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(I) Una sensibilidad malherida
Discurrir sobre la elegancia masculina es un medio infalible para que no le tomen a uno demasiado en serio. Sin embargo, correré el riesgo y diré en mi defensa que no siempre fue así. Encontramos preocupaciones estilísticas en Petronio, Plinio el Joven, Marcial, Montaigne o Erasmo. También Balzac, Virginia Woolf, Stendhal, Thomas Mann, Scott Fitzgerald, Jean Giraudoux, Drieu la Rochelle o Paul Morand, entre otros muchos, prestaron especial atención a la forma de vestirse de sus personajes. Max Beerbohm afirmó que el traje posee un lado psicológico y resulta idóneo como medio de expresión de la emoción y el pensamiento. Ante la aparente futilidad de la moda, no os equivoquéis, advertía André de Fouquières: «no sólo expresa todo nuestro arte de vivir, sino que encuentra en ella sus más elaboradas expresiones». Se me objetará que André de Fouquières, además de arbiter elegantiaer, era jefe de protocolo del Elíseo, es decir, un hombre que vestía al poder político. Ciertamente, pero, a pesar de un prejuicio muy extendido, la idea de que vestirse es un arte que revela por completo al individuo no ha sido exclusiva de las elites. «Convertir la propia vida en arte es, después de todo, el primer deber y privilegio de todo hombre», pensaba Arthur Symons Symons, un poeta, no un aristócrata.
Pese a estos avisos, en materia indumentaria las cosas han ido demasiado lejos y han adquirido un cariz siniestro. Hace unos años asistí a un congreso internacional sobre la primera guerra mundial en el Palacio de Luxemburgo, sede del Senado francés. Era finales de mayo o principios de junio; hacía calor en París, nada insoportable. Me puse un traje cruzado de raya diplomática que me acababan de confeccionar los hermanos Campal, ¡maestros!, y me encaminé hacia los magníficos jardines de Luxemburgo. Al llegar, eché una discreta ojeada al público. En general, el vestuario de los oyentes se asemejaba al de cualquier vecino para bajar la basura: pantalones raídos, camisetas de tirantes, sudaderas con capucha, chanclas y cosas por el estilo. En la platea, sólo el ujier (por obligación) y yo (por placer) lucíamos corbata. En la mesa de ponentes, algunos, pocos, llevaban traje, aunque, eso sí, unos trajes descomunales y de una mediocridad espantosa.
Para mi asombro, justo antes de las presentaciones dio inicio un festival de despelote; de repente, allí estaban los más reputados especialistas académicos sobre la guerra del catorce deshaciéndose de sus chaquetas y dejando a la vista unos cercos de sudor que se expandían como manchas de aceite. «¡Caracoles!», pensé, «¿qué costumbre es esta? ¿Me habré colado en una boda española?».
Por suerte, la cosa no fue a más y al término del congreso nos trasladamos al vestíbulo, donde se sirvió un piscolabis. Allí pude observar a un buen número de ponentes enfundados en vaqueros holgados cuyas perneras formaban un terrible efecto acordeón al desplomarse sobre… ¡¡zapatillas de deporte!! Naturalmente, me llevé un gran disgusto, pero ¿cuál no sería mi sorpresa al contemplar a uno de los strippers con chaqueta, camisa y… ¡pantalones cortos!? Estaba tan desconcertado que, si en ese momento hubiese aparecido alguien vestido como Miliki, me habría parecido algo de lo más normal.
Intenté no darle más importancia y pasé el trago como pude: ¿cómo iba yo a imaginar que lo peor estaba por llegar? A punto estuve de expectorar un canapé cuando, apenas a un palmo de donde me encontraba, uno de los ponentes se inclinó sobre la mesa de las viandas dejando al descubierto la mitad de sus nalgas. No tema: le ahorraré los detalles. Me estremezco sólo de pensar dónde habría ido a parar el canapé …
Salí de allí escandalizado, perturbado por la visión de aquellas posaderas. Después de trasegar un par de coñacs, recobrado el aliento, me puse a pensar en la extraordinaria regresión estética de nuestros tiempos. Hoy apenas restan espacios, públicos o privados, donde la vulgaridad más colosal no se haya convertido en obligatoria. Le recuerdo que el marco del congreso no era ningún liceo del extrarradio parisino. Curiosa inversión de los códigos simbólicos: mientras las imágenes de sans-culottes con pantalones largos y carmagnole, la chaqueta característica de las secciones marsellesas, y de cabezas tocadas con gorro frigio, símbolo de los esclavos manumitidos en época romana, jalonaban los pasillos del Senado, los herederos republicanos de la Revolución se paseaban como zarrapastrosos aristócratas del Antiguo Régimen, con la pantorrilla, ¡y el trasero!, al aire.
Con estos antecedentes, no me cogió por sorpresa que en 2017 la Asamblea Nacional francesa suprimiese la obligatoriedad del traje y la corbata. Fait accompli: la ley sigue las costumbres. Poco tiempo antes, una interesante exposición, «Tenue correcte exigée, quand la vêtement fait scandale», ya había explorado el valor contracultural del feísmo como desafío a la moral establecida. Y como en Francia la moda es asunto de Estado, la decisión abrió un tibio debate público que, a decir verdad, tampoco hizo demasiado ruido.
Al rememorar aquella experiencia, no dejo de pensar que el descuido es particularmente imperdonable en hombres de letras o vinculadas al arte (¿ha visto cómo se visten los directores de museos de bellas artes?), a quienes se supone —erróneamente, ya se ve— una sensibilidad superior a la del hombre utilitario.
Tomándose al pie de la letra su papel de exploradores del conocimiento, los profesores de humanidades se han pasado en bloque a la ropa de escalada. Ciertamente, aún quedan algunos osados dispuestos a dar una oportunidad a prendas de una discreta elegancia, los jerséis de cuello vuelto, por ejemplo: peanas que realzan el rostro y proyectan la imagen del intelectual absorto en sus pensamientos. Pero, ¿alguien se imagina a un profesor de filosofía o de historia con un tres piezas? Quintaesencia del docente formal, distante, amante de la jerarquía, el primer día de clase despertaría perplejidad; no digo que perdiese de inmediato la consideración de sus colegas y alumnos, pero en el mejor de los casos generaría curiosidad, en el peor, suspicacia. Todos, alumnos y colegas, esperarían una explicación.
En el supuesto de que algún docente, arrimándose enormes dosis de coraje, se pusiese un traje con chaleco, sólo conseguiría que no le tomasen por un chalado si a las primeras de cambio se quitase la chaqueta, de pana y con coderas, y se encaramase encima de las mesas como Robin Williams en El club de los poetas muertos.
Reconozco que es injusto encarnizarse con los profesores de humanidades, excluidos, junto a los tenderos, según Balzac, de la vida elegante. Y es injusto porque basta con salir a la calle para hacerse una idea de la conformidad general con el harapo. En el siglo XXI las prendas deportivas, técnicas y de trabajo reinan soberanas en los armarios masculinos. No hace mucho fui atendido, es un decir, en un centro de salud por un joven médico en leggins y camiseta bajo una bata arrugada que no despegó la cara del ordenador durante la consulta ni se dignó a levantarse cuando salí, con una receta en el bolsillo, treinta segundos después de haber entrado, mientras anunciaba en voz alta: «preparado fulano, prevenida mengana». Según parece, con la generación más preparada de la historia la medicina ha dejado de ser un arte para convertirse en un concurso hípico.
Tampoco la prudencia ha salido bien parada. He visto a abuelos vestidos de pandilleros y a hombres del tiempo anunciar temperaturas glaciares ataviados como si estuvieran en el Caribe.
Pero aquí, más que en las (inextricables) relaciones entre la moral y el vestido, mi propósito es detenerme en los progresos de un horror indumentario que cada vez encuentra menos trabas en su camino y cuyo primer y único principio es la comodidad. «Es que la comodidad es muy cómoda», me dirá. Ah, lector, qué me va a usted a contar; sólo hay que ver a los hombres cuando sacan al perro a pasear: de hecho, conozco a muchos perros mejor vestidos que sus dueños.
«¡Vaya, otro esteta con la cansina matraca de la decadencia, de la belleza aprisionada entre los engranajes de la civilización de la máquina!», pensará usted. No me defenderé; lleva razón. Y no faltarán quienes, ante mi elogio del clasicismo, ¡moralista, censor!, objetarán que el harapo es una forma de protesta, de rebeldía. ¿Rebeldía? Bien, pero rebeldía, ¿contra qué? ¿Contra la belleza formal del traje burgués, en peligro de extinción? ¿Contra los valores de la sociedad de consumo?
Más bien diría que el harapo se ha convertido en un fin en sí mismo, en su propia justificación. Porque, ¿qué hay de los multimillonarios? ¿Acaso no han adoptado, con premeditación y alevosía, lo que los hace más despreciables, una estética abiertamente pordiosera? En la edad dorada de la elegancia masculina publicaciones como Esquire o Apparel Arts auparon al rango de referentes a hombres cuya fortuna les daba acceso a las exigencias de un gusto instruido. Sin embargo, en la actualidad los ricos no dejan pasar una oportunidad para proclamar su desprecio por la elegancia. Los patrones de las corporaciones tecnológicas o logísticas no tendrían problemas para pasar desapercibidos en un black block.



