/ una entrevista de Ada Soriano / fotografía de portada de Luis Burgos /
Grajos, cuervos, gaviotas, patos, palomas… Aves en reposo o en pleno vuelo habitan calles y jardines. La presencia de estos animalillos en los paisajes del centro urbano y la periferia (también en lugares agrestes) no escapa de la atenta e inquieta mirada del poeta, editor, traductor y ensayista Jordi Doce (Gijón, 1967). Así lo he sentido yo en mi lectura de su antología poética En la rueda de las apariciones (Ars Poetica, 2019), volumen que reúne una sobrada y brillante selección de poemas escritos entre 1990 y 2019, con prólogo de Vicente Luis Mora, quien destaca, entre otras apreciaciones, «ese volcarse hacia fuera».
«Es grajo sin saberlo. No conoce/ las ropas que le cuelga mi superstición,/ los temores y equívocos que su vuelo despierta/ bajo la terca lividez del cielo». Son versos del poema titulado «Visita del grajo», en el que Doce deja constancia del duro e inevitable trabajo del poeta, ese vuelco irremediable.
Con un lenguaje sobrio, elíptico y al mismo tiempo descriptivo y sensorial, en ocasiones onírico, asistimos al constante movimiento del mundo, a la rueda de los cambios estacionales, y compartimos el incesante asombro del poeta. Y es que Jordi Doce no se distrae mientras escribe. De ahí su mirada atenta, la gran capacidad de observación y ubicación, como la de un buen fotógrafo. De ahí la palabra precisa y honda, profundamente enraizada en la materia: «Gran angular, nos haces falta./ Por toda perspectiva, la amplitud:/ el ojo que se crece/ y acoge la tiniebla de los márgenes». Estos versos de «Gran angular» me han impactado. Necesitaba reproducirlos.

Jordi, en la antología poética En la rueda de las apariciones hallo norias, espirales, relojes… ¿La poesía le da cuerda al mundo?
Uno pone palabras sobre la página, cuenta algo, dice algo de alguien, y de inmediato convoca al tiempo. Y esas cosas que suceden en el tiempo suceden también, por fuerza, en un espacio concreto. Tiempo y espacio son ejes inseparables, cara y cruz de la misma moneda. Sólo que el tiempo de la poesía es un tiempo circular, el tiempo mítico de la repetición, el tiempo de las estaciones, de los ciclos naturales… Y en este sentido, para mí, se contrapone al tiempo lineal en el que, al menos en Occidente, hemos escogido vivir: esa flecha que vuela de un disparo y nos empuja sin descanso hacia delante, y que ahora parece ir más rápido que nunca, a caballo de ondas wifi.
Así que esas imágenes de ruedas, de norias, esos relojes de manecillas que dan vueltas… supongo que responden a esta idea de un tiempo circular, mítico. La encarnan, de hecho. Y son un reproche tácito a esa idea moderna del progreso que hemos idolatrado: esa carrera económica y tecnológica que nos llevaría al cielo de la perfección humana. Ya vemos adónde nos conduce. No niego la idea de progreso como aspiración a mejorar nuestras condiciones sociales y materiales, todo lo contrario, pero poco vamos a mejorar si nos empeñamos en no mirar atrás. Todo es como si la tecnología fuera una alfombra mágica que nos permitiera sobrevolar o rebasar sin mancharnos «la carne y la sangre y el dolor de la sangre» (por decirlo con un verso de Geoffrey Hill) de la existencia humana.
La poesía es el verdadero almacén —el sedimento— de nuestra memoria colectiva, de nuestra memoria como especie: nos recuerda que todo ha sucedido ya, que somos muerte y nacimiento, alegría y sufrimiento, que los pueblos y sus miserias se suceden, que los imperios se levantan y caen, que las pasiones humanas no han cambiado desde el origen de los tiempos, etcétera. La poesía es una lección de humildad. Y es también, por su capacidad para atrapar un fragmento de tiempo vivo, el lugar donde podemos mantener un asomo de cordura. En un buen poema todo sigue abierto, vigente, todo está como el primer día (la nave siempre está al partir, el arpa sigue en su rincón, los pájaros se quedarán siempre cantando, etcétera), y en ese sentido es un lugar de vida, de esperanza, adonde uno va para reparar fuerzas.
