/ por Lorenzo Luengo /
En el año 330 a. C., la historia de las historias de los hombres contuvo la respiración por un instante cuando Alejandro Magno, ebrio tras su victoria sobre los persas, lanzó una antorcha encendida al palacio de Jerjes. El fuego no tardó en devorar la ciudad de Persépolis y con ella la Fortaleza de los Escritos, donde se conservaban las obras recogidas bajo el gobierno de los reyes aqueménidas. Entre sus numerosos textos (códices medicinales, herbarios, planisferios de constelaciones que nadie volverá a ver jamás) se encontraban los misteriosos pasajes de El libro de los libros de los persas, escrito por Zoroastro, que relataba todos los posibles devenires del mundo desde la Creación del Universo hasta su latido final. Borges, ya en el umbral de la ceguera, imaginó un libro de arena para narrar la historia cambiante de un texto cuya mutabilidad era infinita. A Zoroastro le bastaron para contar una historia similar veinte mil versos en letras de oro grabadas sobre cinco mil cueros de ternera. Humeaban todavía aquellas pieles cuando un buhonero que huía de la ciudad a lomos de un burro las encontró entre las ruinas de Persépolis. Calculando su valor en términos de peso, cargó su carruaje con ellas y siguió su camino hacia Poniente, aunque pronto se sintió atemorizado «por la luz que durante buena parte de la noche arrojaban los destellos del verbo de Zoroastro y la energía cósmica de Ahura-Mazda, que en las delicadas filigranas del oro seguía masticando el fuego».
¡Fuego! El emperador Chi-Huang-Ti, famoso por su amor a la sangre y por su incansable búsqueda de nuevas formas de crueldad y dolor, ordenó que todos los libros anteriores a su imperio fueran quemados y sus cenizas arrojadas a los ríos para borrar toda constancia de un pasado en el que nadie celebraba la existencia de un emperador llamado Chi-Huang-Ti. Numerosos poetas, eruditos e historiadores que tuvieron la desdicha de compartir su siglo perecieron también entre las llamas, confundidos con las obras a las que habían otorgado aquella breve vida. Desde ese día el idioma imperial contó con un nuevo vocablo, k’hang doo, cuya traducción más exacta es «lanzar a un literati al pozo». En China pocos desconocen que la palabra k’hang doo, todavía en uso, debe su existencia a la muerte de muchos otros miles de palabras, y quienes la pronuncian con el necesario respeto afirman sentir resonando en ella los ecos inmortales de todas esas obras perdidas.
¡Perdidas! En su Poética, Aristóteles afirmó descubrir «la semilla de la comedia» en la lectura de dos obras burlescas escritas por Homero: Margites, una versión de la Odisea relatada por un necio «en una curiosa mezcla de hexámetros y yambos», y Cercopes, o «Los Hombres-Mono», donde dos perversos enanos recorren el mundo haciendo recaer sobre las criaturas terrenas toda suerte de males. De Cercopes no ha pervivido, por desgracia, mayor descripción que esa. De Margites, sin embargo, Atilius Fortunatianus, Platón y Aristóteles nos dejan el vacilante recuerdo de «un anciano llegado a Colofón, divino cantor y siervo de las Musas, que sabía muchas cosas y todas mal», y al que «los dioses no habían enseñado a cavar ni a sembrar, ni ningún otro arte; pues en toda destreza llamaba al fracaso».
¡Fracaso! ¿Adónde van los libros que no terminan? En el verano de 1870, Dickens perdió la consciencia sobre su escritorio poco después de que su última novela, El misterio de Edwin Drood, comenzara a ser publicada por entregas bajo el sello de la editorial Chapman & Hall, y murió al día siguiente, sin haber completado más de seis de sus doce capítulos. En enero de 1914, la Hermandad Dickens, compuesta por G. K. Chesterton, G. B. Shaw, J. Cuming Walters y Cecil Chesterton, llevó a juicio al personaje de John Jasper, sospechoso de haber acabado con la vida de su sobrino Drood. En la sentencia, G. K. Chesterton, que ejercía de juez, declaró a Jasper culpable de asesinato, aunque creyó su obligación aclarar que «con la desaparición del principal inductor, todo intento por saber cómo fue cometido el crimen está, lamentablemente, condenado al fracaso».
