Giulino di Mezzegra
La izquierda esnob y el fascismo
/por Pablo Batalla Cueto/
Josef Mengele leía, y leía mucho. Doctorado en antropología y medicina, era también un gran amante de la música y la literatura clásicas. Se casó con una historiadora del arte. Y nada de ello le impidió convertirse en el Ángel de la Muerte del campo de exterminio de Auschwitz, donde perpetró centenares de espantosos experimientos con prisioneros, que a veces acometía silbando las arias de sus óperas preferidas, y con los que perseguía demostrar la superioridad genética de la raza aria. Su caso no fue excepcional: nazis cultos, hubo muchísimos en el Tercer Reich, donde no fue infrecuente, como resumió un anonadado George Steiner, que se tocara a Schubert por la noche, se leyera a Rilke por la mañana y se torturara al mediodía. Christian Ingrao ha escrito un espléndido libro, Creer y destruir: los intelectuales en la máquina de guerra de las SS (publicado en España por la editorial Acantilado), en el que se adentra justamente en eso: en la incómoda realidad de los centenares de juristas, economistas, filósofos, filólogos e historiadores que volcaron todo su talento intelectual al servicio del mileniarismo nacionalsocialista. Y Todd Kontje se hacía a su vez la angustiosa pregunta de cómo pudo la gente que había celebrado las obras de Goethe y de Schiller abrazar a Hitler como su Führer, pero la respuesta es más simple de lo que pudiera parecer: es sencillamente mentira que el fascismo se cure leyendo, como sostiene uno de esos adagios no por incansablemente repetidos menos memos. A Martin Heidegger, leer no le evitó ingresar en el partido nazi en 1933 y ensalzar al Führer como «la realidad alemana presente y futura y su ley», gritando seguidamente un entusiástico «¡Heil Hitler!».
En general, a ningún lugar de aquéllos en los que las diferentes advocaciones del fascismo histórico arraigaron con fuerza le fue ajena esa paradójica intelectualidad tan lectora como capaz de justificar las más dantescas barbaries. No era ningún tonto Jaime Guzmán, hombre de misa diaria pero amante de la música clásica y la ópera, ávido lector de Carl Schmitt y Friedrich Hayek y el arquitecto jurídico del régimen pinochetista; y tampoco a Jorge Luis Borges le impidió ninguna de sus muchas lecturas ensalzar a Pinochet y sus centros de tortura en estos términos en 1976: «Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo por obra de las espadas, precisamente». Ni declarar a los periodistas lo siguiente después de una reunión con el dictador argentino Jorge Rafael Videla el mismo año, quizás al mismo tiempo que algún desgraciado prisionero político era arrojado vivo al Río de la Plata desde un avión con un travesaño ferroviario atado a los pies: «Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del Gobierno».
Leer es en principio mejor que no leer, faltaría más; pero nada hay, no, en el mero acto de la lectura que contenga una suerte de antídoto taumatúrgico contra el veneno fascista, ni contra ningún otro: está demostrado, por ejemplo, que la creencia en estafas pseudocientíficas como la homeopatía tiende a ir asociada a estudios y nivel socioeconómico altos. Por otro lado, leer, lo que se dice leer, se pueden leer muchas cosas: el Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt o el Si esto es un hombre de Primo Levi, pero también Los protocolos de los sabios de Sion (antiquísimo libelo antisemita que vuelve a difundirse y a leerse con profusión a través de los circuitos de proselitismo off-radar por los que la nueva extrema derecha comienza a moverse mejor que nadie), los libros de Jordan Peterson o los de Pío Moa. También es de común circulación una idea profundamente estólida según la cual si está impreso, es bueno, como malician los Pantomima Full en uno de sus últimos sketches. En él, esta pareja de humoristas que se ha hecho famosa ridiculizando los innúmeros postureos del siglo XXI se ocupa esta vez del outsider, al que representan tocado con un sombrero y una bufanda, meneando una copa de vino y presumiendo de no tener televisión ni redes sociales, de sólo escuchar jazz, de no saber quiénes son Rosalía ni Leo Messi («¡Peor me parece no saber quién es Vittorio de Sica, vamos!») y de preferir leerse una novela a ver cualquier serie de televisión.
Hay y ha habido siempre fascistas cultos, leyentes y escribientes, igual que hay astrofísicos que creen en Dios; hay y ha habido siempre analfabetos a los que el fascismo nunca engatusó (no fue precisamente con masas de millones de filósofos que la Unión Soviética derrotó a Hitler) y hay también un esnobismo y un paternalismo de izquierdas de los que el escritor Julio Llamazares se ha erigido en el último representante firmando en El País una desafortunada columna, «El peor de los tiempos», en la que asocia el triunfo del partido ultraderechista Vox en El Ejido en las últimas elecciones andaluzas a la falta de librerías en esa próspera ciudad de la provincia de Almería. De ella asegura Llamazares que «es la mayor población española sin librerías», lo que, en puridad, es mentira: basta una simple búsqueda en las Páginas Amarillas para constatar que los ejidenses tienen a su disposición no una ni dos librerías, sino cinco: Papelo, Celeste, Olvera, Folder, Miriam Centro y Nevada. Son, es cierto, no librerías propiamente dichas, sino librerías-papelerías como las que suele haber en las villas pequeñas y en los barrios de las grandes ciudades, con fondos editoriales pequeños y más volcadas a la venta de material escolar y de oficina. Pero en El Ejido también hay un centro comercial de El Corte Inglés, provisto de una buena sección de libros; y que hasta 2015 la ciudad tuviera además la emblemática librería Sintagma no le impidió nunca ser suelo fértil para la ultraderecha pre-Vox, ni el escenario en el año 2000 de una explosión de violencia xenófoba de infausto recuerdo.
