Poéticas

El corazón del claroscuro

Miguel Ruiz Martínez fue un poeta de la antinomia, que, como prescribiera Marcel Proust, defendía la lengua atacándola, llevándola al límite, pero sin llegar a provocar la explosión de sus códigos. Con motivo de la publicación de una 'Poesía reunida' del vate de Redován, publicamos el prólogo de José Luis Zerón Huguet y una selección de poemas.

/ por José Luis Zerón Huguet /

Poco antes del estado de alarma creado por la pandemia coronavírica se presentó en Orihuela la edición del volumen El corazón del claroscuro: poesía reunida de Miguel Ruiz Martínez, el poeta de Redován que murió a los 51 años de edad en 2009; edición coordinada por Ada Soriano, José Manuel Ramón, José María Piñeiro y José Luis Zerón y realizada por la Fundación Cultural Miguel Hernández.

Como dicen los cuatro coordinadores del libro en la nota de introducción, «la edición obedece al deseo de ver reunida en un solo volumen toda la obra poética de Miguel Ruiz Martínez. Nos referimos a sus seis primeros poemarios, dejando al margen para una deseable y futura edición más exhaustiva y crítica, académica incluso, los demás poemas publicados en revistas varias (unos pertenecientes a alguno de sus libros, otros desechados o reescritos). A los libros publicados en su día hay que añadir los dos últimos libros inéditos que el poeta dejara encomendados y que, en una suerte de publicación no venal, y sin depósito legal, el Ayuntamiento de Redován sacara a la luz el año pasado. En este sentido, ciertamente, y para la mayoría de lectores pasarán por verdaderos inéditos».

Seguidamente, publicamos el prólogo de a esta edición escrito por José Luis Zerón y una muestra de poemas de Miguel Ruiz.


Prólogo

Para Manuela Ruiz Martínez, con mi gratitud.

Conocí a Miguel Ruiz en la primavera de 1987. Andaba yo entonces aplicado en la tarea de consolidar la revista Empireuma, aunque deambulaba confuso por derivas poéticas y lecturas compulsivas y desordenadas. Cada número de la revista era una epifanía que impulsaba a seguir adelante a todos los que formábamos el grupo editor de la misma. Eran tiempos de lecturas compartidas, de interminables tertulias y enriquecedores debates. Habíamos oído hablar del poeta de Redován, lo teníamos en nuestra lista de futuros colaboradores y queríamos conocerlo. La ocasión no tardó en llegar. El encuentro inaugural aconteció de la forma siguiente: Ada Soriano, que entonces era mi novia y ni que decir tiene que formaba parte de la fraternidad empireumática, consiguió, no recuerdo cómo, un ejemplar de Llora el velo mortal (Colección Sinhaya, Alicante, 1986), el primer libro de Miguel Ruiz, cuya lectura nos sorprendió gratamente. Nos deslumbró y emocionó la musicalidad de aquellos versos intensos y el barroquismo de las imágenes. Hoy, si lo comparamos con otros libros del autor, Llora el velo mortal parece algo afectado por una impostación romántica, pero en aquel entonces nos pareció novedoso.

A modo de presentación, Ada y yo escribimos una reseña acompañada de dos poemas del libro y la publicamos en el número 8 de la revista Empireuma. Miguel supo del modesto homenaje que le habíamos dedicado y un sábado de abril, por la mañana, se presentó en casa de mis padres. Yo estaba sorprendido y él reiteraba su agradecimiento una y otra vez al mismo tiempo que elogiaba a Empireuma. Recuerdo, y lo digo sin prejuicios, que me chocó encontrarme con un poeta muy llano, que no ocultaba su seseo y empleaba profusamente palabras y giros del habla local. Había en su físico una curiosa mezcla del estereotipo de poeta romántico (sobre todo en su rostro anguloso de ojos grandes y profundos y su cabello alborotado) y la imagen de un obrero que acabara de salir del tajo. La impronta de su oficio de agricultor era visible en la piel curtida, en las manos recias y en los ademanes ligeramente toscos.

