/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 10/8/2021. Lévinas: «La idea que se propaga se separa esencialmente de su punto de partida. La idea, a pesar del acento único que le aporta su creador, se convierte en un patrimonio común. Es fundamentalmente anónima. El que la acepta se convierte en su maestro, como el que la propuso».
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Leo en Memoria de la revolución, de Edgar Straehle, un libro delicioso que termino hoy, sobre cómo Reinhart Koselleck afirmaba que no es verdad que la historia la hagan los vencedores. Estos, decía, logran imponer su relato en un principio, pero a la larga no tanto: los vencidos, obsesionados con los fantasmas de la derrota y de lo que pudo ser y no fue, vuelven una y otra vez sobre lo acaecido. «Puede que la historia —a corto plazo— sea hecha por los vencedores, pero los avances en el conocimiento de la historia —a largo plazo— se deben a los vencidos».
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También en Memoria de la revolución: en 1906, el Manifiesto comunista fue traducido al chino, pero con variaciones que saltaban a la vista. El famoso final del texto («Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. Trabajadores del mundo, ¡uníos!») se convertía en «entonces el mundo será para la gente corriente y los sones de felicidad alcanzarán los manantiales más hondos. ¡Ah! ¡Venid! Gentes de todas las tierras, ¿cómo es posible que no despertéis?».
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Discusión en Twitter (un poco teólogos bizantinos desentrañando el sexo de los ángeles, pero con algo hay que entretenerse) sobre si el republicanismo debe abandonar la franja morada de la tricolor por aquello de que el pendón comunero, en realidad, era rojo, y fue solo al desgastarse con el paso de los siglos que se volvió morado. Mi argumentación: más razón para dejar el morado. No se trata, no debe tratarse, de conectarnos con los comuneros, sino con la memoria de los comuneros; con los comuneros pero también con quienes a lo largo de los siglos reivindicaron a los comuneros y se dijeron sus herederos. Y, por lo tanto, no se trata de ondear el pendón comunero original, sino el pendón comunero tal y como fue evolucionando; tal y como la historia lo fue decantando y transformando.
Miércoles, 11/8/2021. Se lanza en Twitter la pregunta de ¿qué tres pensadores os han marcado más?». Todo el mundo incluye a Marx en la terna. Yo respondo Benjamin, Camus y Gramsci. Con Marx me pasa lo que a aquel taxista a quien, en el Mundial ’86, un periodista deportivo (¿Manolo Lama? No recuerdo) preguntó, por darle un poco de charla, quién le parecía el mejor jugador del campeonato y, dijo Lothar Matthäus. «¿No Maradona?». «Maradona es Dios, usted me preguntó por futbolistas». Entiéndaseme: no digo que Marx fuera Dios. Era un brillante mortal, irregular como todos, certero en muchas cosas, errado en otras. Pero pienso en aquello que decía Gustavo Bueno: negar a Marx es como negar a Copérnico, y negar el materialismo histórico, como negar el heliocentrismo. Marx puso las bases a partir de las cuales pensamos todo lo demás, y hasta le impugnamos a él. Decir que «nos ha influido» sería como decir que nos influye el aire que respiramos o el agua que bebemos.
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Leo citar a Miguel Martínez de No digas nada, de Patrick Radden Keefe, un libro del que solo leo parabienes y que me compré hace unas semanas, pero todavía no he empezado a leer, que Gerry Adams, líder del Sinn Féin, era tan elocuente y persuasivo que el gobierno de Thatcher prohibió su voz en las televisiones británicas. Su imagen podía aparecer en pantalla, pero las televisiones doblaban su voz.
Jueves, 12/8/2021. John Gray: «Las religiones políticas modernas tal vez rechacen el cristianismo, pero no pueden subsistir sin demonología».
Viernes, 13/8/2021. «De la larga lista de las democracias europeas que cayeron a lo largo de los años treinta, la española fue la única que resistió tres años». Alejandro Roxán comparte en Twitter esta cita de Ismael Saz que los españoles deberíamos memorizar como los musulmanes la shahada para sacudirnos de una maldita vez ese fatalismo imbécil con que nos gusta vernos a nosotros mismos como pueblo; ese regodeo idiota en nuestro presunto carácter cainita y fratricida, que tan funcional fue a las pretensiones desmovilizadoras de las élites que, en la Transición, abogaban por democratizar el país solo lo justo para ser admitidos al Mercado Común, sin que los privilegios, prebendas y fortunas amasados en sangre de republicanos durante la dictadura se vieran amenazados, ni pudieran ser juzgados y condenados. Puesto que somos cainitas y fratricidas, no toquemos nada, no meneemos nada, no aspiremos a una democratización más profunda, porque entonces nos veremos abocados a un nuevo 36. Ello es que, mientras Europa entera se entregaba mansamente al fascismo, acá peleamos con uñas y dientes contra él. Y eso no es, no puede ser, motivo de vergüenza, sino de todo lo contrario.