Me llama la atención la manera tan honesta con que expresas en la nota de autor de esta antología la evolución de tu escritura. A fin de cuentas, «¿todo surge de unmismo impulso?»
Nadie se baña dos veces en el mismo río. Y las ganas de bañarse pueden ser las mismas, supongo, pero no te bañas igual de niño que de mayor: las expectativas cambian, la energía es distinta… De joven era mucho más susceptible a la riqueza verbal y la capacidad de sugerencia de las imágenes. Uno se emborrachaba de palabras, había una relación más sensual con el lenguaje. Luego, con los años, me fui haciendo más sobrio, más seco incluso: la metáfora es un pequeño demonio y decidí atarlo en corto con la correa del concepto y los argumentos narrativos. Ahora estoy volviendo a disfrutar con el poder de las imágenes y la metáfora para decir lo que sólo ellas pueden decir. He aprendido a reconocer ese poder, y eso me da libertad. Haberte equivocado y saberlo te vuelve mucho más desvergonzado, más libre. Además, que lo importante es el camino, no la meta. Esto es algo que puedes saber en teoría cuando eres joven, pero otra cosa es sentirlo en la práctica.
Dices asimismo que con el transcurso de los años tu «visión de lo escrito ha cambiado y se ha vuelto más tolerante, más resignada». ¿Por qué?
Por eso mismo, supongo, porque hay un camino, con sus tropiezos, sus desvíos, sus titubeos, sus ingenuidades, y al final ese camino eres tú mismo y bien poco eres si no lo asumes todo, si no tomas lo bueno con lo malo. Además, la mirada que uno tiene sobre sí mismo y su trabajo es sólo una más entre muchas, y no siempre la más perspicaz. Hay que aprender a verse con los ojos de los demás y desplazar el foco de atención.
Algo que he aprendido estos años es que ser demasiado autocrítico puede ser un rasgo de manual del egotismo. Muchos de los poetas a los que he admirado (Eliot, Valente, Hill, Sylvia Plath, etcétera) fueron modelos de rigor y vigilancia crítica, pero ese exceso de rigor se volvió más de una vez en su contra. Hay que aprender a no sabotearse a uno mismo, que es un error que he cometido muy a menudo. Dicho en términos psicoanalíticos, hay que amarrar al superyó como sea.
En mi caso, cada vez doy más importancia al papel del juego, del azar, de lo aleatorio. Que lo escrito mantenga ese carácter fortuito, improvisado, de cosa que podría muy bien no existir. Lo dijo maravillosamente bien Larrea: «esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy,/ que existe/ porque existo/ y porque el mundo existe/ y porque los tres podemos dejar correctamente de existir». La libertad, la sensación de libertad, vendría justo de ahí.
¿«La pupila del cuervo/ te va cortando a su medida»?
Bueno, ese verso es mi manera de rendir homenaje a Garcilaso y darle un toque gótico, centroeuropeo. Al fin y al cabo, pasó un año desterrado por orden del rey en una isla del Danubio, así que seguro que brilló en la pupila de más de un cuervo. No deja de ser una pequeña broma.
Algo que sucede a menudo en No estábamos allí es que el punto de vista no es el del hablante, ni siquiera el del protagonista, sino el de una presencia lateral, de alguien o algo que pasaba por ahí. De repente vemos al personaje principal de ese poema, de «Incógnita», huyendo por un bosque nevado, un bulto oscuro y sucio en medio de esta frialdad inmaculada, y lo estamos observando con los ojos de un cuervo. Y me gusta que así sea.
