Entrevistas

José Lupiáñez: «Para mí la poesía, la palabra, es un medio de redención»

Ada Soriano entrevista al autor de 'Las formas del enigma', un poemario de mujeres sensuales y ciudades exóticas, con olor a mar y a añoranza por el pasado.

entrevista de Ada Soriano · fotografía de portada de Enriqueta Perales Brotóns

Me he acercado, no sin cierta inquietud, a Las formas del enigma (Carena, 2021), del poeta, crítico y editor José Lupiáñez. No he realizado una labor de desciframiento porque no acostumbro a ello, sino que me he deleitado con la energía lírica que desprenden los poemas, y dejarme llevar por las distintas formas que utiliza José para expresar sus sentimientos y pensamientos, mayormente con un lenguaje exuberante y discursivo, estilísticamente alejado de los gustos predominantes.

Hallo aquí mucha sensualidad en torno a la mujer, a las ciudades exóticas, y al mar. También añoranza por el tiempo pasado que, indudablemente, deja huella en la memoria. Queda patente esto último que digo en el poema titulado «Soliloquio del navegante», el que abre boca a este hermoso y bien labrado libro: «La juventud se ha ido, pero no sé por dónde,/ gastada en los altares de la belleza efímera;/ la juventud que ahora se niega a acompañarnos».

Fragmentada en siete secciones, José ha tejido con verdadera minuciosidad y lucidez, ni más ni menos que su vida, todo lo que ha recibido y dado durante su trayectoria existencial y literaria. Expongo, como ejemplo, unos versos de su extenso y enjundiosos poema «La casa encantada»: «Oh misterio infinito de los que se aman,/ tan jóvenes, con sus despropósitos/ y sus geometrías en equilibrio quimérico/ entre el infinito y la eternidad,/ por cumbres y por valles que adornaban/ la colcha aquella púrpura, con el desfile exótico/ de lentos elefantes sagrados…».

No es de extrañar, pues, que uno de los poemas de este volumen lleve por título «Diario». El mar, como la mujer, es un elemento recurrente en la obra de este autor. Y yo percibo en estas composiciones un mar enigmático, esperanzado y jubiloso. Así nos lo hace saber José Lupiáñez, poeta a quien tengo en muy buena consideración: «Y luego el mar, que siempre trae su enigma./ El milagro de hoy ha sido espléndido:/ con las últimas lluvias, las olas codiciosas/ de conquista, han formado lagunas en la arena,/ y era la playa una continua sucesión de espejos».

José, publicaste tu primer libro a la edad de diecinueve años. Además de que no es habitual publicar tan pronto, el libro fue reeditado en dos ocasiones. ¿De qué manera te repercutió?

Sí, quizás fui bastante precoz en airear mis versos. Las circunstancias o el azar me empujaron a ello. Yo iba a publicar mi libro inicialmente en la colección El toro de barro, que dirigía el poeta Carlos de la Rica en Cuenca, pero por aquel tiempo conocí al poeta Narzeo Antino, quien me propuso que creáramos una colección propia, un poco al modo clásico, y que empezáramos con Ladrón de fuego, mi primer libro, que a él le había gustado mucho. Así que pusimos en marcha la ya mítica colección Silene, que editó la Universidad de Granada. Él trabajaba en el Servicio de Publicaciones de la Universidad, que por entonces estaba en el Hospital Real, y allí empezó todo. Queríamos libros de gran formato, a dos tintas: el negro y el rojo sangre de toro para los títulos, con una pequeña viñeta. Todo muy sobrio. Él se encargó de las ilustraciones que acompañan la edición. Para mí fue una aventura que viví con entusiasmo y con la que me inicié en el universo de las ediciones. Aprendí el proceso desde dentro y pude ver a grandes diseñadores y artistas engolfados en la realización material de muchos otros libros, porque entonces el Servicio de Publicaciones era nuestro lugar de encuentro, y allí preparamos los montajes de los primeros títulos de la colección Silene. Paralelamente a todo esto, yo había confiado mi libro al escritor mexicano Raúl Hernández Viveros, con quien mantenía correspondencia muy fluida. Él me sorprendió publicando en la Universidad de Xalapa el texto en la colección que dirigía, los Cuadernos del caballo verde. Esto me alegró enormemente, porque en esas mismas prensas se había editado Ocnos, de Luis Cernuda, a quien por entonces yo leía con fervor… La tercera edición salió en la colección Ánade y fue debido a un pedido del Ministerio de Cultura, que le llegó al editor Antonio Ubago y a la que tuvo que hacer frente, porque fueron mil los ejemplares solicitados, que luego se repartirían por la red de bibliotecas del país.

