Toni Montesinos: «Cada vez hay más autores cobardes que no tienen nada que decir ni la audacia de ser realmente grandes»
/ una entrevisita de Pablo Batalla Cueto /
Condensar en un solo libro manejable más de doscientos años de literatura francesa, de la Ilustración hasta Houellebecq: tal fue el propósito que animó la escritura de Palabrería de lujo, de Toni Montesinos (Barcelona, 1971) que en eso que en ese país se llamaría tour de force conduce al lector por una deslumbrante galería de genios de la literatura que se inicia con un prefacio sobre Montaigne y llega hasta el polémico autor de Sumisión pasando por Balzac, Dumas, Flaubert, Verne o Zola. «El poder de la memoria en Proust, el paso de otros literatos españoles, europeos o americanos por la Francia de las dos guerras mundiales, o la Ocupación nazi, se dan cita entre otros asuntos típicamente galos de la centuria anterior, como la omnipresencia de París, el impresionismo pictórico, la bohemia decadentista, los ménage à trois literarios, el Mayo del 68, el Nouveau Roman o la Nouvelle Vague», promete la sinopsis de esta obra convencida y convincente acerca de la vigencia insobornable de los clásicos.

El libro se abre con una cita de Vargas Llosa según la cual la «palabrería de lujo» es un «vicio congénito a la tradición literaria francesa». ¿Lo es?
Al final le doy la razón a Vargas Llosa, sí. El caso es que, como te puedes imaginar, titular un libro que recorre cientos de años de una literatura en particular es arduo, y eso me preocupaba. Me gustan los títulos alegóricos, creativos, y un subtítulo informativo, digamos; y quería buscar algo así, pero ¿cómo se encuentra algo homogéneo que agrupe toda una literatura? No acababa de dar con ello, pero, de repente, preparándolo todo, encontré en un artículo de Vargas Llosa esta referencia que era la que me estaba esperando. Vi algo cierto en esa imagen que combinaba una palabra negativa, palabrería, y una positiva, de lujo. Desde Rabelais, que era una persona de una incontinencia verbal enorme, hasta el autor del que hablo al final, Houellebecq, podría ser el fuerte retoricismo un elemento muy constante y muy caracterizador; un retoricismo que a veces puede llevar a lo superfluo y a lo vacuo, pero también a experimentalismos interesantes.
Me has recordado a algo que contaba John Searle: en una ocasión, Foucault le contó que para los críticos de París había que expresarse de tal modo que al menos hubiera un diez por cien incomprensible; si no, pensaban que los textos eran pobres y pueriles. Más tarde, se lo contó a Bourdieu y éste le dijo que Foucault no exageraba; que incluso se necesitaba más de una décima parte de frases ininteligibles.
Yo soy un escritor que huye de eso como de la peste. No me identifico nada con esa complejidad un poco impostada de algunas propuestas filosóficas y literarias. Al comienzo del libro, como habrás visto, saco mucho a Montaigne, que para mí es el ideal del intelectual: una persona de una cultura vastísima, profundísima, pero cercano en la expresión, sensato en los juicios, que respeta al lector, sin rebajarlo ni tampoco ponerse pedante para que lo admiren. Es algo que me gusta. Es cierto que a veces la sencillez puede acabar siendo simplismo, pero no hay nada más difícil de conseguir que una sencillez bien entendida y bella, que eluda complejidades que, más que estimularte o iluminarte porque son hallazgos expresivos, lingüísticos, lo que hacen es alejarte de un texto demasiado obsesionado por brillar.
Aludes en el libro a una cita de Borges sobre la inexistencia de un gran escritor en quien se piense inmediatamente cuando se habla de literatura francesa, como sucede con Shakespeare y la inglesa o Cervantes y la española. Tú niegas la mayor y reivindicas ese trono para Montaigne. ¿Por qué él sobre otros?