En 2020 has publicado La vida en suspenso: diario del confinamiento (Fórcola ediciones). No tiendes a juzgas o a censurar, como en muchos otros diarios que he leído acerca de la pandemia. Tu lenguaje no es grandilocuente ni pretencioso. Eso sí, te fijas sosegadamente en los pequeños detalles del día a día con una mirada sutil e irónica. Lo escribiste en pleno estado de alarma. ¿Tu visión es ahora más esperanzada?
Lo cuento en el propio diario, en realidad. La escritura surgió el mismo domingo 15 de marzo de manera libre, espontánea, como una respuesta íntima a lo que veía en la calle, a lo que sentía mientras paseaba brevemente a la perra (tuvimos esa suerte). Y surgió con conciencia plena, no sé si de su inutilidad, pero sí de su modestia, de estar conviviendo en secreto con los diarios de tantísimas personas que se estarían haciendo las mismas preguntas que yo, digiriendo la misma perplejidad. Me parecía absurdo ponerse estupendo y postular grandes constructos teóricos o aventurar hipótesis en un momento en que lo imperativo era asumir las nuevas circunstancias —su carácter insólito, retador— y cuidar nuestra pequeña parcela de mundo. Y la escritura debía ser una expresión de ese cuidado. Por no hablar de las cifras de fallecidos y de ingresados en la UCI que nos llegaban por los informativos. Era abrumador, la verdad, y creo que todos, hasta los más aficionados a la conceptuación teórica, podemos reconocernos en esa impotencia, eso pasmo doloroso.
No tengo la sensación de tener una visión ni más ni menos esperanzada ahora que al comienzo del confinamiento. Lo que ocurre es que el ejercicio de la escritura es esperanzador en sí mismo, da fuerzas, te permite objetivar y poner en perspectiva las emociones. Así que el diario era un lugar de meditación, de sosiego; una forma, también, de hacerme a un lado y examinar la situación desde otros ángulos. Pero mi opinión de la especie y, en concreto, de la sociedad española no ha cambiado mucho con la pandemia. Algunos pesimismos han sedimentado y aún soy capaz de llevarme sorpresas, pero sin exagerar. Creo sinceramente que la sociedad se ha infantilizado mucho y que falta paciencia, capacidad para soportar la frustración. Ojo, paciencia no quiere decir indiferencia o falta de solidaridad. Las consecuencias sociales y económicas de la pandemia son gravísimas y se están viviendo ya. Me refiero a esta incapacidad para aceptar que la vida, por desgracia, y durante unos meses, ha de verse limitada. Es incómodo, es triste, es pesado, pero quizá sea una buena manera de ejercitarnos en las virtudes de la autocontención.
Leí en tu diario algo que muchos poetas y otros artistas han sufrido, y todavía sufren. Me refiero a esto: «Hoy tendría que estar en Oviedo, en la librería Cervantes, para celebrar con César Iglesias la publicación de En la rueda de las apariciones».
Mencionas la librería Cervantes y no puedo evitar el recuerdo de Concha Quirós, la librera, que acaba de dejarnos. La traté menos de lo que hubiera querido, pero entre que vivo fuera y no me gusta molestar… Una de las pocas bondades del confinamiento, con permiso justamente de las librerías, que tanto sufrieron, fue que la dimensión social de la literatura se desvaneció de la noche a la mañana. Dejó de haber presentaciones, lecturas, conferencias, etcétera, y toda esa espiral de actos públicos que, en Madrid al menos, es un torbellino devorador, se desplomó sin aviso. Confieso que lo agradecí. Me vino bien ese poco de silencio, de calma. Pero, pasado ese paréntesis higiénico, casi purificador, vimos hasta qué punto esa dimensión social era necesaria, y la echamos de menos. Echamos de menos los encuentros, las charlas, ese diálogo intermitente que nos reafirma y sin el cual somos un poco más pequeños. Ese diálogo es también la forma que tiene la tribu literaria de ponerse al día, de hacer fluir la información. La pantalla y las presentaciones o las clases por Zoom no son lo mismo, no compensan. Falta el cuerpo, el tacto, toda esa corriente de información tácita que fluye entre los cuerpos, las voces, las miradas. Lo comento con muchos colegas: en las clases presenciales, por muy cansado que llegue al aula, salgo con más energía y fuerzas renovadas; la pantalla, por el contrario, absorbe hasta la última gota de la poca energía que pueda tener.