¿Cuándo empezaste a leer? ¿Cuándo a escribir poesía?

Empecé a leer con cierta conciencia libros de cuentos clásicos muy pronto, quizá con ocho o nueve años: Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm, Charles Perrault… Eran libros que nos prestaban en la biblioteca del colegio de La Salle, en el Puerto de Santa María, en Cádiz, donde cursé estudios primarios, y que yo devoraba con verdadera emoción. Me tenían prohibido leer durante las comidas, porque era tanta mi pasión que yo quería seguir leyendo mientras comía. Aunque recuerdo brumosamente un libro ilustrado sobre los argonautas que me causó un verdadero impacto, creo que intuí por entonces la auténtica dimensión de la aventura y el vértigo de los viajes.

A escribir poesía comencé en cuarto de bachillerato, con trece o catorce años. Me presenté a un concurso organizado por el Seminario de Lengua y Literatura y me dieron el primer premio. Esto fue ya en Barcelona. Se trataba de escribir una oda a los astronautas. Hacía poco que el hombre había pisado la luna por primera vez. Yo me levanté temprano y escribí el poema como si se tratara de una tarea escolar. Luego me presenté a ese concurso, sin mucha convicción, y me sorprendió que me ponderase tanto mi texto Mari Paz Battaner, que era la catedrática, y fue mi profesora de lengua durante todo el bachillerato. Le guardo un cariño enorme; ella fue la que me inoculó el veneno de la creación y el amor por la literatura. El premio de ese certamen fue un libro de Rafael Sánchez Ferlosio: Industrias y andanzas de Alfanhuí, que ella me dedicó de su puño y letra. Actualmente Paz Battaner es miembro de número de la Real Academia Española y una magnífica lexicógrafa. Fue todo un lujo tenerla como profesora en aquellos años…

Me comentaste, hace unos días, que tu nuevo poemario, Las formas del enigma, es para ti «un libro que trata de hurgar en esa dimensión misteriosa de la vida». «La vida es enigmática», añades, y estoy de acuerdo. ¿Crees que nos han enseñado a vivir? A mí, lo que más me preocupa es ver a tanta gente más pendiente de competir que de vivir. ¿Qué piensas tú?

La vida es profundamente enigmática, sí. Todo lo que nos rodea está lleno de enigmas y de misterio. A veces el ser humano vive como aturdido, como alienado o enajenado, en una dimensión exclusivamente biológica, prisionero de rutinas mecánicas y de liturgias de las que se ha esfumado cualquier atisbo de trascendencia. Se ha perdido la capacidad de asombro que teníamos tan viva en la infancia, en la que todo era intenso y nos sorprendía y era milagroso. Yo he querido rastrear esa dimensión mágica de la realidad que nos rodea y he explorado vertientes distintas en las que los enigmas se suceden; vertientes como la del amor, el universo de los afectos; la del transcurso del tiempo, me sobrecoge el paso del tiempo; o el entrañamiento del paisaje en el que transcurre nuestra existencia y los de aquellos otros lejanos y exóticos. He prestado atención a esos momentos de intensidad de lo real como son el amanecer, o la hora del crepúsculo, o la noche que sigue siendo un territorio espiritual, en el que conviven los soñadores y los desvelados;  la muerte, el mayor de los enigmas, el sentimiento de pérdida…Y en todo ese proceso no he querido perder de vista la condición humana, que yo creo se define por la fragilidad. La fragilidad es lo que verdaderamente nos hermana, somos terriblemente vulnerables; en definitiva, merodeo por los temas eternos que a todos nos incumben, pero desde esa otra sensibilidad, que da por sentado que convivimos con lo imprevisible, que existen los presentimientos, y sobre todo el milagro, como decía antes. Creo que era Robert Graves quien afirmaba que el hombre contemporáneo ha perdido la noción del milagro, con la que había convivido durante siglos.

