Entrevistas

José Cereijo: «No sé si llamar a lo mío vocación o sólo manía, pero en todo caso mi derivación poética parece irremediable»

Ada Soriano entrevista al autor de 'Árbol desnudo', que ahora publica el poemario 'La luz pensativa': un poeta elegante, armónico y reflexivo.

/ una entrevista de Ada Soriano /

Recibí la antología poética Árbol desnudo, del poeta y escritor José Cereijo, publicada en 2017 en la Editorial Renacimiento. Dicha antología, seleccionada e introducida por Javier Lostalé, ofrece una sustanciosa muestra de su trayectoria poética. Leo en la nota introductoria: «La poesía de Cereijo está escrita desde un yo, pero con tanta verdad, fecundación de existencia y temperatura ética, que crea conciencia en el lector y se incardina en su propia vida». Muy certera esta apreciación de Lostalé, que comparto.

Por fortuna, a pesar de los duros inconvenientes provocados por la pandemia, recibo ahora La luz pensativa, nuevo poemario de José Cereijo, publicado en 2021 en la editorial Pre-textos (colección La cruz del sur). He observado lo que otros escritores-lectores perciben en la escritura lírica de Cereijo: la línea continua de su poesía elegante, armónica y reflexiva. He aquí el alumbramiento, La luz pensativa, la que nace de la conciencia en su plenitud y no engaña ni se abruma ante los acontecimientos que atañen al ser humano, sea en el amor, la ausencia de la persona amada, o la muerte, de quien dice Cereijo que «no hace más que cumplir con su trabajo».

Esta luz no es en absoluto impostada ni pretenciosa. Quien sepa ya de la obra de José Cereijo, no dudará de la inmersión y la consecuente introspección de su mirada de en el acontecer diario, haciendo de lo mínimo un universo entero: «Un pájaro ha rozado/ un instante una rama/ que se queda temblando. Y los dos/ te parecen más vivos./ La soledad, entonces,/ ¿es perderse en la sombra?/ ¿Y es el roce, la vida?».

José, cuando leí tu poema titulado «Madurez», incluido en tu antología poética Árbol desnudo, recordé este pasaje del Diario de André Gide: «Dice, y le creo, que se siente a los cuarenta y ocho años infinitamente más joven que a los veinte. Goza de esa rara facultad de empezar de nuevo en cada encrucijada de su vida y de seguir siéndose fiel sin parecerse jamás a nada menos que a sí mismo». Aunque nosotros ya hemos rebasado esa edad, yo siento todavía el gozo de «esa rara facultad». ¿Y tú?

Más que decir que me sienta más joven (yo creo que la juventud está bastante sobrevalorada; es una etapa más de la vida, con sus pros y sus contras), lo que creo es que uno debería ir madurando (o envejeciendo, como se prefiera; que esa palabra, aplicada por ejemplo a los vinos, no tiene por qué ser negativa), mental y espiritualmente, al mismo tiempo que va haciéndolo físicamente. Para mí, por ejemplo, cada libro de poemas es el primero, porque la persona que lo escribe es otra; la misma quizá en esencia (JRJ hablaba de «ni más nuevo al ir, ni más lejos; más hondo… La depuración constante de lo mismo»; pero no estoy convencido de que tuviera razón en eso), pero en todo caso no somos sólo esencia, y esa misma, pienso yo, va cambiando, y (ojalá) enriqueciéndose con el tiempo. Aplicado a la escritura de poemas, entiendo que eso significa que el pasado, nuestro pasado, no debe ser un lastre o una obligación, sino una posesión. Más que verse uno mismo como alguien constantemente renacido, a mí me tienta el verme como alguien que va creciendo, desarrollándose orgánicamente, sin renunciar a nada de lo que ha sido, sino haciendo propia cada etapa, y aun cada momento si es posible, e incorporándolos, sin parálisis ni impaciencia, a lo que uno ya es. El adanismo me tienta poco; el tiempo no es, tal como yo lo veo, algo para usar y tirar, sino el escenario mismo del propio crecimiento. No creo, por poner un ejemplo máximo, que Cervantes hubiera podido escribir el Quijote sin una asunción, natural y viva, de todo su pasado. Salvadas las inmensas distancias, ésa es la manera de vivir, y de ser en la escritura, que encuentro más rica y tentadora.