Y si los hombres se exhiben como menesterosos en público, no es difícil imaginar cómo se visten en la intimidad. Más de una vez he estado tentado de preguntarle al cartero de mi barrio por el asunto, pero, pensándolo mejor, ¿qué necesidad tengo de poner a ese hombre en semejante brete?
De lo que no cabe duda es de que, en materia de elegancia, la política institucional es el territorio que mejor refleja el retroceso de la sensatez y el éxito de la audacia y la demagogia. Causa hilaridad comprobar los intentos de algunos periodistas por dar con ese político que escapa a la ley general de la incompetencia. Las revistas de moda insisten en proponer nombres de candidatos al galardón de político mejor vestido que la piedad habría aconsejado mantener en silencio. Para entender el calado de la debacle, basta con ojear la lista de los hombres más elegantes elaborada por la revista Esquire. Hace unos años figuraban en ella, ¡pasme!, el comisionista Nicolas Sarkozy, por entonces presidente de la República francesa, y el halcón con disfraz de paloma Barack Obama. ¡Mamma mia! ¡Sarkozy! ¡Obama!

España también es tierra de hombres estilosos. En 2009, la revista QG designó a Francisco Camps como uno de los políticos más elegantes del mundo junto con Obama. Francisco Camps… Los ojos se cierran, el gesto se contrae, silencio, consternación… Nada ilustra más fehacientemente la descomposición de la justicia en este país que el hecho de que el señor Camps, acusado de corrupción, rindiese cuentas por desvío de fondos, pero ningún fiscal apreciase delito en ponerse unos sacos terreros (¡con castellanos!) que, decían, había aceptado en concepto de mordida. Su clamorosa ineptitud, que debería haber abierto todos los telediarios, pasó desapercibida para una ciudadanía que crucificó al ex presidente valenciano por sus aficiones sartoriales. Como era de esperar, sus acusadores ni se enteraron de que los famosos sacos eran de confección, no artesanales. Estaban, eso sí, hechos a medida, a la medida de su ego. Finalmente, el señor Camps fue absuelto del delito de cohecho, pero declarado culpable sin posibilidad de apelación por el espejo, el más justo y severo de los jueces de la elegancia.
La gran lección del caso Camps es que, ante la ignorancia general, incluso los más mediocres pueden labrarse cierta fama de elegantes si son lo suficientemente hábiles como para auto erigirse en sus portavoces.