Miguel Ruiz Martínez

Ya en el primer encuentro me cautivó su capacidad de asombro —que no tiene nada que ver con la idiotez ni con el patetismo—; ese estado especial que podemos llamar poético. Después de los tanteos, Miguel, nervioso, casi hiperactivo, no paraba de proporcionarme ideas para el futuro de la revista Empireuma al mismo tiempo que me transmitía sus preferencias poéticas y me preguntaba cuáles eran las mías.

Miguel mantenía firmes convicciones y un animoso entusiasmo a pesar de sus inseguridades, de sus urgencias interiores, de su continua lucha con el lenguaje y con el alcohol. Destacaba por sus amplios conocimientos literarios y filosóficos, pero no estaba contaminado por la cultura. Nunca resultaba pedante, aunque acostumbrara a adornar su discurso con citas y sentencias.

Al día siguiente, casi todos los componentes de lo que entonces se conocía como Grupo Empireuma nos reunimos con Miguel en un pub de una calle céntrica de Orihuela. Allí hablamos durante horas de literatura y nos cautivó su visión esencialista de la poesía.

Después se sucedieron las visitas de Miguel a Orihuela, y a veces nosotros nos acercábamos a Redován. Miguel nos propuso en uno de aquellos encuentros la presentación del número 10 de Empireuma en su pueblo. Aceptamos y él lo preparó todo. Recuerdo con claridad el acto, aunque no el lugar donde se celebró ni la fecha exacta, y no he podido consultar el programa impreso porque lo extravié. Miguel realizó una presentación muy generosa y acertada, aunque era un manojo de nervios. Recuerdo la presencia de otros amigos ya desaparecidos: el pintor Anselmo Mateo y el escritor Santiago Lloret Gambín.

Semanas después, Miguel nos organizó una presentación del mismo número en el Ateneo de Alicante aprovechando su amistad con los poetas Vicente Mojica y Manuel Molina. Este último realizó la introducción e intervinimos José Manuel Ramón y yo como portavoces de la revista Empireuma. El acto se llevó a cabo el 10 de noviembre de 1987. Aquella noche conocimos a los escritores alicantinos José Luis Ferris, José Antonio Ferrándiz Lozano, José Antonio Moreno y Alberto Mercader; también a Roger Wolfe, que entonces vivía en Alicante.

Entre caídas en el infierno del alcohol y renacimientos, Miguel reforzaba sus vínculos con Empireuma e iba forjando una poética poderosa e inclaudicante.

En 1991, Antonio Gracia publicó el segundo libro de Miguel, Ladera de tu hondo, en la célebre colección Indicios del Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, una profunda meditación lírica sobre el alma y la muerte cercana al Dei sepolcri de Ugo Foscolo, al Cementerio marino de Paul Valéry y a la Divina psiquis de Rubén Darío. El escenario de los poemas es el cementerio de Redován, enclavado al pie de la falda de la sierra. El autor tributaba a sus muertos un emotivo y profundo homenaje. A pesar del tono elegiaco y la sensación de desamparo que transmite el conjunto (estructurado con un extenso poema de casi trescientos versos, seguido de cuatro más breves) hay también un intenso latido de vida. La relación fecundidad-muerte es una constante en la obra de Miguel Ruiz. (Con el paso de los años Miguel fue cuestionando su primer libro porque, según decía, no se había nutrido de la inteligencia totalizadora, de la envergadura humana, de la pureza que él exigía al poema.)

Ladera de tu hondo inicia la poética de Miguel Ruiz, constituida por lo que él llamaba retoricismo rupturista (una suerte de hermetismo lírico de una grave hermosura en la que se aúnan barroquismo, romanticismo, simbolismo y trascendentalismo). El poeta de Redován crea una sensación paradójica de claustrofobia liberadora sin emplear un solo verso libre, abusando incluso de la rima y de la ordenación estrófica, pero violentando la sintaxis y aportando un aquelarre semántico donde las palabras se acoplan, se retuercen y se desnudan, sin renunciar a su deber de eficacia. Se trata de una apuesta a favor de la polisemia y la inestabilidad de los significados y de un dibujo sonoro elaborado a base de paranomasias, ecolalias, aliteraciones, anáforas y recurrencias. Para ello, no dudó en llevar el lenguaje al límite, pero sin llegar a fracturarlo. Escribió Marcel Proust que la única forma de defender la lengua es atacándola, y Miguel Ruiz entra en conflicto con el lenguaje para dotarlo de una función afirmativa y revitalizadora; lo lleva al límite, pero sin llegar a provocar la explosión de sus códigos. Ladera de tu hondo aglutina y refunde antinomias como tradición y vanguardia, cultura y naturaleza, ocultación y desvelamiento, emoción y conceptualismo… Turbia transparencia la de este libro que inauguraba un código moral y estético al que su autor siempre sería fiel.