Tampoco la cúpula de Vox está formada por iletrados: Santiago Abascal es sociólogo; Rocío Monasterio, arquitecta; Francisco Javier Ortega-Smith, abogado; Iván Espinosa de los Monteros, economista; Francisco Serrano, juez (un juez infame e indigno de la magistratura, pero juez al fin y al cabo), y Alejo Vidal-Quadras, que fue el candidato de la formación a las elecciones europeas de 2014 y a punto estuvo de salir elegido eurodiputado, una eminencia de la física. Simpatizantes notorios de la organización son por lo demás Fernando Sánchez Dragó y Hermann Tertsch, dos hombres de los que no se puede decir prácticamente nada bueno, pero tampoco que se trate de personas poco leídas o poco viajadas (tampoco es cierto que el fascismo se cure viajando). Y también lo son catetos sin cuento como Fran Rivera o Morante de la Puebla, pero he aquí el quid de la cuestión: yerra gravemente cualquier análisis del éxito de la ultraderecha que se arrellane en la comodidad de un factor único en lugar de esforzarse por cartografiar la complicadísima contextura —quizás incartografiable— de aspiraciones, lealtades, visceralidades, resentimientos, hartazgos, deslumbramientos, egoísmos, inconsciencias y optimismos de la voluntad que están en la escurridiza base de cualquier auge político y pueden arrastrar al mismo tiempo, como un irresistible tsunami, a las cabezas más brillantes y a las menos amuebladas. Esa ensalada de factores sólo puede ser contrarrestada con un esfuerzo del intelecto y de la acción política igual de ramificado. No hay, no puede haberla, una sola tumba del fascismo como las que, con indigestión de grandilocuencia, tanto mesías de baratillo asegura poder cavar ahora, sino que la conjura que la amenaza que partidos como Vox representan sólo puede ser el resultado de una vasta coordinación de antifascismos macro y micro.
Una izquierda que despache de un modo u otro el éxito de la ultraderecha con un haber estudiao es una izquierda estúpida, pero es algo peor que eso: una izquierda inútil; una izquierda vana en el doble sentido de presuntuosa e infructuosa, sin más recorrido que observar a sus enemigos seguir creciendo alrededor de las torres de marfil repletas de libros de Foucault y de Marcuse en las que se encastille.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
La supercherías religiosas sí que van de la mano de la ignorancia, inducidas estas por quienes han detentado el poder y difundidas por quienes le han acompañado. Las supersticiones son tan ancestrales en el sur como las procesiones y los señoritos. Ahí sí puede haber un dique contra la cultura y el conocimiento en un sentido, si no más amplio, al menos más materialista.
Estaba intentando relacionar esos dos términos, esnobismo e izquierda y, mira por donde, he encontrado este artículo, en el cual, de forma muy intuitiva, se pone como nexo además entre ambos al fascismo. Le adelanto mi agradecimiento.
Marx suele referirse al fetichismo de las palabras, a la superficialidad del lenguaje, que en cierto modo tiene algo que ver con la neolengua de Orwell.
Snob es una abreviatura latina, sine nobilitas, “sin nobleza”. Se aplicaba a aquellos senadores que accedían al Senado por méritos propios, no por familia, es decir, los hombres nuevos, Mario o Catón, por ejemplo. Y así es precisamente como se consideraban a sí mismos los miembros de Podemos cuando entraron en el Congreso, como personas ajenas a la casta política, o dicho de forma más coloquial, sin clase. Es justo la falta de clase lo que caracteriza a los esnobs. Un esnob viene a ser lo opuesto a un lumpen. Lógicamente, cuando se acaban apoltronando, a todos los esnobs les molesta que se lo llamen, por más que aunque la mona se vista de seda… Acaban así pues intentando confundir intencionadamente al esnob con el pijo, con el niño de papá, cuando resulta que es todo lo contrario. Eso sí, la clase esnob por excelencia es la burguesía. Creo que en eso no habrá desacuerdo.
Con el fascismo ocurre igual, otra patata caliente que, como se dice, quien primero lo huele debajo del culo lo tiene. El fascismo no es más que un nicho político, el del estatalismo y el nacionalismo fervientes. No hay que confundir en todo caso el fascismo con la extrema derecha, que bien ultraliberal o ultraconservadora es lo más opuesto al fascismo. El fascismo es lo que queda si se desnuda a la izquierda de su ideal antiestatal y universalista, si se deja de creer que tras la dictadura del proletariado desaparecerá el Estado, o si se deja de pensar que el Estado es siempre el opresor. El fascismo es lo más parecido a la socialdemocracia, el nacional socialismo o el socialismo nacionalista.
De nuevo el fetichismo del lenguaje. Algunos se creen que basta con decir algo para que sea verdad, pero otra vez se descubren, pues no hay nada más fascista que ese voluntarismo, que esa justificación en el poder mismo, que ese desprecio por el saber.