En uno de tus poemas de este nuevo libro tuyo, esta Luz pensativa que alumbra la conciencia, hablas de la luz «tal como pueden verla unos ojos cansados». Y afirmas que es «más verdadera así». ¿Lo es?

Eso tiene que ver, de algún modo, con lo que decía antes. Apunta, por un lado, al riesgo, que es real, de que el pasado —sus consecuencias en el ahora, más bien— llegue a abrumarnos, a dificultarnos el avance (ahí entra no el renacimiento, que como digo no veo mucho, sino más bien la permanente disponibilidad), y por otro al hecho de que esa mirada, compleja y viva, sepa dirigirse a lo nuclear, a lo que el contraste de lo vivido revela más verdadero y fecundo, dejando fuera, sin empobrecimiento, lo que pueda ya estorbarnos, o resultarnos menos decisivo. Justo hoy leo en la prensa noticia de una exposición, en la Casa-Museo de Rembrandt en Ámsterdam, titulada «Hansken, la elefanta de Rembrandt». No había entonces en Europa más de dos o tres ejemplares, de modo que fue con seguridad el único que vio en su vida. Y se dice allí también que, aunque se le habían enseñado una serie de habilidades más o menos circenses, Rembrandt «estaba más interesado en el animal que en el espectáculo que proporcionaba, y no plasmó sus habilidades sino su estampa». En ese interés por lo que las cosas son, antes que por su apariencia más o menos llamativa, y en esa apertura y humildad frente a lo nuevo, a la eterna novedad del mundo que decía Alberto Caeiro, me gustaría pensar que puedo reconocerme.   

Y nos dices, en otra composición, que hay momentos en que «No se atreve la luz a entrar en casa». ¿Por qué a veces se acobarda?

En realidad, lo que ocurre es que el símbolo de la luz, que es central desde luego en el libro, va enriqueciendo su significación posible a medida que se avanza en la lectura (o ésa era, al menos, mi intención). Ese poema está en la parte inicial del libro, y se refiere al punto de partida de ese proceso, al inicio del diálogo posible con el modo de ver lo real que ella simboliza. Ahí empieza a vérsela como interlocutor (y es algo, esa personificación, que viene ya de libros anteriores míos; recuerdo, por ejemplo, la inmensa, callada compañía de ella en un poema, Luz de marzo, de mi libro de 2007), aunque todavía desde una cierta distancia, una cierta otredad, que irá cediendo progresivamente, de modo que se gane intimidad, presencia; esa luz que habla contigo de un modo más delicado y hondo en un poema posterior. Un proceso en el que eso, ese modo de relacionarse con lo real, va efectivamente haciéndose más propio, a través de la fraternidad de otro poema, hasta llegar al diálogo completamente abierto, al aprender su lenguaje del poema que cierra el libro. El texto por el que preguntabas es una etapa concreta de ese proceso, un punto en un camino que no pretende detenerse ahí.

He observado que en muchos de estos poemas luminosos aleccionas o aconsejas al lector. ¿Al lector?

No siempre, ni primordialmente; ese tú es antes que nada lo que, según creo, se llama en filología tú vicario, esto es, un interlocutor que es uno mismo. Ese desdoblamiento no es gratuito; el yo que habla y el tú al que se dirige son aspectos distintos de una misma personalidad compleja. Pero sí, también, de algún modo, ya que uno es el primer lector (cronológicamente, nada más) de lo que escribe; y esa actitud de escucha está ahí sugerida (nunca impuesta), en tanto que beneficia, a mi modo de ver, a lo que el poema pretende decir, que se dice mejor en esa especie de coloquio íntimo en el que, sin embargo y con la discreción apropiada, se invita a participar a quien lo lea.  