¿Cuál es tu método cuando traduces? ¿Cuánto se pierde —o se gana— al trasvasar un poema de una lengua a otra?
El método es leer, releer, convivir con el poema y darle el espacio que necesita para que pueda reproducirse en otro idioma. Claro, no es lo mismo traducir un libro entero que poemas sueltos, como hice durante años en el blog. En el primer caso, el libro es una presencia insoslayable. Hay un encargo, o al menos un compromiso íntimo, y uno va haciendo, abriéndose paso, ensayando, documentándose, etcétera. Es un trabajo lento, de mucha brega, hasta que en cierto momento se hace la luz y ves que tienes el tono, el sesgo de la voz. En mi caso, la traducción de poesía es casi siempre una cuestión de voz: ¿cómo debería sonar esto en español? Si Auden o Eliot o Plath hubieran escrito en español, ¿cómo se enfrentarían al idioma, qué palabras o qué sintaxis o qué ritmos favorecerían? Es todo conjetura, en realidad. Pero si la conjetura es plausible y convincente y tiene una cierta integridad formal, tonal, entonces supongo que estamos ante una buena traducción.
En el caso de poemas sueltos, el impulso tiene mucho que ver con el azar o el deslumbramiento. Leo un poema y de pronto, sin pensarlo, me descubro ensayando un verso, una estrofa… O, por el contrario, regreso a un poema que conozco desde hace años y lo leo como si fuera la primera vez, con esa fascinación, y me pongo a traducirlo. Por el contrario, hay muchísimos poetas a los que admiro —Keats, por ejemplo, Robert Lowell, Elizabeth Bishop—, pero a los que nunca me he sentido capaz de traducir. O no he tenido la necesidad. Creo que Robert Frost tiene quince o veinte poemas memorables, poemas que llevo leyendo con devoción desde hace treinta años, pero en ellos lo formal es tan sutil y al mismo tiempo tan necesario, su presunta sencillez es tan sofisticada, que sinceramente no veo cómo podría traducirlos.
Respecto a cuánto pierde o cuánto se gana… La verdad, no pienso en esos términos. Nadie conoce la medida o el valor exactos de un poema. Nadie puede decir, miren, este poema tiene tantos quilates y en la traducción hemos perdido el 15% o el 25% de su valor. Y nadie tiene la medida exacta porque no hay una sola manera de leer o de apreciar un poema. Yo he dado talleres de lectura donde tenía que convencer, literalmente, a ciertos alumnos de la belleza —no doy con otra palabra— de un poema de Lorca o Alberto Caeiro. No la veían. Me decían incluso que la filosofía de Caeiro era absurda, que ningún científico serio del siglo XX se la podía tomar en serio, que aquello era una pérdida de tiempo.
Sin caer en esos extremos, el poema sólo existe plenamente al ser leído, y por lo tanto está indefenso ante una mala lectura, o una lectura prejuiciada, o simplemente una lectura apresurada. Y como yo entiendo la traducción como un modo particularmente intenso y atento de lectura, no me interesa la idea de pérdida/ganancia, sino de transformación. Un poema se transforma al ser traducido, como se transforma al ser leído. El mismo poema es muchas cosas distintas para muchos lectores distintos, aceptando que hay o tiene que haber un núcleo común o compartido por todos ellos. El traductor sólo es un lector más, tal vez más informado y diligente que otros, y su lectura, siendo fiable, siendo indispensable, no puede ser la única.