Sábado, 14/8/2021. En el repaso final de mi nuevo libro, echo tres horas de reloj en escribir un párrafo de cuatro líneas y media. A veces le salen a uno tres páginas del tirón y a veces pasa esto. Las procelosidades del escritor.
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Un tuit sobre algunas viñetas (muy) racistas de Francisco Ibáñez en Mortadelo y Filemón (en uno de sus tradicionales álbumes sobre las Olimpiadas, por ejemplo, representaba a la delegación congolesa como una manada de gorilas) me recuerda la indignación contra los ofendiditos que despertó en los de siempre, Pérez-Reverte y compañía, la pretensión de sacar Tintín en el Congo de los estantes de literatura infantil por su racismo… que el propio Hergé, fallecido en 1983, reconocía y por el que se declaraba avergonzado. El papismo y el Papa.
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El Ayuntamiento de Madrid, presa de una drogadicción automovilística que está incluyendo el asfaltado de calles peatonales, anuncia una Operación Asfalto y el siempre lúcido X. López tuitea esto:
«El problema fundamental aquí: rediseñar una ciudad para soportar temperaturas extremas lleva muchos años. Los árboles crecen despacio, no hay atajos. Si esta gente aguanta mucho en el poder no habrá nada que hacer, por mucho empeño que se ponga. Con este urbanismo para joder a los progres, Madrid se separa poco a poco del nuevo mainstream de la gran capital europea, que hace gestos para compatibilizar capitalismo y crisis climática. Que no haya resistencia a esto dice bastante de la mentalidad del capital español. ¿Importa que la capital del Estado se vaya a convertir poco a poco en un repulsor de cierto turismo, de cierta inversión, de cierta clase media con dinero? Es raro que a la gente con dinero no le importe. Es raro que no haya una batalla real por disputar esta tendencia.
Marx alababa el capitalismo, si no por otra cosa, por su dinamismo. Su capacidad de superar sus propias crisis. Creo que en estas cosas se puede ver lo retrógrado del grueso del capital español, su incapacidad histórica de ponerse al frente de ningún proyecto modernizador. Por qué importa esto: en algunos países cierta orientación progresista cuenta implícitamente con poder sostenerse en parte del capital interesado en adaptarse a la nueva normalidad climática (EE.UU., Alemania, Francia, etc). Aquí, aunque exista, es infinitamente más débil. Igual eso acaba siendo, de alguna manera, una fortaleza que tendremos. No tengo ni idea. Lo que sí me parece claro es que aquí las alianzas sociales, y las barreras para el desarrollo, van a ser bastante diferentes que en muchos países de nuestro entorno.
Termino: que la mayor área metropolitana del país lleve décadas gobernada casi ininterrupidamente por fuerzas políticas a la derecha de la media nacional es algo excepcional. Si persisten en la gobernanza como guerra cultural, dudo que puedan adaptarse a los movimientos que están ocurriendo y ocurrirán. Para cambiar las cosas hay que analizar esto con cuidado. En las excepciones siempre está lo interesante. Y, como siempre, la factura y el mayor sufrimiento será para los que no tengan más remedio que vivir y trabajar en Madrid».
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He empezado a leer No digas nada. Me está enganchando como hacía tiempo que no lo hacía un libro. Tiene 500 páginas, pero creo que me lo voy a ventilar en dos días. Se trata de una crónica completísima del conflicto norirlandés vertebrada por la del asesinato por el IRA de Jean McConville, acusada de confidente de los británicos. Y es un auténtico festín de la literatura de no-ficción: se lee como una absorbente novela. Subrayo algunos pasajes. Por ejemplo, este, que probablemente cite en algún momento en algún texto mío, porque me parece muy ilustrativo de cómo germinan, con qué aleación de verdades y mentiras, las identidades y fes nacionalistas:
«El jefe del Estado Mayor de los provisionales se llamaba Seán Mac Stíofáin. A sus cuarenta y pocos años, era un hombre de cara redonda, abstemio total, con acento cockney y un hoyuelo en la barbilla. Nacido John Stephenson en el este de Londres, había sido criado por una madre que le contaba anécdotas de cuando era una niña irlandesa en Belfast. Tras pasar por las Fuerzas Aéreas británicas, Seán Mac Stíofáin había aprendido irlandés, se había casado con una irlandesa, adoptado un nombre irlandés e ingresado en el IRA. Más adelante supo que en realidad no tenía nada de irlandés: su madre, a la que le gustaba contar cuentos, no había nacido en Belfast sino en Bethnal Green, un barrio de Londres. Pero hay veces en que lo que creemos con mayor fervor son los mitos. (Compañeros de Mac Stíofáin en el IRA, cuando querían fastidiarle, se olvidaban de su nombre irlandés y le llamaban John Stephenson)».