Pensando en cómo podía yo empezar el libro haciendo una especie de prefacio, que creo que es algo importante —una nota inicial que contextualice el libro, que presente su enfoque, no sé—, se me ocurrió esa entrevista que se le hizo a Borges en el programa A fondo, de Televisión Española. Me acordé de esa frase y decidí que ése iba a ser el inicio seguro del prefacio. Pero de pronto pensé, sin ninguna intención de corregir a Borges, que, como yo tengo una admiración infinita por Montaigne, debía destacarlo de esa manera. Yo he leído y analizado en profundidad sus Ensayos con muchísima pasión, y para mí —para mí, insisto— Montaigne es el creador de todo. Se inventa un género literario, que se dice pronto, en un tiempo muy interesante, el siglo XVI. Es una persona increíblemente interesante; un intelectual poderosísimo que tiene un pensamiento que aún es vigente, es cálido, nos es útil, nos acompaña, nos entretiene. Además, al ser de un siglo anterior a todo el recorrido que yo hago (el libro empieza en el siglo XVIII), podía presentarlo como una especie de padre fundador de un modo de ver la vida, aunque se basara, por supuesto, en la antigüedad grecolatina.
¿Puede hablarse, en general, más allá de lo que comentábamos sobre la palabrería de lujo, de una literatura francesa, con unas características comunes a escritores variopintos y constantes a través de los siglos?
El denominador común es la lengua, que unifica a escritores que leen en esa lengua a autores anteriores y, al hacerlo, se embarcan en una misma tradición. Ahí hay ya un hilo conductor incuestionable. Ahora la perspectiva ha cambiado mucho: en el mundo globalizado, predomina el inglés y mucha gente es políglota. Pero antiguamente, las letras francesas eran lo que escribían franceses que leían a otros franceses, y eso genera unas interconexiones que yo he tratado de reflejar en mi libro. Mi libro se puede leer desde la primera línea hasta la última de manera continua; eludí deliberadamente todo lo que tiene que ver con etapas, períodos, clasificaciones, etcétera. Empiezo, por ejemplo, hablando de los ilustrados, pero es que sobre el pensamiento ilustrado han aparecido libros en el siglo XXI que nos cuentan que todavía es adaptable a nuestra situación actual: la tolerancia de un Voltaire, el Rousseau que reflexiona sobre si el hombre es bueno por naturaleza o no, siguen muy vigentes. En otras ocasiones, conecto a un autor que es un fanfarrón y un bala perdida en un momento dado con otro que lo es en otro momento determinado. Todo es un mismo río que tiene muchos caudales, muchos riachuelos, pero en el que todos están más o menos interconectados.
Defiendes los clásicos por cuanto invitan «a conocer la variabilidad y evolución del pensamiento»; a «ser escépticos, a no creer en las cosas en primera instancia y a cuestionar lo que se nos vende como verdades incontrovertibles»; a «ver que todo pasará, que absolutamente todo es peregrino y fugaz, que somos una mota de polvo en el universo».
Sí. Montaigne, y también algunos otros, decía que solamente podía leer libros antiguos; que no leía a sus contemporáneos. Su tiempo le defrauda tanto que acude a las fuentes clásicas, que no le fallan. Dice que los autores contemporáneos no saben de la vida; que son vanidosos que lo que quieren es fama, que no aprecian la literatura ni aportan lo que tengan que aportar desde el respeto a la tradición. Necesitamos el paso del tiempo para que un libro perdure de manera firme. Pero incluso de los clásicos tiene Montaigne una mirada muy crítica y muy personal que a mí me gusta mucho: él defiende siempre la libertad absoluta; dice que tenemos que bajar un poco a los clásicos del pedestal en el que los ponemos y ponerlos a nuestra altura, a la altura de lo que necesitamos. La literatura es para Montaigne un terreno de libertad y de búsqueda personal.
En línea con lo anterior, dices, alabando la inmortalidad de la buena literatura, que «lo esencial no tiene tiempos ni espacios». Lo apuntabas ya, de algún modo, antes, pero ¿sucede lo mismo con las ideas de la Ilustración; ideas que tienen tres siglos?