Por lo que hace a si nos han enseñado a vivir, no sabría decirte si es posible enseñar a alguien a vivir, porque vivir es siempre un acontecimiento azaroso, pero sí a entender la vida desde una dimensión diferente. A tener en cuenta a los otros, a apreciar valores distintos de los que andan ahora en alza. Falta afectividad, solidaridad, compromiso, sentido de la equidad; el mundo, fuera de los países que viven en la burbuja del bienestar, es un caos. Y me refiero a las tres cuartas partes del planeta. Este desequilibrio monstruoso no podrá mantenerse por mucho tiempo.

Observo que has dividido tu libro en siete secciones, y me resulta curioso que tanto la primera como la última de ellas queden resueltas con un solo poema. Eso sí, soy consciente de que hablo de poemas bien abastecidos y acompañados por citas muy reveladoras. ¿Consideras que estos poemas actúan como prólogo y epílogo en estas formas enigmáticas?

Ciertamente: abren y cierran el texto. Trato de cuidar mucho la arquitectura de los libros. En esta ocasión hay tres textos extensos que funcionan como proemio: «Soliloquio del navegante», en el que se hace un balance vital, bastante desolador, por cierto; un texto central, «Fábula profana», que es como un intermedio legendario, de contenido eminentemente narrativo, con sus notas de tremendismo; y un poema final, «El ausente», en el que se reflexiona sobre aquellos seres queridos que perdemos repentinamente y nos dejan ese hueco, ese vacío difícil de llenar. Es una meditación desgarrada sobre la muerte en abstracto y la muerte concreta de alguien a quien hemos entrañado mucho y perdemos de improviso, y experimentamos por ello una enorme sensación de orfandad.

Inicias tu segunda sección, «Cifras del azar», con una cita extraída del poema «He nacido agujereado», del célebre poeta surrealista Henri Michaux. Me alegra que lo hayas nombrado porque yo tengo presente, desde muy joven, a este autor tan polifacético y extremo. Quisiera saber qué te sugiere a ti este verso que he elegido de Michaux, de su conocido poema «Clown». Dice así: «Un día arrancaré el ancla que retiene a mi navío lejos de los mares».

A mí me gustó en una época el fulgor visionario de Henri Michaux, su desconcertante desgarro, su osadía estimulante. Luego me cansé un poco de tanta visión, porque no regresaba, no volvía a la tierra en esa huida permanente, después de tanto volar. Ese verso de «Clown» por el que me preguntas, teniendo en cuenta el contexto del poema, yo lo asocio a una liberación, a un desasimiento de todo el lastre que nos impide ser lo que realmente somos. Se presume que un día seremos capaces de abandonar todo aquello que impide que se produzca el viaje, la aventura mar adentro. Supone romper el estatismo, ser valientes para explorar nuevas rutas, quizás.

De esta misma sección, es mi deseo nombrar tu bellísimo poema «Como flores errantes». ¿«Las tristezas son como flores errantes»?

