/ por Fernando Villamía /
«Necesito dinero para el amor, pobreza
para amar»
Claudio Rodríguez
El título que preside estas palabras pertenece en realidad a Albert Camus. Como es sobradamente conocido, Camus nació en Mondovi y vivió su infancia y adolescencia en Argel, en el seno de una familia de muy escasos recursos. Su padre había muerto en la primera guerra mundial; su madre, de ascendencia menorquina, era analfabeta y sufría gravísimos problemas de oído, condiciones ambas que la confinaban en un registro lingüístico tan restringido como escueto. Se ganaba el sustento limpiando casas y vivía en una escasez que lindaba con la indigencia. Él salió adelante gracias al impulso de su maestro Louis Germain, a quien recordaría con emoción al recibir el Premio Nobel de Literatura. Y, sin embargo, en medio de esas penalidades, Camus se sentía bendecido por la luz, ungido por el sol y santificado por el mar. Cuando se desplazó a la Francia metropolitana y perdió el milagro de la luz, el sol y el mar, la pobreza se le volvió intolerable. Él mismo lo dice en ese hermoso libro titulado El verano: «Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; después perdí el mar, todos los lujos me parecieron entonces grises, la miseria intolerable». En esa consideración del mar como consuelo de la pobreza se asemeja a Isak Dinesen, para quien «la cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas, el mar».
Pero lo que sorprende y perturba es esa extraña asociación que establece Camus entre pobreza y fastuosidad, ese oxímoron que sobresalta y enriquece nuestro pensamiento al afrontar el sintagma «pobreza fastuosa». ¿Se refiere Camus a una pobreza que enriquece? ¿Puede existir algo así? Estoy convencido de que sí, y creo que hay sobradas manifestaciones de esa «pobreza fastuosa» tanto en la vida como en la literatura y el arte. Tal es el terreno que pretendo explorar.
Al mencionar la pobreza, una de las figuras que vienen de inmediato a la mente es la de san Francisco, el Pobrecito de Asís. Frente a la riqueza teológica y doctrinal de las grandes cumbres de la Iglesia, como santo Tomás de Aquino, san Bernardo de Claraval o san Ignacio de Loyola, san Francisco tan solo nos ofrece su modestia y fragilidad. Pero, junto a ellas, también nos propone el tesoro de la pobreza. Solo a través de esta es posible alcanzar esa ternura angelical que lo caracteriza, ese sentimiento de fraternidad extasiada con todo lo creado que tan hondamente nos toca. Pobreza fastuosa, pues. Pobreza que enriquece.
Pero es en el ámbito de la literatura y el arte donde con más precisión podemos comprender ese extraño concepto de «pobreza fastuosa», en el sentido de que solo a través de la privación, de la renuncia, puede alcanzarse la autenticidad artística. Solo la pérdida garantiza el hallazgo, podemos decir para seguir jugando con ese esguince del pensamiento que supone la paradoja.
Un caso paradigmático sería el de Eduardo Chillida, el célebre escultor. Tras renunciar al fútbol por una lesión de rodilla y abandonar los estudios de arquitectura, decidió ingresar en el Círculo de Bellas Artes, donde empezó a dibujar por libre. Tenía una extraordinaria facilidad para el dibujo y sus desnudos encontraban el reconocimiento y la admiración de los demás estudiantes por su enorme belleza.
«Me di cuenta muy pronto de que aquello, copiar, no conducía a ninguna parte, que debía haber un trabajo artístico que tuviese que ver con algo más que la simple habilidad, que ocupase todo el proceso de conocimiento. Y para resolver este problema me di cuenta muy pronto de que tenía que enfrentarme a un enemigo, mi mano, que era muy hábil. Yo notaba que mi mano iba demasiado rápido y dejaba atrás a la cabeza y a la sensibilidad, a la emotividad y a todas las cosas que tienen que acompañar al arte. Entonces, se me ocurrió dibujar con la mano izquierda, y así mi mano tendría que ir más despacio que mi cabeza y mi emotividad. Iba a la Academia y dibujaba con la mano izquierda y me insultaban todos y me decían “tú eres un chulo, tú que dibujas tan bien, dibujando con la mano izquierda”. Nadie me entendía… Yo quería hacer intervenir todo el hombre en el arte».
¿Por qué empezó a dibujar con la mano izquierda? Para empobrecerse, para depauperar su pasmosa habilidad técnica y encontrarse así con algo más profundo y pleno que su propia habilidad le impedía encontrar. «Soy un hombre que trata de hacer lo que no sabe hacer. El arte está ligado a lo que no está hecho, a lo que todavía no creas. Es algo que está fuera de ti, que está más adelante y tú tienes que buscarlo». ¿Cómo? Situándose en la periferia para ver de otro modo; empobreciéndose para encontrar el tesoro.