Totalmente. Un Voltaire, por ejemplo, que es un dechado de fortaleza frente al fanatismo más aguerrido; un Diderot, un Rousseau, un D’Alembert, personas que se enfrentaron a una institución eclesiástica que mantenía un poder sobrenatural, que se enfrentaron a los políticos —aunque en alguna ocasión estuvieran cerca del poder, cosa que ahora nos chirría de ellos—, que pusieron, desde el punto de vista filosófico, moral, ético, político, lo que implicaba ser ciudadano por encima de tu pensamiento religioso, de tu sexo, de tu estatus, etcétera, son temas de absoluta actualidad hoy en día; valores que en realidad podemos resumir en uno solo: la tolerancia. Los ilustrados querían que la gente se instruyera, que aprendiera, que dejara atrás la superstición religiosa y se atuviera a lo científico, a la razón, a la iluminación que nos da el conocimiento. La recuperación de esas cosas es casi urgente en un tiempo como el nuestro, sobreinformado, pasto de los bulos, de una tergiversación informativa descomunal y, sobre todo, con una convivencia difícil entre vecinos.
Hablas del marqués de Sade, de quien destacas dos cosas que me han parecido interesantes. Por un lado, la dimensión política de su obra. Apuntas que, en la Francia revolucionaria, hasta la pornografía servía como crítica política.
El caso de Sade es paradigmático: su pornografía desatada, perversa, escabrosa, cruel incluso, era un desafío al statu quo, al orden establecido, a la moral de su tiempo. Se enfrentaba a lo convencional, a los estándares de su sociedad, y eso, en un momento como aquél, era una postura política, y una valiente más allá de una serie de acciones muy reprochables por parte de Sade, de quien es curioso cómo cayó en el olvido pero hubo una corriente que lo recuperó en el siglo XX buscando precisamente la parte turbulenta del marqués para poetizarla.
Esa capacidad para politizarlo todo, ¿es una creación francesa, es algo, también, característicamente francés?
En parte, sí. Hay una relación entre políticos y escritores que empieza en el Siglo de las Luces, cuando todo se confunde; la filosofía, la literatura y la política se mezclan y genera un tipo de intelectual de una importancia descomunal, que se enfrenta a los todopoderosos, gesta la revolución y después mantiene una relación de amor-odio con sus consecuencias: Madame de Staël, por ejemplo, se entusiasma con Napoleón, pero luego lo rechaza, y se exilia; un camino que siguen muchos otros que pasan de la admiración a calificar a Bonaparte de tirano, de asesino, por haber llevado a la muerte a tantos miles de jóvenes europeos. Chateaubriand, por ejemplo.
Chateaubriand es un personaje que a mí me interesa desde siempre por la lucidez de, en tanto que hombre conservador, rechazar la Revolución francesa, pero darse cuenta de la irreversibilidad de algunos de los cambios que había traído, y defender que incluso los reaccionarios debían arreglárselas para convivir con ellos y hacerlos suyos.
Otra característica de estos personajes es su lucidez. Observan a la sociedad y se preocupan por que la literatura le sea útil; sienten una gran responsabilidad sobre sí, porque están escribiendo para sus ciudadanos, y para los ciudadanos de mañana. Necesitan analizarlo todo muy bien, adelantarse a los acontecimientos. Y Chateaubriand, efectivamente, es una mente preclara, capaz de corregirse. Está pendiente de la actualidad, vive en su tiempo, viaja, está pendiente de la actualidad europea, como todo otro conjunto de autores que a veces tienen un punto sentimental, afectivo, romántico, melancólico, autodestructivo incluso, pero también miran hacia fuera y se preocupan por el destino de Francia en un siglo muy convulso. Esa doble mirada me parece interesantísima. Las Memorias de ultratumba de Chateaubriand son maravillosas; una obra descomunal, con recuerdos muy fidedignos tanto de su vida, como de su trayectoria política, como de sus viajes y aventuras por Europa y también por Norteamérica. Él quería que se publicaran de manera póstuma, y, si no recuerdo mal, que tardaran cincuenta años en salir a la luz. Y tienen un interés inmenso. El mero hecho de llevarlas a cabo ya es de un romanticismo asombroso.
