En estas novelas, que también son actos de amor a su familia y amigos, a la vez que expiación de la memoria personal, las palabras guerra, victoria, derrota, silencio, miedo, voz, raíces, exilio o represión se yerguen como puntos cardinales. Y lo hacen a lomos de una escritura desnuda, afilada con el cincel paciente de quien sabe que todo lo que no es preciso es ruido e impostura, que la grandeza es incompatible con la grandilocuencia y que un guiño humorístico o irónico amansa la pleamar del párrafo. La escritura de un admirador de Onetti, a su vez admirado por Marta Sanz o Isaac Rosa y que no reniega del realismo social. Todo un concierto de generaciones.
En Algo personal su pluma se vuelve, género obliga, más desenfadada. Va y viene, sin rehuir el exabrupto, entre el momento en que leyó las obras, aspectos de la vida de sus autores, títulos llamados a la memoria por el que está reseñando, consideraciones sobre la lectura y la escritura, anécdotas librescas o literarias, la irrupción de la pandemia y repetidas andanadas contra el mercado editorial («la multinacional del gato por liebre»), cierta crítica (»saben lo que no está escrito sobre los libros que hemos de leer») y algunos escritores
Inquilinos del Panteón y novelas de quiosco
Onetti, el de Los adioses, es tal vez el único dios mayor homenajeado en las páginas de Algo personal, que se abren y cierran con otros dos inquilinos del Panteón: el Juan Marsé de Ronda del Guinardó y el Cernuda de Crítica, ensayos y evocaciones. El barcelonés comparece porque Últimas tardes con Teresa fue, asegura Cervera, el primer volumen que leyó un jovencito que hasta entonces se nutría de novelitas de quiosco. Sin libros en casa, esos manjares, de los que no reniega y a los que aquí dedica un sentido capítulo, eran los únicos que se echaba al ojo. «Yo no sabía quién era Juan Marsé, pero me salían de carrerilla, como la lista de los reyes godos, los nombres de Silver Kane, George H. White, Marcial Lafuente Estefanía, José Mallorquí, Keith Luger, Curtis Garland, Alf Regaldie y otros parecidos. Está claro que Tolstói, Dickens, Flaubert, Dostoyevski, Stendhal, Galdós, Clarín, Baroja o Valle-Inclán (no te digo ya Faulkner) me sonaban a chino». Cervera asegura que entre aquellas novelas, en buena parte escritas por republicanos represaliados, las había malas, regulares y buenas. Hoy, confiesa, las sigue releyendo y ocupan, junto al Capitán Trueno, un lugar de honor en su biblioteca. Todos tenemos nuestra Corín Tellado, eso no lo dice él, y a Cervera no le gusta maquillarse.
Junto a las novelitas de quiosco, a las que brinda como ayuda de cámara a Petrarca («Del dulce tiempo de la edad primera…»), se rinde homenaje en estas páginas a la colección Libros Reno, de Plaza y Janés, y a la fértil labor del Círculo de Lectores, que tantas sólidas novelas hicieron entrar en hogares españoles y que están detrás de muchos títulos reseñados en Algo personal. Títulos sobre los que la amenaza de olvido se cierne con diferentes intensidades. Hay escritoras que parecen tener algún seguro, como Annie Ernaux, en la que Moisés Mori se ha basado para escribir un espléndido autoensayo, y cuya obra confiesa amar Cervera. Otros sujetos de adoración, sin embargo, parecen condenados a ser pasto de especialistas. El caso más sangrante es el de Miguel Espinosa («la titánica envergadura de una obra irrepetible»). Tanto Escuela de mandarines como La fea burguesía solo pueden adquirirse de segunda mano, lo cual parecería darle irónica razón al crítico timorato que calificó a Espinosa como «uno de los escritores murcianos más importantes».
Incitación al descubrimiento
Con todo, el nombre de Espinosa sonará a muchos lectores, algo que tal vez no ocurra con la pequeña legión de grandes descubrimientos que pueden hacerse en estas páginas: el partisano Beppe Fenoglio (La mala suerte, «no sé si he leído alguna vez una historia tan enraizada en la desgracia»); la demente Unica Zürn (Primavera sombría, recién reeditada por Pepitas de Calabaza, y El hombre jazmín: «Da miedo leerlo»); el marino aventurero Jean Ray, autor de terror y policíaco conocido por su novela Malpertuis y padre de multitud de cuentos extraordinarios casi secretos; Jean-Claude Izzo, autor de Los marineros perdidos y de una trilogía marsellesa que figura entre lo mejor del polar francés; el ruso Fiodor Gladkov (El cemento, sobre las conmociones que acompañaron al asentamiento de la Revolución de Octubre); o el vagabundo autodidacta rumano Panait Istrati (Kyra Kyralina, «una auténtica pasada» que inaugura una epopeya balcánica y se puede encontrar en Pre-Textos). De Istrati, con el que cierro una lista no exhaustiva, publicó KRK en 2015 Nerrantsula.
Hasta aquí quienes no escriben en castellano. Entre quienes sí lo hacen, y solo han sido leídos por minorías, Cervera rescata, y la lista tampoco es exhaustiva, el mundo onírico de Ferrer Lerín (La mansa chatarra); el retrato que hizo Mercedes Soriano de los tránsfugas que cambiaron ideas por poder en la Transición (Historia de no) o las esperanzas de Montserrat Roig que, en esos mismos años, quedaron en nada (Tiempo de cerezas). Y también, mucho antes, la desolación y los sueños rotos de Concha Alós (Los enanos, 1963) o la capacidad turbadora de Carmen Nonell, que fue corresponsal de Pueblo en Berlín y ambienta en Alemania casi todas sus extrañas novelas, rebosantes de mujeres y escritas en las décadas de 1950 y 1960.