¿Crees que esta célebre frase de Vladimir Nabokov enlaza bien con el mensaje que transmite La luz pensativa? Dice así: «Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad».

No exactamente. Lo que dice Nabokov es cierto, y no solo para quien, por ejemplo, no sea creyente (ya que incluso para los creyentes la posible existencia futura es, vista desde ahora, algo que sólo podemos presentir muy imperfectamente); pero la luz de la que yo hablo no es un cortocircuito, algo distinto, por excepcional, a la esencia de la vida, sino que se identifica con esta misma esencia, con el aspecto más íntimo y significativo de ella. En el libro se habla, y no poco, de la muerte, pero siempre desde la vida, por la que en él se apuesta claramente, hasta hablarse incluso de seguir existiendo en el silencio. Lo que sí ocurre es que también hay en él, y ya desde el primer poema, una apuesta por la lucidez, por intentar aproximarse a las cosas tales como realmente son. Es, pienso (y salvando otra vez las inmensas distancias) una actitud parecida a la de Emily Dickinson, quien a veces, en una lectura superficial, puede parecer ingenua o conformista, pero que por ejemplo, en su poema 241, dice: «A mí me gusta un rostro de agonía,/ porque sé que es verdad». Pero no lo dice ahuecando la voz, dramatizando teatralmente lo que no lo necesita, sino, al modo de Pessoa, «sereno por ver la vida / a la distancia que está». Con toda la imprescindible modestia del caso, yo quisiera ir por ahí.

¿«Para quién el astro/ derrama su luz»? Es un verso de la poeta argentina Vicenta Castro Cambón, quien quedó ciega a la tierna edad de seis años.

Es curioso para mí que evoques eso. No el verso, que no conocía, sino la actitud posible de una persona ciega; y lo digo porque yo mismo he pensado más de una vez, a medida que en el libro iba cobrando importancia y centralidad el símbolo de la luz, en la ceguera, en las personas que no pueden percibirla como nosotros. Creo, de todas formas, que lo que ese símbolo representa es lo bastante plural y general como para que también en el caso de ellas pueda tener alcance y significado suficientes, pueda ser compartido.

El silencio y la música son protagonistas necesarios en esta Luz que nos regalas: «Y, gracias al silencio, el canto, cuando vuelve:/ honda lección de música». Y nombras a Chopin, a Schubert (me encanta Schubert), a Schopenhauer…Y siempre el canto del pájaro en su rama.

El oído es, junto con la vista, nuestra otra gran manera de percibir la realidad, de relacionarnos con ella. Los otros tres sentidos, valiosos y evocadores como son, tienen una importancia más reducida; no vemos, por ejemplo, a una persona privada del olfato y del gusto, como les ha ocurrido a algunos afectados por la actual pandemia, como víctimas de una mutilación tan decisiva, incluso aunque esa condición fuera permanente. Y, por otra parte, el silencio, y su relación con la palabra o con la música (hasta llegar a ese prodigioso oxímoron de San Juan de la Cruz, la música callada, que es música, que no deja de serlo, aunque callada), es una línea temática que de algún modo recorre toda mi poesía. El poema, como la música, necesita del silencio; y no sólo en torno a él, fuera, sino dentro, incorporado a su misma sustancia. Sin eso, que a mí me parece esencial, apenas tendríamos otra cosa, a mi parecer, que puro ruido vacío.   

«Dialogar con la luz», poema final de esta Luz pensativa, ¿contiene todo lo anteriormente expresado?