Algo similar ocurrió con la obra literaria de Samuel Beckett. Fuera o no secretario de Joyce, sí es cierto que sintió una enorme admiración por él y por su obra. Además, Lucía, la hija de Joyce, se enamoró furiosamente de Beckett y esa pasión deterioró la relación entre ambos escritores. En todo caso, Beckett estaba abrumado por la riqueza expresiva de Joyce, por el enorme caudal de su léxico y el increíble acarreo de material verbal que contenía su obra. Había enriquecido el inglés hasta límites insospechados. Aplastado por la angustia de la influencia de Joyce, Beckett se dio cuenta de que, si quería escribir, debía seguir el camino opuesto al de su ídolo. Si este había agregado y agregado elementos al inglés, él tendría que elegir la vía de reducir, de sustraer, de eliminar. En definitiva, debía empobrecer su lengua, en lugar de enriquecerla. Y lo hizo hasta el extremo de renunciar a ella y empezar a escribir en francés. En esa lengua se sentía más torpe, más pobre, pero ese empobrecimiento le enriquecía como escritor. A través de la indigencia verbal conquistó la opulencia expresiva. Se convirtió en escritor empobreciendo su lengua. Renunciando a la lengua, conquistó la escritura.
Incluso alguien tan exuberante en su vida y en su obra como Mozart era consciente de la necesidad de la pobreza para el arte. Al menos, eso parece indicarnos Christian Bobin cuando recoge, en su Autoportrait au radiateur, lo que el compositor escribió a propósito de uno de sus conciertos: «Es brillante, pero le falta pobreza». ¿Qué quería decir Mozart con esa expresión? No podemos saberlo con precisión, pero quizá no estuviera muy lejos de lo que afirma Ana Blandiana cuando escribe que «la poesía no tiene que brillar; solo tiene que iluminar». La luz de la pobreza.
Pobreza, torpeza, renuncia, se nos presentan como ingredientes necesarios de la obra de arte. La pericia, el rigor técnico, la solemnidad, no bastan para alcanzar esa vibración de lo eterno que tirita en el arte verdadero. Hace falta una dosis de inocencia, un cierto grado de imperfección, incluso de torpeza para lograrlo. Así lo afirmaba Flannery O’Connor, cuando insistía en que se necesitaba un poco de ingenuidad o de estupidez para que se diera la auténtica obra de arte.
Más lejos va Ramón Gaya, quien considera imprescindible lo que él llama «ignorancia viva» para poder acercarse a la pintura, para poder verla en su verdad desnuda y propia. Así lo expresa en El sentimiento de la pintura:
«Ha faltado… la inocencia, una especie de ignorancia viva, positiva, limpia, esa ignorancia que es sin duda un último reducto de la sabiduría primera, es decir, de la única sabiduría existente, preexistente, anterior a todo; porque lo que viene después no es ya sabiduría, sino inteligencia activa, emprendedora, entendedora, industriosa. El hombre moderno ha envejecido tanto que apenas si recuerda algunos trazos de su ser original y le es ya muy difícil reconocer y escuchar esa voz rica de la ignorancia y, sin embargo, hoy sabemos que es indispensable para él, pues solo será un hombre vivo, es decir, actual, en la medida que pueda y sepa obedecer, ser fiel a esa voz de origen».
Tal vez la modestia sea una forma de pobreza. Puede que el más modesto de los pintores fuera Giorgio Morandi, que apenas abandonó su ciudad natal y nada quiso saber de la vida artística. Se consideraba un artesano que pintaba las cosas elementales de la vida, botellas, jarras, garrafas; objetos vulgares del día a día que son ascendidos por la luz de su pintura a una suerte de eternidad. Como las naturalezas muertas de Zurbarán o de Sánchez Cotán, las de Morandi redimen a los objetos, espiritualizan la materia. «Poeta de la materia», lo llamó Umberto Eco. De la materia pobre, debería haber añadido, de una materia tan pobre que parece soñada y al borde mismo de la insignificancia, casi a punto de desaparecer de nuestra atención. Morandi sorprende el momento justo en que la luz transforma esas cosas modestas y pinta su gloria de existir, de afirmar su ser en el mundo. Objetos modestos y un pincel al servicio del sueño: pobrezas fastuosas.