¡Fracaso! Jane Austen murió en 1817 sobre el manuscrito de su última obra, Sanditon, que concluye abruptamente con esta frase: «Era imposible que no se sintiera maltratado; tener que mantenerse en un segundo plano en su propia casa y ver que era sir H. D. quien ocupaba el mejor lugar junto al fuego».
¡Fuego! ¿Es cierto que el dominico Girolamo Savonarola, confesor del gobernador Lorenzo de Médici, hizo arder un Segundo Descenso a los Infiernos compuesto por Dante, en el que el poeta regresaba al reino de ultratumba? ¿Es cierto que existió un documento llamado Minuta de Vanidades donde se dejó constancia de la quema de muchas obras más, y que concluía con esta última purga: «Girolamo Savonarola, a 23 de mayo de 1498, pasado entre gritos por el fuego»?
¡Fuego! El 12 de julio de 1562, en Maní, provincia del Yucatán, el misionero franciscano Diego de Landa ordenó la quema de los códices mayas. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras», escribió en su obra Relación de las cosas de Yucatán, hoy perdida, «y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos: lo cual a maravilla sentían y les daba pena». ¡Fuego! Por orden de las autoridades castellanas, en Al-Andalus ningún texto escrito en árabe sobrevivió a las llamas, y ardieron por igual poemarios de la antigüedad oriental y manuscritos familiares, libros de geografía y tratados de ajedrez y de álgebra. ¡Fuego! La biblioteca de Pisístrato, la biblioteca real de Asurbanipal, los cien mil rollos de la gran biblioteca de Constantinopla. La biblioteca de la residencia papal en Letrán, la biblioteca de Éfeso, los ciento veinte mil manuscritos de Bizancio. ¡Fuego! ¿Qué tesoros ocultaba la biblioteca de Lucio Calpurnio Pisón, en la ciudad de Herculano, sepultada bajo el manto de lava y cenizas que arrojó la erupción del Vesubio?
¡Perdido! Cien años después de que un buhonero recogiera entre los escombros de Persépolis El libro de los libros de los persas, un geógrafo, viajero e historiador llamado Ctesias de Antioquía encontraba la obra de Zoroastro «repartida en sacas y cajones» en un mercado de Bizancio. Versado en el idioma persa, Ctesias estudió su contenido día y noche a lo largo de un lustro, pero transcurrido aquel tiempo admitía con sorpresa «no haber sido capaz de pasar del tercer cuero de vaca». Describía el texto como una amenaza para la inteligencia y los sentidos. Describía sus largas vigilias y sus noches sin dormir tratando inútilmente de desentrañarlo. Describía, mediante un oscuro vocabulario que nos remite a un universo de monstruos, de enajenados, de criminales, de pesadillas y mazmorras, las pocas cosas que comprendió de su perpleja lectura. El texto, a juicio de Ctesias, era «un milagro superior a cualquier cosa concebida por el hombre», pues la elección de cada palabra y el prodigioso orden en que estas se hallaban dispuestas «producían en la mente la sensación de una imagen y la imagen, a su vez, la de un pensamiento nuevo y siempre mudable», evocando así las infinitas probabilidades del mundo y del devenir de cada vida humana. Presa de un horror insoportable, Ctesias trató de quemar los cinco mil cueros de vaca que contenían «el pensamiento de Zoroastro y los posibles futuros del destino del hombre»: pero las pieles se negaron a arder, y de ellas, en vez de fuego, surgió «un humo de aspecto similar a los demonios de la razón, a las sustancias que adquieren cuerpo en la tenebrosa oscuridad de nuestros sueños».