En cierta ocasión pensé que las tristezas son como emociones viajeras, que van de un corazón a otro. Que mi tristeza de hoy, la que ahora siento, pudo ser la tuya de ayer, y que lo mismo que brotó en ti en aquel momento, ahora ha encontrado el terreno fértil para hacerlo en mí. En realidad pensaba en las semillas de la tristeza, esas semillas que van por el aire y luego acaban brotando lejos. Las tristezas también podrían compartirse así y además también nos hermanarían, nos definirían como seres humanos, igual que antes te decía lo de la fragilidad. Aunque acaso la clave de ese poema esté en que reconozco la tristeza del otro porque antes lo fue mía, y ese reconocimiento sirve para acercarnos.

En esta obra predominan poemas extensos y discursivos de una gran intensidad lírica. También destaca una sorprendente variedad formal: conviven el verso libre, el soneto, el romance, los tercetos alejandrinos, la copla de pie quebrado… Hay un diálogo con la mejor tradición de la poesía hispánica, sobre todo con el modernismo.

Es cierto: tengo una especial debilidad por el modernismo y por el barroco. Creo que no se ha enseñado bien el inmenso arsenal de posibilidades que nos legaron los poetas barrocos o los autores modernistas. Se ha tenido una cierta prevención y muchos prejuicios a la hora de transmitir los verdaderos fundamentos de esas dos escuelas. Se han caricaturizado en exceso, se han acumulado los tópicos y nos hemos perdido gran parte de sus lecciones. El resultado ha sido demoledor: condicionar el gusto de muchos estudiantes y derivarlos hacia lo fácil, inducirlos a huir del esfuerzo y a evitar la exigencia… Los amantes de eso que llaman la línea clara arremeten contra el caudal del lenguaje y nos quieren condenar de por vida a discursos inanes, sin grandeza, banales, previsibles, en los que se sacraliza lo obvio. Adoro a Góngora, a Quevedo y a Rubén, o a Juan Ramón o a Manuel Machado, porque nunca acabo de abarcarlos, son insondables; son como fuentes permanentes y cada vez que te acercas a ellos nunca te defraudan, el agua es nueva y siempre te refrescan.

Por otro lado, el haberme dedicado a la enseñanza de la literatura durante tantos años me ha permitido frecuentar asiduamente a nuestros clásicos, y no puedo evitar sentir que ese legado es también mío y que puedo dialogar con las voces de los grandes maestros, a través del tiempo. El universo de la literatura es un elemento constante en mis libros: en casi todos ellos siempre se incluye algún homenaje a esta obra o a aquella otra, siempre hay algún recuerdo para algún poeta. En Las formas del enigma se incluyen poemas directamente inspirados por obras literarias, por ejemplo «El viaje de Margarita Nikoláyevna» es un tributo a El maestro y Margarita, la novela de Mijaíl Bulgákov; o los poemas «Justine» o «Noche de Alejandría», fueron escritos a raíz de una relectura de El cuarteto de Alejandría, la tetralogía de Lawrence Durrell; hay un poema que alude a La trama celeste, de Bioy Casares, aunque no esté emparentado directamente con esa obra, y homenajes a Lorca, a Juan Bernier y a un poeta contemporáneo, de Jerez, muy amigo mío, Mauricio Gil Cano, a quien estimo mucho y le dedico un texto en honor de un libro suyo que leí con sumo placer y que se llama En la noche del mundo. Me divertí escribiéndolo y me gustó el resultado final. Es un texto un poco canalla en alejandrinos.

Por lo que sé de ti, tu trayectoria poética no es precisamente exigua. Pero también has publicado varios libros de crítica y de narrativa.