La otra cosa que me resultó interesante de lo que cuentas de Sade es la opinión de Paula Préneron Vinche, que recoges, de que su literatura influyó en Flaubert y Clarín, ambos los cuales exploran a su manera la regresión del hombre hacia la animalidad. ¿Crees que es acertada?
Un artículo muy interesante, es verdad. Hay que pensar que Flaubert fue acusado de pornógrafo por Madame Bovary, juzgado para dictaminar si su obra tenía que prohibirse (lo cual fue maravilloso, porque le dio mucha publicidad). Flaubert presentaba al hombre y a la mujer en su estrato más humano, más sensual, resaltando elementos que el sistema represor moralista de su tiempo intentaba ocultar. Y había visto con buenos ojos muchas cosas de Sade; podría decirse que lo tenía en cuenta y, sin llegar a sus extremos de perversidad, inconscientemente, alguna influencia había en él. En Clarín no está tan clara esa influencia de Sade, porque su obra, posterior, no tuvo ese tipo de cosas, pero aun así me pareció muy interesante lo que esta autora intentaba demostrar. Clarín y muchos autores de su generación eran muy, muy lectores de literatura francesa, la conocían en profundidad, y por supuesto conocerían toda esta línea erótica, ya fuera más acusada, más directa o más indirecta en su expresividad. Así que perfectamente parte de la literatura de Sade pudo influir en estos autores, sí.
De Victor Hugo afirmas que era «un visionario que tan pronto observaba la vida de sus vecinos como elevaba su mirada hacia lo infinito». Y citas al Umberto Eco que alababa su «técnica del exceso» diciendo que hay cosas que sólo se pueden contar desde la épica, lo grandioso, lo desmesurado.
No sé si era Vargas Llosa el que decía que con Victor Hugo termina una cierta forma de narrativa. Hugo quiere engrandecer a la persona normal y corriente, convertirla en héroe, y considera que esa transformación no puede ser tímida. Eco lo califica de exceso porque todo es muy pasional, muy intenso, en la manera de novelar de Victor Hugo; de representar el sacrificio, la redención, el anhelo, el fracaso, las cosas que nos mueven como seres humanos en general. Después vendrán Flaubert y otros autores más técnicos, más complejos estructuralmente, que se apartan de esos excesos: no es ya lo social, sino lo intimista, lo que se va abriendo paso.
Julio Verne te sirve de pie para señalar cómo «el alcance popular del escritor es cuestión que la historia de la literatura no perdona, y el canon tras las vanguardias se deshace de aquéllos de corte sencillo y exitoso que emocionan y entretienen». Fernando Savater hablaba de «los lectores envejecidos en la mediocridad de la suficiencia» que se toman el lujo de desdeñar al autor que disfrutaron de pequeños. Y tú defiendes que Verne no era un autor menor y que los niños lo han leído y comprendido mejor que los críticos de literatura seria.
Nos han vendido durante muchísimos años una dicotomía absurda entre la alta y la baja literatura, entre los autores que tenemos que considerar canónicos, excelentes, admirables, y los que no por más que sus obras continúen vigentes, se reediten cada año y sus personajes hayan pasado al imaginario colectivo. En los estudios académicos al uso, muchas veces te encuentras con que a autores como Robert Louis Stevenson en la literatura inglesa, o Verne en la francesa, se les otorga un espacio muy pequeñito; mucho más que a otros autores mucho menos populares. Pero ¿cómo puede ser que se ningunee a un autor con semejante capacidad inventiva, que ha llegado a tantas generaciones, a tantas franjas de edad, tan buen contador de historias, con una genialidad tan descomunal a la hora de presentar a protagonistas que viajaban por el mundo y vivían aventuras maravillosas? Sus novelas se han adaptado a todos los formatos, y eso sólo sucede con la gran narrativa. Y a mí me gusta mucho, sí, cuando hay un autor que, con pura sensatez, dice lo obvio: que no podemos ningunear a un autor por haber querido entretener o ser didáctico.