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Decía Mao y cita Radden Keefe que le gustaba citar a Brendan Hughes, uno de los más legendarios provos, que el guerrillero debe nadar entre la gente como los peces lo hacen en el mar. Más tarde cuenta Radden Keefe que a Frank Kitson, cabeza de la contrainsurgencia británica en Irlanda del Norte, también le gustaba esa cita, solo que en otro sentido: «A un pez —disertaba— lo puedes atacar con una red o una caña de pescar. Pero si con la red o la caña no basta, entonces quizá haya que hacerle algo al agua».
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De No digas nada, me resultan muy interesantes los apuntes que se hacen sobre las consecuencias psicológicas y físicas permanentes que dejaban en los presos del IRA las largas huelgas de hambre, una modalidad de lucha que los republicanos utilizaron mucho, siempre dispuestos a llevarlas hasta el final, como de hecho hicieron varios. De las hermanas Price, que llevaron a cabo una muy sonada que las dejó al borde de la muerte, hasta que las autoridades británicas decidieron imponerles la alimentación forzada, cuenta esto Radden Keefe:
«”Nunca tuvimos una relación normal con la comida o el acto de comer”, dijo Dolours más tarde. Los meses de pasar hambre y de alimentación forzada en Inglaterra habían complicado irrevocablemente su relación con la alimentación. En una huelga de hambre, apuntaba Dolours, “el cuerpo te pide alimento, y tú le dices: ‘Pues no, no puedes comer nada… Si te doy comida nunca ganaremos esta lucha’. Aunque sea muy complicado, o te montas una actitud mental de lo más sólida o acabas comiendo. Porque, a fin de cuentas, eso es lo que hace el cuerpo. Lo que hacemos todos: tomar alimentos para poder vivir”. Después de aquella experiencia de renuncia, continuaba Dolours, la alimentación forzada vino a agravar el trauma, porque “nos enajenaba más todavía del proceso de procurarte sustento, de introducir comida en tu cuerpo”. Como consecuencia de ello, “tanto Marian como yo acabamos con unas ideas muy, muy distorsionadas sobre la función del alimento, y a ambas se nos hizo muy difícil establecer de nuevo una relación adecuada con el proceso de comer”».
Estos pasajes me hacen acordarme de mi veneración adolescente por Bobby Sands, líder de otra sucesión de huelgas de hambre que terminaría con la muerte de catorce presos en 1981. Admiraba aquella determinación, aquella disposición al sacrificio por las ideas. Hoy me perturba: tengo la desagradable sensación de que admiraba a un loco.
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Otro pasaje buenísimo de No digas nada:
«Había muchísimos más americanos irlandeses que personas en la propia Irlanda. Esta anomalia demográfica era testimonio de siglos de migraciones causadas por la pobreza, el hambre y la discriminación, y entre los irlandeses de Estados Unidos había un fuerte apoyo a la causa de la independencia. De hecho, a veces podía parecer que el respaldo a la lucha armada era más ferviente en Chicago o Boston que en Belfast o Derry. El idilio romántico de un movimiento revolucionario perdura más fácilmente cuando no existe el peligro de que algún miembro de tu familia salga volando por los aires cuando va a comprar a la tienda de la esquina. En Irlanda, alguna gente miraba con malos ojos a los irlandeses de pacotilla que instaban a una guerra cruenta en el Ulster desde la seguridad que daba estar al otro lado del charco. Pero el IRA contaba desde hacía mucho tiempo con Estados Unidos como fuente de apoyo. Muestra de ello eran los primeros rifles Armalite que Brendan Hughes se había hecho enviar precisamente de Estados Unidos.
Hughes se reunió en Nueva York con representantes del Comité de Ayuda Norirlandés, o «Noraid», asociación dedicada a recaudar fondos. En uno de aquellos encuentros, un benefactor sin pelos en la lengua hizo saber a Hughes que los provos estaban manejando muy mal el asunto de la lucha armada. Lo que deberían hacer, le dijo, muy seguro de sí mismo, era ampliar los posibles blancos; pegarle un tiro a todo aquel que tuviera algún vínculo con el régimen británico, o sea, cualquiera que luciera la corona en su uniforme.
—¿A los carteros, por ejemplo? —dijo Hughes—. ¿Quiere que matemos carteros?
El otro le dijo que por supuesto.
—Muy bien —respondió Hughes—. Dentro de quince días vuelvo a Belfast… Compraremos otro billete de avión, se viene usted conmigo y se encarga de matar a los putos carteros.