No creo que un solo poema pueda, ni acaso deba, contener tantas cosas; pero sí es cierto que su colocación cerrando el libro no es arbitraria; de algún modo, representa, o trata de hacerlo, el punto de llegada del proceso que describía antes. Fue efectivamente el último escrito (en general, el orden de los poemas en mis libros es el cronológico de escritura), y no hubiera podido escribirlo sin pasar por los anteriores. Más no puedo decir.

He de decir, para quien no lo sepa, que eres un experto en haikus. De hecho, tu poesía, en términos generales, tiende hacia lo breve y cuidas lo aparentemente mínimo. Pero hay que ver cuánto se encuentra y se ofrece desde la esencialidad.

Hay un libro de Carlos Pujol, Cuadernos de escritura (Pre-Textos, 2009), que yo no me canso de recomendar. Está lleno de observaciones veraces y lúcidas no sólo sobre la escritura, sino sobre la vida. Dice allí, por ejemplo, que «la poesía es la expresión esencial de las cosas. El que se lo toma como una forma adornada de escribir va listo». Y yo estoy completamente de acuerdo. Pero dice también, para que nadie se equivoque: «Norma de la menor cantidad posible. En algunos casos eso puede significar mil páginas». O sea, escribir lo justo, sabiendo que no se trata de hacer, en lo que uno pueda, vestidos, sino cuerpos, seres vivos. A un vestido puedes añadirle lo que quieras, pero ¿qué vas a añadirle —o a quitarle, sin mutilación— a un ser vivo?

Tengo entendido que eres miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros. Me gustaría, si te parece, que nos hablases de cómo y por qué nació la revista oral Hontiveros.

Creo que lo mejor que puedo hacer, para contestar a tu pregunta, es transcribir aquí tal cual la anotación primera del apartado «Nuestra historia», del blog de la Academia de Juglares. Dice así:

«Año de 1952. Octubre.

»Nace la revista oral Hontiveros de la mano de Rafael Gómez Montero, que convoca a los poetas de España en torno a la figura de san Juan de la Cruz, a que acudan el 24 de noviembre de 1953 al acto de nombrar Patrón de la Poesía Española en Fontiveros. Se creó la fiesta de la poesía en la Cuna del Santo, festejándola con una lectura de poemas en lo que fue el Telar de los Yepes».

Es, repito, la anotación primera. La segunda, de fecha 1980, da cuenta del acuerdo municipal por el que se crea el título de Juglar de Fontiveros (y en 1983, la Academia de Juglares). Es decir, la propia Academia ve como precedente decisivo la creación, y la actividad, de Hontiveros. Pienso que es enteramente justo verlo así, y que la Academia empiece su propia historia con un reconocimiento, merecidísimo, a ella y a su creador.

Has ejercido la labor de antólogo en tres ocasiones —no sé si más—, has publicado traducciones de Keats y de Dickinson, un libro de reseñas en Polibea… ¿Qué otra publicación tuya nos aguarda?

Bueno, a la fecha en la que escribo esto (Julio de 2021), el libro de reseñas a que te refieres todavía no se ha publicado. La previsión inicial era que apareciese hace ya más de un año, pero la pandemia lo ha retrasado, como tantas otras cosas. Tengo que decir que el centro de mi actividad de escritor ha sido siempre la poesía; tanto las labores de antólogo a que te refieres (en tres ocasiones hasta hoy, efectivamente) como el libro de reseñas o las traducciones, parten de ahí. Incluso los relatos breves que también escribo (tanto los publicados en el libro Apariencias, de 2005, como los que he seguido escribiendo desde entonces, y que acaso formen mi próximo libro) tienen esa referencia básica; y es prueba de ello que el primer impulso para escribir lo que acabarían siendo esos relatos proviniera no de maestros como Kafka o Borges, aunque ya los conocía y estimaba muchísimo, sino de la lectura de algunos poemas en prosa de Josep Vicenç Foix. No sé si llamar a lo mío vocación o sólo manía, pero en todo caso mi derivación poética parece irremediable. Y no seré yo quien se queje por eso.


Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.

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