Con el material modesto de la vida diaria elabora Miguel d’Ors el oro bruñido de su poesía, sin más alquimia que la de su hondo oficio. Ya lo dijo en su día José Luis García Martín: «Miguel d’Ors es el mejor artesano de la poesía española contemporánea […] Y a la artesanía se le añade en los mejores momentos, que son los más, ese no sé qué de que hablaba Feijoo». Técnica depuradísima, pues, pero al servicio de la emoción y en procura de la sencillez. Los poemas de Miguel d’Ors tratan de todo, pero con clara preferencia por lo humilde y sencillo: un mirlo que canta de pronto en la tarde, un partido de fútbol «divino», una pizza cenada a solas, una simple pelusa o el propio poeta, con su nombre en minúscula. Poesía elaborada con lo de a diario; pero cómo se eleva lo de a diario hasta lo extraordinario. Basten un par de ejemplos. Leamos el poema «Media vida»:
En la cena
me sobra media pizza.
Qué sensación extraña.
Tras el cristal, la noche, el mar, agosto.
Qué tristeza:
me sobra media noche,
me sobra media luna
y medio mar: la parte
que te tocaba a ti de aquel nosotros.
Y me sobro y me falto medio yo
porque me faltas tú, mi media vida.
Aquí asistimos al milagro verbal de la transustanciación: la media pizza se convierte en añoranza de amor, y el aparente «arte menor» se transforma en poesía mayor.
Y lo mismo podemos decir del poema «Avecedario», que consigno aquí:
La golondrina, aguzada
como un flechazo de Amor;
el mirlo madrugador,
gayarre de la enramada;
la tórtola que, enlutada,
borbota su desconsuelo
en Fontefrida; el mochuelo
dando ejemplo de atención.
Y los gorriones, que son
la calderilla del cielo.
Pizzas, gorriones: la materia humilde que, como un Midas del verso, Miguel d’Ors transmuta en oro. A nadie como él encajarían aquellas palabras de Hölderlin: «Nadie, sin alas, es capaz de atrapar lo que está cerca». Miguel d’Ors tiene alas que le permiten atrapar lo pequeño, lo que está cerca, para llevárselo con él y remontarlo hasta el cielo. Ciertas pobrezas hay que merecerlas.
«Hubo un tiempo en que mis únicas/ pasiones eran la pobreza y la lluvia», escribe Antonio Gamoneda en su Libro del frío. Quizá nadie haya indagado tanto como él en lo que ha llamado la cultura de la pobreza. La pobreza, entendida como indigencia material pero también y sobre todo como una suerte de impronta espiritual, ha estado tan íntimamente ligada a su vida y a su obra, que al titular el segundo tomo de sus memorias no encontró sintagma más preciso que el que la preside: La pobreza. Sobre esa «cultura de la pobreza» ha reflexionado con frecuencia Gamoneda, pero quizá sea en el discurso que pronunció con motivo de la concesión del Premio Cervantes donde con más precisión desarrolla ese concepto:
«Pronto se me depara la evidencia de algo que, más que cualquiera otra circunstancia o razón, ha condicionado a una y a otra, a mi vida y a mi escritura. Hablo de la pobreza.
¿Deberé entender que existe y se valora una cultura que se genera precisamente en el interior de la necesidad y del cansancio y que conlleva rasgos de tipicidad, a la vez que existe y predomina una cultura que se desprende en modo natural de células familiares o sociales afortunadas, una cultura, esta segunda, que lleva consigo bibliotecas selectas, estudios avanzados y conocimiento numeroso de idiomas, pongo por ejemplo?
Porque yo vengo de la penuria y del trabajo alienante. Mis fuentes, en lo que concierne al saber, a la vigilia de la sensibilidad y al acendramiento de la conciencia, son, permítaseme decirlo crudamente, de baja extracción.
Tengo que pensar que sí, que existe un estado pasional del pensamiento nacido en la pobreza y servido por el infortunio; un algo que, de aquí en adelante, nombraré diciendo simplemente cultura de la pobreza, y que esta cultura es, de algún modo, diferenciable de la que prospera a partir de una situación privilegiada.».
A esa cultura de la pobreza se adscriben autores como Cervantes, san Juan de la Cruz o César Vallejo y, por supuesto, el propio Gamoneda. ¿Y qué distingue a esos poetas de la pobreza? Gamoneda lo dice con rotundidad: un lenguaje distinto, «un lenguaje poética y semánticamente subversivo», distinto y distante del lenguaje normalizado de otros poetas que se han solidarizado con, pero no han vivido en la pobreza. Pobreza que da, pues, pobreza que enriquece, que dota al lenguaje de un indómito fondo de insumisión.