A mí la idea de transformación me parece feliz. Al fin y al cabo, el poema no es más (ni menos) que energía verbal formalizada. Y ya dice la primera ley de la termodinámica que la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma. A condición, claro, de no introducir un grado excesivo de rozamiento y que todo el proceso se interrumpa.
Llevo tiempo queriéndote decir que hace muchos años leí Cuervo, de Ted Hughes. Y fue gracias a ti, a tu labor como traductor, y a la editorial Hiperión, que lo publicó. Me gustó mucho ese libro, y tengo entendido que fue el primero que tradujiste. ¿Qué supuso para ti tal acontecimiento?
Mil gracias por tu comentario. Me alegra mucho que disfrutaras con Cuervo. La verdad es que con el tiempo me he ido encontrando con lectores entusiastas del libro (la primera que me habló en esos términos fue Esther Ramón), pero en su momento sospecho que pasó un poco desapercibido. La verdad es que todo surgió de un impulso casi escolar. Estaba en mi último año de carrera y decidí abordar la traducción de algunos poemas de Ted Hughes. Me tomé al pie de la letra aquello que dice Ezra Pound de que la mejor forma de aprender a escribir poesía y dominar los aspectos formales es traduciendo. Primero hice una antología —que, por suerte, nunca se publicó y quedó en borrador— y luego, de manera sistemática, a poema por día, me puse a traducir Cuervo en su totalidad. Fue el libro con el que aprendí el oficio, si es que uno deja de aprender alguna vez. Entre 1991 y 1999, que es cuando finalmente se publicó en Hiperión, la traducción pasó por no sé cuántas versiones. Me la llevé a Sheffield en 1992 y la trabajé con profesores de la universidad, como Neil Roberts y el catalanista Alan Yates. Luego convivió en el tiempo con mis primeras versiones de la poesía de Paul Auster y de Charles Simic. Ahora recuerdo todo aquello con mucho cariño. Lo que no quita para que, más de veinte años después, la esté volviendo a revisar por entero. Hay cosas ahí que me disgustan. Creo que puedo ser más fiel a su violencia expresionista, a su feísmo. Tengo la sensación de que, sin darme cuenta, limé demasiadas aristas.

Por cierto, dedicas un poema a la memoria de Hughes en tu libro Otras lunas. Sí, en el poema titulado «Cinco cuervos», incluido en esta rueda.
Sí, en efecto. Toda esa generación inglesa del cincuenta —Hughes, Tomlinson, Peter Redgrove, Geoffrey Hill, también Sylvia Plath— ha sido muy importante para mí. Forman parte de mi educación sentimental y vuelvo a ellos con frecuencia. A todos los he traducido. A Redgrove, además, le dediqué una tesis de máster que me llevó dos años de trabajo. Y con Charles Tomlinson tuve mucho trato personal y epistolar. Yo era un muchacho inexperto y bastante ingenuo, pero él me acogió con interés y generosidad y me dio toda clase de orientaciones. La traducción de Memoria de los poetas de los lagos, de Thomas de Quincey, se debe enteramente a su impulso. Él me puso en la pista del libro y me animó a traducirlo. Y lo mismo con otros poetas y escritores románticos, que empecé a leer con sus ojos. Estoy hablando de cosas que sucedieron hace veinticinco años, pero que siguen ahí, activas, que no han perdido vigencia en mi interior.
Ya que mencionas a algunos poetas ingleses de la generación de los cincuenta, y además hemos hablado de Cuervo, de Hughes, no puedo evitar preguntarte acerca de tu traducción de Ariel, de Sylvia Plath (Nórdica Libros). ¿Qué opinas de esta autora sobre la que están corriendo ríos de tinta? Conste que yo admiro y respeto a esta excepcional poeta. ¿Qué ha aportado tu versión de Ariel? ¿Con qué dificultades te has encontrado?