Aludes a la vista a España de Alejandro Dumas, quien describe el Quijote como una Ilíada cómica y habla de «los hijos de las doce Españas que consintieron en formar un solo reino». ¿Cómo ha sido, en general, la mirada de la literatura francesa hacia España a lo largo de estos tres siglos?
Hay mucho de la cosificación romántica de España como un país de bandoleros, de folclore, de grandes tradiciones como los toros y otras fiestas populares y toda otra serie de tópicos que se hicieron fijos en el esquema mental de los extranjeros. Muchos autores vinieron aquí atraídos por ese exotismo: ahí está Washington Irving, que es un autor norteamericano que se hace ciudadano inglés y que recorre España en un momento dado, y escribe los Cuentos de la Alhambra. Otros autores, como Richard Ford o Borrow, hicieron algo semejante. Es cierto que en Francia no hay muchos casos, pero me resultó muy significativo eso de Dumas, que hizo un viaje enorme en todo tipo de medios de transporte del que envió unas crónicas a un periódico sobre lo que iba viendo, y tiene un libro muy curioso, De París a Cádiz, en el que hay pasajes en los que narra peripecias que parecen sacadas de Los tres mosqueteros de su grado de aventura.
Otra figura muy francesa es la del escritor engagé, que inaugura famosamente Zola. ¿Sigue siendo característica del país, o de alguna manera es una figura desaparecida?
Es algo que podemos considerar común en la historia literaria francesa, sí. En el siglo XIX está Zola, están los hermanos Goncourt… Autores que hicieron de sus obras un espejo para que la sociedad se mirara, y de los que la sociedad se escandalizó, porque no quería verse así. Durante el siglo XX, siguió habiendo autores comprometidos como un Camus o un Sartre, gente que quería denunciar lo que veía denunciable y lo hacía con valentía, o un Malraux. Autores que ponían encima de la mesa asuntos que atañían a todos como individuos; que hablaban de la guerra, del conflicto, de la injusticia… Al final del libro aludo a Houellebecq, que vuelve a analizar la sociedad de su tiempo y a poner el dedo en la llaga de algunas hipocresías; en su caso, por ejemplo, cómo se está arabizando su país y lo que eso implica. Se imagina cómo podría ser Francia en un Estado en el que un musulmán tuviera el poder. Es un autor muy lejos de lo que hacen los demás. Prácticamente nadie hace novela social; prácticamente nadie asume ese compromiso con la actualidad, con lo que tenemos delante desde el punto de vista sociopolítico. Sólo en Houellebecq y algún otro enfant terrible está todavía presente eso que sí que podría ser un nexo común de las letras francesas a lo largo de su historia.
De todos modos, en el libro también hablas de cómo la figura del enfant terrible puede degenerar en un provocador infantilista, en un mero epatador sin vocación auténtica de modificar el statu quo. ¿No es Houellebecq el ejemplo?
Hay ese peligro, sí: querer sorprender, asombrar, provocar, pero no ser lo suficientemente fino e inteligente para conseguirlo sin pasarte de vueltas. Pero yo siempre tendré admiración a Houellebecq aunque su literatura no me haga disfrutar especialmente. Es una persona que intenta cosas, y de mí esos autores que se la juegan, que buscan riesgos narrativos o poéticos, siempre tendrán el beneplácito. En la actualidad, aquéllos que nos hablan del sexo, el consumismo, la politización de todo, la intolerancia religiosa musulmana, me parecen muy valientes. Hoy en día no se puede decir nada sin que te critiquen, y yo estoy cansado de autores que comen de la mano de su amo, que no se la juegan, que hacen un libro mil veces repetido, que se venden a la editorial o el medio de comunicación que les paga. Cada vez hay más autores cobardes que no tienen nada que decir ni la audacia de ser realmente grandes, y yo me he aburrido de ellos y admiro a los que sí tienen esa audacia, piensen como piensen.
Escribes también sobre Céline y su antisemitismo, lo que nos conduce al candente debate sobre si podemos disfrutar las obras de autores abominables. Tú ¿qué crees?