Dolores Medio y José Avello
Para no residentes en Asturias, Cervera hace sonar la campanilla sobre la figura de Dolores Medio, de quien reseña Celda común, novela inspirada en el mes que pasó encarcelada la autora de Nosotros los Rivero por su apoyo a las huelgas mineras de 1962. La obra fue prohibida en 1963 y publicada en 1996 por Nobel. También rinde homenaje a José Avello y sus Jugadores de billar (2001, recuperada por Trea en 2018), novela que considera «una de las más importantes de la literatura española del siglo XX y lo que llevamos del XXI».
Hay, además, en Algo personal rescates de auténticas desaparecidas, como la republicana Celia G. de Guilarte, que en 1969 ganó el premio Águilas, el segundo más preciado por entonces, con Cualquiera que os dé muerte. Guilarte, quien durante la guerra había sido corresponsal en el frente vasco, escandalizó en una de sus primeras entrevistas cuando fue preguntada si su proclamado republicanismo era exclusivamente literario. «No, no es sólo literario», respondió. La más desaparecida de todas es Carmen Mieza (La imposible canción, sobre la vida en el exilio). Tan desaparecida que ni siquiera tiene una mínima entrada en Wikipedia.
Reivindicación de Bécquer
Quien recorra con detenimiento este tesoro de pistas literarias habrá pasado también junto al Walpole de El castillo de Otranto, el Julio Ramón Ribeyro de Prosas apátridas, la poesía de Vázquez Montalbán y Ana María Moix, Las afueras de Luis Goytisolo, los cuentos de Aldecoa, La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco de Max Aub y algunos otros títulos y autores que, más que rescates, habrán sido homenajes y llamadas de atención a especies en probable peligro de extinción. Y habrá llegado, al fin, a la reivindicación de Bécquer. Se queja Cervera de que, entre arpas y golondrinas, la popularización de algunos versos del sevillano («creo que el único poeta del que me hablaron en el bachillerato») ha deformado la percepción de su obra. Y agradece a Luis Cernuda que en el citado Crítica, ensayos y evocaciones le ayudase a reencontrarse con él. Tal vez por eso, el epílogo de la obra está consagrado a otra voz difunta de la Antología de Spoon River, la de «la esposa de George Reece», a quien se atribuye este consejo: «A esta generación yo le diría:/ aprendeos de memoria algunos versos que tengan/ verdad o belleza./ Os pueden valer de algo en la vida». Sea.
Quince aguijones Cervera en Algo personal
La herida: «Yo también creo que la literatura no cura. La literatura hace daño».
Descomposición: «El tiempo, cuando pasa, lo convierte todo en una mierda».
Prohibiciones: «Soñar era de las pocas cosas que no estaban prohibidas en el franquismo».
La Transición: «La reforma. La dictadura suavizada por la desmemoria. El pasado no importaba, importaba sólo un futuro sin miedos, aunque sabemos de sobra —antes y ahora— que el futuro es una invención para desactivar los conflictos del presente».
Poesía: «La buena poesía agota a quien la escribe. Y más aún a quien la lee. Habas contadas, la buena poesía».
El niño: «La infancia es un tiempo que sólo existe cuando la contamos».
Miedo: «El miedo agazapado en un tiempo de violencia, un miedo que no admite otra reparación que no sea acostumbrarte al miedo».
Lecturas: «Somos lo que leímos cuando no sabíamos quiénes eran Flaubert, Virginia Woolf, Dostoievski o William Faulkner».
Destino: «Para eso está la imaginación, para cambiar el destino de la gente a la que la historia le ha asignado otro bien distinto».
Bancarrota moral: «No tardé en meterme en una cueva llena de fantasmas de otro tiempo, un tiempo que, sin embargo, conocía bien porque forma parte de eso que llamamos memoria de un país moralmente en bancarrota: el mío».
Equidistancia: «Nadie gana una guerra, todos la pierden. Vaya, hombre: y yo sin enterarme. No puedo con la equidistancia, de verdad que no puedo».
Monarquía: (sobre Alfonso XIII y Juan Carlos I) «Corruptos los dos. Caraduras los dos. Pichasuelta los dos. Pájaros para estar enjaulados los dos en vez de en libertad ni siquiera condicional».
Más Transición: «La transición en todas partes: igualar a torturados y torturadores. No cerrar nunca las heridas porque los nuevos tiempos democráticos son tiempos que siguen siendo miedosos con la dictadura que los precedió y que, de alguna manera, los fue conformando a su manera durante largos, implacables años de terror».
Costumbre: «La gente se acostumbra —la acostumbran, como dicen los cuentos de León Felipe— a todo, también a lo peor».
Onetti: «Los adjetivos que enlazan secuencias en un ritmo de frases subordinadas que son la música increíble de una prosa que no admite igual en la narrativa contemporánea. Si te dejas llevar por la prosa de Onetti estás perdido. Tienes que defenderte de alguna manera, como sucede también con la de William Faulkner. O esa defensa a la desesperada o la muerte por ahogamiento».

Alfons Cervera
Piel de Zapa, 2021
314 páginas
20 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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