Pero, veamos, ¿dónde podría un joven con inquietudes informarse sobre las claves de la elegancia? ¿Qué intelectual, ensayista, crítico, historiador, filósofo, se digna a escribir sobre estas nimiedades? Aunque hoy nos parezca sorprendente, Azorín, que venía de leer a Kropotkin y Faure, no a Lord Chesterfield, escribió en 1908 un breve ensayo, El político, donde prescribía a los representantes de la soberanía nacional consejos estilísticos que continúan vigentes. Ahora dígame: en estos días, ¿qué hombre de letras podría disertar con un mínimo de soltura sobre la elegancia y sus códigos? Así, a bote pronto, sólo se me ocurre el nombre de un columnista atizador, el señor Pérez-Reverte, ojo vigilante de las costumbres de sus contemporáneos. Sobre los turistas que nos visitaban en época estival, el académico malhablado escribía hace ya un par de décadas:
«Antes sólo eran los guiris y uno decía, bueno, qué le vamos a hacer. No creo que este tiñalpa, con la pinta de matao que lleva, las chanclas y la camiseta y el calzón ese de flores, se quede en España más de una semana. Igual se le acaba el dinero para comer hamburguesas y roba una panadería y lo trincan los geos de la policía municipal y lo torturan salvajemente antes de aplicarle la ley de extranjería, para que no vuelva».
Ah, por si no lo sabe, yo tuve que buscarlo, tiñalpa significa ser un donnadie. El problema es que el irreverente Pérez -Reverte, pluma afilada que no se casa con nadie, omite que no son únicamente los mataos que asaltan de panaderías cuando se quedan sin blanca quienes ofenden con su relajación. Un álbum fotográfico de los diez hombres más ricos del planeta revelaría con más rigor que una semana de atenta observación en cualquier ciudad litoral el esplendor estilístico de nuestro siglo.
Deténgamonos ahora en los méritos estilísticos de nuestros representantes.
(II) Herejes y taurinos. El centro-derecha y más allá
Comencemos por los conservadores (¡ay, qué gracia!). Invirtiendo los términos de la frase de Lamennais: «Se tiembla ante el liberalismo: pues bien, volvedlo católico y la sociedad renacerá», la derecha española hizo renacer la sociedad volviendo liberal el catolicismo. De este modo se desplazó hacia el centro político sin ceder la custodia de las buenas maneras, los valores y el decoro indumentario. En materia de señorío, su monopolio es indiscutible. Digámoslo claramente: el centro-derecha honra su tradición, una tradición de hidalgos y caballeros.
Julio Camba, otro que venía de leer a Kropotkin, supo ver la grandeza de esta hidalguía: «El caballero español, aunque no tenga dos reales, es siempre un caballero. ¿Por qué? Por el alma, por el gesto. Un caballero español puede hacer todas las cosas que hace un pícaro español, sin llegar jamás a confundirse con él, y es que el caballero las hará de un modo caballeresco». De inmediato surge la gran pregunta: entonces, ¿es cierto que España es diferente? Naturalmente, concluía Camba: «No creo que en ningún otro país que España haya una manera caballeresca de pedirle dos duros a un amigo o marcharse de la fonda sin liquidar la cuenta. No. No la hay».
Esto sobre las costumbres del caballero español conservador. ¿Y qué decir sobre su forma de entender el vestido como manifestación del decoro? Pues, sencillamente, que esa no es, ni mucho menos, una virtud desconocida para él. Ya en el siglo XVI, san Francisco de Sales, obispo católico, aconsejaba a Filotea: «Esmeraos en vuestra apariencia, Filotea, no vayáis descuidada ni mal arreglada: ir vestidos de modo agradable cuando estamos con otros es un desprecio para aquellos con quienes conversamos».
Con estos antecedentes, no es extraño que el conservador piense que es todo clase, elegancia, distinción … y beatitud. Sin embargo, esta impresión, siento mucho tener que decirlo, es cuanto menos engañosa. A poco que rasquemos llegamos a una conclusión bastante distinta: el centro-derecha es, sobre todo, territorio de herejes. Y no lo digo por el ejército de comisionistas, conseguidores, intermediarios y urdidores de pelotazos urbanísticos afiliados al Partido Popular para trabajar por España. Eso, a nadie se le oculta, forma parte de la política institucional; es la política misma. Al igual que Nerón, que les recordaba a los cargos públicos: «Ya sabes cuáles son mis necesidades», nuestros políticos conservadores saben perfectamente cuáles son las necesidades de los hombres y mujeres que importan. Sin embargo, la trascendental, lo que nadie se ha atrevido a decir, es esto: ¿qué más da la corrupción cuando se erige en instrumento para el fomento de la virtud y el mecenazgo?
Según los papeles de cierto contable caído en desgracia, que compartía pasión con el mafioso Harry Pep Strauss, la analogía es casual, por los abrigos eduardianos con cuello de terciopelo, el Partido Popular destinó 65.623 euros de procedencia más bien sospechosa a servicios de sastrería para los señores Rajoy, Rato, Trillo y Álvarez-Cascos con motivo de la boda de la hija del expresidente Aznar.

¿Acaso no demuestra esto que el centro-derecha conoce al dedillo la tradición? Quatremère de Quincy, monárquico moderado del tiempo de la Revolución francesa, afirmaba que vestirse es un arte del espíritu estrechamente relacionado el arte de la mano, es decir, la sastrería. Pues bien, ¿no es eso lo que hacen nuestros conservadores? ¿No ejercen de mecenas de los maestros sastres artesanos? ¿No es este un ejemplo magnífico de munificencia, de amor por la alta artesanía?
Como era de esperar, cuando se destapó el cotarro la opinión pública se indignó más por el destino del dinero que por el cambalache. «Roban para ir al sastre», decía el pueblo. Rato se defendió en clave liberal: es el «mercado, amigos» (el mercado de los amigos, bien entendido). Con todo, esto es lo de menos; lo que resulta escandaloso, y a esto iba yo, no es la corrupción, sino que después de gastarse 65.623 euros en un artesano de lujo siguiesen vistiéndose como monigotes.
No parece que quienes desde el centro-derecha han destrozado, con razón, la imagen de los antisistema se miren con frecuencia al espejo. Si se analiza de cerca, cuesta creer que estos predicadores de la corrección indumentaria sepan de qué están hablando. Porque, veamos, ¿es cierto que estos «pecadores orgullosos» llevan «vestidos honrosos» (Ramon Llull)? A la vista está que no. Basta una ojeada a su bancada parlamentaria para que se le pongan a uno los pelos de punta: trajes amplios como invernaderos o apretados como fardos, ¡con mocasines!, espaguetis por solapas y canalones por mangas, cuellos desbocados, tímidas mangas de camisa que no asoman, calcetines (¡ejecutivos!) bajos que dejan al descubierto extremidades peludas… ¿Sigo? No quiero ponerme dogmático con el ajuste de prendas, pero en esto, como en todo, sensatez obliga. Y hablando de ajuste de prendas, si les haces notar que su hombro no está limpio, salen corriendo a por un trapo.
¿Y qué me dice usted de esos chalecos acolchados debajo de la chaqueta? ¡Madre del amor hermoso! ¡Juicio, señorías, juicio! ¿Y por qué no un flotador o una mesa camilla? Si es por el frío, ¿qué tal un saco térmico de semillas de esos que se meten un par de minutos en el microondas? Créanme, para arrebujarse no necesitan disfrazarse de guardacostas; prueben con un buen abrigo cruzado de cachemir y verán qué bien.