¡Sueños! Coleridge escribió en 1797 los primeros cincuenta y cuatro versos de Kubla Khan, tras despertar de un sueño inducido por el opio en el que, ante sus ojos, «todas las imágenes soñadas se alzaban como cosas concretas, con la producción paralela de sus correspondientes expresiones, sin ninguna sensación ni consciencia de esfuerzo»; pero la visión se interrumpió cuando llamó a su puerta cierto «hombre de Porlock», y el poema quedó inconcluso. ¡Sueños! Shelley, víctima de constantes pesadillas, comenzó a escribir un Catálogo del fenómeno de los sueños, que decidió abandonar «sobrellevado por el más atroz de los espantos». ¡Sueños! Robert Louis Stevenson se encontraba en Bournemouth, «viviendo como un gorgojo en una galleta», cuando recibió de su editor el encargo de escribir un cuento de terror para las publicaciones de la navidad de 1885. El relato, compuesto en un frenesí de tres días tras sufrir una terrible pesadilla, recibió por título El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde. Stevenson hizo una lectura del primer borrador ante su esposa y el hijo de esta, pero la horrorizada reacción de ambos le convenció de que aquella historia no podía ser jamás publicada y decidió entregar «la encarnación más terrorífica» de su novela al fuego.
¡Fuego! ¿Qué contaban las Memorias de Lord Byron, quemadas el 17 de mayo de 1824 en la chimenea del 50 de Albemarle St., para que uno de sus amigos dijera que, «de no haberlas destruido, el nombre de Byron, a quien tantas cosas bellas debemos, se hubiera irremediablemente perdido»?
¡Perdido! ¿Qué contaba la novela Isle of the Cross, de Herman Melville, rechazada por Harper & Brothers en 1853 y cuyo manuscrito desapareció desde entonces? ¿Qué obras había en la biblioteca de Aristóteles que, según afirma enigmáticamente Estrabón, «Teofrasto entregó a su discípulo Neleo»? ¿Qué palabras conservaba el lexicógrafo De verborum significatu, obra de Verrio Flaco, de la que solo conocemos tardíos epítomes? ¿Qué extraños diagramas de los Elementos de Euclides desconocemos aún, a juzgar por los fragmentos hallados en 1896 en los Papiros de Oxirrinco? ¿Qué contaba —y cómo— el Evangelio de Jesucristo, iniciado con un versículo de difícil traducción: «Yo, el Hijo de lo Invisible y de la Fiebre, os haré ver cosas nuevas con palabras viejas, enunciadas como nunca han sido oídas»? ¿Cuáles eran las cien obras de Sófocles custodiadas en la Biblioteca de Alejandría? ¿Qué había en la inacabada Atlántida de Solón de Atenas, cuya historia embriagó a Sócrates y más tarde a Platón? ¿Qué «terribles cosas» que «ningún hombre debía conocer» fueron las que, en palabras del geógrafo Pausanias, narró Hesíodo en la Catábasis de Teseo? ¿Qué contaba la Titanomaquia de Eumelus de Corinto, tras el interrumpido fragmento que narra «la unión del Cielo y de la Tierra y el nacimiento de los Cíclopes y los Gigantes de Cien Manos»?
El libro de las guerras de Yavé. Perdido. La historia del mundo del caldeo Beroso, escrita hacia el año 300 a. C, cuyo primer tomo refería los 432.000 años transcurridos entre la Creación y el Diluvio. Perdida. La Etiópida, La Oedipodea, La Pequeña Ilíada. Perdidas, todas ellas perdidas.
¡Perdidas! Una maleta que contenía cientos de manuscritos de las primeras obras de Hemingway se extravió para siempre en la ruta ferroviaria que unía Lausanne y París. Lo mismo sucedió con otra maleta, la que Walter Benjamin intentó hacer pasar a España en 1940, huyendo de la ocupación alemana en París, y acerca de cuyo contenido dijo: «Es más importante que yo». Victor Hugo estuvo a punto de sufrir una suerte similar cuando una voluminosa maleta cargada con sus obras cayó al mar desde el barco que le llevaba de Jersey a Guernesey. Entre los textos que contenía se encontraba el poemario Las contemplaciones y el manuscrito completo de Los miserables. Por suerte, un joven marinero se lanzó al mar y, nadando con todas sus fuerzas contra la corriente, pudo recuperarla. En aquel momento Víctor Hugo soñó otra novela: Los trabajadores del mar, que dedicó a una isla.