Recuerdo que Miguel se sintió muy vacío después de este libro y creyó que había perdido la palabra. La poesía es peligrosa por su carga de fatalidad y te puede hacer víctima de sus exigencias. Al poco tiempo, sufrió una de sus caídas etílicas, pero no perdimos el contacto. Me escribía en un estado que oscilaba entre la euforia y la depresión. De cuando en cuando nos visitaba a Ada y a mí, ya instalados en nuestro propio piso. Cuando podía, Miguel colaboraba en Empireuma y La Lucerna y asistía —no siempre en un buen estado físico y anímico— a los actos culturales que organizábamos. Fueron tiempos de experiencias y proyectos literarios y vitales compartidos que iban hermanándonos a poetas y artistas. Fueron años, sobre todo la década de mil novecientos noventa, de gozosa actividad y entusiasmo creativo.

Nuestro amigo se presentó en mi casa una tarde de agosto de 1997. Tenía una urgencia: publicar su nuevo poemario con el sello de Ediciones Empireuma, pero costeado por él mismo, ya que entonces andábamos muy escasos de fondos como para acometer la edición de un libro. Miguel quería que la impresión se hiciera lo antes posible. Accedimos gustosos y el libro salió en septiembre con el título En tu punta lugar. Fue despachado en algunos suplementos literarios y revistas con los tópicos y lugares comunes de la crítica.  Además, el libro no gustó a algunos amigos del autor. Les pareció demasiado áspero y hermético. Esta incomprensión dañó anímicamente a Miguel y yo lo entendí porque estaba de su parte.

En tu punta lugar abre pasadizos que conectan el habla popular y el lenguaje culto, oscuro y difícil. Conviven palabras y giros del habla local —que por arte y magia del poeta cobran un remoto encanto— con arcaísmos, cultismos y palabras polisémicas. La virtud poética de este libro está ligada al enrarecimiento del sentido y al uso asintáctico. Se trata de una poesía conceptista ya muy lejos de la fábrica verbal de Llora el velo mortal. Le dije a Miguel que En tu punta lugar me llevaba a César Vallejo, a Juan Gelman y a Paul Celan, y él frunció el ceño y me respondió que no estaba seguro de que estos tres autores, que él conocía bien, estuvieran presentes en su libro. En cambio, sí reconoció que al escribirlo había releído a tres poetas y un filósofo que pudieran haberle influido: René Char, José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna y Martin Heidegger; pero añadió que no creía que «hubiera orientación epigonal». Y en efecto, tenía razón. En tu punta lugar no es un libro epigonal, ya que sus referentes literarios no son muy evidentes. Es un libro sustanciado creacionalmente en la palabra que busca la «sibilina claridad de la sugerencia» —que diría el propio Miguel— y en la huerta de Redován. El paisaje que él veía, escuchaba, olía, tocaba y saboreaba a diario en sus paseos por la huerta o en sus tareas agrícolas; un paisaje real y asumido que le ofreció cobijo contra el desamparo y la intemperie.

Este libro reforzó la poética de afirmación de la vida en la propia tierra desde la que canta el poeta; una poética que nada tiene que ver con las adherencias terruñeras ni con las mixtificaciones telúrico-cósmicas a que son tan proclives los epígonos de Neruda y Miguel Hernández, por ejemplo, si bien Miguel Ruiz siempre se reconoció un admirador incondicional de su tocayo oriolano. El paisaje, tan real y reconocible, al mismo tiempo se nos aparece sugestivo, misterioso, transformado en un sujeto extraordinario. Miguel se sumó con En tu punta lugar a la nómina de poetas cuyo periplo existencial acontece en una pequeña porción de tierra, lo que llamarían los esoteristas un lugar de poder. Miguel no necesitaba viajar para vislumbrar lo universal. La mirada del poeta no trató de saltar más allá de los horizontes que le ofrecía su Arcadia. Al contrario, se detuvo en cada uno de sus rincones, analizó lo maravilloso que se manifiesta en las prodigiosas variaciones cotidianas de la naturaleza que había sobrevivido a la voracidad urbanística. El misterio poético radical de Miguel Ruiz, el alma de su canto, se encuentra en su tierra, en el paisaje de Redován. No me resisto a reproducir unas líneas de una carta que Miguel me envió el 14 de junio de 1996, pues creo que resumen lo que quiero decir:

«Me voy a regar la tierra sedienta que me quita la sed. Cuando a eso de las nueve de la tarde miro hacia la esfinge de Orihuela y hacia la pirámide de Redován desde este copo de nuestros predios, me entran muchas veces ganas de arrodillarme, extirparme la carne de la música que todavía me queda y no parar de llorar de alegría […] La verdadera patria la tenemos aquí (la patria verdadera), sólo los adocenados del culturalismo “conocerista” la buscan en otros sitios con esa especie de avidez que para mí constituye la adoración de existencia más contraria a la de la auténtica ambición de este solitario amigo».

En el año 2000 Miguel Ruiz y Ada Soriano compartieron un pliego de la colección Alimentando lluvias, que dirigía Antonio Gracia desde Alicante. El tres de octubre los dos poetas leyeron los poemas del pliego en los salones de la CAM de Alicante. La víspera se presentó Miguel en nuestra casa por la noche. Nos confesó que estaba muy nervioso y no cesaba de darle vueltas a lo que iba a decir durante el recital. Ada le dio ánimos y le dijo que ella se sentía tranquila compartiendo pliego y acto con él. Yo también participé en la labor de infundir ánimos a nuestro preocupado amigo, y al final acabamos conversando y riéndonos hasta las tantas de la madrugada.

Miguel publicó en Alimentando lluvias un poema titulado «Elegía», cuyo original era más extenso. Aconsejado por Antonio Gracia, lo redujo introduciendo algunos cambios que, en mi opinión, dotaban al poema de mayor sobriedad y carga elíptica, pero le restaban intensidad. Miguel lo llamaba el tijeretazo ezrapoundiano en alusión a la labor de poda que Ezra Pound realizó en el poema La tierra baldía de Eliot, y se sentía confuso —y a veces irritado consigo mismo— por haber cedido a los consejos de su amigo y editor.

Seguimos viéndonos después de aquel acto, aunque con menor frecuencia. Miguel se aisló cada vez más. La última vez que hablé con él fue en Redován, en un invierno de 2004, y estuvo distante y poco locuaz. Él, que siempre había celebrado mi poesía, especialmente mi primer libro, con el que se sentía afín, criticó unos poemas míos inéditos que yo le había mandado por carta con un lacónico: «He visto que empiezas a escribir una poesía más realista».

Cuatro años más tarde, Antonio Gracia me dijo que Miguel tenía cáncer y que le quedaba poco tiempo de vida a nuestro común amigo. No me lo podía creer. Me costó asimilarlo. Miguel no quería que los amigos lo viéramos enfermo. A pesar de todo, yo le escribí varias cartas sin obtener respuesta e intenté visitarlo un par de veces, pero no lo hallé en su casa ni en ninguno de los lugares que él frecuentaba. Como no tenía teléfono ni correo electrónico —ni siquiera un ordenador—, era muy difícil dar con él y el tiempo corrió muy deprisa.

Pepe Aledo me comunicó la noticia del fallecimiento de nuestro común amigo el 16 de marzo de 2009. No supe qué decir, pero me dolió mucho la pérdida. Desde aquel día he sentido una gran tristeza por no haber podido verlo en los últimos años de su vida, y me he preguntado una y otra vez cuál pudo ser el motivo de nuestro distanciamiento. Nunca lo sabré, y no creo que a estas alturas tenga alguna importancia.