Por cierto, no se imagina la decepción que me he llevado al ver al señor Pérez-Reverte, azote de ridiculeces vestimentarias, pasearse por París, antaño cuna de elegantes, de esta guisa. ¡Oh, Capitán Alatriste! ¿Usted también? Ya saben: consejos vendo que para mi no tengo. Y que dé gracias: en otro tiempo, cualquier francés podría haberlo confundido con un «tiñalpa con pinta de matao» o con un asaltante de panaderías y se las habría tenido tiesas con los geos de la policía municipal.

Porque, dígame, estiloso lector: ¿qué gana la elegancia con los plumíferos, las trencas, las parcas o las prendas acolchadas? Absolutamente nada. Señorías, recuerden: los pantalones, con pinzas y al ombligo; los chalecos de lana, de lino o, si tiene alma de dandi, que no es el caso, de terciopelo; los abrigos y gabardinas, siempre por debajo de la rodilla; si no llega a la rodilla, regálesela a un sobrino de catorce años. Los trajes, siempre con corbata y zapatos de cordones. Y lo más importante: las pulseras rojigualdas al cajón de la mesita. En tiempos de pandemia, deje espacio para las mascarillas con la bandera.
Hace ya más de sesenta años, George Frazier recomendaba en «El arte de vestirse» (Esquire, 1960) que los hombres se vistiesen con la ropa que les convenía. ¿Y cómo saber lo que conviene a cada uno? Muy fácil; sólo hay que encomendarse a las reglas y al sentido común; son ellos quienes dictaminan que la anchura de los pantalones y las solapas de las chaquetas no está determinada por las modas o los caprichos personales, sino por la longitud del pie y la anchura de hombros.
Ocurre que nuestros conservadora se visten sin conocer la tradición y así les luce el pelo. ¿Inspirar confianza? Basta con ver a sus referentes estilísticos para ver la clase de confianza que inspiran. Hasta hace nada, las dos grandes promesas del liberalismo español, Casado y Rivera, (pobre Tocqueville, pobre Stuart Mill: ¡perdónalos, Henry Adams, porque no saben lo que dicen!) sólo tenían ojos para Macron, otra calamidad. Pongan las fotos de estos trillizos una al lado de otra y prueben a distinguirlos. La sociedad del individualismo, la llaman los sociólogos…

