/ por Mariano Martín Isabel /
Si el realismo, reinterpretando la frase de Stendhal, es una ventana paseándose a lo largo de un camino, para el romanticismo dentro de esa ventana hay un espejo. El escritor realista ve la realidad cuando la mira y el romántico, dentro de la realidad se ve a sí mismo. Pero el realismo de Valera no es auténtico. Él quiere, según declaración propia, entretener al lector, no demostrar ni impugnar ninguna idea, mucho menos un ideal enfrentándose a otro; la disección de la realidad al estilo de Flaubert le parece prosaica y, frente a una representación prosaica («prosaica y vulgar», dice él), prefiere «pintar las cosas, no como son, sino más bellas» (pp. 4-5); una novela «debe ser poesía y no historia».
Planteado ya el marco de referencia, vamos a entrar en nuestra novela. Pepita Jiménez es una novela epistolar. En una pequeña nota introductoria el autor refiere que, muerto el deán de la catedral, «dejó entre sus papeles un legajo que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar en las mías» (p. 7). El legajo contiene tres partes. En la primera («Cartas de mi sobrino»: unas cien páginas en total) da a conocer las cartas que el joven Luis de Vargas (Luisito), de veintidós años, le escribe a su tío el deán, con quien se estaba formando para ser cura; y en esas cartas se ve cómo la atracción por Pepita Jiménez, de veinte años, gradualmente se va trocando en pasión. En el epílogo («Cartas de mi hermano», de casi diez páginas de extensión), el padre de Luisito, don Pedro de Vargas, de 55 años, cuenta al deán cómo transcurre felizmente la vida de casados de Luisito y Pepita. Lo que hay entre el enamoramiento y la boda lo tiene que reconstruir el deán a partir de los testimonios y los recuerdos: son poco más de cien páginas cuyo título («Paralipómenos») toma su nombre de un libro bíblico que pretendía llenar el vacío que había entre otros dos libros.
Pepita es una jovencísima viuda que a los dieciséis años se ve obligada a casarse con su tío Gumersindo de ochenta (p. 14), gracias a lo cual escapa su madre de la gran estrechez en la que vivía (p. 12). Pepita, como Penélope, es cortejada por quince o veinte novios a los que ella siempre ha dado calabazas (pp. 29-30); entre ellos está Don Pedro, padre de Luisito, que, por encima de todo, ama a su hijo (p. 23). «A nadie le cabía en la cabeza […+ que el teólogo, el santo, como llamaban a D. Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso D. Pedro Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita» (p. 112).
Y lo hizo gracias a Antoñona, la confidente de Pepita, ejerciendo de celestina. Antoñona (p. 193) es nuera del maestro Cencias, especialista en todo lo relativo al campo («artes de utilidad») mientras que Antoñona «hace dulces, arropes y otras golosinas» (esto es, las artes «del deleite, aunque deleite inocente, o lícito al menos»).
Estos son los personajes principales. Otros son muy secundarios, pero también muy pintorescos. El marido de Antoñona es un borracho y Luis, para curarlo, practica el «método homeopático» pues, «habiendo oído afirmar que los confiteros aborrecen el dulce» ha supuesto que los taberneros también aborrecen el vino, y por eso pone en sus manos «una magnífica taberna» (pp. 220-221).
Currito, su primo, «se ha casado con la hija de un rico labrador […], sana, frescota, colorada como las amapolas, y que promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de su suegra Doña Casilda» (p. 221). Completan la panoplia el conde de Genazahar, irrelevante, y el bueno del padre Vicario, querido por Pepita y por Luis, humilde y modesto «que hablaba de sus pecados en la hora de su muerte, como si los tuviese», porque era, en palabras de don Pedro, «simple y de cortas luces, pero de una voluntad sana, de una fe profunda y de una caridad fervorosa» (pp. 221-222). No puede faltar Periquito, el hijo de Pepita y Luis, muy travieso (pp. 223-224). Y para cerrar el inventario no puede faltar tampoco el hermano de Pepita, calavera y tarambana, que al final prospera en la Habana comerciando «en negros» y espera muy pronto «ingresar en la primera aristocracia titulando de marqués o de duque» (pp. 223-224). Para un espíritu liberal como Juan Valera, pese a su afán por embellecer la realidad edulcorando las cosas, no deja de ser una crítica velada a la sociedad de su tiempo; no tan mordaz como la que hace Antonio Machado cuando habla del «hombre del casino provinciano», de don Guido como expresión del caciquismo o del pesimismo vertido en «El mañana efímero». A pesar de que el mundo del cacique, en la persona de D. Pedro, se presenta aquí como algo idílico, en los personajes secundarios aflora un conato de crítica que no aparece en los principales; con estos últimos el autor es mucho más complaciente.