Semanas después del fallecimiento de Miguel, su hermana Manuela me hizo llegar a través de una amiga común los originales de dos poemarios inéditos de Miguel: Boria de la heredad y La peña en que me amparo. Estaban sin fechar, debidamente encuadernados por separado y mecanografiados con máquina de escribir. Creo que está muy claro que, aunque ambos poemarios están muy próximos en forma y estilo y podrían constituir un solo cuerpo estructurado en dos partes, Miguel quería que se leyeran como dos poemarios independientes, y así los publicamos en este libro. Lo que no puedo saber es si son anteriores o posteriores a En tu punta lugar o fueron escritos por la misma época. El poema «Elegía», publicado por Antonio Gracia en Alimentando lluvias, está incluido en La peña en que me amparo, y aparece en toda su extensión original con el título «Elegía intermedia», acompañado de una breve nota dedicada a José Antonio Ruiz Martínez, destinatario del poema. Es decir, aparece tal como en realidad le habría gustado a su autor que se hubiera publicado. La presencia de la «Elegía intermedia» y de dos poemas que Miguel me envió por carta en 1998 me hace pensar que La peña en que me amparo puede ser inmediatamente posterior a En tu punta lugar. Pero no encuentro indicio alguno para poder fechar Boria de la heredad. Dejo estas consideraciones para filólogos curtidos en empresas detectivescas, que ojalá algún día se ocupen de la obra de Miguel Ruiz, pues no hay espacio para abundar más en este tema ni creo que sea este el cometido de un prólogo. Sólo añadiré que nada en estos poemarios hace pensar que Miguel estuviera abriendo una nueva etapa en su poesía.

Reconocemos el idiolecto propio del autor, si bien la dicción es ahora más serena y elíptica. Se repiten las formas y contenidos que caracterizan su poética: el sentimiento de orfandad y el diálogo con los seres queridos que se le han ido; la sensualidad cosida a las ruinas del edén perdido; el sentimiento de culpa por las tumultuosas recaídas en la bebida (la palabra alcohol aparece en varios poemas); el itinerar poético en el paisaje real (el autor menciona algunos topónimos de la sierra de Redován), único asidero entre tanto derrumbe; el ir más allá deteniéndose en lo mínimo; la unión de la creación y la destrucción de Eros y Tánatos a través del oxímoron; la paradoja y el uso moderado de efectos musicales que adquieren, en ocasiones, aire de canción y otras de plegaria o salmo; la habilidad del poeta para pasar de la abstracción a la órbita de la cotidianeidad —pero sin incursiones en el lenguaje coloquial— y de fusionar en una misma imagen lo abstracto y lo material; el uso de estrofas clásicas y del verso libre; la ausencia de ironía o cualquier otro efecto distanciador; la intuición contra la esclerosis de la costumbre; el elogio de la vida retirada que no renuncia a una contemplación activa; la tendencia a fusionar palabras y el empleo de cultismos y localismos; las retorcidas estructuras sintácticas al borde del anacoluto o el esguince gramatical; las licencias ortográficas; el ritmo unas veces como de vuelo y otras agónico…

Hay en estos poemas misteriosas oscuridades y fogonazos, una fuerza fúnebre y vital que ejerce una fascinación en el lector más allá de lo explicable. La intensidad de las imágenes insólitas, tan exclusivas del autor, el lenguaje fuerte que no por ello renuncia a la ternura e incluso a la dulzura, el ritmo penetrante, unas veces sutil, otras áspero y sincopado (cuando el autor recitaba sus propios poemas se hacía más evidente la musicalidad de sus versos) demuestran que Miguel Ruiz, a pesar de sus derivas y su dolorido sentir, creyó fervorosamente en la poesía y supo escuchar la palabra para crear una obra de vigorosa originalidad. Aunque la soledad y el dolor se esconden o transitan tanto En la peña en que me amparo como en Boria de la heredad, no son pocos los poemas que aluden a la plenitud del ser y a la condición salvífica del paisaje y de la poesía. Como diría el propio autor, se trata de «un enorme sí, una rabiosa santificación de lo más palpablemente visible e invisible».