Islas. Muchas obras desaparecidas eran consideradas por sus autores como pequeñas e irrepetibles maravillas. Son los casos del primer borrador de Los siete pilares de la sabiduría, que T. E. Lawrence olvidó en una cabina de teléfonos, o de la novela El pobre y la dama, de Thomas Hardy, acerca de la cual su autor llegó a asegurar: «nunca, ni antes ni después, tuve la suerte de escribir una novela ni remotamente parecida a esa, una isla en medio de mi obra, que por desgracia he perdido».
¡Perdido! Cervantes escribió en el Quijote la historia de Cardenio, que, enloquecido por su amor a Lucinda, vagaba sin rumbo ni propósito por los montes de Sierra Morena. El 20 de mayo de 1613, el Consejo Privado de la Corona Británica registraba «el pago de veinte libras a John Heminges por la representación en la corte de seis obras teatrales», entre ellas una composición titulada Cardenno. Menos de dos meses después, Hemings recibía seis libras y trece chelines por «montar la obra llamada Cardenna para la visita del embajador del Duque de Saboya». Hubo que esperar cuarenta años para que Cardenno, catalogada en el registro de la Honorable Compañía de Imprenteros y Periódicos por el editor Humphrey Mosley, volviera a reivindicar su existencia, aunque esta vez bajo su nombre completo: «La historia de Cardeno, inspirada en el capítulo XXIV de Don Quijote de la Mancha y firmada en su versión teatral por John Fletcher y William Shakespeare». La obra, sin embargo, nunca fue publicada, aunque setenta años más tarde un autor por entonces desconocido llamado Lewis Theobald llevó a las tablas «una obra escrita originalmente por Shakespeare, revisada y adaptada para la escena». La historia tenía por título Doble falsedad, y, al igual que Cardenno, estaba basada «en un capítulo del Quijote». Theobald declaró haber conseguido el texto original «copiado por la mano de Mr. Downes, el antiguo apuntador teatral; y, según me han informado, anteriormente estuvo en posesión del celebrado Mr. Betterton». Cuando años más tarde Theobald publicó una edición crítica de las obras completas de Shakespeare, Doble falsedad no se contaba entre ellas. En primer lugar, dijo, porque se trataba de «una recreación propia». En segundo lugar, porque el original en el que se basaba, «una versión del Cardeno de Cervantes», había acabado «accidentalmente» en el fuego.
¡Fuego! En el Brucheion, el distrito situado en el noreste de la ciudad de Alejandría, se alzaron hasta el siglo IV los muros de la Gran Biblioteca. Los egipcios del tiempo de Ptolomeo Soter y Ptolomeo Filadelfo la construyeron siguiendo una arquitectura fractal: habitaciones dentro de habitaciones, cuyas paredes en octógono se abrían a otras habitaciones de menor tamaño, las cuales, a su vez, se comunicaban con otras aún más pequeñas. Todas ellas tenían su propio depósito de libros, catalogados en el pinakes, y un sistema de calefacción central, ideado por los romanos, que permitía la perfecta conservación de los manuscritos. En los pisos superiores, alcanzados por amplias escalinatas de piedra cuyos peldaños eran transitados día y noche por los más de diez mil estudiantes que podía albergar el recinto, había lugar para un ecosistema de fuentes y ríos artificiales, y aún más arriba crecía un pequeño bosque de jardines colgantes que en la última de sus terrazas, ya hilvanadas a espumosas nubes, extendía sus ramas en un vasto zoológico donde vivían libremente especies animales de todos los rincones del mundo. Desde allí, en la comodidad del minarete, el epistates tenía al alcance de su mirada el puerto de Alejandría, abierto como una concha al pie del faro. Veía los ciclos de la luna y del sol, que en las cámaras de los pisos inferiores suscitaban un continuo debate sobre la posición de la tierra en la inmensidad del éter. Veía el movimiento circular de las sombras, cuyos misteriosos cálculos tenían su reflejo en los cientos de papiros que colmaban las salas consagradas a los sabios de Mileto. Y veía también el obediente afán de las autoridades egipcias, cuyas órdenes se limitaban a abrir paso a las naves cargadas con rollos adquiridos en el extranjero por los negociadores alejandrinos y a registrar los barcos de mercancías llegados de los confines del mundo, en busca de nuevos rollos con los que alimentar los registros de la biblioteca.