A través de los personajes se produce un contraste entre lo culto y lo inculto; así (p. 25) Luis hace, desde la tribuna de la clase social a la que pertenece, una crítica a las clases pobres e incultas en el desapego a la lectura («nadie lee aquí libro alguno ni bueno ni malo»); pero es una crítica también a los de su propia clase puesto que «las ideas modernas […], el materialismo y la incredulidad» no pueden actuar «por medios naturales», puesto que nadie lee, sino solamente por culpa del diablo. Ese mismo Luis, una vez que ha colgado los hábitos, trae de su viaje a Europa, junto con muebles y cuadros, también «muchos libros» que servirán «para que la cultura exterior cunda y se extienda» (p. 224); es como si el autor propusiera, a través de sus personajes (y sin comprometerse él mismo), europeizar España.
Lo inculto viene a ser lo local, y por tanto lo antiguo; y lo culto es lo moderno, por lo tanto lo universal. Destellos supersticiosos («las mozas solteras venían a la fuente del ejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio»: p. 158). Ecos de panteísmo («la noche y la mañanita de San Juan, aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y naturalismo antiguos»: p. 159). Oficios nómadas y arcaicos (los buhoneros, que «dormían al sereno al lado de sus mercancías»: p. 189).
Sin embargo Juan Valera se compadece de la ignorancia antes que condenarla, y ensalza el conocimiento que duerme bajo la ignorancia. Así, dice de Antoñona que, «si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en la expresión y en las ideas» (p.112); aunque la propia Antoñona, consciente de sus limitaciones, «habría pedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que descartase su lengua y que le diese habla, y habla no chabacana y grotesca, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexiones» (p. 145). Al revés que en la casa de Pepita, donde «sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles», en una sala que se llamaba «el despacho» (p. 114), aunque la propia Pepita, frente a la cultura libresca de Luis, en algún momento siente el deseo de reivindicarse: «no soy tan tonta ni tan rústica» (p. 119). Hay que distinguir también entre inteligencia y cultura, pues el padre Vicario, que es una persona buena, ha estudiado en los libros, pero no es muy inteligente; suponemos (no sé si lo supone Juan Valera) que lo contrario también puede ocurrir.
Hay, pues, un triple registro de la inferioridad frente a la superioridad: la gente de cortas luces se siente inferior a la gente inteligente; las clases humildes se sienten inferiores frente a la aristocracia de los ricos (lo local asociado a la incultura si no se sabe leer; en caso contrario lo local no es inculto); y el campo se siente inferior a la ciudad independientemente de las clases sociales. Así, don Pedro se queja de que «la gente de Madrid suele decir que […] somos gansos y soeces, pero […] nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos». Y cuando hay en el campo alguien que «sabe o vale», en cuanto puede se marcha (como pensaba hacer Luis cuando se hiciera cura… aunque no es en ese tipo de cultura en el que piensa D. Pedro, sino en el que viene de Europa; por eso ensalza a Pepita y al mismo Luis, que ha cambiado: ellos se están europeizando y sin embargo permanecen en el pueblo, p. 225). Se sobreentiende que la cultura que brota de las iglesias debe dejar el paso a una cultura secularizada.
Hay un cuarto registro de la inferioridad: el sexo. La mujer es inferior al hombre. O eso parece. Dice Pepita refiriéndose a Luis: «yo soy zafia aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que no comprenda […] Allá se remonta en alas de su genio, y a mí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo» (p. 126); donde ella se siente doblemente inferior: primero, por aldeana; segundo, por mujer. Pero hay un tercer complejo de inferioridad, y es el de la cultura; «¿tiene ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los libros encierran […]?» (p. 170). Virtud viene de vir, «varón», que algo tiene que ver con vis, que significa fuerza; no en vano en este mismo libro se menosprecia la «afeminada pasión de ánimo» frente a la energía varonil (p. 64); y hasta en el mismo hombre puede haber vigor varonil (el amor entendido como voluntad) o debilidad (el deleite, la pasión entendida como abandono, claudicación); y así, el hombre conquista y rinde a la mujer que tiene «un alma pequeña, cuitada y débil como la mía», dice Pepita (p. 178). Luis desmonta sutilmente esta supuesta debilidad de la mujer: «no es que su alma de V. sea más pequeña que la mía, sino que está libre de compromisos» (p. 179). Y hay que tener en cuenta que la debilidad que encontramos en Pepita en Antoñona se vuelve fortaleza, en vista de «los prodigios de que es capaz el ingénito despejo de una mujer, cuando le sirve de estímulo un interés o una pasión grande» (p. 148). No es que el hombre sea fuerte y la mujer débil, sino que hay mujeres fuertes y mujeres débiles, y lo mismo pasa con los hombres. El problema es que la igualdad que reconocen algunas personas se diluye en las palabras. Las personas transmiten sentimientos. Las palabras transmiten ideología.