No puedo cerrar estas líneas sin albergar en ellas el nombre de otro insumiso. Me refiero a Tomás Sánchez Santiago. Es el poeta de la inadvertencia. A él le ha correspondido la hermosa tarea de rescatar con la palabra aquello que no vemos, lo abandonado, lo eternamente preterido; todo aquello a cuyo lado pasamos sin siquiera advertirlo. Unos calcetines tendidos, un hierbajo que crece tenaz entre el adoquinado, la luz de una naranja en el frutero. Lo que está sin estar. Lo que es sin ser. Lo inadvertido. Ese es el pobre material con que trabaja Tomás Sánchez Santiago. La belleza de lo pequeño es el significativo título de su último libro. De él, abierto al azar, entresaco este ejemplo:
«Entra en casa la pequeña majestad del tomillo de san Juan. Su discreta y soñolienta luz verdosa y su esponjoso botón de felpa quieta bastan para remover el orden. Es el peligro de lo simple. La mano agradece rozarlo de vez en cuando sin más, solo para llevarse ese olor entre los dedos y dejarlo temblando en el aire de la cocina. Y con el olor se meten a la vez en la despensa oscura del corazón el campo y la infancia y la salmodia tajante que ocupa la vida por un día en aquella ciudad de pulso pequeño y adormilado».
Pobreza, sí, pero llena de gratitud hacia la hermosura del mundo. «Pobreza ilustre», por recordar la expresión de Juan Gil-Albert. Pobrezas fastuosas, como aquella de Camus, que nos recuerdan que el arte no es un objeto de estudio ni una pose ante el mundo, sino una manera de vivir: la de quien sabe que no hay pobreza que no tenga algo que ofrecer.

Fernando Villamía Ugarte es catedrático de instituto de Lengua y Literatura Españolas y escritor. Aunque la mayor parte de su producción se ciñe al relato corto, también cultiva la novela. Ha obtenido numerosos premios literarios. Entre los más destacados, en lo que al ámbito del relato se refiere, cabría mencionar algunos como el XXX Concurso Hucha de Oro (2002), el Premio Gabriel Miró (2008), el Premio Internacional de Cuentos Max Aub (2013), el Internacional de Relato Corto Encarna León (2013), el Tierra de Monegros (2014), el de Relatos Antonio Segado del Olmo-Villa de Mazarrón (2015) o el Internacional de Relato Fernández Lema (2018). Buena parte de sus relatos se encuentran recogidos en el libro El sistema métrico del alma (Trea, 2019). Más recientemente, su libro de relatos Dioses de quince años (2022) ha obtenido el 56.º Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián. En el ámbito de la novela, ha publicado Judith y Holofernes (2008) y El cuento de la vida (2016). Es miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en la Biblioteca Pública de Zamora.
Hay varios errores en el artículo.
“Camus nació y vivió su infancia y adolescencia en Orán.”
Camus nació en Moldovi (hoy Dréan) y vivió su infancia y adolescencia en Argel.
“Él salió adelante gracias al impulso de su maestro Jean Grenier, a quien recordaría con emoción al recibir el Premio Nobel de Literatura.”
El maestro que tanta influencia tuvo en su porvenir y al que Camus dedicó su discurso del Premio Nobel fue Louis Germain. Unos días depués de haber ganado ese premio Camus le escribe una carta que es una de las más bellas escritas en el siglo XX.
“19 novembre 1957
Cher Monsieur Germain, J’ai laissé s’éteindre un peu le bruit qui m’a entouré tous ces jours-ci avant de venir vous parler un peu de tout mon cœur. On vient de me faire un bien trop grand honneur, que je n’ai ni recherché ni sollicité. Mais quand j’ai appris la nouvelle, ma première pensée, après ma mère, a été pour vous. Sans vous, sans cette main affectueuse que vous avez tendue au petit enfant pauvre que j’étais, sans votre enseignement, et votre exemple, rien de tout cela ne serait arrivé. Je ne me fais pas un monde de cette sorte d’honneur. Mais celui-là est du moins une occasion pour vous dire ce que vous avez été, et êtes toujours pour moi, et pour vous assurer que vos efforts, votre travail et le cœur généreux que vous y mettiez sont toujours vivants chez un de vos petits écoliers qui, malgré l’âge, n’a pas cessé d’être votre reconnaissant élève. Je vous embrasse, de toutes mes forces.”
Jean Grenier fue el profesor de filosofía de Camus en Argel durante un año cuando Camus tenía 17. Y luego sería uno de sus mejores amigos ya en París.
“en medio de esas penalidades, Camus se sentía bendecido por la luz, ungido por el sol y santificado por el mar. Cuando se desplazó a Francia y perdió el milagro de la luz…”
Cuando se desplazó a la Francia metropolitana, porque Argelia, durante la infancia y la adolescencia de Camus, era Francia.
Tienes razón, Agustín. Gracias por las precisiones. Lo de Grenier ha sido un lapsus. Pero en los demás datos me he fiado de mi propia memoria – claramente fallida – y no he comprobado las datos. Un error.