El hombre le hizo entrega de un maletín lleno de dinero para la causa. Sin embargo, cuanto más hablaban, más inaceptable le parecía a Hughes su postura política; él seguía considerándose un socialista revolucionario, pero estaba descubriendo que entre los conservadores irlandeses de América que apoyaban al IRA en los años ochenta, el socialismo no estaba precisamente en boga. Al final, de puro despecho, Hughes le espetó: “¡Quédese su puto dinero!”. Y el hombre se marchó llevándose consigo el maletín».
Domingo, 15/8/2021. Los talibanes toman Kabul y afganos desesperados corren al aeropuerto, tratando de introducirse en alguno de los aviones que salen del país. Se reporta que tres personas se han agarrado a los neumáticos de uno y que, después de despegar, han caído desde el cielo; y se recuerda a aquellos neoyorquinos desesperados que, en el 11-S, se arrojaban al vacío desde lo alto de las Torres Gemelas. Veinte años casi exactos de distancia entre dos escenas iguales y distintas, simbólicas de algo que empezó entonces y acaba hoy. La historia, a veces, se pone rapsoda: le agradan y busca las rimas consonantes, la simetría.
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Se desencadena, con respecto a lo de Afganistán, un debate sobre qué debe hacer Occidente en el que yo no sé cómo posicionarme. Por un lado, me niego a legitimar el papel de Occidente como juez y policía del mundo. Por otro, no deja de incomodarme la idea de lavarnos las manos mientras gente tan inenarrablemente siniestra como los talibanes toma un país, condena a un infierno en vida a sus pobladores y sobre todo a sus pobladoras y posiblemente lo convierta en base de operaciones terroristas contra el mundo entero. Hay un término medio entre el intervencionismo y ese antiimperialismo de garrafón del «respeto a la soberanía de las naciones», que significa lavarse las manos ante violaciones gravísimas de los derechos humanos, que yo no sé dónde está, pero es donde quiero estar.
Desde la izquierda se exige generosidad hacia los refugiados. Comparto la exigencia, desde luego. Pero pienso que ser generosos con los refugiados no es más que un parche que no soluciona nada; un acto loable de generosidad hacia quien, mal que bien, ha tenido los recursos y la habilidad necesarios para huir del país, pero que deja en la estacada a quien no ha podido hacerlo. Caridad, no solidaridad.
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Parece ser que en la página web de la Fundación Ronald Reagan acaban de borrar una fotografía en la que el expresidente aparecía reunido con muyahidines afganos, a los que llamaba «guerreros de la libertad», en la Casa Blanca el 2 de febrero de 1983. Como también se recuerda estos días, Rambo III, cinco años después, terminaba proclamando que «esta película está dedicada a los valientes muyahidines de Afganistán». Y a mí me suena haber leído sobre algunos panegíricos que se dedicaban entonces a aquellos guerrilleros cuya cruzada era equiparada explícitamente a la del reaganismo por los propios reaganistas: eran gente religiosa y anticomunista como nosotros. No todo lo explica aquel apoyo yanqui a quienes se rebelaban contra un Estado socialista que alfabetizaba a la población, concedía derechos a las mujeres, impulsaba una reforma agraria o combatía el cultivo de opio, desde luego. Los muyahidines ya existían antes de que Estados Unidos desembarcara en la región y los americanos los utilizaron, pero no los crearon, como parece transmitir a veces gente adepta a las explicaciones simplistas. Pero cuánto hay que recordar aquel obsceno apoyo a quienes hoy claman por una intervención de Occidente.
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Fernando Sánchez Dragó busca, dice, director de periódico que quiera enviarlo a Kabul. Yo digo sí. A Kandahar en una caja con agujeros con un lacito. Si se hace crowdfunding, pongo pasta encantado.
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Comenta el siempre lúcido Germán Huici que «en Occidente, a menudo se confunde la razón con la tradición, y a menudo a esa confusión se le llama sentido común. La razón y la tradición son obviamente útiles e indispensables, no podemos vivir sin ninguna de las dos. Pero no son lo mismo».
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Ochenta y cinco años de la matanza de Badajoz. Aquel 15 de agosto, el periodista Jacques Berthet, recuerda Alberto Venegas, informaba así de aquella carnicería: «Alrededor de mil doscientas personas han sido fusiladas […] Hemos visto las aceras de la Comandancia Militar empapadas de sangre […] Los arrestos y las ejecuciones en masa continúan en la Plaza de Toros. Las calles de la ciudad están acribilladas de balas, cubiertas de vidrios, de tejas y de cadáveres abandonados. Solo en la calle de San Juan hay trescientos cuerpos».
Eran nuestros talibanes, que entrarían en nuestro Kabul en 1939 después de que la comunidad internacional nos abandonase.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
Como siempre lúcido y honesto. Admirable. Gracias.
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