*
Ahora, sin abandonar la derecha, pasemos revista a una imparable formación política de raigambre españolista, obligada a dar un paso al frente ante la constatación de que el centro derecha no era lo suficientemente patriota, racista, católico, militarista y demagógico. ¿Extrema derecha? En absoluto, dice su jefe: Vox es un partido de «extrema necesidad». Desde luego, hay que ver el ingenio de esta gente.
Pero a lo que vamos: los líderes del partido de extrema necesidad, ¿son hombres elegantes? ¿Tienen un estilo propio? Para responder a estas cuestiones conviene analizar previamente la puesta en escena de sus referentes internacionales.
En cierta ocasión, un sastre parisino me comentó que, a pesar de su caída en desgracia, los trajes cruzados de Jean-Marie Le Pen, patriarca de los fascistas franceses, continuaban haciendo furor entre su clientela. Ya se hará una idea de la clientela.
—¿Y conoce usted el corte de los trajes de Le Pen?
—Mis clientes suelen venir con una foto —dijo el sastre.
—¿Con una foto de Le Pen? —pregunté sorprendido.
—Así es —asintió.
-Y ¿son muchos? —inquirí.
-Más de los que se imagina —respondió, con un leve gesto de resignación.
Aquello me dio qué pensar. Ciertamente, Le Pen, que está lejos de ser un elegante, se viste con más garbo que la mayoría de los políticos. El traje cruzado es su sello personal y, por ende, el de su humanitaria ideología, la misma que le llevó a confiar en que el ébola solucionase «el problema de la inmigración» en tres meses.
Otros mandatarios del mismo palo, pensemos en el garrafal Donald Trump, un asiduo de Brioni, a pesar de su nula relación con la elegancia, han permanecido fieles al traje como uniforme. Con independencia de su gusto escabroso, el traje ha sido siempre una segunda piel para Trump y sus secuaces. No es casual. Según el defensor de la cultura blanca (¿?) Richard Spencer, un camorrista wasp que celebró la victoria electoral del ex presidente con un Hail, Trump!, los disidentes como él tenían la obligación de vestirse bien para que la clase media viese con simpatía sus ideas. El propio Spencer, «versión de traje y corbata del viejo supremacismo blanco, una especie de racista profesional en pantalón de pinzas», aunque comete errores de principiante, predica con el ejemplo y se presenta a menudo con trajes de tres piezas para argumentar públicamente la inferioridad de la raza negra.
Nadie querría ser miembro de un movimiento «loco, feo, vicioso o simplemente estúpido», declara Spencer. En consecuencia, una buena apariencia es imprescindible para desmarcarse de los izquierdistas radicales y los «paletos analfabetos tatuados», versión estadounidense de los perroflautas. Lo cierto es que, a juzgar por la traza de los maleantes que ocuparon el Capitolio, pocos pensarían que Spencer ha tenido éxito, si bien es cierto que los estrafalarios asaltantes no eran representantes políticos electos, sino masa de maniobra de un movimiento «loco, feo, vicioso o simplemente estúpido».
La inclinación del trajeado Donald Trump por los discursos vacíos, envueltos en salidas de tono, amenazas, mentiras descaradas y un odio repulsivo, ha sido imitada en estos lares por los jefes de Vox con excelentes resultados electorales. Además del discurso, también han importado su imagen de político corporativo.
Lo cierto es que el traje habla y es preciso conocer los códigos para descifrar sus mensajes. En este sentido, el traje de los capos del partido de extrema necesidad, buenos conocedores de los códigos, está lleno de guiños, guiños españoles, por supuesto. El más evidente remite, ya lo habrá adivinado, a la tauromaquia. Enérgicos defensores de los toros, lo son igualmente de los trajes de luces. ¿Cómo explicar si no la mórbida estrechez de sus trajes o esas chaquetas llenas de tensiones con botones que amenazan con convertirse en proyectiles?
Haciendo de su capa (capote) un sayo, nuestros ultras han substituido el ajuste de prendas por prendas ultra ajustadas. Observe una foto del señor Abascal con Morante de la Puebla e intente descubrir quién es el torero. «La barba mejor cuidada de la política nacional», escribe una comentarista de moda, «necesita mejorar el fit de sus trajes». Eso es cierto; mejorar es lo único que se puede hacer cuando es imposible empeorar.
No recuerdo qué elegante italiano decía: «No lo aprietes demasiado. Si está demasiado apretado, parecerá un torero». Eso, concluía, «no es estilo». Estilo taurino, en todo caso. Además, no parece que los ultras sean buenos observadores. De los toreros podrían haber aprendido al menos que los pantalones, ¡suban esos tiros, señorías, que se les ve… el plumero!, deben colgar de los hombros gracias a unos buenos tirantes. Y como fuera de la política no dan una a derechas, cuando los usan, en lugar de lanzaderas los usan con pinzas y pantalones con trabillas. Un horror.
Uno, la verdad, esperaba otro porte, más elevado, para defender la unidad de la patria, denigrar a los inmigrantes y subvencionar a los millonarios. «Queremos tender la mano a quienes luchan por la unidad de España», afirman. ¿Tender la mano? ¿Pero acaso puede el jefe de los ultras tender la mano sin reventar las costuras de esas chaquetas camperas?
Con todo, hay quien reconoce sus esfuerzos por agregar a la sosería reinante un cierto aire aventurero y juvenil, un toque intrépido, transgresor. Transgredir, bien, pero, ¿se puede transgredir lo que se ignora por completo? ¿Hay algo más tragicómico que ver al jefe de la cuadrilla con una chaquetilla a lo Curro Jiménez llamar la atención a un ministro por presentarse en el parlamento en camiseta?
Por lo demás, no hace falta mucha perspicacia para ver que en materia estética estos doctores en patriotismo son un calco de sus camaradas conservadores. ¿No siente usted un escalofrío al ver esos trajes mal cortados, desaplomados, sin la menor gracia, esos nudos de corbatas, esos pantalones de tiro corto, ¡esos relojes de submarinista!? Una cosa es cierta: tanto en política como en elegancia es imposible dudar de su talento para encadenar aberraciones. ¿Hechuras de torero? ¿Trajes sin corbata? ¿Bolsillos de pecho sin pañuelo? ¿Trajes con Barbour? ¿Trajes de doble hebilla negros? ¿¿Trajes con mocasines?? ¡Válgame el cielo! Ponerse un traje con chaleco acolchado o mocasines de borla no es rompedor: es el terror.
Por cierto, ¿no hay nadie que informe al primero de los españoles, Felipe VI, personificación de la corrección soporífera, de que el traje no mezcla con zapatos de hebilla, tan aristocráticos como incorrectos?
Defensores de la nación española, escriban cien veces en letras mayúsculas: «LA CHAQUETA DEBE ABOTONAR Y TAPAR EL CULO». Si en lugar de leer a los plomazos de la Fundación Gustavo Bueno buscasen consejo en los clásicos, sabrían que comprimir el cuerpo como una morcilla es la madre de todas las vulgaridades estéticas. Para que no pierdan tiempo buscando me permito remitirles a los autores del primer párrafo, muy especialmente a Max Beerbohm, por quien se enterarán de que «vestir el cuerpo de manera que se revele su finura y se encubra su ruindad, ha sido el propósito estético de todo atuendo». El hombre debe vestirse de acuerdo a su constitución, de tal manera que «las extremidades del debilucho no inviten al desprecio, el atleta pase inadvertido». De esta forma, «todo marcha bien».

¡Oh, querido Max, cómo han cambiado los tiempos! ¡Ya ves qué mal marcha todo! Ahora, tanto la política institucional como la vida privada, reducida al escaparate universal de las redes sociales, se han convertido en territorio de tipos duros que, lejos de encubrir su ruindad, enseñan sin sonrojo un montón de músculos deformados. A nadie se le escapa que el señor Abascal está en su salsa cultivando la imagen de hombre arrollador, de heroico salvador de la patria asediada que emerge ante la ciudadanía dispuesto a su misión libre de distracciones como la indumentaria. Ante esta apología del caudillismo militar que exige muy poca vergüenza ajena hay que llevarse la mano a la boca para que no se escape una carcajada; pero, qué le vamos a hacer, estas mamarrachadas provocan fascinación entre el respetable.
Benito Mussolini, un predecesor de los movimientos de extrema necesidad, ya dio muestras de su facilidad para conciliar política y desnudo. Recordemos aquellos desopilantes mítines en los que se presentaba a pecho descubierto tratando de simbolizar la virilidad del hombre nuevo fascista. Me pregunto cómo pudieron los italianos, y no sólo ellos, tomarse en serio a un amasijo de músculos subido en un carromato llamando a la reedición del Mare Nostrum. Los más lúcidos no se llamaron a engaño ni por un momento: «lleva gabardina con cinturón (creo que con esto ya está dicho todo)», declaró Eugeni Xammar cuando vio por primera vez a Adolf Hitler.