Cuando conocimos la existencia de estos libros inéditos intentamos desde Empireuma la publicación de los mismos, pero debido a un cúmulo de circunstancias aciagas que me ocuparía mucho espacio contar, la edición que preparó A.C. Ediciones Empireuma y que iba a patrocinar el Ayuntamiento de Redován en 2011 se truncó en el último momento por causas ajenas a nosotros. Decepcionados, decidimos esperar un tiempo para pensar nuevas alternativas de edición; pero estas no llegaban. Hace tres o cuatro años —no recuerdo la fecha exacta— decidimos volver a intentar la publicación de Boria de la Heredad y En la pña que me amparo, pero José Manuel Ramón, con buen criterio, nos convenció de la posibilidad de publicar un volumen que reuniera todos los poemarios de Miguel Ruiz, incluidos los dos inéditos hasta entonces. Era importante publicar la obra inédita de Miguel, pero también rescatar sus libros, que estaban descatalogados. En febrero del 2018, cuando Ada, José Manuel, José María y yo estábamos preparando este volumen, la concejalía del Ayuntamiento de Redován publicó los dos poemarios inéditos de Miguel Ruiz en un escueto librito de 48 páginas, sin depósito legal ni ISBN y con una distribución de alcance local.

Antonio Colinas afirmaba en un artículo reciente que el poeta actual parece haber renunciado a la intensidad. Es cierto. Pero precisamente la intensidad es uno de los atributos más destacados de la obra de Miguel Ruiz. Su poesía queda muy lejos del prosaísmo y la futilidad realista, comprometida de lleno en la tarea de lo inexpresable. Como dice José María Piñeiro en una lúcida entrada en el blog Micropoesía Empireuma, titulada «Las lágrimas del velo mortal», Miguel «es un lírico en estado puro sin concesiones narrativas. La anécdota —la relación amorosa fugaz— se integraba en el orbe de la palabra como un material que ratificase el ardor de un sentimiento universal». Que yo sepa sólo publicó un texto en prosa como introducción a su libro En tu punta lugar (podemos encontrar una versión ampliada en el número 46 de La Lucerna) y el texto que leyó en la presentación de Ladera de tu hondo, aunque me consta que escribía un diario —no sé si de forma continuada— porque en alguna ocasión me mandó varios fragmentos del mismo que podrían pasar por poemas en prosa. Como otros poetas raros que he conocido (estoy pensando en Jorge Cuña y Carlos Oroza), Miguel vivió la poesía como una entrega incondicional aun a sabiendas de que corría el peligro de quedar atrapado por el canto, como diría su admirado Hölderlin. Y así ocurrió en cierto modo.

Resulta tentador considerar a Miguel un poeta en estado de gracia que vivía ajeno a cualquier aspiración cultural o literaria orgulloso de su marginalidad. Aunque escribiera a golpes de revelación, sometía a la inteligencia los hallazgos intuitivos. Su lírica aúna imagen, reflexión y evocación. Como he dicho antes, Miguel conocía a fondo la tradición áurea, el romanticismo, el simbolismo y la poesía del siglo XX, y era muy meticuloso a la hora de estructurar un conjunto de poemas. Otro de los objetivos de este libro es dar a conocer el significado estructural de sus poemas, el perfecto y meditado ensamblaje de los mismos de manera que el lector pueda apreciar el verdadero valor de una summa textual pensada como obra.

Desde luego, su malditismo no fue deliberado. Miguel se lamentaba de sus fracasos amorosos y no por sentirse herido en su orgullo, sino por la necesidad de encontrar una pareja. A mí me confesó varias veces que le habría gustado tener hijos. También buscaba un prestigio como poeta y por eso se presentó a algunos concursos de poesía con escasa fortuna. Pese a sus arrebatos críticos contra los poetas afamados y su rechazo a las corrientes realistas y narrativas, reclamaba para su poética insobornable un legítimo reconocimiento. Su extrema humildad no estaba reñida con su magnífica ambición. Por lo menos así fue hasta que se desengañó en los últimos años de su vida.

Somos el deseo de ser y Miguel no era una excepción; él escribía para gritar que deseaba ser. Por lo tanto, cometeríamos un error atrapando su obra en el cliché romántico del poeta indómito, salvaje, autodestructivo, ya que nos alejaríamos de la realidad para entrar en el terreno del mito.

Sólo me queda agradecer a Aitor Larrabide, director de la Fundación Miguel Hernández, el patrocinio de este libro —el mejor homenaje que se le puede hacer al autor—, y a Pepe Aledo, la ilustración de la portada y su entrega constante y generosa a Empireuma. Vaya también mi agradecimiento a los hermanos de Miguel Ruiz Martínez por permitir y apoyar esta edición, y en especial a Manuela Ruiz Martínez, que me hizo llegar los originales de los dos libros que Miguel dejó preparados para su publicación antes de su fallecimiento.