No dejamos de leer las obras que nos gustan; no dejamos de ver películas o escuchar canciones de personas que han sido horribles en su vida personal. Y a la vez, bien podemos enjuiciarlos con nuestros ojos presentes. Es mentira eso de que no se pueda enjuiciar el pasado con nuestros ojos actuales. ¿Cómo no hacerlo? Incluso el pasado remoto. Para mí ese debate no tiene el menor sentido; ambas cosas son válidas: podemos leer y disfrutar a esos autores y podemos enjuiciar su vida inmunda si la tuvieron. También podemos mirar y disfrutar un cuadro o escuchar una sinfonía o leer un libro de poesía sin pensar en quién era su autor, y podemos decidir que no nos sentimos cómodos leyendo Viaje al fin de la noche ni admirando a un antisemita como Céline. Todo tiene cabida en este mar infinito de lectores que somos.
Hablas también del posible colaboracionismo del editor Gallimard.
Intento entenderlo, sí. Al nazismo, muchos se enfrentaron, y lo pagaron; otros no quisieron luchar y se fueron, y es normal, porque el nazismo era realmente atroz. Y otros intentaron sobrevivir, complacer a los invasores y mantener su negocio y su trabajo a flote. Aquél era un momento tan delicado, tan estresante, que a mí me cuesta mucho tener una opinión terminante. Lo importante es que Gallimard hizo un gran trabajo literario; dio acomodo a muchos autores, y la literatura francesa contemporánea no se entendería sin él. Creo que hay que quedarse con eso más allá de lo que él pudo hacer o cómo se vio para decidir llevarse más o menos bien con los nazis y seguir con su trabajo. Entiendo que con lo que hay que quedarse es con que facilitó que muchos grandes autores, tanto franceses como extranjeros, pudieran ser publicados y conocidos en el mundo.
¿A qué autores contemporáneos y menos conocidos consideras que merece más la pena seguir?
Pues yo diría que a ninguno en el plano literario, artístico; sí a algunos en cuanto a que tienen una mirada de la historia y de la actualidad que puede resultarnos interesante: Le Clézio, con su mirada internacionalista, o Modiano, con sus obras en torno a la segunda guerra mundial y la Francia ocupada, pero que se va a un terreno histórico, no se asienta en lo contemporáneo, que es lo que sería interesante abordar. Son autores que no se interesan mucho, que no se adentran en la mente humana, como sí hacía un Proust; en los sentimientos, los afectos, las contradicciones que todos arrastramos; ni tampoco son grandes observadores de la realidad del mundo, ni valientes, salvando a Houellebecq.
Para acabar. La novela ha sobrevivido a toda clase de transformaciones culturales, pero ¿lo hará también al mundo digital?
Esto siempre es una incertidumbre, pero yo creo que el mundo digital ya ha fagocitado el mundo del papel y del libro. Incluso los lectores ya no lo somos tanto, porque tenemos mil distracciones en el teléfono móvil; no podemos leer con tranquilidad ni siquiera un rato seguido: estamos a expensas de la tecnología, de la pantalla, de la rapidez, de la información sucinta y atropelladora. Yo no creo que la literatura se vaya a pasar a lo digital, sino que ha muerto. En el advenimiento de lo digital a nuestras vidas en torno al año 2000 hay un punto de inflexión descomunal. La literatura, además, ha dejado de ser arte. Cuesta trabajo encontrar un escritor que realmente use el lenguaje con un respeto, una belleza, una inteligencia lingüística, un adorno, un estilo. Lo editorial, ahora, se centra en el género, sea histórico o policíaco. Y todo eso conforma un contexto perfecto para matar a la literatura. Muchos autores se han acomodado a este contexto, y no surgen obras innovadoras, con cosas realmente estimulantes; pero los propios lectores son muy acomodaticios. La gran literatura es cada vez para menos personas. Al final, acabará siendo una especie de delicadeza artística que algunos podremos todavía saborear, pero que dudo mucho que nuestros hijos vayan a tener un incentivo literario como el que yo u otra generación anterior tuvimos para leerla.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
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