Esta cultura del despelote ultra es de una comicidad realmente chusca. Hasta Roger Stone, el ponzoñoso cerebro en la sombra de las campañas presidenciales de los republicanos desde Nixon, Trump incluido, se ha revelado como un maestro en el arte de quitarse la ropa en público. Trapacero satisfecho, cínico colosal, intoxicador sin escrúpulos, desde sus primeros pasos en la política de altos vuelos, Stone se ha mantenido fiel al canon clásico de vestimenta, con errores de bulto, dígase de paso, para apuntarse en su madurez al culto de la mancuerna. Al desmesurado narcisismo de su juventud ha sumado un exhibicionismo tardío propio de un bufón. Tiempo de horteras satisfechos: pasados los sesenta, el conservador elegante cifra su hombría en posar sin camisa.

(III) La izquierda antisistema en camiseta
Detengámonos ahora en el vasto campo de la izquierda. En lo que respecta a los socialistas no hay mucho que decir. En términos de mediocridad, el centro-izquierda es indistinguible del centro-derecha. Al igual que los conservadores, la idea de una elegancia fundada en algo más que en el capricho y la ignorancia les es completamente ajena. En su progresismo, no se pierden una innovación, por ridícula que sea: los chalecos guateados, sin ir más lejos.
Resulta mucho más interesante, por revelador, detenerse en Podemos, la izquierda alternativa que finalmente ha logrado acampar a las cumbres de gobierno, que no del poder, como repiten ahora sus líderes con la mayor caradura.
Son de sobra conocidas las feroces críticas que conservadores y ultras han dirigido a Podemos por su rechazo del protocolo y su dejadez vestimentaria, pero hace falta ser un cínico redomado para no reconocer que en materia de imagen esta izquierda de los de abajo es la única formación política auténticamente coherente. Jamás ocultó las molestias que se toma para no sobresalir en algo tan vergonzoso como el vestido. Acostumbrados a un desparpajo que prescinde de cualquier consideración por la delicadeza, los dirigentes de Podemos desagradan a propósito y lo hacen de maravilla. Así pues, el mayor, y único, elogio que se le pude hacer a esta izquierda es que nunca, jamás, defrauda las esperanzas de quienes esperan lo peor. «En el hombre ordinario», escribió Bulwer-Lytton, «esperamos que no haya nada que perdonarle».
Su tacañería estilística no deja a lugar a dudas: la vestimenta les trae sin cuidado y no pierden ocasión para recordar su hostilidad por el traje y, sobre todo, la corbata. En realidad, lo que demuestra esta inquina es que, al igual que ultras y conservadores, son incapaces de distinguir a un elegante de un hombre con traje. Para dejar claro que no están hechos de la misma pasta que ellos, los responsables de Podemos, y esa masa difusa auto denominada antisistema, se jactan de vestirse contra las convenciones burguesas.
Los estropicios son, admitámoslo, llamativos. Conozco a individuos que recitan consignas sobre la regeneración política con los calzoncillos asomando por encima de un pantalón a media nalga. Presumiendo de un estilo que repugna la sutileza y apenas se detiene a las puertas de la corrección, no ven en el traje más que frivolidad y oligarquía. Y es que a sus ojos la ropa distrae de lo verdaderamente importante: la lucha por una sociedad más justa.
Desde la contracultura, la izquierda radical ha dado por sentado que la única manera de cargar contra el sistema era camuflarse de buhonero. Por aquel entonces la ropa de trabajo adquirió una connotación ideológica contra la estética del hombre del traje gris, caricatura del asalariado satisfecho, comodón y conformista de posguerra. La ropa de trabajo, concretamente los vaqueros, y la camiseta se convirtieron en la seña de identidad de una juventud harta del mundo acomodaticio de la generación de sus padres. Permítame un paréntesis sobre el vaquero: el denim viene al pelo para participar en un rodeo o quitar el gotelé de una pared, pero no posee ninguna relación con la elegancia. Despotricar contra el vaquero no me va a hacer muy popular, ya lo sé, pero qué quiere que le diga. Además, contra lo que se cree, el vaquero, resistente y maleable, es frío y poco confortable.
Volvamos a nuestros rebeldes. Desde que la contracultura les arrancase las chaquetas y las corbatas, los contestatarios no han dejado de perder prendas por el camino. En esto, la izquierda institucional ha seguido sus pasos, abandonando el traje por el chándal (Castro, Chávez, Maduro) hasta desembocar en el harapo.
En su rebeldía, los jóvenes se deshicieron de las camisas, ¡y de los pantalones!, sin que nadie, excepto sus prejuicios, se lo pidiera. Con la camisa relegada al banquillo de suplentes, la camiseta, con frecuencia reivindicativa, se hizo con un puesto de titular en el equipo de la rebeldía. Ya sé que es un anacronismo algo demagógico, pero, ¿alguien se imagina a Bakunin en camiseta? Para aquellos maestros, verdaderos antisistema, la apariencia aún figuraba entre las disciplinas del orgullo y la decencia. El gran Élisée Reclus le contaba en una carta a su esposa que no había bajado a cenar al comedor del hotel donde se alojaba porque sus ropas estaban hechas un harapo. «No quería que te avergonzaras de mí», se justificaba el geógrafo anarquista.
Este pudor se ha ido al garete. Hasta hace relativamente poco, perder la camisa, ser un descamisado, no figuraba entre las aspiraciones de ningún reformista o revolucionario. Por el contrario, perder la camisa equivalía a perder la dignidad. Vittoria de Buzzaccarini (En chemise! L’Art de la chemise) nos recuerda que en la Edad Media nadie se presentaba en público sin camisa, a no ser que se fuese pobre como Job. Durante la Revolución francesa, los sans culottes usaban una camisa con cuello Danton, el cuello adoptado por hampones tipo Al Pacino en El precio del poder, bajo la carmagnole o el chaleco.
Posteriormente, los utópicos sansimonianos propusieron el uso de camisas, camisas de fuerza más bien, que requerían el concurso de algún hermano para abotonarse por la espalda. Incluso Garibaldi y sus Camisas Rojas mostraron un gran respeto por esa prenda: «La camisa blanca que llevas sobre los hombros,/ ¡tíñela de rojo con tu sangre!». Aunque es conocida la fascinación de la izquierda por la fraseología escatológica («patria o muerte», «vencer o morir», «hasta la victoria siempre»), resulta menos entendible que haya despreciado su propia tradición, substituyendo la camisa por una vulgar camiseta.
¿Y qué piensa el público izquierdista-radical de este romance con el feísmo y la demagogia? Pues qué va a pensar. Está encantado. «La ropa no importa», aseguran los antisistema desde sus poltronas parlamentarias. Pero vaya si importa. En primer lugar, posee una trascendencia simbólica, la más inmediata y evidente, que, como en el caso de la camisa, desconocen por completo. Si un buen día su secretario general de Podemos se presentase con un traje cruzado artesanal, sus electores sufrirían un síncope. Dejarían de inmediato de prestar atención a lo que dice (¿alguien lo hace aún?), y se preguntarían qué demonios significa esa pinta. Naturalmente, ni lo entenderían ni se lo perdonarían.
Curiosamente, caprichos de la historia, al hacer caso omiso a su tradición y apostar por una imagen pedigüeña la izquierda progresista ha asumido el ideario del liberal Partido de la Reforma del Atuendo Masculino, que en los años treinta declaró la guerra al traje, la corbata, los pantalones y los zapatos. «Ante todo y sobre todo, la comodidad», proclamaban: «¡Vivan los pantalones cortos y las sandalias!». ¿Cómo se iban a imaginar nuestros rebeldes parlamentarios que un día su estética negadora del formalismo burgués culminaría las aspiraciones de un movimiento liberal?