Ha sido hermoso haber podido traducir Ariel dos décadas después de hacer Cuervo. Fue algo que tenía hablado hace años con Diego Moreno, el editor de Nórdica, y cuando llegó el momento me encontró dispuesto, con ilusión y con tiempo para resolver el encargo en condiciones. Y luego llegó la pandemia… Ariel es un libro fascinante. Recuerdo haberlo descubierto en la versión de Ramón Buenaventura en Hiperión, allá por 1989. Más o menos por la misma época, en un viaje de verano a Irlanda, compré la edición de los Collected poems en Faber & Faber. Y luego fui leyendo todo lo que pude encontrar de y sobre Plath. Un momento importante fue el primer curso (1992-93) que pasé en Sheffield, y todo ese tiempo de lecturas en la biblioteca de la Universidad. En fin, que la poesía de Sylvia Plath me remite a ese período de lecturas y descubrimientos fundacionales, así que volver a ella casi treinta años después fue todo un reto. Y lo primero que hice, o que procuré hacer, fue desprenderme en la medida de lo posible del mito Plath, de esa aura mediática que ha crecido en torno a su biografía, para centrarme en los poemas. Obviamente, la vida está ahí, inscrita en los textos, y hay referencias y datos biográficos que ayudan a entender muchas imágenes, pero Plath quería ser leída como poeta, no como un arquetipo de nada, ni víctima, ni mártir. Es más: Ariel es un libro magistral desde el punto de vista de la forma, del estilo, está escrito en estado de gracia, pero tiene aspectos problemáticos: esa comparación de sí misma, de su padecimiento psíquico, con el de los judíos de los campos de concentración, es difícil de digerir. Y se suele olvidar que hay poemas violentos contra Ted Hughes, sí, pero también una ira desdeñosa y nada solidaria contra su madre y contra otras mujeres. Pero ésa es la complejidad de la figura y de la obra de Plath, y eso justamente es lo que la engrandece, ese abrazar sus contradicciones y mezquindades, asumirlas, hacerlas convivir con otros momentos de júbilo y exaltación. Hay algo muy liberador en esa violencia con que afirma los claroscuros de su personalidad, y en este sentido es muy importante para poetas posteriores y para la crítica feminista, de la que fue una avanzada, pero no olvidemos que Plath interiorizó ferozmente los principios de competición y profesionalización de la Norteamérica de posguerra, pautas de conducta que suelen asociarse al patriarcado. Plath era muy competitiva, sobre todo con otras mujeres a las que consideraba rivales literarias (Adrienne Rich, May Swenson), y no se daba cuenta, me parece, de hasta qué punto había absorbido valores que terminarían volviéndose en su contra.

También has publicado un libro de entrevistas, Don de lenguas (Editorial Confluencias). Como amante que soy de las entrevistas culturales he disfrutado de tus diálogos con escritores de renombre internacional. ¿Qué satisfacciones te ha reportado?
Gracias por acordarte de ese libro, que tuvo una recepción muy modesta. Don de lenguas tiene que ver más con mi vertiente profesional, de editor y gestor cultural. El azar me llevó a trabajar, primero, en una revista cultural (Letras Libres), y luego en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde tuve la fortuna y el privilegio de conocer a grandes escritores, mayormente poetas, y de entrevistarlos para la revista de la institución, Minerva. Me refiero a Seamus Heaney, Philippe Jaccottet, Cees Nooteboom, Caballero Bonald… Intenté combinar mi educación académica con algunos trucos y lecciones tomados del periodismo, pero no sé si lo conseguí. Yo creo sinceramente que las entrevistas a Heaney y a Caballero Bonald salieron bien. Quedé contento del resultado. Otras, como la de Umberto Eco, fueron más difíciles. Hice lo que pude. Tuve que hacerla en circunstancias incómodas, Eco estaba de mal humor y no tenía ganas de atenderme, pero al final imperó la cortesía. Por lo demás, yo no soy periodista: me pueden la timidez, el respeto excesivo al entrevistado, el miedo a no estar a la altura… Pero estoy satisfecho con ese librito, sobre todo de las páginas en las que se habla de poesía. Creo que cualquier aficionado al género puede encontrar ahí cosas de interés.