Sí, he colaborado con críticas literarias en distintas publicaciones; parte de ellas y otros ensayos, prólogos, artículos, ponencias, etcétera, los he ido agrupando en libros, un poco con la ilusión ingenua de salvarlos del olvido. Hasta ahora se han publicado tres: Las tardes literarias (2005), Poetas del Sur (2008) y Páginas con alma (2017). Está en prensa un cuarto volumen que aparecerá en noviembre y que se llama Cuaderno de Arneva, título con el que quiero subrayar que vivo ahora en las tierras del Oriol, en la patria hernandiana. En lo que se refiere a narrativa sólo he publicado un libro de relatos: El chico de la estrella y otros cuentos. Mis amigos me insisten en que persista en el género, pero creo que me falta disciplina para ello. Mis referentes son Antón Chéjov y Guy de Maupassant; si volviera a los relatos, lo que no descarto del todo, no los perdería nunca de vista. 

Y te estrenaste en 2012 con un libro de cuentos, El chico de la estrella y otros cuentos, publicado en Granada por Port-Royal Ediciones y con epílogo de Antonio Enrique. Y esta obra fue premiada. ¿Qué supuso para ti tan afortunado estreno?

Recibió el Premio de la Crítica Andaluza a la mejor opera prima en 2013. Me hizo ilusión que los críticos repararan en él. Siempre es alentador este tipo de estímulos.

No quiero finalizar este encuentro sin que me digas algo acerca de tu labor como editor y director de colecciones literarias.

Desde 1975 estuve implicado en el mundo editorial, pero de ediciones independientes y poco comerciales. Primero con la colección Silene, de la que te he hablado, después dirigí la colección Ánade, también en Granada, que ha dado a conocer numerosas obras de autores andaluces, fundamentalmente. He colaborado en el diario Córdoba, en su suplemento Cuadernos del Sur, y dirigí junto con Mauricio Gil Cano, durante mi etapa jerezana, el suplemento Azul, de un grupo editorial que publicaba varios diarios, entre otros El Periódico del Guadalete y El Periódico de la Bahía. También he participado en el consejo de redacción de distintas revistas: Trivium, Educa, Travesaño, Sureste… Posteriormente dirigí un suplemento de cultura de la revista El Faro, en Motril, que se llamaba Pliegos de Alborán. He diseñado numerosas portadas y he puesto en marcha bastantes colecciones: Genil, Rusadir, Campo de Plata… He estado muy vinculado a la editorial Port-Royal de Granada. En fin, siempre he estado muy cerca de ese universo del diseño y las ediciones.

Tampoco sin que ofrezcas a los lectores una pincelada sobre tu sentir respecto a la poesía. Hablemos de «Lo sagrado».

Para mí la poesía, la palabra, es un medio de redención. No concibo mi vida sin la poesía. Decía García Márquez que la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre. Yo me he movido siempre en ella entre el sentimiento y la reflexión. Me ha gustado aquello que decía Unamuno en su «Credo poético» de «Piensa el sentimiento, siente el pensamiento» y he entendido la poesía como una lucha contra la fatalidad, como un modo de supervivencia que me ayudaba a combatir el absurdo. Solo puedo entender el mundo a través de la poesía; la poesía me ayuda a explicarlo y a explicármelo y es la fórmula que más me gusta para fijar emociones. Decía Cioran, y yo lo suscribo totalmente, que la poesía es «inconclusión, presentimiento, abismo». Y Wallace Stevens, que «el poeta es el sacerdote de lo invisible». Yo no puedo evitar su llamada, la poesía se me impone, me llega, me obliga, y tengo que consignar esa avalancha, esa cascada de impresiones, de visiones o de conmociones en el poema. También Cioran decía a este respecto, creo que en su Breviario de podredumbre, y siempre me gusta recordarlo, que «el abismo nos llama y nosotros lo escuchamos». La poesía es uno de los pocos territorios que nos quedan en el que alienta el mito, el atavismo, lo sagrado, eso que llevamos en la sangre y nos conmueve, y nos revela algo que no sabemos muy bien cómo explicar. Es búsqueda permanente, es perseguir la belleza, el ideal, lo inefable, es, como dice mi amigo el poeta Enrique Morón, «la consagración de lo inefable».


Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.

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