Pero la ropa importa también en un sentido político. En una esplendorosa bravata, el secretario general de los de abajo confesó con gesto indiferente que compraba sus ropas en Alcampo porque pasaba de la moda. Lo gracioso del caso es que el supermercado donde se abastecía (antes de pasarse a Inditex) pertenece a una de las mayores fortunas de Francia, la familia Mulliez (Leroy Merlin, Decathlon), que controla igualmente los fondos buitre que gestionan varios geriátricos en la Comunidad de Madrid. ¿La ropa no importa? Al desdeñar su dimensión socioeconómica, el señor Iglesias, vicepresidente de derechos sociales, se ofreció voluntario como publicista del capital más carroñero.
«Detenerse en estos momentos tan críticos en temas tan idiotas como la apariencia es un crimen», me dicen con frecuencia. ¿Momentos críticos? En sus memorias, Juan García Oliver relata que al ser nombrado, ¡ay!, ministro de la República se dirigió de inmediato a una sastrería para hacerse un traje, porque un ministro, pensaba el pistolero de la CNT, no podía ir vestido como un don nadie, como un tiñalpa. Corría el año de 1936. García Oliver era camarero.

Pero hete aquí que las presiones del protocolo institucional acabaron por hacer mella, y el vicepresidente del Gobierno pasó por el aro del traje. Un aro muy estrecho, la verdad. La primera impresión al contemplar al vicepresidente Iglesias trajeado es la de un hombre a mitad de camino de ninguna parte. Sería arduo detallar sus infinitos e inmensos errores: todo se resume a la falta la pasión, no cree en ello, le molesta, está incómodo y se nota. En lo de desdecirse y ponerse un traje para salir del paso se parece a Zuckerberg o a los fundadores de Google: tras aceptar a regañadientes la indumentaria burguesa, una mezcla de presunción y bizarra gallardía le ha convencido de que puede pasarse los códigos por el forro de las entretelas. Todo en él, prendas de pésima calidad, desaplomadas, cuellos apergaminados, camisas rojo sangre y un largo etcétera, es un suplicio para la vista. En los pies, calzado de suela gruesa, un gusto que comparte con Pedro Sánchez y Hermann Munster. A propósito del calzado: «¿Qué piensan ustedes de los zapatos ordinarios usados por la presente generación, y de todas las consecuencias que ellos implican para nuestros pies y nuestras piernas?», se preguntaba William Morris. Y para nuestra sensibilidad, agrego yo.
A fin de restar seriedad a su imagen, el señor Iglesias se ha decantado por un desdichado aire casual. Desanudarse la corbata y quitarse la chaqueta son gestos con los que da a entender lo mucho que le incomodan. Alguien debería decirle que esas corbatas obsesivamente estrechas y deliberadamente flojas constituyen un ultraje al ornamento masculino por excelencia. En lugar de maltratar de forma tan lamentable ese sublime pedazo de tela, los correligionarios de Varufakis, autor de Economía sin corbata, un bestseller para contestatarios que en lo esencial es la misma economía de los encorbatados, harían mejor en ir a cuello descubierto. De este modo podrían incluso defender, como el gobierno japonés, el abandono de la corbata con la excusa del cambio climático. Y es que al abrigar, dicen los nipones, la corbata invita al abuso del aire acondicionado.
En realidad, el mensaje que el señor Iglesias quiere transmitir con esta resistencia simbólica de chirigota es este: «Ya ves, explotado mileurista, las circunstancias me han obligado a ponerme un traje; pero en el fondo, soy como tú cuando sales de la oficina tras una extenuante jornada trabajo y sólo piensas en librarte del dogal de la corbata». ¿Acaso saben estos republicanos que fue el mismísimo Maximilien Robespierre, uno de los padres de su tradición, ahora tan de moda entre cierta izquierda ilustrada, quien preservó la aristocrática costumbre de anudarse un pañuelo al cuello después de 1789?