Se cuenta que cerca de un millón de rollos quedaron reducidos a ceniza en los sucesivos incendios que sufrió la biblioteca de Alejandría hasta su desaparición en el siglo IV. Los primeros esbozos del sistema heliocéntrico de Aristarco, la trigonometría de Hiparco de Nicea, el estudio Sobre la construcción de autómatas de Apolonio de Rodas, donde el autor de Las Argonáuticas describía sus experimentos con el vapor, desaparecieron junto a los Apólogos de Zenón de Citio y Las estrellas derrotadas de Aristilo. Idéntico destino fue el que sufrió un curioso texto persa, insondable incluso para la vasta erudición de los bibliólogos, cuyos veinte mil versos parecían resonar con múltiples sentidos en las miles de copias efectuadas por los amanuenses, que se mostraban incapaces de contenerlo en uno solo de sus muchos significados. Timócaris y Herófilo de Calcedonia creyeron entender que sus pasajes relataban mediante infinitas permutaciones todas las posibles historias del mundo: la historia de un lejano emperador llamado Chi-Huang-Ti que salvó de la destrucción las obras literarias del pasado de su imperio y alternativamente las arrojó a las llamas, la de un mendigo que fue Chi-Huang-Ti, y la de un escritor con ese nombre que acabó arrojado a un pozo por la locura de un perverso emperador, así como las muchas versiones del Margites y del Cercopes y todos los finales de títulos extraños a sus oídos como Sanditon y El misterio de Edwin Drood, y también los sueños de un hombre llamado Coleridge, de un hombre llamado Stevenson, de un hombre llamado Shelley, y las pesadillas zoomórficas de los códices que se hallaban más allá de la Atlántida, y los cientos de posibles Shakespeares, de posibles Cardennos, de posibles Savonarolas, que aparecían y desaparecían en los cambiantes meandros de la epopeya humana, y también —lo que era más terrible— todas las posibles vidas de los hombres que ocupaban en aquel mismo instante todas las posibles salas de la Biblioteca de Alejandría, afanándose en separar en estratos de narraciones y de historias los veinte mil versos del Libro de los libros de los Persas (cuyas páginas contaban todo eso y mucho más: el descubrimiento de una tierra al otro lado del mar y lo que ocurrió en esa tierra que jamás fue descubierta, la llegada del hombre a la luna y los mitos de una tierra sin luna, los nacimientos y muertes y posibles destinos, también, de cada uno de los lectores de estas líneas), hasta que el fuego acabó con todas aquellas historias y con ellosmismos. Veinte mil versos que contaban todas las historias del fuego. Todas las historias del sueño, de la perdición y del fracaso. Todas las historias de aquel libro y por supuesto, también, las de su propia consunción.

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (Fundación José Luis Cano, 2002), El quinto peregrino (Pre-textos, 2009), Amerika (Algaida, 2009), Abaddon (Algaida, 2013) y El dios de nuestro siglo (Seix Barral, 2017), la colección de relatos El satanismo contado a los niños (Tropo, 2014), y dos estudios críticos (traducción, edición y notas): Diarios de Lord Byron (Alamut, 2002; Galaxia Gutenberg, 2018) y Diarios en la vieja rectoría (Siruela, 2022). Es colaborador habitual en la revista literaria Zenda y el suplemento Abril de El Periódico de España, donde escribe reseñas y artículos.
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