Las clases inferiores se transforman en materia, las superiores en espíritu, y esto se evidencia en la contemplación de las manos: «una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese imperio [se trata aquí del imperio de la voluntad], pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro […] parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles» (p. 42).
Hay, además, pinturas reiteradas de la vida cotidiana. Se habla aquí del vestido (p. 26), de la casa, el patio, el oratorio, la jaula de los canarios (p. 27), del traje, el pelo, el cuidado de la mano (p. 41), y hasta (p. 217) un inventario de comidas.
Hemos visto al principio que en Pepita Jiménez no tenemos exactamente un ejemplo de realismo. Pero tampoco se trata de una suerte de romanticismo. «Lo vago y aéreo de un fantasma, por bello que sea», dice Pepita, «no compite con lo que mueve materialmente los sentidos» (p. 172). El autor se burla, incluso, de los tópicos del romanticismo. «Tal vez nuestros héroes […] hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad, teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo […], donde por fuerza había de ser fama que aparecían espectros o cosas por el estilo» (p. 161). No: lo que tenemos ante nosotros no es romanticismo; es un realismo edulcorado, con sesgo costumbrista, en las antípodas de ese otro realismo primitivo y bárbaro que encontramos en Pardo Bazán.
Pero no solo hay un rechazo del romanticismo. También encontramos un rechazo de Aristóteles, o por lo menos una vacilación. Dice Luis a Pepita: «esto que yo amo es V. […] pero es tan bello, tan limpio, tan delicado […] que no me explico que pase todo por los sentidos de un modo grosero y llegue así hasta mi mente». Se echa, entonces, en brazos de Descartes, y de Platón: «supongo, pues, […] que estaba antes en mí». Pero acaba revolviéndose contra Platón y vuelve a Aristóteles otra vez: «creo que existe V. y que vale V. mil veces más que la idea que de V. tengo formada» (p. 173). Prefiere concebir un tipo de amor muy próximo al que profesaba Teresa de Jesús, aunque en una versión secularizada: «si amor es […] morir en mí para vivir en el amado […] he muerto en mí y sólo vivo en V. y para V.» (p. 178). Aunque antes la misma Pepita hubiera expresado su amor de forma resueltamente sacrílega: «yo por él daría», le ha dicho a Antoñona, «hasta la salvación de mi alma» (p. 130).
En ese marco se desarrolla una historia de amor. Todo empieza con dos métodos contrapuestos de educación: o ser ignorante para no pecar («confundiendo la inocencia con la ignorancia») o conocer el mundo para resistir a sus tentaciones y fortalecer la virtud (p. 21). Luis empieza por preferir la segunda, pero poco a poco acaba eligiendo la primera: cuando aprende a conocer por la mano mejor que por los ojos, cayendo en la tentación; cuando «la suavidad de aquella mano me hizo comprender mejor su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocí sino por los ojos» (p. 86); al comprender que no es lo bastante fuerte para resistir la tentación, Luis opta por la primera de estas dos vías: «la vista diaria de esta mujer […] divierten mi espíritu hacia lo profano […] pero no, yo no amo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré» (p. 83). Olvida la enseñanza del Buscón, donde Quevedo nos dice que no sirve cambiar de lugar si antes no hemos cambiado en nuestro interior.
Las dos primeras partes (y, con ellas, la casi totalidad de la novela) son el relato de una lenta decadencia; la decadencia de la vocación de Luis, que se va desdibujando en aras del amor; la fortaleza que encorseta la vida pierde el paso frente a la fortaleza de la vitalidad. Se oponen, por un lado, la carne y el espíritu, y por otro el pecado y la virtud; vayamos por partes.