En su ofuscación, la izquierda del progreso que se aprovisiona en Inditex continúa ciega ante el potencial transformador de los maestros sastres y la ropa artesana. Evidentemente, la aplastante mayoría de la población no tiene acceso a un sastre, pero no así los representantes de los de abajo, incapaces de ver en la sastrería un filón para reivindicar las tramas barriales de comercio y el papel de la artesanía como bastión de resistencia contra la globalización que dicen combatir mientras promocionan gratuitamente supermercados y fondos buitre. No sé si consternan más sus insolencias visuales o su creencia de que la elegancia, tal como la imaginan, compromete la lucha por la justicia social.
(IV) Chalecos, guantes, flores
En definitiva, ha quedado claro que las sedes del poder político oficial no son lugares recomendables para la inspiración estética. Mientras los conservadores, con reputación de correctos, pasean su herejía en mocasines, los ultras hacen su particular paseíllo y los antisistema consideran un deber cubrirse con cualquier cosa. Cuando la derecha se enroca en su moralismo hipócrita y la izquierda fomenta la cultura del harapo y la pacotilla, ¿qué nos queda?
Pues nos quedan los códigos, que no son caprichos, sino el recipiente de un sentido común acumulado por los años. Ellos nos dicen que el traje es unidad, conjunto, panorama, balance, ritmo, color; también fantasía, creatividad, imaginación. Señorías, ¿dónde están los adornos florales? ¿Y los ojales para pin collar en los cuellos de las camisas?¿Dónde están los chalecos, y no me refiero a los guateados? ¿Dónde están los guantes? ¿Qué fue de la orfebrería en las camisas, de aquellos gemelos dorados, turquesas, turmalinas, lapislázuli, con o sin mosquetones, que sellaban los puños dobles?
El estilo se ha ido por el retrete del consumismo, el chillido simbólico, la moda rápida y la dictadura de la comodidad. Si sus recursos se lo permiten y encuentra alguno que aún no haya echado el cierre, pídale a un sastre de barrio o de pueblo unos pantalones de cachemir de tiro alto para tirantes que embolse el vientre, con bolsillos de ojal y un vistoso dobladillo. Tal vez entonces entienda el verdadero significado de comodidad.
Como en cualquier otro campo, en el de la elegancia es necesario estudiar, reflexionar y ensayar. Señorías, no basta con limitarse a sus habituales malabarismos entre la mediocridad asociada al cargo y su propia mediocridad. No se ve el mérito de confundir la vulgaridad con la mesura, la incompetencia con la corrección.
«Oiga, menudo repaso; ¡se habrá quedado a gusto! Si la crítica despiadada en un asunto tan personal e intrascendente como la ropa revela un temperamento hiriente, la verdad, no sale usted muy bien parado». Pues créame cuando le digo que habría podido sido mucho peor si en lugar de los políticos me hubiese cebado con los literatos o los comunicadores. «Pero, vamos a ver, ¿qué propone usted?». ¿Yo? Nada, qué voy a proponer. Si acaso, lector, que no los imite, que no se inspire en estos caballeros ni los tenga por elegantes.
Además, qué quiere, los profesionales del poder me sacan de quicio. Y tampoco voy a ocultar mi simpatía por los antisistema; pero a diferencia de los que ocupan escaños en camiseta, mis antisistema se llamaban Ramón Acín, se llamaban Félix Fénéon, y veían en la vida cotidiana el contexto ideal para despliegue de la sensibilidad, para la belleza de las formas, formas que el vestido expresa mejor que ninguna otra arte decorativa.


Dejaré por aquí estos lamentos satíricos, plagio descarado de aquellos otros «lamentos satíricos por las costumbres de los tiempos presentes» que salieron de la pluma del gigante Balzac (¡un desastre vistiéndose!) hace casi doscientos años. Me dirá que no importa cómo se vistan los políticos mientras gobiernen bien. Pero no podrá decirlo sin vestirse usted mismo de sofista. Porque lo cierto es que nadie sabe, ni puede saber, en qué consiste el buen gobierno. Y menos que nadie los sabios, como quería Platón, o los empresarios y los artistas, como imaginaba Saint-Simon. La política, como el vestido, constituyen un arte, no una ciencia.
Como supongo que mi severidad le habrá dejado el cuerpo destemplado, para compensarle de tanta crítica voy a concluir con una buena noticia. ¿Que cuál es? Pues la buena noticia es que hay solución para la incompetencia estilística de nuestra clase política, y además es muy sencilla: abolir los partidos políticos y cerrar a cal y canto el Senado y el Parlamento. Imagínese solo qué jardines, qué bibliotecas, qué baños públicos, qué escuelas de bellas artes o, ya que estamos con la ropa, qué talleres de sastrería, no erigiríamos en su lugar. También, es otra opción, podríamos convertirlos en museos, memoria de un tiempo infausto en que unos hombres horriblemente vestidos dictaban las leyes y otros las obedecían.
Vístase como quiera, pero, por favor, esmérese por agradar. El gusto, decía Pierre-Jean Baptiste Chaussard, un excéntrico revolucionario francés, es «el sentimiento de las conveniencias». Nada nos conviene más, en este momento, o en cualquier otro, que el gusto de agradarnos los unos a los otros en todas las esferas de la vida social. Agradar predispone al cuidado, y el cuidado de los asuntos comunes es todo lo que no podemos dejar en manos de los políticos, se vistan como se vistan.
[EN PORTADA: Armario de camisetas de Mark Zuckerberg]

Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.
Con la erudición que le caracteriza Michel Suárez nos “enseña deleitando” sobre las incongruencias de unos y otros a cerca de las convenciones y los símbolos, que se manifiestan en un rasgo de la expresividad no verbal que es la indumentaria.
Totalmente de acuerdo con el autor, que no se priva de arremeter, y con razón, “contra esto y aquello”, lamento además que tales zafiedades se extiendan también a otras manifestaciones del ser humano (falta de diálogo razonado, agresividad…).
Recuperaremos la cordura o continuaremos por la senda de la autodestrucción, abriendo la caja de Pandora en forma de virus, ecodestrucción, y fomento de la desigualdad?.