Poemas de Miguel Ruiz

Jardín

Dame, cuerpo,
tu hincarte en mí hasta hundirnos
en la futura noche antigua
de crímenes y sombras
destejiendo sus hilos de jazmines en agua,
aliviando su atroz impotencia en el agua,
helando sus estrellas encendidas en agua.

Dame, cuerpo,
mi hincarme en ti hasta hundirte
en mi cuerpo adentrándose
en la arcilla parada de tu sangre,
en la arcilla parada de mi sangre:
en la sangre que sólo siente al mundo
mientras al cielo inmola sus miradas de niebla.

Dame, cuerpo, tu cuerpo,
para quebrarlo con mi cuerpo
en un vacío lleno de ternura
de inmortal corazón siempre lleno, vacío,
siempre vacío, lleno,
siempre lleno, vacío…,
como aire y como pájaros
devorando lo móvil de su vuelo.

Sí, sí, la belleza es verdad
y también es verdad su sed
humana en el amor del hombre:

¡el soplo de la yerba sueña estatuas!

Sensación

(Ante la tierra de unos cuerpos jóvenes)

Habla su voz callada
desde la tierra de un callado amante.

(Autor)

Ya junto………………«il petto
dove la due nature son consorti».

(Dante)

Arena como de mar,
arena como de desierto,
arena como de desierto de mar,
de mar desierto;
arena tan real como este
sol casi sin memoria;
arena conteniéndose en este respirar,
inundando la piel de barro y agua y barro
en la imagen perfecta de la sed:
                                                    la más pura
encarnación de tu beso
más perdido, soledad:
                                      humedad ósea
de la luz, luz de nadie, luz de todos, luz, luz
ya de dos para estas hojas
ilusorias que ahora cubren
la piedra, la noche, el viento
de un corazón al fin inteligente.

El viento, fuera, erige
buganvillas, cipreses y un cuerpo que contempla,
un cuerpo que anda detenido,
un poco olvidadizo de su andar y del viento.

Una verdad incendia la ficción de estas flores
y el mediodía sigue ajeno a esa nube
diminuta y morada que lo surca
de pronto como un símbolo del amor.

Amor de los amantes,
que en la vid como raíces de sordos horizontes
que intuían tras el beso de las lágrimas,
tras apagar la sábana
de su sudor en el umbral
silvestre del sudor (la levedad
de un silencio sin filos),
creían, con pulsión
de belleza,
                   con sus pulsos
estriados como espuma por hormigas,

dulcemente engañarse,
dulcemente engañarse,
dulcemente engañarse.

(De Llora el velo mortal)

Frontera

(Crepúsculo frente a la pinada del cementerio)

¡Ya nada más que este
apetecer con todo
la escueta desnudez de tus encubrimientos:
jaspes de un vino que se duerme
en fervor despertándo—
se apresada presencia de un fluir!…

Mineral escondido
en lo sereno de la maravilla,
en el cielo del brote:
                                   luna
con los ojos cerrados,
pétalos negros de los pinos,
fiebre de briznas blancas en la carne.

La espesura me hunde,
sedosidad que trae y se lleva lo improbable,
irisaciones rotas
en insectos con párpados de ardor:
¡aún invención de tu invención, contemplarte
en ti misma palparme con mis tientas
la muerte de mis muertos en tu viento!…

—Pero la tarde va dejando sílabas
heladamente enamoradas,
inacabadas para el pobre…

(De Ladera de tu hondo)

Sexta

«…barro abrasado…:

…artífice sereno de la curación…»

(Píndaro)

Empiezo ya a beber
en estos rezumantes odres
que trasiegan cochuras de barbechos
difuminados como el mediodía

como mi alma más individual
el interior ungüento que el otoño
tallará con sus ramas
acaparando incluso casi con material codicia

la intimidad de su ciencia la nueva forma de beber
que rozará mi corazón
hasta que las imágenes de la voluntad

a las que estamos encadenados en su extrañeza briznen
desoladoramente esperanzadas
tïempo que las llene de sentido.

3, julio, 96.