Quiero preguntarte por tu intensa labor como ensayista y articulista, dedicada especialmente a autores anglosajones.
El tiempo ha demostrado que no tengo vocación de narrador, pero eso no me impide escribir en prosa y contar(me) de otra manera. En realidad, mis artículos y ensayos no son sino una prolongación de la escritura poética: un modo de crear un espacio afín o propicio para los poemas. La prosa tiene otro ritmo, otra intensidad, quizá un grado menor de tensión formal y de condensación, pero todo forma parte del mismo impulso. Claro que en los artículos hay mucho más mundo en forma de sucesos, datos, referencias concretas… Siempre tuve muy presente lo que decía Juan Ramón Jiménez: que detrás de todo buen poeta tiene que haber un buen prosista, y durante años me esforcé en cuidar ese aspecto de la escritura. Me volví incluso un poco normativo, supongo que por miedo a que el francés (el idioma de mi madre, y un poco el mío propio) y el inglés me contaminaran. Hasta que llega un momento en que encuentras tu respiración, tu ritmo personal, lo interiorizas y mal que bien haces tu camino.
Es verdad que he dedicado muchas páginas a los poetas a los que traducía o estudiaba. También es lógico: en muchos casos no bastaba sólo con dar el texto, sino que era preciso ofrecer unas pautas de lectura, un marco histórico y literario, datos biográficos, etcétera. Una cosa lleva a la otra, y al final uno termina reflexionando con más o menos amplitud sobre esa obra. No hay que olvidar que, durante un tiempo, y antes de que el mundo de la gestión cultural y la edición me atrapara en sus redes, tenía aspiraciones de entrar en la Universidad. No fue posible, por varias razones, pero eso no me quitó las ganas de aportar mi granito crítico. Ahora pienso que quizá no entrar en la academia me ha dado más libertad y margen de maniobra.
¿Te condiciona el clima? A menudo aparece en tu obra la neblina, y «la nieve y su blancura ufana». ¿Tiene que ver con tu ciudad natal y otros lugares en los que residiste durante años? Me refiero, como bien sabes, a Sheffield y Oxford, ciudades en las que ejerciste como lector de español.
Creo que fue Peter Redgrove, en una entrevista, el que comparó su cabeza con un barómetro. Al parecer, era muy sensible a los cambios de temperatura, de presión atmosférica, de estación… Me sentí muy identificado, porque a mí me pasa lo mismo, y con los años la cosa va a peor…, o a mejor, según se mire. La piel es una membrana muy permeable y todo lo que sucede fuera del cuerpo tiene su reflejo o su consecuencia en el cuerpo mismo. Además, nunca he creído en ese dualismo que establece una distinción neta entre mente y cuerpo. El escritor sabe que se escribe también con el cuerpo, que la escritura es una actividad corporal que te compromete por completo. Así que soy lunático, sensible al clima, a los dichosos cambios de hora impuestos por la administración, a la duración de los días y al sesgo de la luz…
Hace poco estaba releyendo los diarios de Ángel Crespo, los años de Puerto Rico, donde se queja de la falta de estaciones del Caribe, y pensé que yo tampoco podría vivir en ese clima. Me gusta sentir las estaciones, que haya contrastes y que las transiciones sean claras. Escribo estas líneas en Madrid a finales de febrero y la temperatura en la calle es ahora de casi veinte grados. Mis huesos han envejecido y agradecen el calor, pero hasta ellos saben que esto ni es normal ni es bueno.