La carne y el espíritu. La carne es la materia, caracterizada (p. 36) por la «delectación sensual»; el «goce sensorial» se muestra en la contemplación del «cielo, tan lleno de estrellas»; de «estos alegres campos cubiertos ahora de verdes sembrados […] con tantos mansos arroyos […] flores y hierbas olorosas» (pp. 34-35). La carne peca contra el espíritu. Mas frente al goce sensorial se eleva el goce espiritual, consistente en «la verdad y la bondad desnudas de imágenes y de formas» (p. 35). «No quiero yo», dice Luis, «que […] el espíritu peque contra la carne», puesto que «el alma se ama a sí propia amando a Dios», y esto no es más que soberbia camuflada; «pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia […] me distraiga(n) de la contemplación de la superior hermosura» (pp. 36-37). Hay momentos en que vende la naturaleza; «me figuré», dice Luis, «que en los pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar» (p. 73); pero inmediatamente (p. 74) se le antoja que son tentaciones del demonio. Al final se roza el materialismo, que también había rozado a san Juan de la Cruz, de la presencia y la figura; «para mí V. es su boca, sus ojos, sus negros cabellos […] toda su forma corporal […] que me enamora y seduce, y al través de la cual […] se me muestra el espíritu invisible» (p. 180); los sentidos, pues, como puerta de acceso al espíritu, no como platónicas cárceles del alma; y llega a pensar que «su misticismo […] había sido un producto artificial y vano de sus lecturas», y que «cuando recordaba que a veces […] había oído susurros místicos […] y casi había empezado por la vía unitiva […] penetrando en el abismo del alma», ahora sospechaba que por entonces «no había estado por completo en su juicio» (p. 190); ahí se produce «la rápida transformación de Don Luis de místico en no místico», la «mudanza» de Don Luis (p. 194).
El pecado y la virtud. Para llegar a ello ha habido que pasar por la identificación de la carne con el pecado y del espíritu con la virtud. Y si el espíritu se deja tentar por la carne, se vuelve pecaminoso… «¡Qué mudado», le dice Luis al Deán, «va V. a encontrarme! […] ¡Cuán perdida la inocencia!» (p. 109). ¡Cómo sobreviene (p. 125) el hastío tras la satisfacción! En cambio el «Redentor divino» te dará «esa bebida que no cansa, que satisface la sed». Cuando hemos sucumbido a la pasión afeminada frente a la energía varonil (p. 64), entonces «los hombres solemos ser juguetes de las circunstancias» (p. 133), se lamenta Luis, a lo que el narrador responde páginas después: «no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten» (p. 162). Al final no hay que llamar caída a lo que no ha sido más que cambio, así se esfuerza en verlo D. Luis: «para justificar […] lo que ya no quería llamar caída, sino cambio», se propone ser buen marido, un buen padre, un buen lugareño que «se allanaba a ser lego, casado, vulgar» (p. 191), renunciando a las más altas aspiraciones con las que había soñado.
Queda mucha delicadeza en la expresión de las imágenes: el rostro de Pepita se llena de una «palidez traslúcida» (p. 104); «el riachuelo […] sangrado por mil acequias, pasa […] esmaltando sus orillas de mil hierbas y flores» (pp. 39-40); la dulce, «inefable embriaguez», convertida rápidamente en un «delirio interior» (pp. 104-105). El estilo se tiñe de dualidad cuando, en los pobres gañanes, crea imágenes coloquiales y humorísticas; así (p. 217), Doña Casilda acude a bailar «con sus diez arrobas de humanidad»; el padre Vicario es (p. 215) un «excelente señor, con medio siglo en cada pata»; el hermano de Pepita «viene a ser para […] los negocios como una buena poda para los árboles» (p. 223); cantar la misa en latín, en vulgar aliteración, se convierte en cantar «el gorigori» (p. 128), y entrar en un cuarto a la chita callando viene a ser, en el lenguaje de la época, entrar «sin decir oxte ni moxte» (p. 135).
De la identificación del narrador se ha escrito mucho sin llegar a conclusiones claras; baste decir aquí que es el señor Deán, sin entrar en más disquisiciones. Pero no se puede pasar por alto la transformación de una vocación casi mística en un cristianismo pagano; así lo dice el padre de don Luis: «en la casa de mis hijos hay […] preciosas capillitas católicas […] pero he de confesar que tienen ambos también su poquito de paganismo» (pp. 226-227). La novela empieza con una cita en latín (lema que una familia conocida de Juan Valera ostentaba en su escudo de armas), cuya traducción podría ser: «la virtud es la antítesis de la debilidad» (p. 7): tal podría ser el lema de D. Luis de Vargas cuando llega a la casa de su padre, convencido de que su fe es una roca monolítica que resiste a toda tentación. No es así. Su misticismo se trueca en sensualismo cristiano, el amor divino se vuelve humano y la censura cede el paso a la naturaleza que se abre camino, difícil de contener; la refleja con tintas materialistas (p. 227) una cita latina de Lucrecio que pone fin a la obra; su traducción podría ser: «sin ti nada puede ascender a las gloriosas regiones de la luz; no hay sin ti en el mundo ni alegría ni amabilidad».

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
0 comments on “Sobre ‘Pepita Jiménez’, de Juan Valera”