(De Prosas Finas)

Eunoe

A la que no aceptó

Hisopos goteando dualidad
orilla de una arteria en que se aroma
la asperjáda nóche de las cáñas
la música los muertos

por ti que me ranciabas mohos de mi astrosidad
con dolor que reniega rajar sus corvas en estancias
purificadas desde el resentir
y te creías hurtar
sorbiéndome segura
allí en el extravío
azul de un holocausto de incïensos de arenas melodiosas
en mi vino la engullición precisa
de mi hacer mi agua barro vendaflordeaguabarro
por ti llego hasta el borde
de la yerba que monda en su blancor
émbolos de mirada y mueve con mi pulso
en ti lo que no vemos ni escuchamos

velar edificando ineficacia
apuraré heridas que no eras
y te deslizaré
corazón de la luz
cogollo de la noche
de nuestra agua más dulce
la música los muertos.

(De En tu Punta lugar)

Adviento

Te ofrezco la horcadura
de mis brazos alzados el primer
frío de las cada vez más cortas las tardes aún por venir,
que empiezan ya, ahora, para hartar a este aquí de tiempo,

a anunciar su aparición:

enturbia, trasluciente
cielo de las cosas,
el agua muerta de mi ser.

Provisión

Ungüento de qué mundo
el sol atravesando,
con un helor de entrañabilidad,
la cisca, zarzas y granados bordes
de estas bardas de cañas que atesoran
el montón de ceniza de una lumbre reciente
y el de escombros de piedras
y aljezones de una casa…,
ante los claros,
ya con agrillo, de un huerto a punto
de oscurecerse de humedad
y de encenderse en mi oración:
«¡Ser de aquí siempre,
estar aquí como si no estuviera!»

(De Boria de la heredad)

Mojón

Canto hincado en medio de esta pinada,
corta el levante que comienza
a oscurecer
tu incendio:
a beber con azul
de ceniza sin nubes
el Lucero,
agujas de pinos,
gotas de resina,
carcasas de insectos,
calderones sin agua,
espiguillas…, que crecen
en ti que creces
sobre qué polvareada de yos personales.

Oración

Venenosos sarcófagos
de las procesionarias
colgando de los pinos,
algodonosa borra
tejida por la niebla
de nadie. Cielo muerto
de noche: estrella viva
de amor, sólo de amor,
hazme fiel a la tierra
que si silencia los huesos,
con tu sed, de mis sombras:
resécame la música,
avéname las venas
de existencia esenciada.

(De La peña en que me amparo)


José Luis Zerón Huguet, nacido en Orihuela el 28 de octubre de 1965, fue cofundador y codirector de la revista de creación Empireuma y desarrolla una actividad cultural diversa. Su producción poética editada consta de dos plaquetas (Anúteba, conjunto de poemas suyos y de Ada Soriano [Empireuma, 1987], y Alimentando lluvias [Pliegos de Poesía del Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1997]) y los libros Solumbre (Empireuma, Orihuela 1993) , Frondas (Ayuntamiento de Piedrabuena y Junta de Comunidades de Castilla La Mancha, Ciudad Real, 1999), El vuelo en la jaula (Cátedra Arzobispo Loazes, Universidad de Alicante, 2004), Ante el umbral (Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, Alicante 2009), Las llamas de los suburbios (Fundación Cultural Miguel Hernández, Orihuela 2010), Sin lugar seguro (Germanía, Alzira, 2013), De exilio y moradas (Polibea, Madrid, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, Oviedo, 2017) y Espacio transitorio (Huerga & Fierro, Madrid, 2018). Ha sido incluido en varias antologías y colabora con ensayos, artículos, cuentos y poemas en numerosas revistas nacionales e internacionales. Ha obtenido varios galardones literarios. El vuelo en la jaula fue seleccionado para el Premio Nacional de la Crítica del año 2004 por los miembros de la Asociación Española de Críticos Literarios y los componentes del jurado. En mayo de 2006 viajó a Rumanía invitado por el Ministerio de Cultura español y el instituto Cervantes de Bucarest, donde participó, como director de la revista Empireuma, en un encuentro de revistas literarias españolas y rumanas en el Centro Cultural de Bucarest y en la Universidad Esteban el Grande de Suceava.

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