El clima es importante porque va asociado íntimamente a un paisaje, a una atmósfera, y para un poeta tan visual como yo, tan escenográfico, tan aficionado a las composiciones de lugar, digamos, todo es una misma cosa, no hay distingos. Y todo sirve para espolear el trabajo de la imaginación. Son muchos los poemas de hace quince o veinte años donde lo importante era la creación de una atmósfera sensorial que era también, claro, una atmósfera mental, una forma de percibir y comprender el mundo. Como los animales que somos, como los niños que nunca hemos dejado de ser, conocemos y experimentamos el mundo a través del cuerpo.
Por último, vuelvo a La rueda y a La vida en suspenso. Vuelvo a tu singular percepción de los lugares que te importan, incluso los más desolados, y a tu amor a los animales. ¿De dónde ese apego, esa entrega a lo que para otros pasa completamente inadvertido o simplemente prefieren no mirar?
Siempre me han gustado los lugares entre, los lugares de transición. Esto es algo que ya he comentado otras veces. Descampados, laterales de estaciones, explanadas de tierra, caminos que perviven junto a las vías del tren… No sé de dónde me viene esta fascinación. Creo que el haber ido a clase en un colegio que estaba en las afueras de Gijón, en un barrio entonces en crecimiento, en la que convivían viejos chalecitos en decadencia con los primeros tentáculos del desarrollismo, me dio una educación estética determinante. Y yo debía de ser un niño receptivo a esta clase de estímulos.
En este sentido, Sheffield fue providencial: una ciudad degradada y castigada por la reconversión industrial de los ochenta, pero en la que la vieja arquitectura industrial victoriana seguía en pie. Sobrevivían hasta los viejos hospitales de ladrillo rojo y gris cuyos interiores se habían reformado modestamente en los años sesenta. Dediqué gran parte de aquel año de estudiante Erasmus a flanear por las calles de la ciudad y empaparme de su atmósfera. Aquello no dejaba de ser una actualización o relectura del mundo crepuscular del simbolismo, pero fue instructivo. Lo que no me impedía tener consciencia del sufrimiento y de la precariedad que escondía aquel paisaje urbano. Pero esa escenografía, que yo vivía como un sueño, con la impresión de estar en una película, era justamente lo que me permitía empatizar con ese dolor y canalizarlo en la escritura. Y así fue cómo se escribió gran parte de mi primer libro, La anatomía del miedo. El libro de un novato, lleno de imperfecciones, pero muy puro y auténtico en ese aspecto.
Hablas de una «entrega a lo que para otros pasa completamente inadvertido», y te confieso que una poesía que no esté atenta a lo menudo, lo nimio incluso, lo que es precario y vulnerable, me parece indigna de su nombre. La poesía está siempre del lado de lo concreto, de lo diverso, enamorada de la riqueza del mundo, pero para ella esa riqueza está precisamente en todo lo que podría no existir y sin embargo existe contra toda esperanza, contra todo pronóstico. Eso que dijo Machado de la poesía, que «es palabra en el tiempo», poniéndose de la parte de lo heterogéneo, de lo que no se puede reducir a conceptos, ya lo había dicho a su manera William Blake un siglo antes: «la eternidad está enamorada de los productos del tiempo», es decir, de la multiplicidad y variedad de las cosas que nos rodean. Y así, el poeta ve «un mundo en un grano de arena/ y un cielo en una flor silvestre». La visión poética es siempre una visión insumisa porque se complace en la grieta, el desvío, lo trunco, lo insólito: el olmo viejo, herido por el rayo de Machado, la tapia erizada de cristales de Montale, las mujeres en Ajmátova haciendo cola frente a la cárcel, con sus paquetes de ropa y comida… O esa breve imagen de Valente en No amanece el cantor: una bicicleta haciendo «largas eses descuidadas» en una avenida berlinesa. A mí me parece que esa bicicleta infantil, que va por libre, es un emblema perfecto de lo que es —de lo que hace— la poesía.

Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.
“La poesía es una lección de humildad”.
Gracias por esa fabulosa entrevista
que compagina la sapiencia con la HUMILITAS.
Un abrazo